Hace dos semanas, el 27 de Junio, incitado por un comentario de un lector del blog, escribí una reflexión sobre la libertad, la creación, Dios, el mal y el demonio. Una vez puesta en marcha la maquinaria mental, siguió dando vueltas y, de resultas de esas lluvias, vienen estos lodos, a añadir algo a lo dicho entonces, aunque espero que no a enturbiarlo.
Hable del mal y de su inexistencia, comparándolo con el frío. Hablé de los malvados, comparándolos con neveras que desalojan el calor bajando la temperatura dentro de ellas y de la mayor nevera, el demonio. Hoy quiero llevar la analogía un poco más lejos, espero que sin pasarme de la raya, para ilustrar por qué creo que, a pesar de todas las apariencias, el Bien triunfará sobre el mal.
Hace tiempo leí dos frases al respecto del triunfo del Bien sobre el mal a pesar del aparente avance inexorable de éste. La primera era de J.R.R. Tolkien, en una carta del 30 de Abril de 1944 a su hijo Christopher, movilizado en Sudáfrica. Es una respuesta a otra de su hijo en la que le cuenta su desánimo ante la maldad de la guerra. Le dice el padre al hijo:
“Ningún hombre puede jamás saber lo que está acaeciendo sub specie aeternitatis (en el plano de la eternidad)[1]. Todo lo que sabemos, y en gran medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él”.
La segunda el del Papa Juan Pablo II en su libro “Memoria e identidad”:
“Dios ha puesto un límite al mal que no puede traspasar. Su misericordia”.
Sin embargo, para mí, si no soy capaz de entenderlo, estas frases no pasan de ser bonitas palabras. Música celestial. Por eso vuelvo a las neveras.
Las neveras, para echar el calor fuera de ellas tienen que gastar energía. Si ésta se les acaba, el calor vuelve a entrar otra vez en ella. Del mismo modo, la maldad necesita un consumo continuo de energía útil para desalojar al bien, mientras que éste, tiende a volver a ocupar el sitio del que ha sido desalojado tan pronto como se acaba esa energía. Y el cupo de energía útil es limitado, o sea, se acaba siempre, tanto en el universo físico, por la ley de la entropía, como en el sobrenatural. Además, cualquier nevera, al echar al calor fuera de sí y bajar la temperatura en su interior, hace subir la temperatura en otro lugar, fuera de sí, porque el calor sólo cambia de sitio. Ocurre que la subida de temperatura en el vasto exterior de la nevera es mucho menor que la bajada en el pequeño interior y por eso se nota menos. Del mismo modo, la maldad, cuando desaloja al bien de su entorno, hace que la densidad de bien aumente en otro lugar y, sin saberlo, crea su propio asedio. Pero este asedio se nos escapa por su ubicuidad.
¿Qué ocurre para que la maldad, al arrojar fuera el bien, aumente su densidad en otro sitio? Creo que ante la maldad y, sobre todo, ante el sufrimiento que ésta causa, todos buscamos en nuestro interior una respuesta, un sentido. Es cierto que hay quien acaba por tirar la toalla, renegando del Bien, renunciando a Dios y echándole la culpa del mal y del sufrimiento. Pero después de hacer eso, sigue buscando un sentido, porque el ser humano no puede vivir sin sentido. Y el único sentido que se le puede encontrar a la maldad y el sufrimiento, está en Dios encarnado, en Jesucristo. No recuerdo dónde leí la siguiente frase: “Al misterio terrible del mal, responde Dios con el misterio de amor de la entrega voluntaria del Hijo encarnado en Cristo”. Por eso, la misericordia de Dios, encarnada en Cristo es el límite que el mal no puede traspasar. Y cada persona que se encuentra con Cristo crea nuevas cantidades de Bien. Así como el calor ni se crea ni se destruye, el Bien sí se crea. Aparece nuevo Bien cada vez que un hombre encuentra sentido al mal y al sufrimiento en Cristo. ¿Dónde se almacena ese Bien excedentario? No lo sé. Pero sé que el mal no puede anular el bien. Cuanto más Bien crea la maldad en su inexorable proceso de preparación del terreno para que el Bien brote de él, más aumenta la presión en su contra. Un día, no sé cuando ni como, sólo Dios lo sabe, estallará el inmenso globo de luz que se está gestando, reventará el dique que mantiene el Bien alejado en su embalse, cada vez con más agua. Y ese día el mal habrá sido vencido en el Bien, ahogado en él. Y entonces, la historia tendrá también un sentido: la preparación de ese día. Pero mientras ese día llega, sólo nos queda hacer resplandecer el Bien allí donde podamos. Sin preguntarnos de qué sirve. Aunque no veamos ningún resultado. Sin dejar que el desaliento se apodere de nosotros. Con la confianza puesta en Aquél que ha fijado un límite de resistencia al mal. En Aquél que nos capacita para hacer el Bien. En Aquél que almacena el Bien en espera de redimir al hombre y a la historia. En Aquél que alimenta la esperanza.
Simone Weil, nos dijo: “La extrema grandeza del cristianismo viene de que no busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso sobrenatural del sufrimiento”. Así lo creo yo.
[1] La traducción es mía y más o menos aproximada. Desde luego, no aparece en el original. Tanto Tolkien como su hijo Christopher tenían la cultura clásica necesaria como para entenderlo con naturalidad, sin traducción.
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ResponderEliminarHola, Tomás,
ResponderEliminarLeí el otro día la respuesta al anónimo sobre el demonio, y tuve que leerla varias veces para enterarme bien, porque el asunto me interesa mucho y no es fácil. Hoy he vuelto a Tadurraca, y he visto la nueva entrada, y realmente me ha gustado muchísimo. He vuelto a leer la del otro día. Respecto a ella, entiendo que el desequilibrio cósmico del que hablas ha sido lo que Dios ha tenido que crear, o mejor "aceptar", para que seamos libres. Es decir, no podía crearnos para que le amáramos únicamente: debíamos tener la capacidad de rechazarle. Tal es su generosidad, que no puede hacer que le amemos por obligación. Por eso supongo que está deseando que nos decantemos por Él, y no por lo que no es Él, que es, como dices, el mal. Ayer leí un poco de un libro, "Una pena en observación", de C.S. Lewis, y recordando algo que le pasó a su mujer, decía: (..) recuerdo que H. estuvo obsesionada toda una mañana durante su trabajo con la oscura sensación de que tenía a Dios "pisándole los talones", por así decirlo, y reclamando su atención. Y claro, no siendo una santa como no lo era, tuvo la impresión de que se trataba, como suele tratarse, de una cuestión de pecado impenitente o de tedioso deber. Hasta que por fin se entregó -y yo sé hasta qué punto se aplazan estas cosas - y miró a Dios a la cara. Y como el mensaje era: "quiero darte algo", inmediatamente ella se adentró en la alegría."
Aunque no es fácil, Dios lo que quiere es que nos entreguemos a Él.
Gracias, Tomás