Tomás Alfaro Drake
Este es el 25º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.
Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo”, “La explosión del arbusto de la vida”, “¿Tiene Dios una inmoderada afición por los escarabajos?”, “Definamos la inteligencia”, “El linaje prehumano” y “¿Un Homo Sapiens sin inteligencia?”.
En el artículo anterior afirmé que el cerebro humano era un cerebro desproporcionado. Efectivamente, los científicos, siempre curiosos, han analizado la relación entre el tamaño del cerebro y del cuerpo de miles de especies, tanto vivas como extintas. En todas ellas existe una relación casi proporcional entre los tamaños de ambos. Menos en el Homo Sapiens. El Homo Sapiens tiene un cerebro cinco veces mayor del que se correspondería con el tamaño de su cuerpo. Por eso consume una gran cantidad de energía. El cerebro de un chimpancé consume un 11% de la energía que necesita el animal. El cerebro del Homo Sapiens adulto consume un 23% y el de una cría el 60%. Y para darle al cerebro esa energía hay que buscar más alimento, lo que siempre representa un grave problema para cualquier especie. Cuando el Homo Sapiens llegó a ser inteligente, conseguir ese alimento extra dejó de ser un grave problema. Pero en los 3 millones y pico de años en que el cerebro fue aumentando en relación con el cuerpo, antes de la aparición de la inteligencia, el problema era tan grave que dificultaba enormemente la supervivencia. Efectivamente, el primer Australopiteco, hace unos 3,5 millones de años, poco más que un chimpancé, tenía ya un cerebro 2,3 veces mayor del correspondiente a su cuerpo y necesitaba, como el chimpancé el 11% de la energía. El cerebro del primer Homo, hace 1,7 millones de años, era 2,6 veces mayor de lo normal y consumía el 15% de la energía de su dueño. Pero el energético no es el único coste de un cerebro desproporcionado. El parto es un reto todavía mayor. El momento del parto es de una tremenda indefensión para cualquier animal frente a los depredadores. Por eso es un proceso rápido. Pero en el Homo Sapiens no es así. El tamaño del cerebro hace del parto un momento muy difícil. No sólo porque por sí mismo produce una gran mortandad, sino porque deja durante mucho tiempo a la madre a merced de los depredadores. El sistema de locomoción bípedo, que se desarrolla paralelamente al cerebro, hace que la pelvis tenga que ser estrecha, lo que aumenta las dificultades. Tanto es así, que el feto del Homo Sapiens tiene que hacer una auténtica gynkana para nacer, girando varias veces la cabeza para encontrar el camino. Y, al final, sale con la cara vuelta hacia atrás. De esta forma, la madre no puede limpiarle las vías respiratorias a su cría al nacer, como hacen la hembras de todos los grandes simios. Tiene que haber otra hembra que haga esa función para aumentar las probabilidades de supervivencia del la cría. Con lo que ya son dos las hembras expuestas a los depredadores. Por si fuera poco, el cerebro del recién nacido consume, como se ha dicho, un 60% de la energía, energía que tiene que suministrar la madre durante la lactancia, lo que hace que ella necesite mucho más alimento. Además, la dependencia de la cría hacia la madre es muy prolongada porque al cerebro no le ha dado tiempo de madurar durante la gestación y la cría tarda mucho en valerse por sí misma. Esto, sin tener todavía la inteligencia que hace necesario ese cerebro. La naturaleza jamás haría nada así. Con un cerebro menor y con instinto en vez de inteligencia le hubiese bastado. Pero el Diseñador debía tener otros planes y optó por hacer de mecenas en el desarrollo de una criatura que iba a necesitar, varios millones de años más tarde, un gran cerebro para algo muy especial: Recibir la inteligencia. Es muy sorprendente que todas las especies de Australopitecos y Homos se hayan extinguido sin dejar ramas, apenas daban paso a la especie siguiente. No pasaba lo mismo con los grandes simios, de los que hay varias especies hoy en día. El camino hacia el Homo Sapiens es esa rama larga y aislada del arbusto de la vida de la que hablé hace unos artículos. Todo indica que cada especie de esa rama, una vez cumplida su función, dejaba de ser “subvencionada” cediendo la “subvención” a la siguiente. Es como si alguien pasase por un puente que se va derrumbando justo tras de sus pasos. Suena a película de Indiana Jones. Sabemos que tiene que sobrevivir para que no se acabe la película. Es un truco. Son cosas del guión y del Director. ¿Será el Homo Sapiens el protagonista de la película de la evolución? Parece que sí.
21 de septiembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario