Soy entusiasta del Bien Común. ¿Cómo podría no serlo? No creo que haya una sola persona de buena voluntad que no lo sea. Mi problema radica en que no sé muy bien qué es el bien común, más allá de una noción muy vaga y genérica del mismo. Y sin una definición clara y operativa del Bien Común, el concepto corre un grave peligro de ser mal aplicado en la práctica y degenerar, con buena o mala voluntad, en buenismo común. Y el deslizamiento del Bien Común hacia el buenismo común degenera muy fácil, si no inexorablemente, incluso con buena voluntad, en mal común. ¡Y qué decir si su manipulación de produce de la mano de la mala voluntad! Podría desgranar ejemplos de cómo esa degeneración ha llevado al mal común, pero excedería el propósito de estas notas. Por eso, he buscado durante años una definición operativa del Bien Común. Pero no he sido capaz de encontrarla.
Por supuesto que no afirmo que esta definición no exista, pero sí que mis esfuerzos para encontrarla han resultado estériles. La mejor definición que he encontrado es la que hace de él el Concilio Vaticano II en su documento Gaudium et Spes. Dice así:
El bien común es el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección.
Es una definición magnífica desde el punto de vista conceptual, pero poco o nada operativa. ¿Cuál es ese conjunto de condiciones y cómo se crean? ¡He ahí la cuestión! He pensado mucho acerca de cómo dar respuesta estas dos preguntas y, a falta de respuestas definitivas, creo que he conseguido algo que tal vez, sólo tal vez, pueda ser una aproximación a esas respuestas. Intentaré exponer lo más claramente posible mis reflexiones.
Creo que la realización práctica del Bien Común es, elusiva y emergente. Aclaro que entiendo por elusiva y emergente, y para ello tendré que hacer un paralelismo con otro concepto que es también elusivo y emergente: la felicidad.
Por elusiva entiendo que es algo que cuanto más se busque por sí misma, menos se encuentra. Es lo que ocurre con la felicidad. Si uno se empeña en ser feliz a base de voluntarismo, muy probablemente, no solo no alcance la felicidad, sino que se aleje de ella. La felicidad no se encuentra buscándola en sí misma, sino que emerge –y aquí viene la segunda idea de la emergencia– de forma espontánea, casi inadvertidamente, aunque no inexorablemente, si se dan unas condiciones de necesidad. A partir de ahora, dejando de lado el ejemplo que he traído a colación de la felicidad para ilustrar la idea de elusividad, me centraré en cuáles son esas condiciones de necesidad para que emerja el Bien Común.
La primera de esas condiciones, en lo que se refiere al Bien Común pertenece al fuero interno de las personas que forman la sociedad. Es necesaria una conciencia y comportamiento moral personal basados en la ley natural. Y esta conciencia y comportamiento deben estar lo suficientemente generalizados como para poder considerarse colectivos. Esta primera condición está gravemente obstaculizada por el pensamiento posmoderno que niega de plano la existencia de esta ley natural y ha implantado en la cultura general un relativismo moral incompatible con el Bien Común. Por tanto, una importantísima contribución al Bien Común consiste en ser agentes –minoría creativa– que promuevan esa vuelta a los principios de una razón enraizada en un sano realismo, en el que se basa la ley natural. Restaurar una sana antropología que dé lugar a una cosmovisión basada en la verdad sobre el ser humano, su relación con sus semejantes, con el mundo y con Dios[1]. En esto, como Universidad, tenemos una importantísima labor que realizar. Es una labor –como todas las que se refieren al fuero interno– lenta, callada y progresiva cuyos frutos no seremos capaces de ver pero que no por ello son menos ciertos.
La segunda condición de necesidad –ésta ya de fuero externo– es la existencia de unas leyes, en el menor número posible, claras, lo más estables posible, que obliguen a todos por igual a su cumplimiento, y que se apliquen equitativamente, basadas en esa ley natural de la que hablaba más arriba, que sean la salvaguarda de los comportamientos personales acordes con dicha ley natural. Unas leyes que se deriven del principio básico de justicia, que no es otro que dar a cada uno lo suyo. Unas leyes que, en definitiva, generen seguridad jurídica. Creo, aun siendo lego en Derecho, que esta condición lleva al Estado de Derecho, uno de los más grandes logros de la humanidad. Pero no cualquier Estado de Derecho vale como condición de necesidad. No, desde luego, uno basado únicamente en el iuspositivismo, sino que debe ser fruto de un ordenamiento jurídico basado en criterios iusnaturalistas. Pero un ordenamiento jurídico así, necesita como base la primera de las condiciones de necesidad enunciada más arriba. Es decir, sería como una segunda construcción sobre el cimiento de la anterior condición. También en esta segunda condición, como Universidad y como Facultad de Derecho, Empresa y Gobierno, tenemos mucho que aportar. Pero es importante darse cuenta, como acabo de decir, de que esta condición es posible sólo en la medida en que se dé la primera.
Las dos primeras condiciones de necesidad creo que son aplicables a cualquiera de los multiformes aspectos que puede tomar el Bien Común. Esta tercera se centra en el aspecto más económico del Bien Común. Entendiendo por economía la satisfacción de las necesidades materiales del ser humano. No conviene caer en el pietismo de despreciar el papel de estas necesidades en el logro de su propia perfección. Admito sin dudar que estas necesidades no sean las más importantes, pero defiendo con ardor que sin ellas, no se pueden alcanzar otras más altas. A esta tercera condición, por formar parte de mi esfera de conocimiento, no por su importancia, le voy a dedicar una extensión mucho mayor que a las dos primeras. Esta tercera condición de necesidad sería la existencia de un sistema económico y de un tejido empresarial basado en tres rasgos distintivos de la naturaleza humana. No son más que tres rasgos de entre los muchos que configuran la naturaleza humana, pero entiendo que son los tres rasgos que inciden en el sistema económico de esta tercera condición de necesidad. Es difícil de definir el orden de estos tres rasgos, ya que los tres son tremendamente interdependientes entre ellos. Así que los iré enumerando y procuraré establecer las debidas conexiones de interdependencia entre ellos.
El primer rasgo sería la libertad. El hombre es un ser dotado de libertad. Sin embargo, ésta no es omnímoda. No es una libertad de. Libertad de hacer todo lo que se quiera. Es una libertad para. En algún sitio que no recuerdo leí que la libertad era el supremo privilegio del ser humano de poder elegir el bien y evitar el mal. Por tanto, la libertad que requiere el sistema económico que supone la tercera condición de necesidad, es una libertad ética. Una libertad limitada por la propia ley natural de fuero interno –es decir, por una conciencia rectamente formada–, primera de las condiciones de necesidad. Y esta conciencia debería estar defendida, si fuera necesario, por las leyes de las que se ha hablado más arriba y que son la segunda condición de necesidad. Dentro de esta libertad se encuentra, por supuesto, el derecho a la propiedad privada –que es un derecho natural– y de hacer con ella el uso que libremente se le quiera dar –consumir de una u otra forma, ahorrar, invertir, etc.–. Más adelante, cuando se hayan visto los otros dos rasgos en los que se debe basar el sistema económico que constituye la tercera condición de necesidad, hablaré de la conveniencia o no de otras restricciones a la libertad aparte de las anteriormente expresadas.
El segundo rasgo sería el afán de superación, que va unido a la voluntad. Afán de mejorar la propia situación y la del resto de las personas que forman la sociedad, empezando por las más próximas: la familia. El hombre es, por esencia, un ser incompleto y vulnerable. Esa incompletitud y vulnerabilidad le lleva a querer superarse. Está en su naturaleza. Y es imprescindible que tenga libertad para ello. Nadie le puede decir en qué dirección y con qué medios debe luchar para conseguir esa superación. Las leyes justas deben favorecer que todo el mundo pueda, si pone el esfuerzo y la voluntad necesarios en juego, aprovechar las mismas oportunidades. La igualdad de oportunidades no debe anular el esfuerzo y la voluntad, sino posibilitar que, usando estas facultades, y en la medida en que se quieran usar, todo el mundo pueda aprovechar las mismas oportunidades. Ese afán de superación puede tener una inmensa cantidad de facetas, pero llevado al terreno empresarial, se llama ánimo de lucro. Las actividades que se emprendan para lograr esa superación (a partir de aquí llamaré a esas actividades empresas) tienen que ser rentables y generar beneficio. Esto es cierto también para las empresas, mal llamadas, sin ánimo de lucro, que también tienen que generar beneficio tanto para sostenerse como para llevar a más gente su misión. Pero el beneficio, en una sociedad libre con igualdad de oportunidades, es la diferencia resultante de lo que vale para la sociedad lo que hacen las empresas y lo que vale para la misma sociedad los recursos de cualquier tipo que utiliza. Y si la sociedad es libre e igualitaria en oportunidades, será la competencia la que ponga límite a ese beneficio. La mejor manera, con todos los errores que se quiera, de definir el valor de lo que la empresa hace y de los medios utilizados es el libre mercado. No sostengo que el libre mercado sea perfecto ni que no engendre a veces errores. Sostengo, eso sí, que, incluso llevados por la mejor de las voluntades, los intentos de corregir esos errores, reales o supuestos, por el estado u otros organismos con poder ejecutivo, degeneran en males mayores que los errores que se pretendían corregir. Ni que decir tiene lo que pasa si esa buena voluntad no existe o, peor aún, si el móvil son los intereses inconfesables de determinadas minorías entre las que, por supuesto, están los políticos que dirigen y gestionan el poder ejecutivo y legislativo del estado. Podría poner múltiples ejemplos de errores tremendos al intentar “arreglar” los fallos del mercado mediante el voluntarismo político. Más adelante, cuando hable de la regulación, comentaré más sobre esto. Por supuesto, este afán de superación, este afán de lucro, puede llegar a ser un apetito desordenado y llevar al egoísmo y la avaricia. Toda capacidad humana conlleva el riesgo de degenerar en apetito desordenado, pero el que ese riesgo exista no hace mala, en modo alguno, esa capacidad. Los pecados capitales, todos, no son otra cosa que apetitos desordenados de cosas de suyo buenas.
El tercer rasgo es la inteligencia, que también puede verse como ingenio y creatividad. Es indudable que el hombre está dotado de inteligencia. Y es necesario dejar que sea esa inteligencia la que dirija, con libertad, ese afán de superación. Esa inteligencia, ingenio y creatividad, impulsadas por al afán de superación, son las que mejor pueden desarrollar empresas rentables que busquen satisfacer necesidades insatisfechas de los seres humanos, facilitándoles así ese afán de superación. Ese ingenio es como el agua, que es capaz, si se la deja fluir, de encontrar los caminos para llegar al mar. El ingenio humano ha buscado, busca y seguirá buscando necesidades no satisfechas de los seres humanos, las encontrará y encontrará también la forma más eficiente de satisfacerlas. Y, así como el beneficio es un concepto meramente económico, estas necesidades pueden ser de todo tipo: materiales, culturales, humanistas, espirituales y hasta religiosas. No quiero dejar de citar aquí, en apoyo del ingenio humano y la propiedad privada, las palabras de León XIII en la Encíclica que inauguró la moderna Doctrina Social de la Iglesia:
“… quitado el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que sueñan no sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y abyecta, de todos los hombres sin excepción alguna. De todo lo cual se sigue claramente que debe rechazarse de plano esa fantasía del socialismo de reducir a común la propiedad privada, pues que daña a esos mismos a quienes se pretende socorrer, repugna a los derechos naturales de los individuos y perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto, cuando se plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de conservarse inviolable”. (Rerum Novarum nº 11).
Ahora bien, la empresa más importante para todo ser humano es su propia vida. Por lo tanto, si el sistema económico descrito se apoya en la creación de empresas basadas en esos tres rasgos humanos, estas empresas deben fomentar, en la medida de lo posible, que las personas que trabajan en ellas puedan utilizar estos tres mismos rasgos humanos en su trabajo. ¿Cómo? Primero: fomentando la libertad para emprender a través del emprendimiento interno (intrapreneurship) y externo (spinoff´s) de sus empleados. Segundo: fomentando que busquen libremente con su ingenio y apliquen con su voluntad, nuevas formas de realizar su trabajo con mayor eficiencia. Y (un Y que no pretende ser conclusivo) tercero: facilitándoles el desarrollo y el ascenso profesional. Porque las personas, al igual que las empresas, también tienen este sano ánimo de lucro, de superación. Uno de los medios más eficaces para ese desarrollo y ascenso profesional es la formación. Esta formación no tiene por qué tener únicamente el carácter de formación reglada a través de cursos y otras actividades similares. Es mucho más importante la formación en el día a día. Éste ofrece miles de pequeñas oportunidades para que las personas que trabajan unidas se formen unas a otras compartiendo sus hallazgos e ideas desarrollados según se describe en el segundo punto de este párrafo. Y, para terminar este apartado, lo haré con un medio negativo. Prescindir drástica y ejemplarmente de las personas corrosivas, por muy eficientes que sean profesionalmente. Una empresa así, sin la más mínima duda, atraerá el talento y pondrá en marcha una espiral virtuosa que haga que la empresa no sea un juego suma 0, sino un juego ganar-ganar en donde la maximización del beneficio de la empresa lleve a la maximización del desarrollo de sus empleados, lo que forma parte de la definición del Bien Común con el que empezaban estas páginas. Por supuesto, no existen empresas que encarnen al cien por cien este desideratum. Pero sí las hay, yo conozco algunas, que lo intentan con máximo empeño.
Desde luego, la inteligencia humana puede errar y lo hace con frecuencia. Pero cuando la inteligencia de los que inician o dirigen una empresa se equivoca, los dueños de esta empresa lo sienten en su propio bolsillo y se ocuparán, por la cuenta que les trae, de enmendar ese fallo o error. No ocurre lo mismo cuando esas empresas –en el sentido amplio del término– usan pólvora del rey, o sea, dinero público.
Aquí podrían acabar estas líneas. Pero dado que aún me quedan por hacer algunas aclaraciones que considero importantes, me alargo un poco más para hablar, dentro de la tercera condición de necesidad, de regulación e intervención en los mercados por parte de los poderes públicos, así como del estado del bienestar y los impuestos.
Es importante distinguir entre intervención en y regulación de, los mercados. Considero intervención a todas aquellas medidas tomadas por poderes públicos con capacidad ejecutiva, que actúen de forma directa o indirecta sobre la fijación de precios por parte de los mercados. Por forma indirecta entiendo mediante la limitación o inflación de la oferta o la demanda de un bien a través de la limitación o la obligatoriedad del uso de la propiedad de los particulares para producirlo, siempre que este bien no esté expresamente prohibido por las leyes a las que se ha hecho mención anteriormente –pienso, por ejemplo, en las drogas–. Esa limitación o inflación puede ser, no sólo por prohibición, sino por gravamen de impuestos o la concesión de subvenciones al uso de la propiedad para un determinado fin. Este tipo de prácticas intervencionistas, a menudo generadas por el buenismo común, tienen casi siempre el efecto de sacar dinero del bolsillo de unos para meterlo en el de otros dando pie a prácticas corruptas y tráfico de favores y son, por tanto, contraproducentes para el Bien Común. Especial mención en este campo merece la manipulación en la creación de dinero por parte de los organismos públicos, alterando de forma generalizada el sistema de global de precios –creando inflación– y muy en particular el precio del dinero, es decir, los tipos de interés.
La regulación es, en cambio, la creación de unas normas que pretenden, sin intervenir en los mercados, mejorar su funcionamiento. La frontera entre intervención y regulación dista mucho de ser nítida. Sin embargo, una cierta regulación puede ser, y de hecho es, necesaria. Lo que ocurre es que, los poderes públicos, en su afán de intervenir en todos los aspectos de muchos mercados y de la vida humana en general, acaban por crear una selva normativa, muchas veces contradictoria, en la que a menudo es imposible actuar sin incumplir alguna en un sentido u otro. Ya dice el refrán que “en el comer y en el rascar, todo es empezar”. Y al comer y al rascar se le puede añadir el crear normas por parte de funcionarios que ven en su creación y vigilancia una justificación a su existencia y un crecimiento en el número de personas dedicadas a ello. Este buenismo común regulatorio, cuando es inadecuado o excesivo, puede llegar a crear una parálisis en el sistema económico que sea perjudicial para el Bien Común. Hay, sin embargo, un tipo de regulación que, bien ejecutada, es altamente beneficiosa. Es aquella que regula que los mercados libres funcionen, realmente, como mercados libres. Se trataría de evitar en lo posible el abuso y la asimetría de la información, la creación de cotos privados para acceder a un mercado, la creación por parte de particulares o grupos de presión sociales o económicos de las mismas limitaciones o inflaciones que suponían el intervencionismo público, etc. Ese tipo de regulación es imprescindible para que emerja el Bien Común del sistema económico que representa su tercera condición de necesidad.
En cuanto a los impuestos, cuando éstos son excesivos, son como arena entre los engranajes de un mecanismo, que deterioran su funcionamiento pudiendo llegar a griparlo. Vuelvo a citar palabras de León XIII en su la encíclica antes comentada:
“Sin embargo, estas ventajas no podrán obtenerse sino con la condición de que la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza de los tributos e impuestos. El derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y compaginarlo con el bien común. Procedería, por consigueinte, de una manera injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo bajo razón de tributos”. (Rerum Novarum nº 33. Subrayado y negrita son míos).
Huelga decir que en 1891, cuando se escribió la encíclica Rerum Novarum, los impuestos eran inconmensurablemente más bajos que ahora. Probablemente, cuando León XIII pensaba en lo que podría ser “la dureza de los tributos e impuestos” o cuál podría ser la cantidad justa que no hiciese “injusta e inhumana” la carga de los tributos, estaría pensando en tipos impositivos enormemente menores de los que ahora tenemos. Pero las sociedades actuales se han visto impulsadas a estas cargas tributarias, a todas luces abusivas, por culpa del buenismo común llamado “estado del bienestar”. Por supuesto que los ciudadanos tenemos que sostener con nuestros impuestos un estado que cumpla con las funciones que le son inherentes. A saber: crear las leyes justas y hacerlas cumplir, administrar la justicia, desarrollar las funciones de gobierno, proveer al mantenimiento del orden público y la defensa del estado y proveer para que nadie se pueda quedar sin una educación adecuada o un cuidado sanitario, u otros servicios básicos, porque no tenga dinero para pagarlo. También un estado sano debería velar y aportar para que los ciudadanos con bajos ingresos pudiesen ahorrar ellos mismos para su jubilación y para que los ciudadanos que se encuentren en el paro puedan subvenir a sus necesidades básicas mientras buscan trabajo activamente. Un estado así, sin duda, no sería excesivamente gravoso y se podría mantener sin recurrir a cargas impositivas “injustas e inhumanas”. Pero el buenismo común nos ha metido en la rueda de mantener un estado del bienestar elefanteásico en continuo crecimiento, como un agujero negro, que requiere para su mantenimiento unos impuestos a todas luces excesivos que ralentizan la economía, crean paro y merman los ingresos de los ciudadanos. Y a este monstruo no le basta para financiarse con unos impuestos razonables. Requiere, además, el recurso creciente a la deuda, traspasando la carga del supuesto bienestar de hoy a las siguientes generaciones. Pero, para que el estado pueda atender al servicio de esta deuda, es necesario intervenir en los mercados de dinero para mantener artificialmente unos tipos de interés bajos y un cierto grado de inflación para que esa deuda sea más fácil de devolver. Cierto que se pretende mantener esta inflación en unos estrechos límites. Pero como le ocurre al aprendiz de brujo, la inflación siempre se acaba saliendo de esos estrechos límites, acabando por crear un mayor mal. Además, de esta forma se incentiva el consumo excesivo, el también excesivo endeudamiento privado y empresarial y se penaliza el ahorro. Es decir, este buenismo común nos lleva a una espiral viciosa descendente –en vez de virtuosa– que crea burbujas explosivas pueden llevar a cualquier parte, menos al Bien Común.
Quisiera acabar citando de nuevo a dos Papas. Y los cito, no por acabar con un cultismo, sino porque las frases que señalo, junto con otras muchas de la DSI[2] que sería largo citar aquí, han sido para mí ideas seminales en mi proceso de reflexión sobre el Bien Común. Y, como consecuencia, también resumen magistralmente lo dicho en estas páginas. El primero es, otra vez, León XIII en la encíclica antes mencionada:
“Así, pues, los que gobiernan deber cooperar, primeramente y en términos generales, con toda la fuerza de las leyes e instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes. Ahora bien: lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las familias, la observancia de la religión y de la justicia, las moderadas cargas públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del comercio, la floreciente agricultura y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales, cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los ciudadanos. […] Y cuanto mayor fuere la abundancia de medios procedentes de esta general providencia, tanto menor será la necesidad de probar caminos nuevos para el bienestar de los obreros”. (Rerum Novarum nº 23. Negrita y subrayado míos).
El segundo Papa que quiero citar es Juan Pablo II en su última encíclica social; “Centesimus Annus”, escrita para celebrar, precisamente, los cien años de la Rerum Novarum. Tras analizar, en el capítulo lacónicamente titulado “1989”, el trágico fracaso del comunismo, en el siguiente capítulo, “La propiedad privada y el destino universal de los bienes”, se pregunta:
“Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?
La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa”. (Centesimun annus nº 42).
Parece obvio que el sistema económico que se preconiza aquí como tercera condición de necesidad para el Bien Común, es la primera de las definiciones que hace Juan Pablo II del capitalismo, ya que la primera y segunda condición de necesidad eliminan la posibilidad de que aquí se esté planteando una definición de capitalismo como de la segunda parte de la cita del Papa. Pero es que no conozco a nadie con dos dedos de frente que defienda esa segunda definición de capitalismo.
Termino,
ahora sí, con una última y breve reflexión. Las condiciones de necesidad que se
expresan en estas páginas están muy lejos de darse, cualquiera de las tres, en
el mundo actual. Ni se admite la premisa de una ley natural ni, por tanto, el
sistema jurídico actual se adhiere a ella, ni se acepta que un sistema
económico como el descrito sea bueno para el Bien Común. Antes bien, se clama
por un creciente intervencionismo del estado atribuyendo a éste el papel
providente de un dios. La idea posmoderna del hombre deconstruido evita una
sana cosmovisión y el marxismo, derrotado en la realidad, ha triunfado subrepticiamente
en las mentes de la mayoría de las personas tiñendo el pensamiento económico dominante
con infinidad de matices de esta ideología. Sin embargo, esto no debe desanimarnos.
Como Universidad, y en especial como Facultad de Derecho, Empresa y Gobierno, tenemos
la obligación moral de luchar con las armas de la razón por restaurar –o
instaurar– esas tres condiciones de necesidad del Bien Común en la sociedad en
la que vivimos. Pero el proceso es largo y, probablemente, ninguno de nosotros
veremos su culminación. Tenemos pues, que ser conscientes, sin sombra de
desánimo, de que estamos plantando árboles para que, tal vez, den fruto y
sombra a las siguientes generaciones. No encuentro misión más noble e
ilusionante que ésta.
[1] Aplico la idea de
cosmovisión que se desprende del siguiente texto de Alexis de Tocqueville en su
obra “La democracia en América”. “No hay casi acción humana, por particular
que se la suponga, que no nazca de una idea muy general que los hombres han
concebido de Dios, de sus relaciones con el género humano, de la naturaleza de
su alma y de sus deberes hacia sus semejantes. No se puede evitar que esas
ideas sean la fuente común de donde surge todo lo demás. Por tanto, los hombres
tienen un interés inmenso en concebir ideas muy firmes sobre Dios, su alma, sus
deberes generales hacia su creador y sus semejantes, porque la duda sobre esos
puntos dejaría al azar todas sus acciones y las condenaría, en cierto modo, al
desorden y a la impotencia. Es esa la materia en la que resulta más importante
que cada uno de nosotros tenga ideas sólidas y en la que, desgraciadamente,
resulta muy difícil que cada uno, dejado a sí mismo y con el sólo esfuerzo de
su razón, llegue a fijar sus ideas”.
[2] Mi opinión sobre la DSI es tan
ambigua como la propia DSI. Porque ésta tiene partes que buscan la formación de
la recta conciencia del hombre en su comportamiento económico, lo que entra de
lleno en el magisterio de la Iglesia, pero tiene otras en las que emite juicios
sobre sobre los sistemas económicos y en particular sobre el sistema de libre
mercado. Y estas secciones, además salirse de lo que considero el magisterio
petrino, adolecen de una ambigüedad en la que parece que juega un papel
importante el miedo a ser criticada por la izquierda por mantener posturas
demasiado próximas a la economía de libre mercado y para evitarlo, se dedica a
dar una de cal y otra de arena. Sería largo explicitar aquí mi perspectiva
sobre la DSI.