Tomás Alfaro Drake
Este es el 16º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.
Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido” y “¿Creacionismo o evolución?”
Tanto Darwin como Lamarck estaban convencidos de que los organismos vivos actuales procedían de formas más primitivas que habían ido evolucionando. Pero diferían en cuanto a los mecanismos de esa evolución. Para Lamarck esa evolución estaba motivada por los “hábitos” convenientes para la supervivencia adquiridos por los individuos de una especie. Supongamos que para una especie fuese bueno estirar el cuello para alcanzar las ramas más altas de los árboles y no tener competencia con otros animales para conseguir alimento. A fuerza de estirarlo, cada individuo acababa alargando su cuello, como un deportista aumenta su masa muscular al hacer ejercicio. Ese cuello más largo, adquirido por hábito, se transmitía a la descendencia y, al cabo de muchas generaciones, acababan por ser las jirafas que ahora conocemos. Tal vez otro grupo de la misma especie usase otro hábito para asegurarse el alimento, como por ejemplo, comer hierba del suelo y tragársela muy deprisa para luego regurgitarla y masticarla con calma. Con el tiempo llegaron a ser búfalos. Una especie se había ramificado en otras dos. Este “voluntarismo”, que puede parecer plausible en las jirafas y los búfalos, parece mucho más extraño para mejillones y lapas o para protozoos y bacterias.
Por su parte, Darwin y Wallace opinaban que en cada especie había individuos que, por casualidad, tenían el cuello más largo, como entre nosotros existen personas más altas o más bajas. Eso les permitía comer ramas más altas sin competencia, por lo que se reproducían más y la población de cuellos largos se hacía mayor. Por otro lado, otros individuos de la misma especie, también por casualidad, tenían un estómago más grande de lo normal y podían almacenar mucha comida tragada casi sin masticar. También esto les daba una ventaja competitiva que les hacía sobrevivir y reproducirse mejor. El resultado eran también jirafas y búfalos, pero el mecanismo para llegar a la aparición de estas dos especies era distinto. La mayor parte de las variaciones –así las llamaba Darwin– aleatorias eran perjudiciales para la especie y desaparecían. Sólo las pocas que resultaban beneficiosas eran premiadas con el éxito de la adaptación. Sobrevivían aquellos a los que la ruleta de las variaciones les daba una que se adaptase mejor al medio. Tanto para Lamarck como para Darwin / Wallace, era necesario que se produjese, para que no se diluyesen las diferencias, un aislamiento reproductor entre las variantes de una especie que con el tiempo generarían dos nuevas.
El mecanismo lamarckiano parece más eficaz en el uso del tiempo que una continua prueba y error. Pero cuando el monje agustino Gregor Mendel descubrió las leyes de la genética, quedó claro que los caracteres adquiridos no se transmitían a la descendencia. Por mucho que un aspirante a jirafa consiguiese alargar su cuello a base de estirarlo, su descendencia no tendría por ello el cuello ni un milímetro más largo. Este descubrimiento acabó con el lamarckismo. Al mismo tiempo se iba descubriendo que los tiempos geológicos se medían en miles de millones de años y que las mutaciones genéticas –las variaciones de Darwin– eran extraordinariamente frecuentes. Por lo tanto, había mutaciones y tiempo suficiente para que de esta forma se seleccionasen los organismos que mejor se adaptasen al medio. El descubrimiento del ADN no ha hecho más que confirmar estos datos. El mecanismo de Darwin es compatible con los nuevos conocimientos genéticos y el de Lamarck no. Y Lamarck quedó, con razón, preterido.
Pero quiero hacer justicia a Alfred Russell Wallace, que habiendo llegado por separado a los mismos descubrimientos que Darwin, ha sido casi olvidado por la historia. La vida puede ser tan injusta con la fama de las personas, como con la lotería del éxito de la adaptación de las especies.
20 de abril de 2008
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