Introducción
El 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.
La idea de historia, civilización, cultura y religión en la filosofía del encuentro.
El entreveramiento comunitario, a lo largo del tiempo, va creando la historia y la cultura. La historia no es una mera sucesión de hechos, ni la cultura una mera acumulación de ideas entre las personas de una comunidad. Ambas nacen de múltiples formas de entreveramientos de acciones y de ideas entre personas de una comunidad. De entreveramientos de vidas, en definitiva. Es importante la distinción entre civilización y cultura. La civilización nace del conocimiento sujeto-objeto. La civilización implica dominio. Se basa en la ciencia y, sobre todo, en la tecnología que de ella se deriva. Crea complejos aparatos, organizaciones e instituciones que permiten vivir a más personas en el mismo espacio. La cultura, por el contrario, nace del conocimiento y entreveramiento ambital entre personas y comunidades de personas. Crea relaciones libres de amor entre las comunidades de personas que la forman y entre estas y su historia y su cultura. Me parece clarividente la forma de expresar esto de Emmanuel Mournier: “La relación del yo al tú es el amor por el cual mi persona se descentra y vive en el otro, aún poseyéndose y poseyendo su amor. El amor es la unidad de la comunidad, como la vocación es la unidad de la persona” [1]. La civilización se puede imponer. No así la cultura. Para que dos culturas se asimilen, tiene que haber un entreveramiento entre las personas que han desarrollado cada una de ellas. Y el entreveramiento exige siempre libertad. No hay oposición entre cultura y civilización, sino que ambas se complementan. Lo ideal es que haya una buena simbiosis entre civilización y cultura. Una cultura necesita el sustrato de una civilización. Pero la cultura es, por así decirlo, el alma de la civilización. Si la civilización intenta negar la cultura desarrollada por las personas que han desarrollado ambas, a buen seguro está cavando su propia fosa.
Usando la razón, uno no puede dejar de preguntarse de dónde viene esa realidad ambital que poseen los seres y la capacidad de entreveramiento que poseen las personas. Y, racionalmente, uno tiene que admitir que debe haber un ser ambital del que procedan todos los ámbitos. Ese ser es Dios. Y si los ámbitos personales son los únicos que tienen capacidad de entreveramiento, ese Dios tiene que ser personal. Y como tal, tiene que entreverarse con alguien, con otras personas. En primer lugar, consigo mismo. El Dios único se hace así, Trinidad. Al hablar del amor humano a uno mismo, he dicho algo sobre el entreveramiento entre partes de uno mismo que dan lugar a distancias de perspectiva enriquecedoras. Pudiera parecer que se está aplicando esto mismo al caso de Dios. Y sería un grave error. Para empezar, Dios no tiene partes. Pero, además, nosotros, seres limitados, conocemos la realidad y, a través de ella, llegamos a Dios. Nuestra mente hace analogías en la dirección realidad sensible à Dios. Pero las cosas son exactamente al revés. Es Dios el que nos ha creado a su imagen y semejanza. Por lo tanto hay que tener un enorme cuidado en estas semejanzas invertidas que aplicamos a Dios a partir del hombre y que, además, cuantitativamente “llegarán tan arriba como un dedo índice estirado entre el cielo y la tierra”, en palabras del cardenal Joseph Ratzinger antes de ser Benedicto XVI[2]. Con esta salvedad en la cabeza, las distancias de perpectiva generadas en Dios al entreverarse consigo mismo y engendrar la Trinidad, tienen tal energía creadora, que crean el mundo visible e invisible. Lo objetivable y lo no objetivable, lo ambital. Naturalmente, entre Dios Trinidad y la realidad creada por él hay una distancia de perspectiva que hace que no se confundan. Dios es Dios, distinto y trascendente a las realidades creadas por Él. Inmediatamente, Dios se entrevera con todas las realidades ámbitales creadas por él, en especial con las que, a su vez, tienen capacidad de entreveramiento, es decir, con las personas. Este entreveramiento entre Dios y el mundo resuelve la aparente contradicción entre un Dios trascendente y un Dios que interviene en el mundo. El dilema se transforma en contraste. “Uno de los signos cardinales de la mediocridad de espíritu es ver contradicciones allí donde sólo hay contrastes”, dijo Thibon[3].
Este entreveramiento, iniciado por Dios y al que responde el hombre, es la religión. Religión viene de religare. Dios es el creador de la realidad, tanto de la objetivable como de la ambital. Lo ha creado todo mediante la Palabra, Verbo o Logos. Crea el cosmos material y se entrevera con él. Pero al crear el ámbito humano, ha dado un tono especial a la Palabra. La Palabra es, en este caso, Llamada. Una llamada implica libertad del que ha sido llamado para responder. Implica responsabilidad. Dios ha dado al hombre capacidad de responder a su llamada y libertad para hacerlo o no. Inicia de esta manera el entreveramiento con él. Dios nos amó primero. El ser humano empieza entonces, si quiere, como respuesta a la Llamada a entreverar su ámbito individual con el de Dios. Dios tiene un plan de entreveramiento con cada realidad ambital. Pero ha querido que el hombre sea, en ciertos casos, su intermediario para entreverarse con los otros ámbitos, creadores o no, personas o cosas. A través de esta intermediación, cada hombre puede elevar las cosas y las personas hacia Dios. Cada hombre puede responder o no a cada oferta de Dios en cuanto a la forma de entreveramiento con Él. Es un diálogo entre las propuestas de Dios y nuestra libertad, en la que Dios siempre lleva la iniciativa y nos propone, tras cada respuesta de nuestra libertad, la siguiente Llamada, el siguiente paso de entreveramiento con Él. Podría decirse que esta serie de Llamada-respuesta-Llamada a lo largo de toda la vida de un ser humano es su Vocación. La Vocación es lo que le da continuidad, lo que le hace ser una unidad y no una simple sucesión de estados existenciales, lo que dota al hombre de sentido.
Y, en última instancia, de forma similar a cómo el hombre renuncia a su condición de sujeto absoluto, sin renunciar a su categoría de ámbito creador, para entreverarse con la realidad, humana y no humana, Dios nos ofrece el entreveramiento más sublime, haciéndose hombre, sin dejar de ser Dios. Y asume el riesgo que eso conlleva. Como lo expresa Gabriel Marcel, “Dios es esencialmente persona. Es un ‘Tú’. Yo no soy frente a él ‘como una cosa frente a otra cosa más potente y grandiosa, sino como una persona en presencia de otra persona’. [...]. La persona no es una cualidad del ser que aparece al término de una larga evolución, como un complemento de substancias que constituirían la esencia sólida de lo real. Dios es persona creadora de otras personas y mantiene con ellas, a través del mundo que lo revela y que Él ha creado para ellas, relaciones personales. He aquí la última palabra que lo explica todo” [4]. Y para que Dios persona, no sea únicamente una persona infinitamente más potente y grandiosa frente a nosotros, se ha encarnado para que podamos entender mejor la relación personal que quiere mantener con nosotros, sus pequeñas criaturas.
Pero Dios nos llama también, de forma igualmente libre y creativa, a entreverar con Él toda nuestra red cultural de ámbitos. Y ese entreveramiento del Ser Supermo, a través de su Llamada divina, con el hombre y su ámbito personal-comunitario-cultural, es la religión en su aspecto comunitario. La forma creativa que toma la religión comunitaria es la liturgia. En ella se mezclan la Llamada de Dios a través de su Palabra y nuestra respuesta a entreverarnos comunitariamente con Él, a través de palabras, signos, rituales, gestos, etc, desarrollados creativamente por la cultura a través de la historia y realizados también comunitariamente. Así vista, la liturgia es el nexo de unión entre Dios y la cultura humana.
Lo mismo que la civilización puede revolverse contra la cultura, los hombres que la han creado pueden negarse a la Llamada o volverse contra ella. Por supuesto, cada ser humano es individualmente libre de responder o no, y su responsabilidad es, por tanto personal. Pero si la cultura de los hombres rechaza responder a la Llamada, se está suicidando como cultura y se aboca a la muerte, tanto como si la civilización se rebelase contra ella. De hecho, cuando la civilización se rebela contra la cultura, lo que hace es empezar a diseccionar los ámbitos desarrollados por la historia, empezando por los más sutiles y ricos. El carácter de dominadora de objetos de la civilización, no entiende los entreveramientos. Tanto menos cuanto más ricos sean éstos y cuanto menos tengan de contenido de objeto. Y tras esta disección, pueden quedar las formas, pero se van vaciando de contenido. Es como un proceso de osteoporosis, que aparentemente mantiene el hueso igual, hasta que repentinamente, sin causa aparente, éste se rompe. La Llamada de Dios a cada hombre para crear un entreveramiento con él es anterior a ninguna civilización o cultura y es la fuente de energía que informa el conjunto de entreveramientos culturales y el conocimiento sujeto-objeto de la civilización. Olvidar eso es el peligro mortal de una cultura y de una civilización. Por eso, todo atentado de una parte más baja de la pirámide civilización-cultura-religión contra otra superior, acaba en desastre, porque la civilización recibe su forma de la cultura, aunque aquella sea su sustrato y ésta lo hace de la religión, que ha nacido antes que ella.
Lo mismo que no tiene por qué haber oposición entre civilización y cultura, sino que es perfectamente posible que estén en simbiosis, esta relación simbiótica puede y debe extenderse a la tríada civilización, cultura, religión. Si tomamos la ciencia como la forma paradigmática de conocimiento sujeto-objeto en que se basa la civilización, esta simbiosis se podría expresar con la frase de sir William Bragg, premio Nobel de física en 1915:
“De la religión procede el objetivo del hombre; de la ciencia su poder para alcanzarlo. El objetivo sin poder es ilusión. El poder sin objetivo es absurdo. A veces la gente se pregunta si la religión y la ciencia no se oponen la una a la otra. Así es: en el mismo sentido en que el pulgar y los otros dedos de mi mano se oponen entre sí. Una oposición por medio de la cual se pueden coger firmemente muchas cosas”.
Si la ciencia es la forma más paradigmática del conocimiento sujeto-objeto, el arte es la expresión más característica de una cultura. Quizá el síntoma más significativo de la pérdida de la simbiosis entre civilización, cultura y religión sea la pérdida de valores estéticos del arte. Y estos valores tienen que ser valores litúrgicos en el sentido de la palabra expresado más arriba. No, evidentemente, que el arte represente la liturgia, sino que sea, en sí mismo, una liturgia de acercamiento entre el hombre y la Belleza. Una liturgia que incorpore, respetándola sin esclavizarse a ella, la tradición de siglos de una cultura y una civilización nacidas al amparo de una religión.
De alguna manera, la filosofía del encuentro, con su rico concepto de entreveramiento de ámbitos supone una superación entre los dos contrarios que han sido el motor del pensamiento filosófico desde Heráclito y Parménides. La antítesis entre lo Uno y lo múltiple. El hombre aspira, en lo más profundo de su ser a la unidad. De ahí su necesidad de descubrir las leyes que rigen la disparidad aparentemente caótica de los fenómenos que nos rodean. La ciencia intenta eso desde la relación sujeto-objeto. Pero, además de encontrarse con los límites de que nos hablaban los científicos de primera línea que he citado antes, es incapaz, por su propio método de conocimiento de superar la dicotomía sujeto-objeto. Con la filosofía del encuentro, la contradicción se reduce a contraste.
No quiero dejar de dedicar unas líneas a una discípula de Husserl, activa impulsora de la nueva fenomenología. Me refiero a Edith Stein (1881-1942). Judía de nacimiento, Edith Stein era el prototipo de intelectual incrédulo. Pero su honestidad intelectual le fue acercando, primero a Dios, luego a la Iglesia católica y, por último a la vida consagrada como Carmelita descalza. Si no hubiera cambiado su carrera filosófica por la consagración total a Dios, a buen seguro sería hoy una figura señera de la filosofía. Su tesis doctoral sobre la “Einfühlung”[5], fue un hito en el pensamiento fenomenológico que abrió el camino a fases posteriores de la filosofía del encuentro. Pero con los ojos de la fe podemos creer que su peso en el nuevo renacimiento filosófico del siglo XX fue mayor a través de su oración de lo que hubiera sido como filósofa. Murió gaseada en el campo de concentración de Auschwitz. Hoy en día la veneramos como santa Benedicta de la Cruz.
[1] Emmanuel Mournier, La revolución personalista y comunitaria.
[2] Dios y el mundo, Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores, 2005 pag. 255.
[3] Gustave Thibon. Esta frase la he leído atribuida a él en el libro “Cuatro filósofos en busca de Dios” de Alfonso López Quintás.
[4] Citado por Juan Manuel Burgos en su obra “El personalismo”.
[5] Le “Einfühlung” es un concepto que llamó la atención de Edith Stein cuando oyó a Husserl decir en un curso sobre la naturaleza y el espíritu que el mundo objetivo exterior sólo puede ser experimentado intersubjetivamente, esto es, por una pluralidad de individuos cognoscentes que estuviesen situados en intercambio cognoscitivo. Según esto, se presupone la experiencia de los otros. El concepto era original de otro filósofo alemán, Theodor Lipp y suponía un reto integrarlo en la filosofía fenomenológica. Edith Stein abordó este reto en su tesis doctoral. Quizá la traducción más correcta sea “empatía”, aunque, desde luego, sin el significado coloquial del término en español.
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Uff, Tomás, te ha salido un post de lo más "quintasiano", jejejejeje...
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