Jacob (II)
Tras todas las vicisitudes contadas en la anterior singladura, Jacob recibió la palabra de Dios que le decía:
“Vuelve a la tierra de tus padres con tu familia; yo estaré contigo”.
Lo primero que tiene que hacer Jacob es convencer a sus dos mujeres, Raquel y Lía, de que acepten dejar la casa paterna, con las comodidades que allí tenían, para volver con él a la tierra de Canaán, en la que le espera un porvenir incierto porque Esaú había prometido matarle si volvía. Es cierto que Esaú, cuando prometió eso, había dicho que no lo haría mientras Isaac viviese. E Isaac seguía con vida. Realmente, era un prodigio de la naturaleza, porque ya era viejo veinte años antes, cuando Jacob tuvo que salir huyendo. Pero, ¿quién podría fiarse mucho de Esaú? Probablemente su madre, Rebeca, ya hubiese muerto, aunque el Génesis no nos dice nada. Sólo más adelante, cuando Jacob está a punto de morir en Egipto, tras bendecir a sus hijos, les pide que le prometan que no le enterrarán en Egipto, sino que en la cueva de Macpelá, junto a sus abuelos, Abraham y Sara, sus padres Isaac y Rebeca y su mujer, Lía, no Rebeca que, como veremos, fue enterrada en Belén. Sea como fuere, cuando Jacob plantea a sus mujeres dejar a su padre y a su tierra, se encuentra con la sorpresa de que éstas le dicen:
“¿Tenemos acaso nosotras parte o herencia en la casa de nuestro padre? ¿No nos ha tratado como extrañas, vendiéndonos y comiéndose lo que había recibido por nosotras? Por tanto, toda la riqueza que Dios ha quitado a nuestro padre es nuestra y de nuestros hijos; así que haz todo lo que Dios te ha dicho”.
Pero Jacob sabía que Labán no le iba a dejar marcharse por las buenas, así que aprovechó que éste se había ido al esquileo de sus rebaños para irse con sus dos mujeres, sus once hijos y todos sus rebaños y bienes. Efectivamente, cuando Labán se enteró, salió en su persecución y, como Jacob tenía que viajar lentamente con todos los impedimentos qué tenía, no tardó en alcanzarle. “Tengo el poder suficiente para haceros daño; pero el Dios de tu padre me habló la noche pasada diciéndome: ‘¡Cuidado con intentar nada contra Jacob!’ ” –le dijo. Así, pues, tras molestarle todo lo que pudo, le dejó seguir su camino. Pero antes, Jacob le recriminó indignado:
“¿Qué delito he cometido para que me persigas así? […] He estado veinte años contigo; nunca tus ovejas y tus cabras abortaron, ni yo comí jamás un carnero de tus rebaños; nunca te traje los animales desgarrados por las fieras. Los daños los pagaba yo; lo robado, tanto de noche como de día, tú me lo reclamabas. De día me consumía el calor y de noche el frío, sin poder dormir. Así he servido veinte años en tu casa: catorce te serví por tus hijas y seis por tu ganado; sin embargo, tú me cambiaste el sueldo diez veces. Si el Dios de mi padre, el Dios de Abraham, el Terror de Isaac, no hubiera estado conmigo, tú me habrías despedido con las manos vacías. Dios vio mi aflicción y la fatiga de mis manos, y ayer noche me ha hecho justicia”.
Ya aludí en una singladura anterior al apelativo de “el Terror de Isaac” que Jacob da al Señor, en referencia a la protección que Dios brindó a su padre. Hasta donde recuerdo de la Biblia, éste es el único pasaje en el que aparece ese apelativo del Señor. En este caso, Labán, ante lo que le había dicho Dios, deja partir a Jacob con todos sus bienes, no sin antes desarrollar unos rituales para sacralizar esa separación. Por tanto, Jacob, ya tenía completamente cerrada la vuelta atrás y, hacia delante, le esperaba la furia de Esaú. Pero el hecho de que su padre viviese no le quitaba a Jacob el miedo del cuerpo. De modo que mandó una embajada a Esaú hablándole de sus muchos bienes y poniéndolos, implícitamente, a su disposición. La respuesta de los enviados no fue, ni mucho menos, tranquilizadora. Anunciaron a Jacob que el mismo Esaú venía a su encuentro con cuatrocientos hombres. Desde luego, no era ninguna buena señal. Esa noche la pasó en soledad y elevó una oración al Señor imprecando su protección. Pero, como para completar la ayuda que Dios le pusiese prestar, al día siguiente preparó un regalo para su hermano consistente en “doscientas cabras y veinte machos cabríos, doscientas ovejas y veinte carneros, treinta camellas de leche con sus crías, cuarenta vacas y diez novillos, veinte asnas y diez asnos”. Esto representaba, sin duda, una enorme fortuna. Para que esta estratagema surtiese más efecto, dividió toda la ofenda en varios rebaños para que fuesen llegando de uno en uno a Esaú. Los que llevaban los rebaños debían decir, cada uno de ellos a su hermano: “Estos rebaños son de tu siervo Jacob; es un regalo que envía a mi señor Esaú. Él mismo viene detrás de nosotros”. Al final de ese día, ya de noche, él mismo, con sus dos mujeres, sus dos criadas, sus once hijos y el resto de sus posesiones, cruzaron el Jordán por el paso de Yaboc. Después, se adentró solo en la noche y el Génesis nos cuenta uno de los relatos más extraños que hay en toda la Biblia:
“Un
hombre luchó con él hasta despuntar la aurora. Viendo el hombre que no le
podía, le tocó en la articulación del muslo, y se la descoyuntó durante la
lucha. Y el hombre dijo:
-
Suéltame que ya despunta la aurora
Jacob
dijo:
-
No te soltaré hasta que me bendigas.
Él
le preguntó:
-
¿Cómo te llamas?
Respondió:
-
Jacob.
El
hombre dijo:
-
Pues ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado contra Dios y
contra los hombres y has vencido.
Jacob,
a su vez, le preguntó:
-
Dime tu nombre, por favor.
Pero
él respondió:
-
¿Por qué quieres saber mi nombre?
Y
allí mismo le bendijo.
Jacob
llamó a aquel lugar Penuel –es decir, Cara de Dios–, pues se dijo: ‘He visto a
Dios cara a cara y he quedado con vida’.
Salía el sol cuando pasó por Penuel e iba cojeando del muslo”.
¡Extraña forma la de Dios de darse a conocer! Como había ocurrido con Abraham y con Sara, Dios le cambia el nombre. Pero no le cambia una letra, se lo cambia completamente, es decir, le cambia drásticamente su misión en la vida. Será la raíz de un pueblo con una misión histórica, nada menos que el mensajero de la salvación de la humanidad. El instrumento de este plan dista mucho de ser el ideal, pero así actúa el Señor, utilizando lo imperfecto y hasta pecador para transformarlo y hacer el bien. Sólo desde ese momento los hebreos pueden llamarse israelitas. Pero Dios, en cambio, se niega a revelarle su nombre. Todavía faltan cinco siglos para que se lo revele a Moisés. ¿Qué significado tiene lo de descoyuntarle el tendón del muslo y dejarle cojo? No tengo ni idea. Nunca más en la Biblia se menciona la cojera de Jacob, así que debe ser una simbología de que le dejó marcado con la señal de su elegido. Una señal poco agradable, eso sí. Muchos elegidos de Dios han visto esa elección como una pesada carga. Oigamos lo que dice Jeremías:
“Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me parió no sea bendito. Maldito el hombre que alegre anunció a mi padre: ‘Te ha nacido un hijo varón’, llenándole de gozo. Sea ese hombre como las ciudades que Yahveh destruyó sin compasión, donde por la mañana se oyen gritos, y al mediodía alaridos. ¿Por qué no me mató en el seno materno, y hubiera sido mi madre mi sepulcro, y yo preñez eterna de sus entrañas? ¿Por qué salí del seno materno para no ver sino trabajo y dolor y acabar mis días en la afrenta?” Jeremías(20, 14-18).
Lo que sí hace Dios es bendecir a Jacob.
Yo, habiendo meditado mucho sobre este pasaje, he llegado a la conclusión de que la lucha con Dios y la capacidad de derrotarle es signo del poder de la oración, que puede hacer que el mismísimo Dios cambie sus planes. ¡Cuántas veces, los seres humanos nos vemos en una situación sin aparente salida, entre la espada y la pared, entre nuestros Labanes y Esaús, o como Moisés, inmovilizado entre el mar Rojo y el ejército del Faraón, aunque la columna de fuego le retuviese, o como Jesús, en el huerto de los olivos, entre el Sanedrín y la cruz! Sin embargo, la oración, nos obtiene su bendición y, con ella, pasamos a través de la pared como un cuchillo caliente a través de la mantequilla, aunque no sin dolor. El pasaje más evidente de esta capacidad de la oración para cambiar los planes de Dios nos lo brinda el relato del Evangelio en el que una mujer no judía le pide a Jesús que expulse a un demonio de su hija. Jesús le dice, con aparente dureza: “Dios me ha enviado a sanar a las ovejas perdidas de Israel […] No está bien dar a los perros el pan de los hijos.”, a lo que la mujer siro-fenicia le replica: “Sí, pero también los perrillos pueden saciarse con las migajas que caen de la mesa de sus amos” (Cfr. Mateo 15, 21-28), ante lo cual, Jesús se siente desarmado y cambia los designios de Dios, sus designios, expulsando al demonio de la hija de esa mujer, gracias a la fe de su oración. Sin embargo, que Dios pueda, si le parece conveniente y posible, cambiar sus designios por nuestra oración, no significa que lo tenga que hacer. Él sabe más y nosotros. El sabe que tal vez conceder un bien aparente en un determinado momento, puede dar lugar a un mal mucho mayor más adelante. Hay designios que no tienen variantes posibles. Tenemos que dejar a Dios ser Dios, pero, en cualquier caso, la oración confiada nos da paz.
Sea como fuere, con la bendición de Dios, Jacob va al encuentro de su hermano. Se pone al frente de una comitiva con tres grupos, uno detrás de otro, en los que van, respectivamente, las dos criadas de sus mujeres con sus hijos en el primero, detrás Lía con los suyos y, por último, Raquel con su hijo José, cada grupo con la tercera parte de sus bienes. Queda claro qué vidas le resultaban más preciosas a Jacob por la lejanía del peligro en que las sitúa. Luego se acerca a Esaú y a sus cuatrocientos hombres a caballo, postrándose en tierra siete veces. Está expiado su pecado y su engaño, arrepintiéndose de él. Sin duda que tendría miedo. Desde luego, la escena no debía ser tranquilizadora: Una hueste de cuatrocientos hombres armados, a caballo, con los animales piafando, retenidos por el freno, esperando sólo que les espoleasen para cargar. Pero su arrepentimiento no era por miedo o, al menos, no sólo por miedo. A fin de cuentas, Israel era un hombre nuevo después de que el Señor le cambiase el nombre. Seguía siendo Jacob, pero era también Israel. Entonces ocurre lo impensable. Esaú se baja del caballo y “corrió a su encuentro, lo abrazó, se echó a su cuello y los dos rompieron a llorar”. Tiene entonces lugar un falso regateo en el que Esaú pretende no aceptar todos los regalos que le ha ido enviando Jacob mientras se acercaba a él, pero que al final, naturalmente, acepta. Pero en ese regateo, Esaú afirma que es un hombre rico: “Yo tengo más que suficiente, hermano; quédate con lo tuyo”. O sea que, a Esaú tampoco le habían ido mal las cosas en esos veinte años.
Desde allí, Esaú se dirigió hacia el sur, a las montañas de Seír, donde vivía. A pesar de la reconciliación de los hermanos, Jacob no se fiaba demasiado de su hermano. Tal vez por eso no se dirigió también hacia el sur, hacia Hebrón, donde aún vivía Isaac, sino al oeste, por el valle de Sucot, hasta llegar a la ciudad de Siquem. A las afueras de Siquem, Jacob compró un campo a Jamor, rey de los jeveos, por cien monedas de plata. Lo primero que hizo fue levantar un altar al Señor, donde, cumplidas por Dios las condiciones que Jacob le había impuesto en Betel, justo cuando abandonó la Tierra Prometida, le adoró como su Dios y Señor. Ya expresé en la anterior singladura mi asombro ante el inaudito reto que Jacob había lanzado al Señor, unido a la desfachatez de preguntarle su nombre, como una forma de dominarle, pero las promesas de Dios son firmes e irrevocables, a pasar de la contumacia humana, y este pasaje es un signo de ello.
En Siquem, tras construir el altar y adorar al Señor, Jacob perforó un pozo. Fue en ese pozo en el que diecisiete siglos más tarde Jesús pediría de beber a la mujer samaritana. En tiempos de Jesús la ciudad de Siquem se llamaba Sicar (Hoy se llama Nablús). Pero, los problemas de Jacob no habían terminado. Le quedaba mucho por pasar –de lo que la nunca mencionada cojera del muslo era signo–. Sus turbulentos hijos le causaron grandes problemas, peligros y quebraderos de cabeza. El de la matanza de los jebuseos, el pueblo en medio del que vivían, no fue el menor de ellos. Los hijos de Jacob, para expiar una afrenta que habían recibido de este pueblo, les convencieron de que se circuncidasen en masa en señal de paz y buena voluntad, cosa que ellos hicieron de buen grado. Al tercer día de la circuncisión, cuando los dolores eran mayores, entraron en la ciudad, pasaron a cuchillo a todos sus habitantes, la saquearon y se llevaron todos sus ganados. Jacob se indignó con la barbarie de sus hijos. Sabía que los pueblos de les rodeaban, cananeos y pereceos, se tomarían venganza del crimen cometido. Pero, otra vez Dios vino en su auxilio:
“Ponte en camino y vete a vivir en Betel; levantarás allí un altar al Dios que se te apareció cuando huías de tu hermano Esaú”.
Y, siguiendo las órdenes del Señor, Jacob partió para Betel. Ninguno de los pueblos de los alrededores le salió al paso para impedírselo por el pavor que les infundía el Dios de Jacob, el que en su día fue llamado el Terror de Isaac y cuya fama era sobradamebte conocida. Betel era el lugar en el que Jacob, justo antes de salir de la Tierra Prometida, había tenido el sueño de la escala que unía el cielo y la tierra, y había obtenido la promesa del Señor que él se permitió poner a prueba. Vuelvo a preguntarme, aunque Dios fue fiel con él, cuanto más fácil hubiese sido su vida si, simplemente, hubiese dicho, como María diecisiete siglos más tarde: “Hágase en mí según tu palabra”. Pero… Así que ya tenemos a Jacob, otra vez, expulsado de su hogar, aunque esta vez no abandonase la Tierra Prometida. Pidió a su familia y a todos los que estaban con él que se desprendiesen de sus ídolos antes de ir a Betel, señal de que los dioses de Canaán habían incitado a parte de su familia a la idolatría. Y, otra vez, Jacob recibe la promesa y se le recuerda el cambio de nombre:
“Tu nombre es Jacob, pero ya no te llamarán Jacob; tu nombre será Israel. […] Yo soy el Dios Poderoso; crece y multiplícate. Un pueblo, una muchedumbre de naciones nacerá de ti y saldrán reyes de tus entrañas. La tierra que yo di a Abraham e Isaac, te la doy a ti y a tu descendencia”.
Entonces Jacob pensó que podría ir a Hebrón, donde todavía vivía su padre que era ya muy viejo. Pero de camino hacia allá al llegar a Belén de Efratá, al norte de Hebrón, Raquel, que estaba embarazada, se puso de parto y, tras dar a luz a su hijo Benjamín, murió.
“Murió Raquel y fue sepultad en el camino de Efratá, que es Belén”.
La pena de Jacob por la pérdida de la mujer que, en medio de todo lo vivido, había sido su gran amor, fue inmensa.
“Jacob levantó una estela sobre su sepulcro; es la estela del sepulcro de Raquel, que todavía existe hoy”.
Esta expresión de “que todavía existe hoy”, indica claramente algo que ya había comentado en otras singladuras sobre el texto del Génesis y de la Biblia en general: que fue escrito, probablemente en tiempos de Moisés, utilizando tradiciones, seguramente orales, más antiguas, de la misma manera que, también, hay añadidos posteriores sobre el texto escrito original. Esto hace de la Biblia un libro escrito de una forma comunitaria por el pueblo de Israel a lo largo de los siglos aunque, siempre, bajo la inspiración divina. Desde su tumba de Belén, Raquel lloró, diecisiete siglos más tarde, la matanza de los santos inocentes. San Mateo, en su Evangelio, cuando cuenta esta bárbara masacre llevada a cabo por Herodes en Belén, cita al profeta Jeremías que dice, en verso:
“Se
oyen gritos en Ramá,
lamentos
y llanto amargo:
es
Raquel que llora por sus hijos,
y
no quiere consolarse,
porque ya no existen”.
Incluso hoy, siglo XXI, todavía el sepulcro de Raquel juega un papel relevante en la historia. Cuando a principios de este siglo los israelíes construyeron el muro que rodea la ciudad de Belén, se hizo un zig-zag en su trazado, precisamente para que la tumba de Raquel quedase del lado judío, lo que ha supuesto una fricción más entre judíos y palestinos.
Pero sigamos con la historia de Jacob. Tras enterrar a Raquel, Jacob siguió su camino hacia el campo de Mambré, junto a Hebrón, donde todavía vivía su padre. Pero a poco de llegar allí, Isaac murió. Parecía como si hubiese estado esperando para morirse a volver a ver a su hijo. Fue enterrado en la cueva de Macpelá, junto a sus padres, Abraham y Sara y su esposa, Rebeca. Los dos hermanos, Jacob y Esaú lo enterraron juntos, lo que es una muestra de que la paz entre los hermanos seguía vigente, incluso después de la muerte de su padre.
Sin embargo, los problemas familiares de Jacob no cesan. Su hijo mayor, Ruben, hijo de Lía, se acuesta con Balá, la sierva de Raquel, madre de sus medio hermanos, Dan y Neftalí. Cuando Jacob se entera, monta en cólera y le quita los derechos de primogenitura para dárselos a José, el hijo mayor de los tenidos con su amada Raquel, pero el penúltimo en orden de nacimiento. Es fácil pensar que ni a Rubén ni al resto de sus hermanos mayores les hizo gracia este salto de los derechos por encima de todos ellos. A partir de ahí empezaron a desarrollar una especial inquina contra José. Inquina que se vio aumentada por la conducta de Jacob y del propio José. Efectivamente, Jacob sabía que sus hijos, en los que había delegado el pastoreo de los rebaños, no tenían buena fama en los contornos y, para espiarlos, mandaba de cuando en cuando a José que, cuando no ejercía esta función se quedaba tranquilamente en casa. Por si fuera poco, José tenía sueños –que con el tiempo resultaron ser premonitorios pero que en ese momento sólo parecían delirios de grandeza y estúpida vanidad–, en los que veía once gavillas de trigo situadas en círculo alrededor de una decimosegunda, la suya, ante la que se inclinaban en señal de pleitesía. O que el sol, la luna y once estrellas se postraban ante él. Está claro que esto sólo podía tener como consecuencia una creciente animadversión de sus diez medio hermanos hacia José, a pesar de la reprimenda que le hizo su padre Jacob. Benjamín era un niño y, además, era hermano de madre.
La historia de José es una de las más conocidas de la Biblia. No obstante, la contaré de forma sucinta en la próxima singladura, añadiendo mis reflexiones. Pero antes quiero adelantarme bastantes años en la narración para contar otra historia poco edificante de los hijos de Jacob –esta vez de Judá– que tiene, no obstante, una enorme importancia para entender la historia de la salvación, que es de lo que va la Biblia, a fin de cuentas.
Judá se casó con una mujer cananea. La costumbre de ir a buscar esposa a Jarán estaba, como es lógico, interrumpida tras la experiencia de Jacob. Por supuesto, esto aumentaba el riesgo de caer en la idolatría de los sanguinarios dioses de Caná. Más adelante, cuando el pueblo de Israel era numeroso, esos matrimonios se prohibieron terminantemente por miedo, precisamente, al riesgo de idolatría. Pero, en esos momentos, ¿qué alternativa podría haber? Judá tuvo tres hijos Er, Onán y Selá. El mayor se casó con otra mujer cananea, de nombre Tamar, y poco después murió. En esas culturas, que un hombre quedase sin descendencia, era para él una deshonra. Por eso había una ley, la ley del levirato, que establecía que si un hombre moría sin hijos, su hermano debía casarse con su mujer y el primer hijo que tuviesen sería legalmente considerado como hijo del hermano muerto. Así que Onán se tuvo que casar con Tamar. Pero no parece que a Onán le importase mucho la honra de su hermano porque cada vez que se acostaba con su mujer el Génesis nos dice que “derramaba el semen en tierra para no dar hijos a su hermano […] Su conducta ofendió al Señor, que le hizo morir”.
Judá se negó, con diferentes excusas, a dar a su tercer hijo en matrimonio a Tamar por miedo a que muriese también. De forma que la mandó a casa de su padre, lo que suponía una deshonra enorme para ella y su familia. Así que Tamar, mujer astuta y sin demasiados escrúpulos, tramó un plan. Se disfrazó de prostituta, se puso en el camino por el que sabía que iba a pasar Judá y le sedujo. Quedaron en que el precio por acostarse con ella sería un cabrito del rebaño pero que, hasta que se lo fuese a llevar al día siguiente, le dejase en prenda su sello, su ceñidor y su bastón. Así lo hizo Judá y, cuando a la mañana siguiente, un amigo fue a llevar el cabito para recuperar las prendas, no pudo encontrar a la prostituta. Más aún, en el pueblo le dijeron que nunca había habido allí una prostituta, así que no pudo recuperar las prendas que había dejado a la supuesta prostituta. Unos meses más tarde vinieron a decirle a Judá que su nuera, Tamar, se había prostituido y estaba embarazada. Judá sentenció: “Que la saquen y que la quemen”. Entonces ella le mandó su sello, su ceñidor y su bastón con el recado: “Estoy embarazada del hombre a quien pertenece todo esto. Mira, por favor, de quien son este sello, este ceñido y este bastón”. Al verlos, Judá reconoció su pecado y dijo: “ ‘Ella es inocente y yo culpable, pues no le di a mi hijo Selá’, y no volvió a acostarse con ella”. Pero uno de los gemelos que nacieron de ese acto está en la genealogía de Cristo que nos detalla san Mateo en su evangelio[1]. Es la primera mujer de las cuatro que aparecen en el Antiguo Testamento como antepasadas de Jesús y de las que hablaré a su debido tiempo. Con esto, las Escrituras nos quieren decir que Jesús, asume en su persona, para redimirlos, a todos los pecadores de la historia del mundo. A fin de cuentas, ya dije en la tercera singladura que toda la Biblia no es otra cosa que la repetición, de mil maneras distintas, del primer binomio, pecado-perdón, y del segundo binomio, Promesa Universal-anuncio de un Mesías Salvador, dentro del líquido amniótico del amor fiel e incondicional de Dios.
Como
he dicho, dejo para la próxima singladura la archiconocida historia de José, el
hijo de Jacob y de Raquel.
[1] San Lucas, en su Evangelio, nos da
otra genealogía diferente de Jesús porque es su genealogía materna, mientras
que la del Evangelio de san Mateo es la genealogía de José, que era legalmente
el padre de Jesús.