2 de octubre de 2021

El capitalismo no es el problema, es la solución

Hace unas cuantas semanas os dije que iba a leer un libro con el título, muy sugerente para mí, de: “El capitalismo no es el problema, es la solución”, del alemán Rainer Zitelmann, Doctor en Historia y Sociología, autor de veintiún libros y empresario. El libro fue editado en 2018. También os dije que, cuando lo leyese, os daría mis impresiones sobre el mismo. Pues bien, ya lo he leído y ahora me toca cumplir con lo prometido. 

No me resulta fácil emitir un juicio sobre el libro. Es un libro conceptualmente pobre, salvo algunos puntos. Digo esto, porque es difícil encontrar en el libro razonamientos que demuestren, más allá de la abrumadora experiencia empírica, la superioridad económica y moral del sistema de libre mercado sobre el intervencionismo en cualquier grado. Pero, en cambio, es abrumadoramente exhaustivo en la recopilación y citas de datos empíricos que avalan algo que, a estas alturas de la historia, debería ser evidente para todo el mundo. A saber: Que el crecimiento económico y la prosperidad son inversamente proporcionales al intervencionismo estatal, llegando a la miseria más absoluta allí donde se implanta una economía planificada por el estado sin propiedad privada. Que lo anterior debería ser evidente para todo el mundo, es algo que no puede pasar inadvertido a quien haga las comparaciones más evidentes. Pero, por desgracia hay millones de personas que no ven, o no quieren ver esta evidencia empírica y se siguen aferrando a la falsa mística del socialismo.  Sin embargo, hay otras cuestiones que no son tan evidentes y que hacen de la lectura del libro algo interesante, incluso para quien tenga claro el principio anteriormente enunciado. En especial cuando se trata, no del análisis de una economía comunista, sino de economías socialdemócratas. Así pues, en conjunto, recomiendo su lectura a tirios y troyanos.

El libro tiene como subtítulo “Un viaje a través de la historia reciente de los cinco continentes” y hace honor a este subtítulo porque, tras el capítulo 1, meramente introductorio, a lo largo de sus capítulos 2 al 7 analiza la evolución de la economía de China, África, Alemania, Reino Unido y EEUU, América Latina y los países nórdicos. El capítulo 8 más amplio, hace una revisión comparativa, a nivel muy amplio, sobre la correlación entre índices d libertad económica y prosperidad, tomando en consideración todos los países del mundo. El capítulo 9 analiza las causas de la llamada crisis financiera iniciada en el año 2007/2008 y pone de relieve algunas falsas leyendas urbanas, creadas en gran medida, amplificadas y explotadas por la izquierda. El capítulo 10 pretende dar respuesta a la pregunta: ¿Por qué tantos intelectuales rechazan el capitalismo? Lamentablemente, y aunque tiene algunas observaciones acertadas, no consigue explicar la causa de este fenómeno que, por otra parte, no sé si tiene una explicación clara ya que son muchísimos los factores socio-culturales que llevan a eso. Yo me atreveré a añadir una causa adicional que el autor no menciona, sin pretender que esa causa sea la principal, ni mucho menos, pero sí muy importante. Por último, el capítulo 11 es un llamamiento urgente, lanzado como un brindis al sol, a que se adopten reformas que permitan el mejor funcionamiento del libre mercado. Hecho este somero repaso al plan de la obra, paso a exponer lo más brevemente que sea capaz, lo más reseñable, a mi entender, de cada capítulo. No podré evitar que mis opiniones personales se cuelen en esta exposición, pero sí que intentaré, en la medida en que sea capaz, señalar cuando estoy expresando mi propia opinión, poniéndola en cursiva.

China

No hay mucho que se pueda decir, más allá de lo que es evidente, sobre el caso de China que, sin dejar de ser un país totalitario en lo político, se ha ido convirtiendo en las últimas décadas, en un proceso iniciado por Deng Xiaoping durante su presidencia en los años 80’s en un país con una parte creciente de economía de mercado relativamente libre. El efecto de estas medidas liberalizadoras no fue inmediato y, como casi siempre que se hace un cambio hacia una mayor libertad de mercado, aparece el llamado efecto J[1] que hace que sus principios parezcan negativos y sólo tras unos años se notan. Este efecto J es tanto más acusado cuanto más alejado esté el punto de partida de la libertad de mercado. Por eso, los efectos de esta liberalización en China no se empezaron a notar claramente hasta el siglo XXI. Pero es muy interesante la descripción que hace el autor de este proceso, explicando cómo se inició con la creación de Zonas Económicas Especiales (ZEE’s), con una mayor libertad económica que el resto del país, que empezaron a desarrollarse de forma espectacular, empezando a teselarse el país con esas zonas. Y, siempre, en ellas, se producía un éxito espectacular y un intento fallido por parte del poder comunista –a pesar de su dictadura–, de impedir que los habitantes de zonas limítrofes de trasladarse a las ZEE’s. Pero ese afán migratorio hacia esas zonas hizo que el gobierno comunista chino acelerase su ritmo de creación. Una cosa importante que resalta el autor es que el proceso de aparición de empresas en las ZEE fue, en su casi totalidad, un proceso espontáneo de abajo a arriba, en el que el gobierno chino se limitaba a crear la necesaria libertad económica que hiciese posible que esto ocurriese, sin impulsarlo de arriba hacia abajo. Es bastante impresionante la descripción que hace el autor de la trágica y miserable situación de China en el periodo anterior a Deng Xiaoping, bajo las llamadas “Revolución Cultural” y “Gran salto Adelante” propiciados por Mao Tse Tung. No habla el autor de la perspectiva que pueda haber en el futuro respecto a la coexistencia de un sistema político comunista represivo y una economía de casi libre mercado, ni si se puede producir una convergencia de los dos sistemas en uno u otro sentido.

África

Al hablar de África, en el capítulo 3, el autor, buen conocedor del continente, nos pone en guardia contra la imagen que en occidente se tiene de un continente africano donde todo es pobreza extrema sin posibilidad de redención. Tiene mucho cuidado en poner en guardia contra este estereotipo. También señala que la mayoría de los países de África tienen un problema de dictadores terriblemente corruptos, a menudo enzarzados en guerras devastadoras, que niegan toda seguridad jurídica a las personas que viven bajo su bota, impidiendo que florezca una iniciativa privada por falta de incentivos. Esta situación ha creado un tipo de pobreza, que en palabras del Profesor Rafael Alé de la UFV, podría llamarse antropológica y que lleva a una actitud vital de desánimo y abandono. Sin embargo, el autor señala que son muchas las excepciones a esta regla de pobreza antropológica y que hay países de África en los que, con un poco más de seguridad jurídica, existen minorías no exiguas ni raras que están haciendo brotar iniciativas creadoras de prosperidad y extraordinariamente prometedoras. Sin embargo, la situación de África hace que el despegue económico no pueda ser tan espectacular como en China, aunque se puede tener una actitud moderadamente esperanzada hacia ciertos países de este continente.

Hay dos cosas en las que el autor hace un énfasis especial. Una es en el trágico desastre que supuso para muchos países africanos su adscripción, durante la guerra fría, al sistema comunista, bajo los auspicios de la Unión Soviética. La otra es la absoluta ineficiencia de tosas las ayudas buenistas propiciaas por los gobiernos occidentales para subvencionar África, en vez de intentar que progresase por la senda de ser ellos mismos los que creasen riqueza y prosperidad. Es evidente que una inmensa parte de estas ayudas, han acabado en los bolsillos de los tiranos, ayudándoles a perpetuarse en el poder. Pero no sólo es que hayan sido prácticamente inútiles o dañinas a través de la ayuda a sus dictadores, sino que en muchos casos, han sido también contraproducentes por barrer y asfixiar a la naciente iniciativa privada, incapaz de competir con esas ayudas llovidas del cielo como un maná envenenado que no hacía sino aumentar la pobreza antropológica sin aportar absolutamente nada al desarrollo. Nada dice el libro de las iniciativas llevadas a cabo en pequeña escala por entidades filantrópicas, la Iglesia Católica en gran medida, que sí ayudan a las personas y pueblos a desarrollarse, mediante la construcción de pequeñas infraestructuras, además de luchar por llevar educación e intentar erradicar la pobreza antropológica, atendiendo al mismo tiempo a situaciones de tragedias personales que no pueden esperar a que se produzca un desarrollo económico para ser atendidas de persona a persona. Creo que es una puntualización que debo hacer aquí.

Alemania

El caso de Alemania lo analiza el autor desde tres puntos de partida o comparaciones.

El primero es la comparación entre las dos Alemanias nacidas tras la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, está a la vista el dispar camino económico seguido por la Alemania comunista y la capitalista. Es algo tan obvio que no merece que se comente aquí.

Pero el segundo punto de partida no es tan obvio. En él se describe muy bien el proceso de cómo se produjo el resurgimiento de la economía de la República Federal Alemana. La Alemania que salió de la Guerra era un país destruido económica y moralmente. Las potencias occidentales que se hicieron cargo de la gestión de la Alemania Occidental, pretendían sacar adelante la economía a través de un férreo, tan férreo como inútil, control de precios. Pero en 1947, los británicos y americanos nombran a uno de sus asesores, Ludwig Erhard, como director de administración económica de su zona de influencia, cosa que harían también los franceses poco más tarde en la suya. El Domingo 20 de Junio de 1948 Erhard anunció unilateralmente, en un mensaje radiofónico, la inmediata eliminación de los controles de precios y cupos de producción. Inmediatamente fue llamado a capítulo por el gobernador militar que le dijo que se oponía a su decisión unilateral de relajar las regulaciones vigentes. Parece que Erhard le respondió: “No las he relajado, las he abolido”. Además, sustituyó el antiguo Marco Imperial por una nueva moneda, el Marco Alemán, a la que permitió que su tipo de cambio flotase libremente. En una primera instancia, los precios y el paro se dispararon, pero se acabó el mercado negro y las mercancías afluían de nuevo a los estantes vacíos de las tiendas. Los sindicatos convocaron una huelga general, algo que no ha vuelto a suceder en la RFA en toda la historia posterior. Americanos, ingleses y franceses, estuvieron a punto de destituir a Erhard. Pero en las elecciones de 1949, su partido, la CDU (el mismo que el de Merkel), bajo el lema de “Economía planificada o economía de mercado” (¿suena al socialismo o libertad de Ayuso?), ganó las elecciones por un escaso margen. Tras esos duros principios del efecto J, el PIB per cápita de la Alemania Occidental, bajo la política económica de Erhard, creció a una tasa promedio del 9,3% entre 1948 y 1960. Ciertamente, también el plan Marshall contribuyó a ese meteórico crecimiento, pero Alemania, sólo tuvo el 10% de las ayudas, lo mismo que Italia, frente al 25% del Reino Unido y el 20% de Francia. En todo caso, según los estudios que cita el autor, la aportación promedio del plan Marshall al PIB de los distintos países a los que benefició, puede cifrarse en el 0,5% anual durante los años que estuvo en vigencia, entre 1948 y 1951. Tras años de ser Ministro de Economía najo el mando de Konrad Adenauer como Canciller, fue Vicecanciller de Alemania entre 1957 y 1963, sucediendo a Adenauer como Canciller en 1963 y manteniéndose en ese cargo hasta 1966. Casi veinte años al frente de la economía alemana en uno u otro puesto. Es curioso que el economista Alfred Müller-Armack acuñase en 1948 el término “Economía Social de Mercado” para referirse a la política económica de Erhard. Pero no lo acuñó con el sentido de socialdemocracia que hoy día se le da a esa expresión, sino como un modo de superar las preocupaciones tradicionales de la política socialdemócrata, a través de un orden económico liberal que promoviera la creación de riqueza.

El tercer punto de partida del análisis del libro sobre Alemania se sitúa en el año 2003. En los años intermedios entre 1969 y 2003, Alemania había seguido una agenda cada vez más socialdemócrata, que había llevado a un tremendo aumento del estado del bienestar, con un crecimiento brutal de la presión fiscal y a un aumento desmesurado del paro que había llegado al 11,6%. ¡En Alemania! Además, la competitividad internacional de Alemania se había deteriorado mucho, pasando de ser locomotora a ser lastre de Europa. El socialdemócrata Gerhard Schröeder había llegado en 1998 a ser Canciller de Alemania. Pero, a pesar de su ideología socialdemócrata, fue capaz de ver la realidad y darse cuenta del desastre económico al que se acercaba su país. Durante sus primeros cuatro años de mandato intentó inútilmente llegar a un acuerdo con los sindicatos. Pero el diálogo era imposible. Éstos, aferrados a su ideología, seguían pidiendo impuestos más altos, más subsidios y más endeudamiento público. Por fin, en 2003 Schröeder perdió la paciencia y decidió tirar por la calle de en medio. El 14 de Marzo de 2003, presento lo que denominó la Agenda 2010. En el discurso de hora y media de presentación del plan ante el Parlamento alemán, dijo, entre otras cosas: “Tendremos que recortar los beneficios sociales, primar la iniciativa y esperar que cada individuo contribuya más. […] para garantizar que en el futuro nadie pueda sentarse y dejar que otros hagan el trabajo por ellos. […] Cualquiera que rechace una oferta de trabajo razonable, se enfrentará a sanciones”. ¡Quién encontrara socialdemócratas así en España! Sobre todo teniendo en cuenta que en 1963, cuando Schröeder ingresó en el SPD, se declaraba marxista. Cuando en 2005 dejó la cancillería, había reducido tipo marginal del IRPF del 53% al 42%, el paro había empezado a bajar y el PIB a aumentar. De hecho, cuando en 2005 Ángela Merkel fue elegida como Canciller, se encontró ya en marcha una serie de reformas que ella continuó eficientemente y que hicieron que en 2017, a pesar de la crisis del 2008, el paro hubiese bajado al 5,6%, la mitad del que había en 2003, cuando empezó a aplicarse la Agenda 2010, y el PIB subió de 2,13 a 3,26 billones de € en ese periodo, es decir, un crecimiento anual promedio (repito, con la crisis del 2008 de por medio) del 3,1%. Y, Alemania se volvió a posicionar como la locomotora de Europa.

Las dos Coreas

El caso de la comparación del curso de la economía en las dos Coreas a partir de 1953 en que el paralelo 38 las dividió, es tan obvio y conocido que no merece la pena extenderse en ello. Sin embargo, el autor aporta una ingente cantidad de datos para ilustrar esa enorme diferencia. Tiene buen cuidado de explicar cómo en 1953, tras la división, la posición de Corea del Sur era peor que la del Norte, ya que ésta contaba con una enorme ayuda de la Unión Soviética y, en cambio, la del Sur tenía que soportar el continuo flujo de coreanos del Norte que, a pesar de no encontrar ninguna ventaja económica en la del Sur, se pasaban a ella huyendo de los horrores comunistas de Corea del Norte. Hasta el punto que en 1961, el gobierno japonés enumeró siete razones por las que la independencia económica parecía imposible para Corea del Sur. Estas razones eran: sobrepoblación, falta de recursos naturales, falta de industrialización, falta de capacidad militar, falta de habilidades políticas, falta de capital y falta de eficacia administrativa. Sin embargo, la situación actual de Corea del Sur es la de una de las potencias económicas e industriales mayores del mundo. La respuesta a cómo lo logro es evidente: El libre mercado.

Reino Unido y Estado Unidos: El fenómeno Thatcher-Reagan

En Mayo de 1979, Margaret Thatcher fue elegida Primera Ministra del Reino Unido. Permanecería en el cargo hasta Noviembre de 1990, es decir, más de once años.

En Enero de 1981 Ronald Reagan empezó su primer mandato como Presidente de los EEUU. Tuvo dos mandatos como Presidente, siéndolo hasta Enero de 1989.

Ambos recogieron un país hundido y desmoralizado. En el Reino Unido, desde que Clement Atlee, del partido Laborista, dejase el cargo en 1951, sólo había habido dos periodos de gobierno laborista: De 1964 a 1970 y de 1974 a 1979, es decir 11 años de 28. Pero los gobiernos conservadores habían gobernado bastante acomplejados por una creciente corriente de pensamiento económico sesgada hacia el socialismo. Hablando de su Partido, Margart Thatcher decía: “Nos estamos jactando de gastar más dinero que los laboristas, no de devolverle a la gente su independencia y autosuficiencia”. Por su parte Reagan recibió la herencia de un país desmoralizado tras el escándalo de Nixon, la pérdida de la guerra de Vietnam y los gobiernos del republicano Gerald Ford, el único presidente de los EEUU que jamás recibió un voto para ello, y el patético Jimmy Carter. El libro dedica datos y testimonios que ilustran la penosa situación de ambos países antes de la llegada de Thatcher y Reagan. Pero ambos dirigentes tenían las ideas claras de lo que había que hacer: Disminuir el intervencionismo estatal, bajar impuestos, y dejar al mercado actuar libremente. También ambos tenían un problema añadido que debían combatir: La inflación.

Cuando Thatcher llegó al gobierno la inflación era de dos dígitos. Lo primero que hizo fue abolir la comisión de precios, que intentaba combatir la inflación mediante la regulación de los mismos, como si estos obedeciesen a los deseos de los políticos. También inició un agresivo programa de privatización de empresas públicas. El resultado inmediato fue un aumento de la productividad y una caída de la inflación por debajo del 10%. Naturalmente, esto produjo el esperado efecto J, haciendo que el número de desempleados subiera de 1,3 a 3 millones en los siguientes años hasta 1983. Esto se tradujo en la inmediata reacción de los sindicatos, que desde 1951 habían adquirido un poder casi total, promoviendo huelgas salvajes, especialmente en la minería. A finales de los 70’s había 466 sindicatos en el Reino Unido, generalmente dirigidos por comunistas convencidos, que, en esa década convocaron más de 2.000 huelgas provocando la pérdida de 13 millones de jornadas laborables por año. Es sobradamente conocido el pulso que Thatcher mantuvo con los sindicatos y su aplastante victoria. Thatcher redujo el impuesto marginal de las rentas más bajas de un 33% a un 30% y de un 83% a un 60% de las más altas (Solo ver estas cifras, de 33 y 83%, dan escalofríos). Posteriormente, en 1988 volvió a bajar al 25% los tipos más bajos y al 40% los más altos. La primera bajada de los tipos marginales, la obligó a subir el IVA del 12,5% al 15% con excepciones para los alimentos y otros productos básicos. Pasado el durísimo efecto J, el sector público se redujo en un 60%, 600.000 empleos pasaron del sector público al privado y se crearon 3,3 millones de puestos de trabajo. Antes de Thatcher, el Reino Unido había estado al borde del default, teniendo que pedir prestado al FMI 3.900 millones de Libras. El déficit público que había sido del 4,4% del PIB, bajó al 2,4% y la Deuda Pública de un 54,6% a un 40,1%. (Cuando veo estas cifras y las comparo con las actuales, no puedo dejar de preguntarme hacia dónde vamos otra vez ni de darme cuenta del poder que está volviendo a tomar el socialismo). Durante el mandato de Thatcher, el número de empresas subió de 1,9 a tres millones y el de autónomos pasó de 1,9 a 3,5 millones. Los sueldos de los trabajadores fabriles, aumentaron un 28,5% en 10 años. Dos millones de británicos, que nunca habían tenido acciones de empresas, se hicieron accionistas, lo que elevó del 7% al 25% el porcentaje de británicos poseedores de acciones. Cuando Tony Blair fue elegido, tras 11 años de mandato de Thatcher y 7 más del conservador John Major, el Reino Unido había recuperado la competitividad y el prestigio internacionales que estaba por los suelos en 1979 y al nuevo primer ministro no se le ocurrió revertir las políticas liberales emprendidas por Thatcher.

Una de las primeras medidas de Reagan fue bajar un 25% el tipo impositivo en toda la escala de rentas. Para lograr esto contó con el voto de sesenta legisladores demócratas, partido que estaba en mayoría en ambas cámaras. Reagan fue el primer gobernante de la posguerra (y puede que fuese el primero en la historia, en recordar –y aplicar– los principios del filósofo musulmán del siglo XIV, Ibn Khaldün, que luego serían reformulados por Arthur Laffer y hoy se conoce como la curva de Laffer que, viene a mostrar cómo, si un gobierno se ha pasado de vueltas en los impuestos, bajar los tipos impositivos supone aumentar los ingresos fiscales[2] (naturalmente, con el inevitable efecto J). Junto a estas medidas fiscales, Reagan tomó medidas para rebajar la asfixiante regulación de la economía devolviéndole mucha de su libertad. Como consecuencia, tras el consabido efecto J, los ingresos medios por hogar, que llevaban ocho años estancados, subieron de 37.868$ a 42.049 hasta 1989. El desempleo pasó del 10% en el peor momento del efecto J, al 5,5%, habiendo partido del 7,6% al asumir Reagan la presidencia. En su mandato se crearon 17 millones de puestos de trabajo. La inflación, que estaba a nivel de dos dígitos, bajó al 4,1%, en parte debido a una prudente política monetaria de la FED. A pesar de la prudente política monetaria que disminuyó la inflación, el interés del bono del Tesoro, bajó de un 14% a un 7%. Dos críticas que se hacen a la gestión económica de Reagan: que desatendió los gastos sociales y que se disparó la deuda pública. Respecto a la primera, los datos de gasto social durante su mandato, ajustados a la inflación y al incremento de la población, aumentaron al 0,9% anual. Ciertamente este fue el crecimiento más lento de estos gastos desde el fin de la II Guerra Mundial. Pero no decrecieron. Sea como fuere, durante sus mandatos, el 86% de los hogares que estaban en el 20% de menor resta salieron de ese segmento. El número de los estadounidenses que ganaban menos de 10.000 $ al año bajó un 5%, el de personas con restas superiores a 50.000 $ subió un 60% y el de los que ganaban más de 75.000 $ subió un 83%. Por otro lado, las rentas de los afroamericanos subieron más que las de los blancos, en contra de lo que dice la leyenda negra anti Reagan.

Chile vs. Venezuela

Como en el caso de la comparación de las dos Coreas, la de Chile con Venezuela, o con Cuba, si se quiere, es tan obvia que no merece la pena gastar ni una línea en destacar lo que es evidente.

Suecia y el socialismo nórdico

Quienes intentan defender la socialdemocracia como el mejor sistema económico, aluden siempre al ejemplo de Suecia y el resto de los países escandinavos. Pero lo cierto es que, en 2018, Suecia y Dinamarca figuran, respectivamente, en los puestos 15º (21º en 2021) y 12º (10º en 2021) del Índice de Libertad Económica de la Fundación Heritage, por delante de Alemania (25º) (29º en 2021) y Corea del Sur (27º) (24º en 2021). Noruega ocupa en 2021 el puesto 28º. Los cinco primeros puestos de este ranking en 2021 están ocupados por: Singapur, Nueva Zelanda, Australia, Suiza e Irlanda, mientras que los últimos tres puestos los ocupan Cuba (176º), Venezuela (177º) y Corea del Norte (178º). En la puntuación de este ranking, Suecia ha subido 14,9 puntos –de 61,4 a 76,3– entre 1995 y 2018 (74,7 en 2021). Para entender lo que esto significa es interesante decir que en ese mismo periodo de tiempo, China sólo mejoró su puntuación en 5,8 puntos.

La fortaleza económica de Suecia se fraguó entre 1870 y 1936, con una política orientada claramente al libre mercado, con impuestos bajos. En este periodo de tiempo el crecimiento medio anual de su economía duplicó el del Reino Unido.

En 1936 empezó en Suecia el largo periodo de gobiernos socialdemócratas. Pero hasta mediados de los 60’s no se apartó mucho de los principios liberales. Sin embargo, en los primeros 70’s los principios liberales habían desaparecido totalmente del discurso oficialista. Entre 1965 y 1975, el número de funcionarios públicos pasó de 700.000 a 1,2 millones.

Entre 1970 y 1991Suecia tuvo un crecimiento menor que Italia, Francia, Alemania, Reino Unido, Países Bajos, etc. Su crecimiento fue la mitad del de Austria. Entre 1970 y 1995 se vio relegada del 4º al 16º puesto en el ranking de renta per capita entre los países de la OCDE. Entre 1974 y 1984, el sector público absorbió todo el crecimiento de la fuerza laboral, produciéndose, de hecho, una disminución de puestos de trabajo en el sector privado. En 1960, el ratio de suecos “financiados por el mercado” frente a los “financiados por los impuestos” era de 100/38. En 1990, este ratio era de 100/151. El tipo marginal de Impuesto sobre la Renta llegó en este período al 85%, acompañado de una alta tasa de Impuesto sobre Patrimonio. Muchos empresarios –entre ellos Ingvar Kamprad, fundador de Ikea, la escritora Astrid Lingren o el director de cine Ingman Bergman– se autoexiliaron fiscalmente de Suecia, de modo que el grueso de su aportación fiscal se quedó en los países a los que se exiliaron. La mayor virulencia de este proceso estatalizador tuvo lugar siendo primer ministro Olof Palme, que tuvo dos periodos de mandato, desde 1969 hasta 1976 y, más tarde, desde 1982 hasta su asesinato en 1986.

Así las cosas, en 1992 se nombró en Suecia una comisión de académicos independientes para analizar y proponer soluciones para luchar contra la crisis económica. Esta comisión recomendó de forma tajante la implantación de medidas que permitiesen la recuperación de los principios del libre mercado.

Desde 1990 hasta 2014, Suecia tuvo un periodo de reformismo liberal. En 1990 se redujo el impuesto de sociedades del 57% (¡madre mía!) al 30%, la plusvalía de la compraventa de acciones dejó de estar gravada y el impuesto de rentas de capital se redujo al 12,5%[3]. El tipo marginal de las rentas más altas bajó al 50% (había llegado a estar en cotas superiores al 80%). Al mismo tiempo, se produjo una reducción de entre el 24 y 27% para la mayoría de los trabajadores. El impuesto aplicado al patrimonio pasó del 2% al 1,5%. En 2004 se eliminó el impuesto de sucesiones, que había llegado a alcanzar el 30% (otro caso de doble tributación) y el impuesto de sociedades volvió a reducirse hasta el 26,3% en 2009 y al 22% en 2013. Entre 1990 y 2012, el gasto social bajó del 22,2% al 16,9% del PIB, mientras que el gasto público bajó del 61,3% (otra vez más, ¡madre mía!) al 52% del PIB. En Noruega, otro país de la socialdemocracia escandinava, bajó del 50% al 43,2%. Como consecuencia de estas reformas, el crecimiento de Suecia volvió a superar al de Alemania, Francia e Italia, pasando a ocupar, en 2016 el puesto 12º del ranking de renta per capita de la OCDE.

Aunque Suecia sigue siendo un país con una socialdemocracia muy marcada, con un alto nivel impositivo y de gasto social, es indudable que desde 1990 sus políticas han virado hacia una mayor libertad económica, lo que ha redundado en una mayor competitividad y un mayor crecimiento económico.

No comentaré en este escrito el capítulo 8 del libro con el título “La libertad económica aumenta el bienestar humano” que no es más que una recapitulación de los anteriores.

La crisis financiera, ¿fue una crisis del capitalismo?

Este es el título del capítulo 9 y la respuesta que da es que no, que no fue una crisis del capitalismo ni una imperfección de los mercados. La causa fundamental, aunque no la única, y la desencadenante de la crisis financiera del 2008 fue una irresponsable política monetaria llevada a cabo por los bancos centrales con el aplauso de los gobiernos, tanto en EEUU como en Europa. Una creación masiva de dinero como la llevada a cabo por la FED y el BCE, conduce a una bajada artificial de los tipos de interés, lo que lleva al sobre consumo y el sobre endeudamiento. Sobre endeudamiento encabezado por los gobiernos, ansiosos de financiar de forma barata déficits cada vez más disparatados. Esa es la esencia, ni más ni menos, de una burbuja. Desde luego, a partir de esa condición sine qua non y fomentadas por ella, hubo conductas irresponsables y vergonzosas, pero no fueron causadas por un fallo de los mercados, como se he repetido hasta la saciedad, intentando desprestigiar al capitalismo, sino por una burda manipulación de esos mercados por parte de Bancos Centrales y gobiernos.

También se achacó la culpa de la crisis a la desregulación “neoliberal” que había sufrido el sistema financiero desde la época de Reagan en los 80’s. Pero tampoco es verdad. El autor cita datos de los EEUU para desenmascarar esta falsedad. Cuando se produjo la crisis, había en EEUU 12.190 entidades reguladoras, cinco veces más de las que había en 1960. Desde 1980, cuando supuestamente comenzó la fase de laissez faire y desregulación, el gasto federal para dedicado a financiar a los organismos reguladores, era de 725 millones de $. Cuando estalló la crisis de 2008 esta cifra alcanzaba, ajustada por la inflación, 2.300 millones de $ que, si no se hubiese hecho ese ajusta podrían ser el doble, unos 4.600 millones de $[4]. Además, el sistema regulatorio creció enormemente en complejidad en este periodo, acumulando normas a menudo contradictorias entre sí que hicieron que la excesiva y confusa regulación crease serias disfunciones. Sobre esto hay que sumar la enorme cantidad de costosas actividades que se ha obligado a hacer en estos años a las entidades financieras para que el coste de esa regulación recayese sobre ellas en vez de sobre las entidades reguladoras. Si se sumasen esos gastos a los 4.600 millones reales de los gastos federales en regulación, la cifra podría alcanzar cifras descomunales. Así pues, decir que la causa de la crisis fue una ausencia de regulación es absolutamente falso. Para acabar este capítulo, entresaco textualmente dos párrafos del libro (con comentarios míos entre paréntesis):

“El diagnóstico erróneo (y malintencionado) de las causas de la crisis financiera implica que las terapias propuestas también son equivocadas (pero acordes con la ideología anticapitalista). […] ¿Creemos seriamente que la terapia correcta involucra tipos de interés aún más bajos, intervenciones aún más intensas en los procesos del mercado y más acumulación de deuda? Estas medidas pueden tener un impacto a corto plazo, pero por esta vía terminaremos viendo que los mercados se vuelven cada vez más dependientes de los tipos de interés bajos”.

“Pero el dinero barato no hace nada para resolver los problemas subyacentes: sólo suprime los síntomas y los empuja hacia el futuro. La combinación actual, acentuada tras la crisis, de regulación excesiva y tipos de interés cercanos a cero (¡negativos!) causará problemas considerables a medio plazo para muchos bancos y, de hecho, es el caldo de cultivo perfecto para nuevas crisis, que serán todavía más severas (y de las que se echará de nuevo la culpa al perverso capitalismo y a la desregulación. ¿Será verdad que el hombre es el único animal que tropieza, no dos, sino muchas veces en la misma piedra?)”.

“Si el BCE elevara los tipos de interés, países como Italia (o España y otros muchos)entrarían en graves dificultades. Los mercados de valores se han acostumbrado tanto a los tipos bajos, (mantenidos artificialmente por Bancos Centrales y gobiernos, supuestamente los buenos de la película), que son casi como drogadictos. Cuando los drogadictos consumen una dosis, se sienten mejor a corto plazo, porque sus síntomas de abstinencia desaparecen, pero nadie con un mínimo de sentido común diría que esto es una cura. (En cambio, si se dejase que el mercado de dinero se autorregulase, las fluctuaciones de los tipos de interés serían suaves, el endeudamiento sería limitado, no se producirían ni las burbujas que se crean por esos motivos, ni las crisis subsiguientes)”.

Así pues, la crisis financiera del 2008 no ha sido una crisis del capitalismo, como los anticapitalistas han querido hacer creer, sino una crisis causada fundamentalmente por la mentalidad y los gobiernos socialdemócratas, empeñados en disparar el gasto público y financiarlo con dinero barato con la complicidad de los Bancos Centrales. Y eso sí que puede llevar al colapso del sistema que más riqueza, y prosperidad a creado en el mundo desde el principio de la historia. Y eso sería una tragedia. Tragedia que alegraría a los comunistas que esperan que se den las “condiciones objetivas” para su regreso. Dios nos coja confesados.

¿Por qué tantos intelectuales rechazan en capitalismo?

Esta es una pregunta que da título a el capítulo 10 del libro. Es una pregunta que me he hecho muchas veces, sin encontrar una respuesta convincente. Al empezar a leerlo, tenía la esperanza de encontrar en él esa respuesta. Como dije al principio, el libro, aunque es tremendamente exhaustivo en ofrecer datos empíricos en gran abundancia, es pobre conceptualmente y, en este capítulo no hay apenas datos, sólo algunas razones, en general bastante pobres. Por tanto, puede entenderse que no haya encontrado la respuesta en este capítulo. Hay, desde luego, varios intentos de respuesta, pero todos, salvo dos, me parecen muy poco convincentes. Comentaré aquí los dos que me parecen convindentes, al menos en alguna medida.

El primer argumento estriba en el hecho de que el capitalismo –como he señalado en varios escritos míos–, a diferencia del marxismo, no es un sistema económico salido de razonamientos abstractos de otros intelectuales y empaquetado en fórmulas grandilocuentes y supuestamente “científicas”. El capitalismo nace de una prosaica simbiosis, fruto de una coevolución, empezada desde que el hombre es hombre, entre su libertad, su inteligencia, su afán de superación y su lucha por conseguir cotas crecientes de prosperidad. Es pues un aparente caos de decisiones e inteligencia distribuida. Pero funciona y crea prosperidad para todos. Sin embargo, su complejidad lo hace incomprensible e inmanejable para cualquier inteligencia centralizadora que sólo echa arena en el mecanismo cuando intenta intervenir para que funcione mejor. Lo curioso es que las modernas matemáticas de la teoría del caos establecen que los sistemas complejos y los de inteligencia distribuida se autoorganizan mejor que lo que pueda hacer para organizarlos alguien externo. Pero claro, a los intelectuales les frustra un sistema así y esa frustración se torna en hostilidad. En cambio, se sienten atraídos por el primer tipo de sistemas, pseudocientíficos, aunque se demuestran falsos, inoperantes y, a la postre, perversos. Y, naturalmente, esta hostilidad hacia un sistema opuesto a sus preferencias intelectuales acabó por ser una pose intelectual y ha sido copiada de forma acrítica por gran parte de la intelectualidad.

Lo que es menos comprensible es “la hostilidad hacia el liberalismo de numerosos pensadores de izquierda (¿Sólo de izquierda?) del siglo XX contrasta por su admiración por dictadores como Stalin y Mao, que recibieron aplausos y respaldo desde muchos de estos círculos. No hablamos de movimientos marginales o pensadores poco reconocidos, sino de un discurso que fue recurrente entre referentes clave de las élites intelectuales del siglo pasado […] en los que no había dudas a la hora de venerar a algunos de los genocidas del siglo XX”.

El segundo argumento es, en cierto modo, consecuencia del anterior. Los empresarios han huido de la batalla intelectual, han renunciado, en gran medida a defender su sistema. Se ocupan de que su célula del organismo funcione y, realmente funciona, aunque no se pregunten por qué. No han llegado a articular una respuesta intelectualmente adecuada al éxito del capitalismo. Y esto, junto con el primer argumento, ha producido un desvalimiento intelectual del sistema de libre mercado, a pesar de que muchos pensadores brillantes han ido descubriendo en parte el funcionamiento de su mecanismo. Pero lo peor es que, en una medida no despreciable, ese desvalimiento intelectual ha llevado a muchos empresarios a “comprar” en parte, de forma un poco vergonzante, una buena parte de las falsas ideas con que los intelectuales han adornado al sistema socialista y que han desprestigiado al capitalismo.

Estos son los dos únicos argumentos que “compro”, en parte, de entre los que presenta el libro como respuesta a la pregunta. Sin embargo, me animo a poner de mi cosecha en estas líneas, el que, a mi entender, es el argumento más importante, y lo pongo en cursiva para distinguir mis ideas de las del autor del libro. Se basa en una frase de Alexis de Tocqueville (1805-1859) que dice: “La gente está más dispuesta a aceptar una mentira simple que una verdad compleja” y en un fenómeno perceptivo que descubrió Frédéric Bastiat (1801-1850) y que bautizó con la expresión de “lo que se ve y lo que no se ve”. Así es, si, por tomar un ejemplo, se plantea que el estado subvencione una empresa que no es rentable (es decir, que la gente no quiere lo que vende) para salvar 1.000 puestos de trabajo de un polígono industrial en el que los trabajadores se manifiestan salvajemente delante de las cámaras de televisión y, efectivamente, estos 1.000 puestos se salvan, lo que se ve es que se han salvado esos 1.000 puestos de trabajo. Lo que no se ve es que el dinero que el estado tiene que recaudar de los ciudadanos para dar esa subvención, éstos lo hubiesen gastado en productos que sí quiere la gente y ese gasto dirigido a empresas competitivas hubiese evitado que se perdiesen –o hubiese hecho que se creasen–, no ya 1.000 sino un número mucho mayor de puestos de trabajo anónimos, escondidos, que no hacen ruido. En definitiva, que no se ven. Pero, además, explicar por qué esos más de 1.000 puestos de trabajo anónimos se pierden o no se crean por salvar los 1.000 que se ven, es explicar una verdad compleja, mientras que decir que se han salvado 1.000 puestos de trabajo es una mentira simple. Esto hace que la ciudadanía que no está alerta o formada prefiera el intervencionismo estatal al libre mercado. Y, aunque los intelectuales deberían ser –y a menudo son– los que generen el pensamiento, es un fenómeno bastante corriente que, en vez de crearlo contracorriente se mimeticen con el pensamiento dominante y lo apoyen.

Por último, y para acabar rápidamente con estas páginas, que ya son demasiadas, diré que el capítulo 11, cuyo título es “Una llamada urgente a la adopción de reformas de mercado”[5], es cómo el alegato final de un abogado defensor en un juicio, en el que expone resumidamente sus argumentos y pide la absolución de su cliente. Por lo tanto, no alargaré ni una línea más estas páginas glosándolo

P.D 1: Hace unos días, me han mandado un artículo con el comentario sobre un libro, escrito por un teólogo protestante, con el título de “La economía del deseo”. Naturalmente, la economía del deseo era el capitalismo y el autor resaltaba su inmoralidad intrínseca. Ahí va mi opinión:

Por supuesto que el capitalismo funciona, pero, además, en las sociedades capitalistas aparece la mejor versión del hombre REAL que hay hoy en el mundo. Si nos comparamos con los hombres de cualquier país REAL en el que no hay capitalismo (cualquier país de África, los de Centroamérica y, por supuesto, Venezuela, Cuba y Corea del Norte), ganamos por goleada. Otra cosa es si nos comparamos con el hombre ideal. Claro, el hombre de los países capitalistas, siendo el mejor REAL, dista mucho del hombre ideal. Los cristianos sabemos que eso se llama pecado original. Por supuesto, hay cosas que coadyuvan al pecado original. Pero si tuviese que decir cuál es el coadyuvante fundamental del pecado original en occidente, diría, sin duda, que es el deterioro de la filosofía que empezó, según se mire, con Occam, siguió el protentastismo, con Descartes y Kant y nos ha llevado al relativismo imperante y a la sociedad del sentimentalismo, el buenismo y el deseo. No el capitalismo. 

Pretender hacer hoy del mejor hombre que hay al hombre de gracia a través de supuestas reformas utópicas del capitalismo, sería entrar en el mundo de la utopía de autoredención. Se ha intentado esta utopía muchas veces en la historia y siempre ha llevado al hambre, a la miseria, al fundamentalismo, a la violencia, al totalitarismo y a la sangre. Nunca Cristo propuso esa vía de la utopía humana. A este respecto, me permito recomendar el libro “Los monstruos de la razón: viaje por los delirios de utopistas y revolucionarios” de Rino Cammillieri, prologado por Vittorio Messori.

Me cabrea sobremanera la injusticia de tantos utopistas y sus grillos que cantan a la luna, de achacar lo que hay de mano en el mejor hombre REAL, al capitalismo, en vez de atribuirle el mérito de haber hecho posible el mejor hombre REAL.


PD 2: volviendo al tema de la acción del gobierno con as eléctricas, Standard & Poors avisa hoy que si se persiste en esas llamadas “reformas”, bajará el rating de las eléctricas y de España por la inseguridad jurídica que entraña. Pero, ¡qué le importa a Sánchez la seguridad jurídica, el rating de España o la propia España!


[1] El efecto J es el nombre que los economistas dan al hecho de que medidas que tienen éxito en aumentar la riqueza y la prosperidad tienen, en los primeros años de su aplicación un efecto que parece contradecir su éxito. Evidentemente debe su nombre a la forma de la jota mayúscula.

[2] El argumento de Laffer es tan simple como incontrovertible. Si un gobierno pusiese una tasa impositiva de 0%, no recaudaría nada. Pero si la pusiese del 100%, tampoco recaudaría nada porque nadie trabajaría para producir rentas. Por lo tanto, entre 0% y 100% tiene forzosamente que haber un máximo de la curva “Tipo impositivo/Recaudación”. Si el tipo impositivo de un país estuviese más allá de ese máximo, una bajada de tipos aumentaría la recaudación. Reagan estaba convencido –y con razón– de que en EEUU se habían pasado de ese máximo.

[3] Mucha gente no entiende que las rentas de capital se graven con un tipo menor que otras rentas. Esto tiene, sin embargo, una explicación evidente que se basa en el principio fiscal de evitar la doble imposición, universalmente aceptado como principio aunque escasa y malamente aplicado. Cuando una persona recibe dividendos de una empresa, esa empresa ya ha pagado el impuesto de sociedades por ese beneficio. Si cuando reparte dividendos las personas que los reciben tuviesen que pagar el mismo impuesto de la renta que otros ingresos estarían pagándose impuestos dos veces por el mismo concepto. En realidad, los impuestos sobre las rentas de capital deberían ser 0%, si se aplicase realmente el principio de evitar la doble imposición.

[4] Desconozco el dato de la inflación acumulada en EEUU entre 1980 y 2008, pero suponiendo una inflación promedio del 2,5% en ese periodo, que me parece baja, los 2.300 millones serían el doble si se elimina el ajuste por inflación.

[5] Evidentemente, no se refiere a como reformar el mercado para que, supuestamente, funcione mejor, sueño irrealizable de los estatalistas, sino a reformas para permitir que el mercado funciones con mayor libertad. 

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