29 de mayo de 2021

Travesía de la Biblia; 9ª Singladura

Jacob (II) 

Tras todas las vicisitudes contadas en la anterior singladura, Jacob recibió la palabra de Dios que le decía:

“Vuelve a la tierra de tus padres con tu familia; yo estaré contigo”.

Lo primero que tiene que hacer Jacob es convencer a sus dos mujeres, Raquel y Lía, de que acepten dejar la casa paterna, con las comodidades que allí tenían, para volver con él a la tierra de Canaán, en la que le espera un porvenir incierto porque Esaú había prometido matarle si volvía. Es cierto que Esaú, cuando prometió eso, había dicho que no lo haría mientras Isaac viviese. E Isaac seguía con vida. Realmente, era un prodigio de la naturaleza, porque ya era viejo veinte años antes, cuando Jacob tuvo que salir huyendo. Pero, ¿quién podría fiarse mucho de Esaú? Probablemente su madre, Rebeca, ya hubiese muerto, aunque el Génesis no nos dice nada. Sólo más adelante, cuando Jacob está a punto de morir en Egipto, tras bendecir a sus hijos, les pide que le prometan que no le enterrarán en Egipto, sino que en la cueva de Macpelá, junto a sus abuelos, Abraham y Sara, sus padres Isaac y Rebeca y su mujer, Lía, no Rebeca que, como veremos, fue enterrada en Belén. Sea como fuere, cuando Jacob plantea a sus mujeres dejar a su padre y a su tierra, se encuentra con la sorpresa de que éstas le dicen:

“¿Tenemos acaso nosotras parte o herencia en la casa de nuestro padre? ¿No nos ha tratado como extrañas, vendiéndonos y comiéndose lo que había recibido por nosotras? Por tanto, toda la riqueza que Dios ha quitado a nuestro padre es nuestra y de nuestros hijos; así que haz todo lo que Dios te ha dicho”.

Pero Jacob sabía que Labán no le iba a dejar marcharse por las buenas, así que aprovechó que éste se había ido al esquileo de sus rebaños para irse con sus dos mujeres, sus once hijos y todos sus rebaños y bienes. Efectivamente, cuando Labán se enteró, salió en su persecución y, como Jacob tenía que viajar lentamente con todos los impedimentos qué tenía, no tardó en alcanzarle. “Tengo el poder suficiente para haceros daño; pero el Dios de tu padre me habló la noche pasada diciéndome: ‘¡Cuidado con intentar nada contra Jacob!’ ” –le dijo. Así, pues, tras molestarle todo lo que pudo, le dejó seguir su camino. Pero antes, Jacob le recriminó indignado:

“¿Qué delito he cometido para que me persigas así? […] He estado veinte años contigo; nunca tus ovejas y tus cabras abortaron, ni yo comí jamás un carnero de tus rebaños; nunca te traje los animales desgarrados por las fieras. Los daños los pagaba yo; lo robado, tanto de noche como de día, tú me lo reclamabas. De día me consumía el calor y de noche el frío, sin poder dormir. Así he servido veinte años en tu casa: catorce te serví por tus hijas y seis por tu ganado; sin embargo, tú me cambiaste el sueldo diez veces. Si el Dios de mi padre, el Dios de Abraham, el Terror de Isaac, no hubiera estado conmigo, tú me habrías despedido con las manos vacías. Dios vio mi aflicción y la fatiga de mis manos, y ayer noche me ha hecho justicia”.

Ya aludí en una singladura anterior al apelativo de “el Terror de Isaac” que Jacob da al Señor, en referencia a la protección que Dios brindó a su padre. Hasta donde recuerdo de la Biblia, éste es el único pasaje en el que aparece ese apelativo del Señor. En este caso, Labán, ante lo que le había dicho Dios, deja partir a Jacob con todos sus bienes, no sin antes desarrollar unos rituales para sacralizar esa separación. Por tanto, Jacob, ya tenía completamente cerrada la vuelta atrás y, hacia delante, le esperaba la furia de Esaú. Pero el hecho de que su padre viviese no le quitaba a Jacob el miedo del cuerpo. De modo que mandó una embajada a Esaú hablándole de sus muchos bienes y poniéndolos, implícitamente, a su disposición. La respuesta de los enviados no fue, ni mucho menos, tranquilizadora. Anunciaron a Jacob que el mismo Esaú venía a su encuentro con cuatrocientos hombres. Desde luego, no era ninguna buena señal. Esa noche la pasó en soledad y elevó una oración al Señor imprecando su protección. Pero, como para completar la ayuda que Dios le pusiese prestar, al día siguiente preparó un regalo para su hermano consistente en “doscientas cabras y veinte machos cabríos, doscientas ovejas y veinte carneros, treinta camellas de leche con sus crías, cuarenta vacas y diez novillos, veinte asnas y diez asnos”. Esto representaba, sin duda, una enorme fortuna. Para que esta estratagema surtiese más efecto, dividió toda la ofenda en varios rebaños para que fuesen llegando de uno en uno a Esaú. Los que llevaban los rebaños debían decir, cada uno de ellos a su hermano: “Estos rebaños son de tu siervo Jacob; es un regalo que envía a mi señor Esaú. Él mismo viene detrás de nosotros”. Al final de ese día, ya de noche, él mismo, con sus dos mujeres, sus dos criadas, sus once hijos y el resto de sus posesiones, cruzaron el Jordán por el paso de Yaboc. Después, se adentró solo en la noche y el Génesis nos cuenta uno de los relatos más extraños que hay en toda la Biblia:

“Un hombre luchó con él hasta despuntar la aurora. Viendo el hombre que no le podía, le tocó en la articulación del muslo, y se la descoyuntó durante la lucha. Y el hombre dijo:

- Suéltame que ya despunta la aurora

Jacob dijo:

- No te soltaré hasta que me bendigas.

Él le preguntó:

- ¿Cómo te llamas?

Respondió:

- Jacob.

El hombre dijo:

- Pues ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado contra Dios y contra los hombres y has vencido.

Jacob, a su vez, le preguntó:

- Dime tu nombre, por favor.

Pero él respondió:

- ¿Por qué quieres saber mi nombre?

Y allí mismo le bendijo.

Jacob llamó a aquel lugar Penuel –es decir, Cara de Dios–, pues se dijo: ‘He visto a Dios cara a cara y he quedado con vida’.

Salía el sol cuando pasó por Penuel e iba cojeando del muslo”.

¡Extraña forma la de Dios de darse a conocer! Como había ocurrido con Abraham y con Sara, Dios le cambia el nombre. Pero no le cambia una letra, se lo cambia completamente, es decir, le cambia drásticamente su misión en la vida. Será la raíz de un pueblo con una misión histórica, nada menos que el mensajero de la salvación de la humanidad. El instrumento de este plan dista mucho de ser el ideal, pero así actúa el Señor, utilizando lo imperfecto y hasta pecador para transformarlo y hacer el bien. Sólo desde ese momento los hebreos pueden llamarse israelitas. Pero Dios, en cambio, se niega a revelarle su nombre. Todavía faltan cinco siglos para que se lo revele a Moisés. ¿Qué significado tiene lo de descoyuntarle el tendón del muslo y dejarle cojo? No tengo ni idea. Nunca más en la Biblia se menciona la cojera de Jacob, así que debe ser una simbología de que le dejó marcado con la señal de su elegido. Una señal poco agradable, eso sí. Muchos elegidos de Dios han visto esa elección como una pesada carga. Oigamos lo que dice Jeremías:

“Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me parió no sea bendito. Maldito el hombre que alegre anunció a mi padre: ‘Te ha nacido un hijo varón’, llenándole de gozo. Sea ese hombre como las ciudades que Yahveh destruyó sin compasión, donde por la mañana se oyen gritos, y al mediodía alaridos. ¿Por qué no me mató en el seno materno, y hubiera sido mi madre mi sepulcro, y yo preñez eterna de sus entrañas? ¿Por qué salí del seno materno para no ver sino trabajo y dolor y acabar mis días en la afrenta?” Jeremías(20, 14-18).

Lo que sí hace Dios es bendecir a Jacob.

Yo, habiendo meditado mucho sobre este pasaje, he llegado a la conclusión de que la lucha con Dios y la capacidad de derrotarle es signo del poder de la oración, que puede hacer que el mismísimo Dios cambie sus planes. ¡Cuántas veces, los seres humanos nos vemos en una situación sin aparente salida, entre la espada y la pared, entre nuestros Labanes y Esaús, o como Moisés, inmovilizado entre el mar Rojo y el ejército del Faraón, aunque la columna de fuego le retuviese, o como Jesús, en el huerto de los olivos, entre el Sanedrín y la cruz! Sin embargo, la oración, nos obtiene su bendición y, con ella, pasamos a través de la pared como un cuchillo caliente a través de la mantequilla, aunque no sin dolor. El pasaje más evidente de esta capacidad de la oración para cambiar los planes de Dios nos lo brinda el relato del Evangelio en el que una mujer no judía le pide a Jesús que expulse a un demonio de su hija. Jesús le dice, con aparente dureza: “Dios me ha enviado a sanar a las ovejas perdidas de Israel […] No está bien dar a los perros el pan de los hijos.”, a lo que la mujer siro-fenicia le replica: “Sí, pero también los perrillos pueden saciarse con las migajas que caen de la mesa de sus amos” (Cfr. Mateo 15, 21-28), ante lo cual, Jesús se siente desarmado y cambia los designios de Dios, sus designios, expulsando al demonio de la hija de esa mujer, gracias a la fe de su oración. Sin embargo, que Dios pueda, si le parece conveniente y posible, cambiar sus designios por nuestra oración, no significa que lo tenga que hacer. Él sabe más y nosotros. El sabe que tal vez conceder un bien aparente en un determinado momento, puede dar lugar a un mal mucho mayor más adelante. Hay designios que no tienen variantes posibles. Tenemos que dejar a Dios ser Dios, pero, en cualquier caso, la oración confiada nos da paz.

Sea como fuere, con la bendición de Dios, Jacob va al encuentro de su hermano. Se pone al frente de una comitiva con tres grupos, uno detrás de otro, en los que van, respectivamente, las dos criadas de sus mujeres con sus hijos en el primero, detrás Lía con los suyos y, por último, Raquel con su hijo José, cada grupo con la tercera parte de sus bienes. Queda claro qué vidas le resultaban más preciosas a Jacob por la lejanía del peligro en que las sitúa. Luego se acerca a Esaú y a sus cuatrocientos hombres a caballo, postrándose en tierra siete veces. Está expiado su pecado y su engaño, arrepintiéndose de él. Sin duda que tendría miedo. Desde luego, la escena no debía ser tranquilizadora: Una hueste de cuatrocientos hombres armados, a caballo, con los animales piafando, retenidos por el freno, esperando sólo que les espoleasen para cargar. Pero su arrepentimiento no era por miedo o, al menos, no sólo por miedo. A fin de cuentas, Israel era un hombre nuevo después de que el Señor le cambiase el nombre. Seguía siendo Jacob, pero era también Israel. Entonces ocurre lo impensable. Esaú se baja del caballo y “corrió a su encuentro, lo abrazó, se echó a su cuello y los dos rompieron a llorar”. Tiene entonces lugar un falso regateo en el que Esaú pretende no aceptar todos los regalos que le ha ido enviando Jacob mientras se acercaba a él, pero que al final, naturalmente, acepta. Pero en ese regateo, Esaú afirma que es un hombre rico: “Yo tengo más que suficiente, hermano; quédate con lo tuyo”. O sea que, a Esaú tampoco le habían ido mal las cosas en esos veinte años.

Desde allí, Esaú se dirigió hacia el sur, a las montañas de Seír, donde vivía. A pesar de la reconciliación de los hermanos, Jacob no se fiaba demasiado de su hermano. Tal vez por eso no se dirigió también hacia el sur, hacia Hebrón, donde aún vivía Isaac, sino al oeste, por el valle de Sucot, hasta llegar a la ciudad de Siquem. A las afueras de Siquem, Jacob compró un campo a Jamor, rey de los jeveos, por cien monedas de plata. Lo primero que hizo fue levantar un altar al Señor, donde, cumplidas por Dios las condiciones que Jacob le había impuesto en Betel, justo cuando abandonó la Tierra Prometida, le adoró como su Dios y Señor. Ya expresé en la anterior singladura mi asombro ante el inaudito reto que Jacob había lanzado al Señor, unido a la desfachatez de preguntarle su nombre, como una forma de dominarle, pero las promesas de Dios son firmes e irrevocables, a pasar de la contumacia humana, y este pasaje es un signo de ello.

En Siquem, tras construir el altar y adorar al Señor, Jacob perforó un pozo. Fue en ese pozo en el que diecisiete siglos más tarde Jesús pediría de beber a la mujer samaritana. En tiempos de Jesús la ciudad de Siquem se llamaba Sicar (Hoy se llama Nablús). Pero, los problemas de Jacob no habían terminado. Le quedaba mucho por pasar –de lo que la nunca mencionada cojera del muslo era signo–. Sus turbulentos hijos le causaron grandes problemas, peligros y quebraderos de cabeza. El de la matanza de los jebuseos, el pueblo en medio del que vivían, no fue el menor de ellos. Los hijos de Jacob, para expiar una afrenta que habían recibido de este pueblo, les convencieron de que se circuncidasen en masa en señal de paz y buena voluntad, cosa que ellos hicieron de buen grado. Al tercer día de la circuncisión, cuando los dolores eran mayores, entraron en la ciudad, pasaron a cuchillo a todos sus habitantes, la saquearon y se llevaron todos sus ganados. Jacob se indignó con la barbarie de sus hijos. Sabía que los pueblos de les rodeaban, cananeos y pereceos, se tomarían venganza del crimen cometido. Pero, otra vez Dios vino en su auxilio:

“Ponte en camino y vete a vivir en Betel; levantarás allí un altar al Dios que se te apareció cuando huías de tu hermano Esaú”.

Y, siguiendo las órdenes del Señor, Jacob partió para Betel. Ninguno de los pueblos de los alrededores le salió al paso para impedírselo por el pavor que les infundía el Dios de Jacob, el que en su día fue llamado el Terror de Isaac y cuya fama era sobradamebte conocida. Betel era el lugar en el que Jacob, justo antes de salir de la Tierra Prometida, había tenido el sueño de la escala que unía el cielo y la tierra, y había obtenido la promesa del Señor que él se permitió poner a prueba. Vuelvo a preguntarme, aunque Dios fue fiel con él, cuanto más fácil hubiese sido su vida si, simplemente, hubiese dicho, como María diecisiete siglos más tarde: “Hágase en mí según tu palabra”. Pero… Así que ya tenemos a Jacob, otra vez, expulsado de su hogar, aunque esta vez no abandonase la Tierra Prometida. Pidió a su familia y a todos los que estaban con él que se desprendiesen de sus ídolos antes de ir a Betel, señal de que los dioses de Canaán habían incitado a parte de su familia a la idolatría. Y, otra vez, Jacob recibe la promesa y se le recuerda el cambio de nombre:

“Tu nombre es Jacob, pero ya no te llamarán Jacob; tu nombre será Israel. […] Yo soy el Dios Poderoso; crece y multiplícate. Un pueblo, una muchedumbre de naciones nacerá de ti y saldrán reyes de tus entrañas. La tierra que yo di a Abraham e Isaac, te la doy a ti y a tu descendencia”.

Entonces Jacob pensó que podría ir a Hebrón, donde todavía vivía su padre que era ya muy viejo. Pero de camino hacia allá al llegar a Belén de Efratá, al norte de Hebrón, Raquel, que estaba embarazada, se puso de parto y, tras dar a luz a su hijo Benjamín, murió.

“Murió Raquel y fue sepultad en el camino de Efratá, que es Belén”.

La pena de Jacob por la pérdida de la mujer que, en medio de todo lo vivido, había sido su gran amor, fue inmensa.

“Jacob levantó una estela sobre su sepulcro; es la estela del sepulcro de Raquel, que todavía existe hoy”.

Esta expresión de “que todavía existe hoy”, indica claramente algo que ya había comentado en otras singladuras sobre el texto del Génesis y de la Biblia en general: que fue escrito, probablemente en tiempos de Moisés, utilizando tradiciones, seguramente orales, más antiguas, de la misma manera que, también, hay añadidos posteriores sobre el texto escrito original. Esto hace de la Biblia un libro escrito de una forma comunitaria por el pueblo de Israel a lo largo de los siglos aunque, siempre, bajo la inspiración divina. Desde su tumba de Belén, Raquel lloró, diecisiete siglos más tarde, la matanza de los santos inocentes. San Mateo, en su Evangelio, cuando cuenta esta bárbara masacre llevada a cabo por Herodes en Belén, cita al profeta Jeremías que dice, en verso:

“Se oyen gritos en Ramá,

lamentos y llanto amargo:

es Raquel que llora por sus hijos,

y no quiere consolarse,

porque ya no existen”.

Incluso hoy, siglo XXI, todavía el sepulcro de Raquel juega un papel relevante en la historia. Cuando a principios de este siglo los israelíes construyeron el muro que rodea la ciudad de Belén, se hizo un zig-zag en su trazado, precisamente para que la tumba de Raquel quedase del lado judío, lo que ha supuesto una fricción más entre judíos y palestinos.

Pero sigamos con la historia de Jacob. Tras enterrar a Raquel, Jacob siguió su camino hacia el campo de Mambré, junto a Hebrón, donde todavía vivía su padre. Pero a poco de llegar allí, Isaac murió. Parecía como si hubiese estado esperando para morirse a volver a ver a su hijo. Fue enterrado en la cueva de Macpelá, junto a sus padres, Abraham y Sara y su esposa, Rebeca. Los dos hermanos, Jacob y Esaú lo enterraron juntos, lo que es una muestra de que la paz entre los hermanos seguía vigente, incluso después de la muerte de su padre.

Sin embargo, los problemas familiares de Jacob no cesan. Su hijo mayor, Ruben, hijo de Lía, se acuesta con Balá, la sierva de Raquel, madre de sus medio hermanos, Dan y Neftalí. Cuando Jacob se entera, monta en cólera y le quita los derechos de primogenitura para dárselos a José, el hijo mayor de los tenidos con su amada Raquel, pero el penúltimo en orden de nacimiento. Es fácil pensar que ni a Rubén ni al resto de sus hermanos mayores les hizo gracia este salto de los derechos por encima de todos ellos. A partir de ahí empezaron a desarrollar una especial inquina contra José. Inquina que se vio aumentada por la conducta de Jacob y del propio José. Efectivamente, Jacob sabía que sus hijos, en los que había delegado el pastoreo de los rebaños, no tenían buena fama en los contornos y, para espiarlos, mandaba de cuando en cuando a José que, cuando no ejercía esta función se quedaba tranquilamente en casa. Por si fuera poco, José tenía sueños –que con el tiempo resultaron ser premonitorios pero que en ese momento sólo parecían delirios de grandeza y estúpida vanidad–, en los que veía once gavillas de trigo situadas en círculo alrededor de una decimosegunda, la suya, ante la que se inclinaban en señal de pleitesía. O que el sol, la luna y once estrellas se postraban ante él. Está claro que esto sólo podía tener como consecuencia una creciente animadversión de sus diez medio hermanos hacia José, a pesar de la reprimenda que le hizo su padre Jacob. Benjamín era un niño y, además, era hermano de madre.

La historia de José es una de las más conocidas de la Biblia. No obstante, la contaré de forma sucinta en la próxima singladura, añadiendo mis reflexiones. Pero antes quiero adelantarme bastantes años en la narración para contar otra historia poco edificante de los hijos de Jacob –esta vez de Judá– que tiene, no obstante, una enorme importancia para entender la historia de la salvación, que es de lo que va la Biblia, a fin de cuentas.

Judá se casó con una mujer cananea. La costumbre de ir a buscar esposa a Jarán estaba, como es lógico, interrumpida tras la experiencia de Jacob. Por supuesto, esto aumentaba el riesgo de caer en la idolatría de los sanguinarios dioses de Caná. Más adelante, cuando el pueblo de Israel era numeroso, esos matrimonios se prohibieron terminantemente por miedo, precisamente, al riesgo de idolatría. Pero, en esos momentos, ¿qué alternativa podría haber? Judá tuvo tres hijos Er, Onán y Selá. El mayor se casó con otra mujer cananea, de nombre Tamar, y poco después murió. En esas culturas, que un hombre quedase sin descendencia, era para él una deshonra. Por eso había una ley, la ley del levirato, que establecía que si un hombre moría sin hijos, su hermano debía casarse con su mujer y el primer hijo que tuviesen sería legalmente considerado como hijo del hermano muerto. Así que Onán se tuvo que casar con Tamar. Pero no parece que a Onán le importase mucho la honra de su hermano porque cada vez que se acostaba con su mujer el Génesis nos dice que “derramaba el semen en tierra para no dar hijos a su hermano […] Su conducta ofendió al Señor, que le hizo morir”.

Judá se negó, con diferentes excusas, a dar a su tercer hijo en matrimonio a Tamar por miedo a que muriese también. De forma que la mandó a casa de su padre, lo que suponía una deshonra enorme para ella y su familia. Así que Tamar, mujer astuta y sin demasiados escrúpulos, tramó un plan. Se disfrazó de prostituta, se puso en el camino por el que sabía que iba a pasar Judá y le sedujo. Quedaron en que el precio por acostarse con ella sería un cabrito del rebaño pero que, hasta que se lo fuese a llevar al día siguiente, le dejase en prenda su sello, su ceñidor y su bastón. Así lo hizo Judá y, cuando a la mañana siguiente, un amigo fue a llevar el cabito para recuperar las prendas, no pudo encontrar a la prostituta. Más aún, en el pueblo le dijeron que nunca había habido allí una prostituta, así que no pudo recuperar las prendas que había dejado a la supuesta prostituta. Unos meses más tarde vinieron a decirle a Judá que su nuera, Tamar, se había prostituido y estaba embarazada. Judá sentenció: “Que la saquen y que la quemen”. Entonces ella le mandó su sello, su ceñidor y su bastón con el recado: “Estoy embarazada del hombre a quien pertenece todo esto. Mira, por favor, de quien son este sello, este ceñido y este bastón”. Al verlos, Judá reconoció su pecado y dijo: “ ‘Ella es inocente y yo culpable, pues no le di a mi hijo Selá’, y no volvió a acostarse con ella”. Pero uno de los gemelos que nacieron de ese acto está en la genealogía de Cristo que nos detalla san Mateo en su evangelio[1]. Es la primera mujer de las cuatro que aparecen en el Antiguo Testamento como antepasadas de Jesús y de las que hablaré a su debido tiempo. Con esto, las Escrituras nos quieren decir que Jesús, asume en su persona, para redimirlos, a todos los pecadores de la historia del mundo. A fin de cuentas, ya dije en la tercera singladura que toda la Biblia no es otra cosa que la repetición, de mil maneras distintas, del primer binomio, pecado-perdón, y del segundo binomio, Promesa Universal-anuncio de un Mesías Salvador, dentro del líquido amniótico del amor fiel e incondicional de Dios.

Como he dicho, dejo para la próxima singladura la archiconocida historia de José, el hijo de Jacob y de Raquel.



[1] San Lucas, en su Evangelio, nos da otra genealogía diferente de Jesús porque es su genealogía materna, mientras que la del Evangelio de san Mateo es la genealogía de José, que era legalmente el padre de Jesús.

28 de mayo de 2021

Tres noticias para el desayuno de hoy

Hoy quiero comentar tres noticias con las que me acabo de desayunar esta misma mañana.

La primera es que la Generalidad de Cataluña pretende crear un banco público. ¡Dios nos pille confesados! ¡Qué horror! Lo usará para financiar sus orgías independentistas, lo quebrará, habrá que rescatarlo, nos costará dinero a TODOS los españoles y, al final, la culpa la tendrá “la banca”, como cuando los políticos quebraron las Cajas de Ahorros. Espero que el Banco de España frene este disparate. Pero, no sé… no sé…

La segunda es que en 2050, cuando lleguemos a ese futuro idílico que pretende presentarnos nuestro falso presidente del gobierno, habrá dos jubilados por cada tres activos. Es decir, se duplicará la tasa de jubilados sobre activos que ahora está en uno de cada tres. Puede que 2050 sea idílico, pero, desde luego, no para los jubilados que no verán más que una mísera pensión, si es que ven alguna. Por eso no me canso de decir a mis alumnos que, desde el primer día de trabajo, ganen lo que ganen, empiecen a hacerse un plan de pensiones. Claro, el problema que tienen es que no saben si encontrarán trabajo y que les pagarán poco. Pero para emitir un juicio sobre esto hay que considerar que de cada 100€ que cobra un trabajador, a la empresa que le paga el sueldo le viene a costar 135€. ¿Cómo se van a crear puestos de trabajo suficientemente remunerados en estas condiciones? Claro, lo que se recauda así es para pagar el subsisio de desempleo creado por ese drenaje de dinero y un sistema de pensiones que va a quebrar y que debería haber sido susrituido hace decenios por un sistema de autoahorro, con las aydas sensatas para los que ganen poco, en vez de este dislate que tenemos.

La tercera, a diferencia de las dos primeras, me produce satisfacción. El Consejo de Administración de INDRA le ha dado un buen corte de mangas a la SEPI e, indirectamente, al Gobierno. Y todo gracias al mercado. Porque cuando, hace una semana, destituyeron a Abril Mrtorell –que no sé si era buen o mal presidente– para nombrar a dedo a su sucesor como Presidente Ejecutivo –un tal Marc Murtra, ex asesor del ministerio de industria en la era Zapatero– la cotización de INDRA bajó un 12%. Y eso ha dado fuerza al Consejo para ese corte de mangas, haciendo que no sea Presidente Ejecutivo y poniéndole a dos Consejeros Delegados ejecutivos para tenerlo bajo control.  ¡Viva el libre mercado! Sin embargo, no parece que este corte de mangas sea suficiente porque la reacción del mercado ha sido de sólo una modesta subida. O sea, que la movida de la SEPI les ha sacado del bolsillo a los accionistas de INDRA una buena cantidad de dinero. Así, la pregunta es, ¿por qué demonios el estado tiene que tener una participación significativa en INDRA que le permita intentar (aunque no conseguir más que a medias) estas cacicadas que perjudican a los accionistas? Sería mucho mejor que la SEPI vendiese todas sus participaciones y, después, el estado disolviese la SEPI y con eso pagase un poco de la terrorífica deuda que ha acumulado. Pero no, no caerá esa breva.

No es poca cosa como desayuno. 

27 de mayo de 2021

La orción de todas las cosas 25; Hágase la luz

 XXV FIAT LUX

Hágase la luz 

Pierre Charles S.J. 

Tú la creaste, nos dice el Génesis, sobre el caos inicial, y, al verla, Te pareció buena. Sé todo lo que le debo y qué partido han sabido sacar de este viejo tema los escritores, los oradores, los tribunos mismos. Y el siglo de las luces, y la luz de la ciencia, y la del buen ejemplo, y la antorcha de la razón, y la de la revelación, y la luz de la fe y la luz de la gloria, y los herejes iluminados y los viejos adoradores del sol, y la luz eterna que pedimos para nuestros difuntos, y el derroche de luces en la noche de las grandes ciudades, y la cúpula de San Pedro con todas las lamparillas que se encienden en los atardeceres de las canonizaciones solemnes para pasmo de simples. Estamos inundados de luz, Señor, ¿me atreveré a decirlo?, me encuentro muy cansado por su causa. Antaño, cuando el sol se ponía, era como una liturgia solemne golpear la yesca y encender la lamparilla de aceite o la vela de sebo que llora lágrimas gordas. Pero hoy hemos domesticado la luz y echamos la noche y su  misterio, más fácilmente que se echa a un perro, dando negligentemente una vuelta a una llavecita. Nada hay tan vulgar como la luz. Hasta tenemos linternas de bolsillo. Los eclipses de sol no nos causan ningún terror. Nuestros astrónomos los anuncian en los periódicos con una precisión matemática y les sacan fotografías de todas las fases. Se aíslan los infrarrojos y los ultravioleta; se mide la velocidad de la luz. Es prisionera de nuestras ecuaciones. ¿No hay algo de puerilidad o mucho de convención ficticia en extasiarse ante una aurora y en buscar inspiraciones en un rayo de sol?

Y con todo Tú dijiste que eras la verdadera luz. Quisiera intentar entender estas palabras, tan sencillas en apariencia; quisiera abrirme entre ellas un camino hacia la adoración.

La luz, Señor, es una formidable disciplina. En la oscuridad puedo ir a tientas, imaginar realidades o fantasmas, prestar una sonrisa angélica a mi interlocutor invisible y creer que no hay manchas en mis vestidos. Todas las ilusiones necesitan sombra. Las echamos en masa sobre el porvenir porque precisamente está encubierto para nosotros. La luz rasga todos los velos; es brutal como una intimidación. Sin discutir, suprime las ficciones lisonjeras. Sé ahora que mi traje está poco limpio, y que esta cara que creí angélica, es común; todos esos fantasmas que pasaban murmurando en la noche, veo que son unos obesos y jorobados, y zambos y barbudos, vestidos sin gusto, con los ojos hinchados de fatiga, con los labios caídos y el andar arrastrado... la fealdad sólo se manifiesta por la luz. Ella es el alguacil complaciente.

Sí, la conozco, esa luz implacable, no la de nuestros pálidos soles del Norte, velados de neblinas, sino la de los desiertos sin sombra, del océano tropical sin compasión, la luz que da de firme durante doce horas cada día y a la que ninguna vida se resiste. Comprendo porqué los viejos incas le habían construido templos enormes. En el antiguo Perú, se le ofrecían las víctimas a millares. No era el sol de nuestros poetas, el sol que juega en los ramajes, el que reanima a los tullidos en sus bancos junto al muro tapizado de parral. Era el soberano absoluto de la vida y de la muerte; el gran Incontestable que llega y que desaparece a su hora y ante el cual la tierra, despojada del vestido de la noche, debe rodar desnuda por completo, como un gusano que se retuerce.

Hemos jugado demasiado con este terrible sacramento de la luz; hemos desconocido su solemnidad perentoria. Hemos creído que la luz era nuestra; pero somos nosotros los que estamos en sus dominios. Nos posee y nuestros vestidos y nuestras murallas y nuestros recodos de sombra no son más que medios de defensa contra su soberana indiscreción. Nos defendemos detrás de persianas y cortinas, como los conejos perseguidos se refugian en sus madrigueras. Por algo los antiguos hicieron del sol un cazador y le habían dado flechas que llenaban el carcaj.

Tú dijiste que eras la luz, como habías dicho que eras la verdad. Es necesario que la luz me bautice contra todas las mentiras y me dé el horror a los disfraces. Me parece que debe ser más difícil mentir a la faz de la aurora[1] que en las sombras turbias y equivocas del crepúsculo. Y si se nos representa el cielo como inundado todo de luz, ¿no es para darnos a entender que allí triunfa la verdad? No quiero volver a la caverna. Hijos de la luz es el título que nos da tu apóstol. La luz puede deshacer todas las trampas oscuras de mis disfraces y enseñarme la nobleza de ser transparente.

Se necesita una valentía inmensa para no tener miedo a la luz. Los niños tienen miedo a lo “negro”, pero los adultos temen lo “claro”, porque les obliga a jugar limpio y les señala su verdadero valor. Hay tantas cosas que queremos ocultar, y hasta en las iglesias los devotos buscan la sombra de las columnas y los rincones discretos. Afrontaré la luz, el gran baño de la luz, que limpia mi alma de sus timideces y de sus vacilaciones ambiguas. Dejaré que la luz me ponga en tu presencia, Señor, tal como Tú me ves y tal como yo me veo. No dice ella nada, pero es dura. La amaré por su rigor y por que me cura de complacerme en lo irreal. Si ella me culpa, no intentaré tener razón.


[1] El amanecer es el momento de las revelaciones.

Como en Genesaret.

 

Atrás queda la noche

llena de insomnio y de fantasmas.

Se evapora ante una nueva mañana

para mí creada,

transparente en su luz

de fresco amanecer de Julio.

Como pudo quizá serlo

la primera mañana del mundo.

He visto cómo su luz

se hacía poco a poco,

con materia prima

de rosada negrura,

de montes azules y lejanos,

de horizontes borrosos.

Ante mí han cobrado vida,

en una temblorosa levedad,

los aires transparentes,

llenos de líquida alegría.

Y estabas Tú detrás de todo eso;

la luz y la frescura,

la negrura,

el rosa y el azul y los livianos temblores,

el aire, la vida y la alegría.

Así debió ocurrir

en otra mañana que fue nueva,

igual de transparente que ésta,

al borde de un lago.

Allí, en la orilla de otra larga,

estéril, negra noche,

a otro hombre viejo le fue dicho:

“Ven, sígueme, que voy a hacerte

también a ti, como a este mundo, nuevo”.

18 de mayo de 2021

La oración de todas las cosas 24. Como las rosas

 

XXIV QUASI FLOS ROSARUM

Como las rosas

 

Pierre Charles S.J.

Me he paseado esta mañana por un jardín, Señor, un jardín pequeño, corriente, y me ha parecido que todo el universo venía a mi encuentro; que todos los países del mundo querían festejarme. Allí había dalias, cinias, damasquinas: sé que vienen de Méjico. Allí había margaritas y hortensias: vienen a ser chinitas pequeñas. Sabemos la fecha precisa en que fueron traídas aquí desde el Extremo Oriente. Allí había capuchinas y heliotropos: vienen del Perú. Gladiolos: vienen de El Cabo con las lobelias bicolores. Begonias, que vienen de Bolivia; balsaminas, que vienen de las Indias Orientales; cinerarias púrpura, que vienen de Tenerife; y hasta en la maleza, a lo largo de los muros, sinforinas con sus frutos de pequeñas bolas blancas, que vienen del Canadá, y las lilas, que florecerán en primavera, y que vinieron de Persia a fines del siglo XVI... Habría muchas más aún si visitara el exotismo de los invernaderos; pero estas flores de aire libre se aclimataron entre nosotros, como la glicina de Hacina y la petunia brasileña. Tú nos invitaste un día a detenernos ante los lirios del campo para contemplar su esplendor, más brillante que la vestimenta gloriosa de Salomón. Yo quisiera hoy dar, a través de las flores, no el paseo del esteta o del botánico, sino mirarlas en cristiano, porque presiento que van a tener para mí preciosos secretos. No voy a servirme de ellas como de pruebas para establecer tu sabia Providencia. No haré distinciones entre clases y familias. Monocotiledóneas, dicotiledóneas, ovarios superiores o inferiores; umbelas, racimos, panículos; hojas opuestas o verticiladas, corolas gamopétalas o dialipétalas, todo esto es excelente, pero, de momento, no voy a ocuparme de ello. Miro las flores buenamente, tales como Tú las asociaste a mi vida, y procuro comprender lo que dicen. 

Todas son efímeras, y todas son frágiles. Así nosotros nos hemos ingeniado para fabricarlas artificiales y, a fe, con los progresos de la técnica, los logros son a veces notables. Conozco estos ramos que se ponen alguna vez en nuestros altares. Duran y son sólidos. Esta clase de flores no necesita agua. No tienen sed. Después de la fiesta entran otra vez en el armario con los demás “accesorios del culto”. Y se las saca de nuevo después de haberles quitado el polvo. Sea Pentecostés o Navidad, la Asunción o San Miguel;  sea en honor de los ángeles o de los mártires o hasta en honor del señor Obispo, al instante se movilizan, en invierno o verano, en el Ecuador y en nuestros climas, llamados, por eufemismo templados. ¡Benditas flores artificiales! Son las delicias de nuestros sacristanes, y en el fondo son económicas. Serias ventajas son éstas.

Y con todo, cuando, seducido por su apariencia y creyéndolas naturales, me acerco y descubro que el tallo es de alambre y los pétalos de papel de seda, me decepciono. Toda mi inspiración se va. ¿Por qué? ¿Cuál es la superioridad de las flores naturales sobre las otras? Me han dicho que las primeras vivían y, por lo tanto, son más nobles. Pero sé bien que no es ésta la respuesta verdadera. La superioridad de las flores naturales estriba en su poder de morir y, por tanto, son infinitamente más patéticas.

Las artificiales, que no mueren, bien pueden prestarse a la fiesta, pero las naturales, que mueren pueden darse. Las cortaron para ponerlas en ramos, y es su agonía lo que ellas ofrecen, sin poder jamás restituirse a sí mismas. Porque mueren, se identifican con el día, que también pasa, y con los hombres mortales. En ellas volvemos nosotros a encontrarnos. Nos relatan nuestra propia historia en bella terminología.

Lo que parece su fragilidad y su tara, es en realidad su gloria y su valor. Este ramo no podrá servir dos veces, no pasará de mano en mano. Es la imagen de una fidelidad absoluta, como de un matrimonio o de una amistad.

Al hablarnos de contemplar los lirios del campo, añadías, Señor, que, ni aún un codo podemos añadir a nuestra estatura. No podemos detener la marcha del tiempo que se nos lleva, ni volver a los días muertos. En el reloj de arena donde has encerrado el número de las horas que tengo para vivir, no puedo introducir mi dedo. La arena se escurre inexorablemente y cuando haya pasado el último grano, se cerrará mi vida sobre la tierra, la eternidad se apoderará de tierra y la eternidad se apoderará de mi. ¡Cuántos poetas han gemido ante esa fuga del tiempo! Pero puedo, al mirar las flores, reconciliarme con ellas. También yo, porque tengo que morir, puedo dar cada día tesoros sin precio. Lo que doy, nadie me lo devolverá. No es un préstamo, es una oblación irrevocable.

Cuando un niño junta sus manos y reza un “Avemaría”, estremece de admiración al cielo entero, no sólo porque sabe rezar, sino porque da a Dios un minuto de tiempo de su vida. Ese minuto no volverá a encontrarlo jamás. Cuando consagro una hora a escuchar dolencias importunas, a reavivar la esperanza en un corazón acongojado, a aconsejar, a ayudar, a cuidar, a enseñar, todo esto no es un canje que regulo, ni un préstamo que consiento; sino que, como la viuda del Evangelio, doy de mea penuria, de mi pequeña provisión muy limitada, doy el tiempo que tengo para vivir, y por tanto mucho más que el viejo san Martín. Después de todo, cortar la mitad de su túnica militar, era muy bello, sin duda, y muy caritativo; pero podía reemplazarla en los almacenes de intendencia. Comunicar mi ciencia es admirable; pero no la pierdo al comunicarla; como no disminuyo mi reserva de cordura. No, lo que cuenta verdaderamente, lo que es la caridad verdadera al servicio de Dios y del prójimo, es dar el tiempo. Todo el resto, en el fondo, es accesorio; y cuando nos hipnotizamos ante los padecimientos físicos de los mártires, olvidamos tal vez que su heroísmo consistía sobre todo en aceptar el morir antes de tiempo; en hacer, por la honra de Dios, el sacrificio de los días que habrían tenido.

Señor, yo no tengo otra cosa que ofrecerte que mi tiempo. No sé demasiado bien por qué, pero, como todas las flores, aun aquellas que llamamos falsamente siemprevivas porque son secas y escamosas, me marchito al vivir. Todos estos mortales que son la Santa Iglesia, todos estos saben perfectamente que están contados sus días y que el término se acerca. Todos quieren, no obstante, servirte y Te reconocen como a su Dios: te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia. Te confiesa a Ti por todo el orbe la Santa Iglesia. Toma mis horas y mis días. Cuando mi oración se seca y mi cabeza está vacía, no debo desolarme ni agitarme y, como afirma la antigua fórmula del lenguaje, me bastará consagraros este tesoro que es mi tiempo. 

 

Añadido mío:

¡Cómo se pasa la vida!, decimos frecuentemente. Pero no es verdad, la vida no se pasa, se cumple. Por eso se cumplen años. No se queman años, ni pasan, ni se tiran. Se cumplen. O, por lo menos, debieran cumplirse. La vida no es como un tren que pasa en la noche por un apeadero de pueblo, con las luces de los vagones encendidas, mientras nosotros, anclados en la tierra, miramos. Cuando acaba de pasar, la fría noche y el tedio vuelven a cercarnos y nos quedamos solos y desorientados. No. La vida no es así. O no debiera ser así. La vida debiera ser, más bien, como un depósito que va llenándose de agua vivificante. Está lleno de agujeros por los que el agua rebosa y riega los campos que le rodean, haciendo que brote más vida. ¿Es así nuestra vida?

¿Y el futuro? No sé. El futuro es incierto y los seres humanos vemos muy mal a través de él. Pero sí se una cosa con total certidumbre. que Dios tiene un plan para cada una de nuestras vidas y que nos me dejamos llevar por ese plan, lo mejor de nuestra vida, como el buen vino en las bodas de Caná, está todavía por venir. Lo mejor de nuestra vida no tiene por qué querer decir lo que más nos apetece o lo que a nosotros nos gustaría. Quiere decir, LO MEJOR. LO MEJOR para el Reino de Dios. Y, ¡cómo saber que nos estamos dejando llevar por ese plan de Dios para nosotros? Dedicando todos los días un rato a estar en su presencia en silencio atento, dejándole que nos hable en ese silencio. Si lo hacemos así, podremos un día decir, como Cristo dijo en sus últimas palabras; “todo está cumplido”. Y que ese día, el nos dirá, como le dijo a l buen ladrón en el momento de su muerte: “Te aseguro, que esta tarde, estarás conmigo en el Paraíso”. Más aún, nos tomará de la mano y nos llevará a él.

15 de mayo de 2021

Nuevas tecnologías, bitcoin y culturilla financiera

Ahí va un comentario sobre una noticia sensacionalista y su puntualización y juicio crítico del fondo. Muchos titulares de prensa de ayer han dicho algo así como: “El volantazo de Elon Musk hunde el bitcoin”. El tema está relacionado con el hecho de que Tesla permitiese hace unos meses que la compra de sus coches se hiciese pagando con Bitcoins y ayer, decidió dal marcha atrás y dejar de permitirlo. No sé si los próximos días harán cierta esta noticia, pero hoy es incierta, en el sentido de que no es seguro que sea así. Es cierto que desde el 11 de Mayo hasta hoy, el bitcoin ha pasado de 49.000€ a 41.000€, es decir, una caída del 16%, que es una barbaridad. Pero no es menos cierto que el día 25 de Abril (mucho después de la aceptación de los bitcoins como medio de pago por parte de Tesla) estaba a 40.000€. Es decir, la caída de ayer entra totalmente dentro del rango de volatilidad de una criptomoneda disparatadamente volátil. Y no es de extrañar. Como dije ya en 2017, y sigo afirmando hoy, el bitcoin es NADA y como NADA que es, su valor es exactamente igual a 0. Su desorbitado precio y sus disparatadas oscilaciones se deben a una demanda irracional, basada en moda, histeria, rumorología y, siento tener que decirlo, estupidez. Es una reedición más de lla famosísima burbuja de los tulipanes en la Holanda del siglo XVIII ¿Es posible que mañana la noticia deje de ser incierta y sea verdadera? Sí, sí que lo es. Todo es posible con esa criptomoneda desquiciada. Pero, hoy, es incierta.

No obstante, no deja de ser preocupante que una sola persona pueda, con tan sólo determinadas declaraciones, tener la posibilidad de alterar el precio de un mercado. Ya vimos algo parecido, aunque no fue una sola persona, de este tipo de manipulaciones con el caso de GameStop de hace unos meses. Voy a repetir aquí algo que dije entonces y que me valió una “reprimenda” de un liberal a ultranza, ¡y fíjate que yo soy liberal! El libre mercado, para ser realmente libre, debe protegerse de injerencias que le hagan dejar de ser libre. Y cuando una persona –o millones de personas orquestadas por una sola –son capaces de manipular el precio del mercado, están atentando contra su libertad y, por lo tanto, su conducta debe ser sancionada, en defensa, precisamente, de la libertad. De hecho, en casi todas las legislaciones existe un delito tipificado que es algo así como: “Conspiración para alterar el precio de las cosas”. Me parece bien que exista y que se penen los comportamientos que atenten contra esa ley.

Debido a esa vacuidad, inestabilidad y, por lo tanto, inutilidad del bitcoin, es muy probable que cuando la burbuja de esta criptomoneda estalle, se produzcan efectos muy perjudiciales que, tal vez, podrían llegar a catastróficos.

Pero esto que lo digo del bitcoin y de otras criptomonedas parecidas, no lo digo de todas las criptomonedas. Ya en 2017, cuando di mi opinión sobre el bitcoin, señalé que esa opinión no era extensible a todas las criptomonedas ni, mucho meos, a la tecnología subyacente, el blockchain. No voy a hablar a hora del blockchain, quien quiera leer mis varios largos artículos sobre estos tema los podrá encontrar en este blog. Pero ya en ellos hablaba, de una forma general, de las criptomonedas de segunda o tercera generación, ancladas en un valor real, no en la NADA (hoy en día a estas criptomnedas se las llama stablecoins), sobre las que se podrían construir contratos inteligentes que podían revolucionar a mejor muchos aspectos de la economía, reduciendo drásticamente los costes y tiempos de realización de miles de tipos de transacciones. En otro artículo hablé muy positivamente de las perspectivas que abría, aun no estando madura, la criptomoneda Libra que estaba (¿o está?) intentando crear, sin éxito, Facebook. Hoy mismo, en la portada del diario Expansión se habla de que la Bolsa (la empresa Bolsa y Mercados españoles, BME) planea crear una plataforma que facilite enormemente la financiación de pequeñas empresas, que hoy pueden tener dificultades para alcanzarla, a través de “toknens” (grosso modo, otra manera de llamar a determinadas stablecoins generadas por blockchain). Esto, sin duda alguna, sería un hito importantísimo para estas empresas. Naturalmente, esta facilidad de financiación de las pequeñas empesas, como toda herramienta humana, puede ser mal usada aunque sea buena en sí misma, pero eso no empaña su posible efecto altamente beneficioso. Y eso es sólo la mpunta del iceberg de la inmensa cantidad de usos potencialemente muy beneficiosos que se pueden llegar a conseguir con stablecoins tokemizados en prácticamente todos sectores de la economía. El ingenio humano, dado por Dios, no tiene límitas y en él está la solución a los problemas de la humanidad. Con la ayuda de Dios.

Hola otra vez. Este envío de viernes está siendo un poco ramificado. Pero creo que puede ser interesante, aunque no os dediquéis a las finanzas un poco de culturilla general sobre el mundo en el que vivimos. Pues, para el que le interese, ahí van algunas cosillas. Al que no, pues a la papelera de reciclaje.

El Expansión de hoy dedica una página completa a hablar de las cosas de las que hablo en este post y tal vez pueda resultar de interés una explicación más en román paladino. Adjunto la foto de la noticia:


 Vamos primero con la parte de abajo de la noticia. Más arriba he hablado de esto. Este tema supone una oportunidad de oro para que empresas pequeñas puedan acceder a una financiación parecida a la que las grandes puden obtener a través de bonos. Las grandes empresas, además de pedir dinero prestado a los bancos, pueden, si por ejemplo, necesitan pedir 1.000 millones de €, fraccionar esa deuda en 1.000 de trocitos de 1.000€ cada uno y que la gente en general, le preste la cantidad que quiera obteniendo a cambio los trocitos de esa deuda que le correspondan. Por ejemplo, si yo quiero prestarle a Iberdrola 2.000€ de los 1.000 millones que necesit, me haré con dos trocitos. Eso me da derecho a cobrar intereses y de que, al vencimiento, Iberdorla me devuelva los 2.000€. Cada trocito de deuda es un bono. Además, esos bonos tienen la ventaja de que si yo necesito en un momento dado los 2.000€ de mis dos bonos, los puedo vender en bolsa, en donde no solo cotizan acciones, sino también bonos. Es decir, al bolsa me da liquidez para mi inversión en bonos. Claro, esta operación tiene unos gastos de ejecución de, por ejemplo, 1 millón de € que sobre los 1.000 millones, supone sólo un 1 por mil. Estos gastos son asumibles. Pero como estos gastos son casi independientes de la cantidad de deuda, si una empresa pequeña quiere obtener 100.000€ por ste sistema, lo tiene crudo, porque sólo los gastos de ejecución son mayores de lo que quiere obtener. Como consecuencia, es algo que no puede hacer.

Aquí entra la noticia de la parte de debajo. Con la tecnología block chain, todos esos gastos de ejecución se pueden reducir prácticamente a 0. Y, claro, esto deja abierto a las pequeñas empresas esa financiación. En la terminología de block chain, a esos trocitos de deuda se les llama tokens. Pero son parecidos a los bonos, sólo que su emisión no tiene casi cotes de ejecución. Además, tambi´n un inversor en tokens puede, a través del blockchain, vender sus tokens a otra persona si en un momento dado necesita el dinero. O sea como la bolsa. Pero ojo, lo que no evita este sistema de block chain es que si la empresa a la que se le presta dinero se va al garete, los acreedores, con tokens o con lo que sea, tengan problemas para recuperar su dinero. Para las grandes empresas, entre los gastos de ejecución, está el pagar a las agencias de rating (con todos lo problemas que puedan tener) para que éstas digan qué probabilidades hay de que la empresa no pague. Este coste no lo elimina el block chain y no es fácilmente asumible para un préstamo pequeño. Por lo tanto, el problema es que el inversor corre un gran riesgo de prestar dinero a quien no debe, aunque en esto algún papel deberán jugar las llamadas ESI’s (Empresas de servicios de inversión), aunque esto no está ni medio claro.

La noticia de arriba, la de los sandbox. Sandbox es una manera de llamar a un banco de pruebas, o sea, a la manera de hacer un experimento con gaseosa. El sandbox español (uno de los 27 que hay en todo el mundo) ha seleccionado 18 de las 67 propuestas que han presentado empresa privadas españolas. Una de éstas es BME (Bolsas y Mercados Españoles), con lo explicado de la otra noticia y otras empresas son Caixabank, Santander, BBVA, Allfunds, Sabadell, Ibercaja y Kutxabank.

Me parece una excelente iniciativa.

13 de mayo de 2021

La oración de todas las cosas 23; La ciudad celeste

 

XXIII COELESTIS URBS

 Ciudad celeste

 Pierre Charles S.J.

Señor, hay un medio de encontrarte en todas partes, y con todo no en todas partes eres Tú igualmente accesible. Te han buscado en la soledad, aún en el desierto, y continúan buscándote allí. Lejos del tumulto de los hombres, en medio de la naturaleza que es tu obra, con el sol que marca el ritmo de las horas, y en el silencio nocturno, se puede ciertamente, como el viejo san Antonio y los eremitas, oír tu voz soberana y despojarnos de todas las menudencias que nos estorban. Pero, en las ciudades, Señor, con todo su estrépito artificial, en las que los nombres se amontonan, es preciso también que Te encontremos sin esfuerzo y que tu presencia sea algo más que un recuerdo o una llamada intermitente. 

Con demasiada frecuencia, tal vez, siguiendo la línea de la menor resistencia, he soñado una devoción simplemente bucólica, y las ciudades, donde el destino me lleva, me han parecido poco propicias para el recogimiento. Hemos guardado, casi todos nosotros, la añoranza de los monasterios en pleno bosque, a orillas de las aguas, o en las llanuras inmensas; la publicidad insolente, los tranvías, los coches, los autobuses, toda la fiebre de las metrópolis congestionadas y delirantes, la consideramos, desde luego, como una mala distracción, muy fatigante. Te buscamos en el campo, en el reposo un poco indolente, como a un huésped de vacaciones, con el cual se conversa sin prisas.

Pero en ninguna parte tal vez hablas Tú más claro y más alto que en las muchedumbres; en ninguna parte se Te entiende mejor, no sólo como a Creador del mundo, sino como a Pastor de las multitudes; en ninguna parte alcanza tu Cruz tanta significación, ni tu Iglesia tanto relieve. Tú eres todo esto, sin duda, pero ante todo, eres el Salvador de los hombres, y “habitas entre nosotros”. De haber querido fundar una academia de poetas, hubieras podido darnos cita en los claros del bosque y junto a las cascadas, y habríamos entornado juntos salmos al sol que muere o a la luna que se levanta. Pero Tú amas las multitudes, esas multitudes que nos molestan y que nos enervan; esas multitudes llenas de miserias y de deseos. Antaño Te atropellaban; hasta llegaban a impedir que refugiases en el desierto, que invadían ganándote los pasos. Todo este prójimo tumultuoso, exigente, insólito; todo este enjambre humano, con sus agitaciones, sus furores o su sueño, es tu medio predilecto del que nada cambiarán nuestros altivos desdenes. En la soledad, cierto, puedo contemplar; pero para ayudar a mi prójimo, para hacer penetrar el contento en su alma, para vendar sus heridas, para reavivar la llama moribunda de su esfuerzo, es preciso que esté junto a él.

Porque el desierto es un silencio y la ciudad es una voz, un largo grito que produce insomnio, pero que exorciza también las perezas fáciles. La ciudad es brutal, sin duda; pero la realidad lo es siempre, tanto en forma de nacimiento como de muerte. Sólo me habla por requerimientos perentorios; y mi tarea, la más urgente y la más esencial, es ponerme de acuerdo con sus exigencias. La vida no me consulta para fijar sus vencimientos de plazo; no espera que haya terminado mis preparativos: me zarandea día y noche, de la forma que me siento zarandeado en las ciudades trepidantes, y no me atrevo a decir que me sean dañinas estas violencias. Me apremian al esfuerzo.

Señor, que Te encuentre en la muchedumbre. Para sumergirse en la humildad, se inventan a veces métodos sabios, pero yo bien sé que en ninguna parte mejor que en la muchedumbre anónima me doy cuenta de mi insignificancia. En el desierto soy yo el único, y por tanto un poco excepcional. En la cumbre de las colinas, el paisaje parece haberse reunido a mi alrededor. Aún sin hacer nada, sin pensar, me considero allí como algo grande. Pero en las calles y en las estaciones, con esos miles de hombres que están a mi lado sin verme, a los que mi nombre y todas mis hojas de servicio les son prodigiosamente desconocidos, que no tienen necesidad de mí y que pasan sin decir nada, desciendo a mi verdadero nivel y Tú llegas a ser para mi el único a quien todavía puedo hablar. Me acuerdo de esta marea de recogimiento intenso, que me inunda en las grandes ciudades extranjeras, de las que la lengua misma desconozco: en los centros industriales, donde en medio de todos los trabajadores la blancura de mis manos parecen buscar una excusa; y en la miseria de los suburbios donde, ¡ay!, parezco un extraño.

Jerusalén, sí, es una ciudad, la que la liturgia toma por símbolo de tu Iglesia; y Roma, otra ciudad también, la de tu Vicario y la de millares de peregrinos católicos; y allá lejos, Benarés, también es una gran ciudad, hervidero de esplendores y de miserias y en la que será preciso que un día se alce la cruz, no para destruir, sino para acabar en la verdad los largos tanteos de la sabiduría hindú; como es posible, cuando lo hayamos merecido por nuestro mucho amor, que consigamos ver el altar de la Redención, en la Meca, la ciudad santa de los musulmanes.

Se ha hablado muy mal de las ciudades. A propósito de ellas, los predicadores hablan con gusto de Babilonia, de esta pobre Babilonia que, por otro lado, desconocen y que sólo algunos arqueólogos han intentado inventariar. Seguro, donde hay muchos hombres hay muchas miserias y muchas iniquidades; pero también hay mucho esfuerzo humilde, y puede oírse allí la infatigable canción de la entrega. No quiero como los antiguos paganos de Roma, mantenerme a distancia del “vulgo” –odi profanum vulgus–; muy al contrario, en el corazón mismo de la ciudad trágica, dolorosa, aturdida, quiero establecer, en la verdad, la paz de mi alma, muy cerca de Ti. A la ciudad enviaste a vuestros discípulos la tarde de la Ascensión; y allí fue a visitarles el Espíritu. Igualmente de ciudad en ciudad, san Pablo marcaba las etapas de sus viajes apostólicos. Tenía bien sabido que había de poner el fermento de la buena nueva en medio de la pasta para que fermentara; en pleno pueblo, a pesar de las hostilidades y sinsabores, a fuerza de paciente tenacidad. También sobre una ciudad, Tú lloraste –videns civitatem. Tengo un quehacer mejor que apartarme perezosamente para buscar en la paz del campo el olvido de la realidad, por eso Te pido que Te quedes conmigo, cuando recorramos las calles ardientes de sol, o barridas por el cierzo de invierno, o empapadas de lluvia, en medio de mis hermanos los hombres, también ellos acosados por tantas miserias.

 


Añadido mío:

 

9-IV-2004

Escrito sentado en la calle en Assaouira, viendo pasar a la abigarrada muchedumbre de moros y turistas, en las hojas arrancadas de un calendario que iban del 18 al 28 de Marzo: San Salvador, San José, Santa Alejandra, Beato Alfonso de Rojas, San Bienvenido, Santo Toribio de Mogrovejo, Santa Berta, la Anunciación del Señor, Santa Dolores, San Ruperto y Santa Esperanza, respectivamente.

 

Quisiera poner mi mano izquierda

en mi corazón, que hoy está abierto,

y apoyar la otra en el pecho de la humanidad herida.

Sostener en mi palma a los embriones congelados

y tocar también el corazón de los que quieren destruirlos.

Tocar el pecho de musulmanes, judíos y cristianos,

de hombres y mujeres de todas las razas y colores

que pasan a mi lado sin mirarme.

De jóvenes y viejos, de moribundos y recién nacidos,

de los que amargamente lloran en tinieblas

y de los que ríen gozando de la vida.

De los heridos por la enfermedad

y de los iluminados de salud.

De los que odian a Dios y los que le aman.

De los que le alaban y bendicen,

de los que le insultan y maldicen.

De los que le ofenden torpemente

y de los que le entregan su vida sin reservas.

De los que tienen llagas incurables en el alma.

Quisiera decir a todos:

Hermano, hermano, hermano.

Tu Padre es mi Padre y tu sangre es también la mía.

Comulga conmigo, hermano,

en este Amor universal que nos inunda.

Dejemos que la gratuidad de su bálsamo nos unja.

Que suave y refrescante,

nos resbale desde la inclinada nuca

hasta los sucios pies heridos.

Tan sólo por ser humanos, tan sólo por eso,

Dios nos ama.

9 de mayo de 2021

Travesí de la Bibía; 8ª singladura

Jacob (I) 

De los tres patriarcas bíblicos, Abraham, Isaac y Jacob, éste último es, de lejos, el que tiene una vida más agitada. En la singladura anterior le habíamos dejado en la tesitura de, con la bendición de su padre, tener que abandonar la Tierra Prometida deprisa y corriendo, ante la amenaza de muere de su burlado e iracundo hermano Esaú. Poco antes de cruzar el Jordán hacia el Este, se le hizo de noche y, tomando una piedra por almohada, se dispuso a pasar la noche. Tal era su desvalimiento y abandono.

“Entonces tuvo un sueño: Veía una escalinata que, apoyándose en la tierra, tocaba con su vértice al cielo. Por ella bajaban y subían los ángeles del Señor. De pronto, el Señor, que estaba en pie sobre ella, le dijo:

- Yo soy el Señor, el Dios de tu abuelo Abraham y el Dios de Isaac; yo te daré a ti y a tu descendencia la tierra sobre la que estás acostado. Tu decendencia será como el polvo de la tierra; te extenderás al Este y al Oeste, al Norte y al Sur. Todas las naciones recibirán la bendición a través de ti y de tu descendencia –otra vez, promesa universal. Yo estoy contigo. Te protegeré a donde quiera que vayas y haré que vuelvas a esta tierra, pues no te abandonaré hasta que haya cumplido lo prometido”. 

En cuanto se levantó, ya amaneciendo, “todo tembloroso, dijo: ‘¡Qué terrible lugar! ¡Nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo!’ Tomó la piedra sobre la que había reposado la cabeza, la erigió a modo de estela y derramó aceite sobre ella. Y llamó a aquel lugar Betel –es decir, Casa de Dios”.

Entonces ocurre algo que me parece tremendamente desconcertante. La Biblia dice que Jacob le hace una promesa a Dios, pero no suena como una promesa. Suena, más bien, como un reto lanzado al Altísimo, como si le pusiese a prueba, como si condicionase el aceptarle como su Dios a que le conceda lo que le había prometido en el sueño. Dice:

“Si Dios está conmigo, si me protege en este viaje que estoy haciendo y me da el alimento y la ropa necesarios, y si puedo volver sano y salvo a casa de mi padre; entonces el Señor será mi Dios, y esta piedra que he levantado a modo de estela será la casa de Dios; y de todo lo que me des, te daré el diezmo”[1].

Hasta donde yo recuerdo de las veces que he leído la Biblia, nunca, ningún personaje habla así a Dios. La osadía de Jacob, y no será la última, no tiene parangón en ningún otro personaje. Me digo que Dios debería ver hasta el fondo del corazón de Jacob y saber que había en él una pureza oculta que ni siquiera él mismo conocía y que, tal vez, por eso, le permitiese esa osadía. Pero también me pregunto si todos los padecimientos que tuvo que pasar Jacob hasta volver a la casa de su padre, veinte años más tarde, aunque Dios le concediese en esos años familia y riqueza, no se hubiesen visto acortados a unos días si, simplemente, hubiese dicho, como María diecisiete siglos más tarde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Establezco también un paralelismo con los cuarenta años que el pueblo de Israel tuvo que pasar errante en el desierto, durante el Éxodo, por haber dudado del poder del Señor, para entonces ya conocido como Yahveh, para haberlos introducido allí poco después de salir de Egipto, o con la prohibición de Yahveh a Moisés de entrar en la Tierra Prometida por haber desconfiado de Él en Meribá. Pero sigamos con el itinerario vital de Jacob.

Jacob cruzó el Jordán y se encaminó hacia el Este. En un momento dado, vio un pozo con unos pastores que acababan de abrevar a su ganado y estaban cerrando con una piedra la boca del mismo. Preguntó de donde eran y le dijeron que de Jarán. Preguntó si conocían a Labán –el hermano de su madre– y le dijeron que sí. “Mira, por ahí viene su hija Raquel con las ovejas” –le dijeron al levantar la vista–. El Génesis nos dice de Raquel que era ella quien guardaba las ovejas de su padre y que “era guapa y de hermoso semblante”. Sea como fuere, Jacob quedó inmediatamente enamorado de ella y ella de él. Al ver cómo los pastores se ocupaban de los rebaños, Jacob les dio una lección:

“Todavía es muy de día y no es hora de retirar el ganado; abrevad las ovejas y llevadlas luego a pacer”.

Los pastores, que debían ser unos vagos y querer volverse ya a su casa, no le hicieron ni caso y se largaron. Entonces Jacob se apresuró a volver a correr la piedra del pozo para abrirlo de nuevo para Raquel, y cuando las ovejas de ésta hubieron abrevado, le dijo quien era y la besó. Inmediatamente, ella corrió a su casa y avisó a su padre, Labán, que vino corriendo a abrazarle. “Eres carne de mi carne”, le dijo y le acogió en su casa. Allí, Jacob conoció a Lía –de la que se nos dice que tenía los ojos apagados–, la hermana mayor de Raquel y a los hermanos de ésta, cuyos nombres no se dicen. Si la hermana pequeña era la que cuidaba el rebaño, eso significa que Labán no tendría muchas ovejas y que tanto la hermana mayor, Lía, como los hermanos, debían ser unos vagos, como parecían serlo los otros pastores que había encontrado Jacob. Como Jacob era un paria, huido de su familia con una mano delante y otra detrás, servía a Labán gratis. Pero pasado un mes, Labán se dio cuenta de que Jacob era un hombre de gran valía para cuidar el ganado –ya había dicho el Génesis que era un buen beduino–, de que le podía ser muy útil y de que, de ninguna manera podía permitir que se le fuese a otro sitio o con otros nómadas con sus pastores y ganados, así que le dijo:

“No por ser mi sobrino vas a servirme de balde. Dime que salario quieres”.

Entonces Jacob, arrebatado de amor por Raquel, sin pensarlo dos veces le respondió:

“Te serviré siete años a cambio de Raquel, tu hija menor”.

“Prefiero dártela a ti antes que a un extraño, así que, quédate conmigo” –le contestó Labán, supongo que asombrado del salario que pedía Jacob.

“Jacob estaba tan enamorado, que los años le parecieron unos días” –nos ice el Génesis.

Efectivamente, transcurridos los siete años, Labán organizó la boda de Jacob y Raquel. Pero en el banquete de bodas, Labán emborrachó lo suficiente a Jacob y ayudado por el vestido ritual de la esposa, le engañó y Jacob pasó la noche de bodas con Lía. Al día siguiente, al darse cuenta del engaño, indignado, protestó ante el que ya era suegro:

“¿Qué es lo que me has hecho? ¿No he servido yo por Raquel? ¿Por qué me has engañado?”

“En nuestra tierra no es costumbre dar a la hija menor antes que a la mayor. Termina la semana de bodas con ésta y te daré también a la otra a cambio de otros siete años de servicio” –fue la respuesta de Labán.

No cabe duda de que Jacob tuvo que probar su propia medicina del engaño para expiar el pecado hacia su padre. Pero sus penas no acabarían con los catorce años pagados por sus dos mujeres. Como dote para sus hijas, Labán les dio dos de sus propias criadas, una a cada una: Zilpá para Lía y Balá para Raquel. Y Jacob continuó otros siete años al servicio de Labán.

Jacob estaba profundamente enamorado de Raquel, “la guapa y de hermoso semblante”, y no tenía gran aprecio por Lía, la de “los ojos apagados” que, además, le recordaría el engaño de que había sido objeto. Pero Dios se compadeció de Lía y la hizo fecunda, mientras que Raquel resultó ser estéril, como lo habían sido Sara y Rebeca. A pesar de todo, Jacob seguía queriendo a Raquel. Digo lo de a pesar de todo, porque en las culturas nómadas, los hijos son la principal fuente de riqueza, porque, más que bocas para alimentar, son brazos para trabajar y fuerza en caso de necesidad de defenderse. Así pues, Jacob necesitaba descendencia y siguió acostándose con Lía a pesar de no quererla. Y ésta, que sentía su desamor, empezó a darle hijos, pensando que así ganaría su amor. Así, en menos de cuatro años tuvo cuatro hijos. Pero ninguno de ellos hizo que Jacob la amara. Sus comentarios ante el nacimiento de éstos lo dejan patente:

“El Señor ha visto mi aflicción; ahora mi marido me amará” –dijo cuando nació Rubén.

“El Señor ha visto que yo era menospreciada y me ha dado también este hijo” –fueron sus palabras cuando nació Simeón.

“Ahora sí se sentirá unido a mí mi marido, pues le he dado tres hijos” –se lamentó, todavía con esperanza, cuando nació Leví.

Pero su esperanza se vio defraudada porque cuando nació el cuarto, Judá, Lía renunció a que los hijos le sirviesen para lograr el amor de Jacob y, vuelta hacia el Señor, dijo con resignación: “Esta vez alabaré al Señor”. Jacob ya no volvió a acostarse con Lía en muchos años.

Es posible que la causa fuese que Raquel, despechada por no tener hijos, reaccionó como lo había hecho Sara con Abraham: dándole a su esclava para llevar a cabo la ficción legal de que el hijo de la esclava fuese de su señora: “Ahí tienes a mi criada Balá; únete a ella –le dijo a su marido–. Ella dará a luz sobre mis rodillas y así yo también tendré hijos por medio de ella”. Así lo hizo Jacob y nació un hijo al que Raquel puso el nombre de Dan y dijo: “Dios me ha hecho justicia; ha escuchado mi voz y me ha dado un hijo”. Poco después, Balá volvió a concebir y tuvo un hijo. Raquel exclamó: “Dios me ha hecho luchar contra mi hermana, pero he vencido”. Le puso por nombre Neftalí. Como se percibe claramente, la relación entre las dos hermanas no era lo que podría llamarse fraternal, y parece que Lía consideraba que, a pesar de ganar su hermana por dos hijos, además naturales, esa diferencia no era suficiente para lograr el amor de Jacob. Así que no se dio por vencida. Jacob no se acostaba con ella, pero le ofreció a su criada Zilpá. Tuvieron un hijo y le llamó Gad, y exclamó: “¡Qué suerte he tenido!” De nuevo Zilpá parió un hijo y Lía le llamó Aser: “¡Qué feliz!, las mujeres me llamarán dichosa”.

A todas estas, Rubén, el hijo mayor de Lía, ya debía ser un muchacho. Un día salió al campo y recogió unas mandrágoras. La raíz de mandrágora suele tener forma humana y, por eso, desde la antigüedad, se le han atribuido propiedades mágicas, entre ellas, ser afrodisíaca, potenciar la atracción sexual y curar la esterilidad. También se decía que el que las arrancaba de la tierra, moría. Por esto, para extraerlas, se desenterraba parcialmente la raíz, se ataba una cuerda a ésta y a la cola de un perro y cuando el dueño llamaba al perro desde lejos éste arrancaba la planta y moría. Entonces el dueño cogía la mandrágora. El Génesis no dice que Rubén lo hiciera así, pero el hecho es que le dio las mandrágoras a su madre. Por esas propiedades, Raquel, al ver las mandrágoras, le dijo a Lía: “Dame, por favor de las mandrágoras de tu hijo”. Lía respondió, presa de la furia: “¿Te parece poco haberme quitado a mi marido, que me quieres quitar también las mandrágoras de mi hijo?”. Entonces Raquel, que debía oponerse con toda su alma a que Jacob tuviese elaciones con Lía y que debía tener ascendiente sobre su marido en este asunto, le permite a su hermana que acceda al lecho de Jacob, para poder ella gozar de los beneficios de la mandrágora. Pero Lía no sólo duerme con Jacob, sino que se queda esperando otro niño. Cuando nace su quinto hijo natural dice: “Dios me ha recompensado por haber dado mi criada a mi marido. Y lo llamó Isacar”. E inmediatamente, se queda otra vez esperando y nace su sexto hijo, ante lo que exclama, llena de satisfacción: “Dios me ha hecho un buen regalo. Ahora sí que se quedará mi marido conmigo, porque le he dado seis hijos”. Y, sí, Jacob sigue con ella y le nace una niña, Dina. “Pero Dios se acordó también de Raquel, la escuchó y la hizo fecunda. Concibió ella y dio a luz un hijo, y exclamó: ‘Dios ha quitado mi afrenta’. Lo llamó José y añadió: ‘Que el Señor me dé todavía otro hijo’ ”. La Biblia deja bien claro que es la voluntad de Dios y no los efectos mágicos de la mandrágora lo que hace fecunda a Raquel, como había ocurrido con Sara y Rebeca. La petición de Raquel de un segundo hijo se cumpliría, pero tendrían que pasar seis años y sería mortal para ella.

Este pasaje, que el Génesis cuenta con todo lujo de detalles, es extraordinariamente difícil de interpretar y hay que hacerlo teniendo en cuenta lo que se dijo en la segunda singladura: interpretando los pasajes a la luz de principios de mayor altura moral que haya en la Biblia y, teniendo en cuenta, como dije en la tercera singladura, que los autores pueden basarse, para transmitir el mensaje revelado, en un ropaje que sean leyendas, mitos o formas de vida de otras culturas. Caben pocas dudas de que el episodio de la mandrágora es de un origen legendario-mágico anterior a la Biblia, tan antiguo como el mundo y que aún hoy subsiste en el culto chamánico actual. Lo mismo ocurre con la poligamia de los patriarcas, o el hecho de que el hijo de la esclava sea considerado como legalmente como hijo de su señora o, incluso, la misma esclavitud. Estas cosas se han visto en la vida de Abraham como en la de Jacob. Son costumbres, las dos primeras de todos los pueblos nómadas. Todavía hoy, en determinadas tribus de Kenia, la poligamia es una costumbre normal. Como se ha dicho más arriba, los hijos eran, en esas culturas la principal fuente de riqueza. Por lo tanto, los más poderosos, tenían varias mujeres para poder tener más hijos y, si éstas eran esclavas, pues esclavas. Esas costumbres eran, por supuesto, la del clan de Abraham y sus parientes y por eso se usan como ropaje para representar el mensaje de la bendición de Dios. Pero ya en el Génesis, se empieza a ver la cara ingrata de la poligamia: la rivalidad entre las mujeres, esclavas o libres y entre los hijos tenidos de cada una. Más adelante, en la ley proclamada por Moisés en el Deuteronomio, aunque no se condene la poligamia, parece que no se cuenta con ella. Por ejemplo, cuando dice:

“Si un hombre se casa con una mujer, pero luego encuentra en ella algo indecente y deja de agradarle, le entregará por escrito un acta de divorcio y la echará de casa”.

Ciertamente, no se dice que no esté permitía la poligamia, pero en toda la ley proclamada en tiempos de Moisés, tampoco se habla de ella, a pesar de la meticulosidad de sus prescripciones, lo que lleva a pensar que estaba desterrada, aunque no condenada. Ciertamente, dos siglos más tarde de proclamada la ley mosaica, tanto el rey David, como su hijo, el gran Salomón, tienen varias mujeres –cientos en el caso de Salomón–, pero eso no es elogiado y se presenta más bien como un craso disparate. La vida familiar del gran rey David, con un enorme éxito político y militar, es un auténtico desastre. Uno de sus hijos viola a una medio hermana suya, otro hijo mata a su medio hermano, otro más se rebela contra David y acaba muriendo en combate contra él. En fin, ¡una delicia de familia! Salomón tiene un auténtico harén, a la manera de los reyes-sátrapas orientales, pero los autores bíblicos tienen que reconocer, con dolor, que por culpa de esas mujeres, Salomón cayó en la idolatría en sus últimos años. Pero la mayor altura moral, a cuya luz hay que juzgar estos pasajes, se encuentra en el primer capítulo del Génesis y en el Evangelio. Ya vimos en su momento cómo el Génesis dice, en lo que es la esencia de la Revelación:

“Y creó Dios a los hombres a su imagen: a imagen de Dios los creó. Varón y hembra los creó” (Génesis 1, 27). […] “Por esa razón deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se hacen una sola carne”.

No parece que quepan muchas dudas, tras leer este pasaje, de que en el plan original de Dios está la monogamia entre un solo hombre y una sola mujer. Pero, por si hubiese una sola duda, Jesús la despeja contundente y reiteradamente. La primera manifestación de masas de Jesús fue el Sermón de la Montaña, que nos narra san Mateo con todo detalle en su Evangelio. Y dentro de este sermón, dice con inmensa autoridad: “No penséis que he venido a abolir las enseñanzas de le ley y los profetas; no he venido a abolirlas, sino a llevarlas hasta sus últimas consecuencias”. Y, a continuación, pronuncia varias sentencias con la estructura de: “Habéis oído decir, … pero yo os digo”. En una de ellas dice: “Habéis oído decir: ‘No cometerás adulterio’. Pero yo os digo que todo el que mira con malos deseos a una mujer, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. […] También se dijo: ‘El que se separe de su mujer, que le dé un acta de divorcio’. Pero yo os digo que todo el que se separe de su mujer, salvo en caso de unión ilegítima, la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una separada, comete adulterio”. (Mateo 5, 17 y 27-32)

Por si esto fuera poco, el propio Mateo nos cuenta que, en otro contexto, un grupo de fariseos va a preguntarle directamente, como de costumbre para ver si le pillan en un renuncio:

“ ‘¿Puede uno separarse de su mujer por cualquier motivo?’

Jesús respondió:

‘¿No habéis leído que el creador, desde el principio, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De manera que ya no son dos, sino uno sólo. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre’.

Replicaron:

‘Entonces, ¿por qué mandó Moisés que el marido diera un acta de divorcio a su mujer para separarse de ella?’

Jesús dijo:

‘Moisés os permitió separaros de vuestras mujeres por vuestra dureza de corazón, pero al principio no era así. Ahora yo os digo: El que se separa de su mujer, excepto en caso de unión ilegítima, y se casa con otra, comete adulterio’ ”. (Mateo 19, 3-9. Cfr también Marcos 10, 2-12).

Así pues, me parece que no puede tenerse ninguna duda de cuál es el mensaje revelado de la Biblia sobre la poligamia, sea cual sea el ropaje con el que los mitos o las costumbres tribales puedan revestir ese mensaje. Para hablar del mensaje de la Biblia sobre la esclavitud tendremos que esperar hasta el Nuevo Testamento.

Pero, después de esta digresión sobre la poligamia, volvamos a la vida de Jacob. A estas alturas, ya habían pasado los segundos siete años de servicio pactado entre Jacob y Labán. Así que aquél le pidió a su suegro que le dejase volver a su tierra, con sus mujeres y sus once hijos. Pero Labán, que se había enriquecido enormemente gracias a Jacob, no quería de ninguna manera, de forma que le dijo: “Fíjate tú el sueldo y te lo daré”. Sin embargo, Jacob no quería, ni remotamente, ser un asalariado de Labán, así que le dijo:

“No tienes que darme nada; si accedes a lo que voy a proponerte, volveré a apacentar tus ovejas. Voy a pasar hoy por medio de tus rebaños y pondré aparte los corderos oscuros y las cabras manchadas o moteadas. Ese será mi sueldo. Así, cuando llegue el momento de pagarme, no habrá dudas sobre mi honradez; si encuentras algún cordero que no sea oscuro o alguna cabra que no sea manchada o moteada, es que lo he robado”.

A Labán le pareció bien, porque en su cultura las ovejas o cabras oscuras, con manchas o moteadas eran consideradas defectuosas. Pero a partir de ese momento, la genética empezó a jugar a favor de Jacob. El gen que da el pelaje oscuro, manchado o moteado, como ocurre con el gen pelirrojo humano, que debe ser recesivo, estaba latente entre las ovejas de Labán y esporádicamente, se juntaba en dos progenitores, las crías nacían con capa oscura, manchada o moteada y Jacob los pasaba a su rebaño. Por supuesto, el Génesis no habla de genética, sino que explica un truco que usaba Jacob usando unas varas de álamo, almendro y plátano, peladas en franjas, dejando el tallo blanco al descubierto, que ponía delante de los animales cuando se apareaban y que tenían como consecuencia que naciesen más corderos manchados, rayados o moteados de lo esperable. Pero, además, Jacob ponía delante de las varas a las ovejas más fuertes y robustas, con lo que los corderos y cabritos con manchas eran fuertes y robustos y los blancos eran débiles. Así, Jacob “se enriqueció muchísimo y se hizo con numerosos rebaños, criados y criados, camellos y asnos”. Labán, mosqueado, cambiaba el trato continuamente, pero el resultado seguía siendo el mismo ya que, fuese cual fuese el trato, Jacob salía ganando siempre. Así las cosas, los hijos de Labán empezaron a acusar a Jacob de robar a su padre. A partir de ese momento, Labán, viendo que de nada servía el tipo de trato que propusiese, empezó a mirar a Jacob con una animadversión creciente. La situación de iba haciendo más y más tensa cada día, hasta hacerse insoportable. Fue entonces cuando Dios habló a Jacob diciéndole:

“Vuelve a la tierra de tus padres con tu familia; yo estaré contigo”.

En la próxima singladura hablaré de la vuelta de Jacob a la Tierra Prometida, su encuentro con su hermano Esaú y su vida y la de su familia en esa tierra.



[1] Es muy típico del estilo literario bíblico pasar, sin solución de continuidad de hablar dirigiéndose a una persona a hacerlo como un discurso lanzado al mundo y viceversa. Es así particularmente en los Salmos, pero también se puede apreciar en esta proclamación de Jacob.