Es un tópico demasiado manido en muchas discusiones que alguien diga que el gran enemigo del desarrollo espiritual y moral de occidente y del mundo entero, incluso el causante del estancamiento o retroceso del mismo, es el desarrollo material. En el otro extremo suelen situarse los que afirman que nunca la conciencia moral, aunque no la espiritual, de la humanidad ha estado tan desarrollada y que eso ha sido gracias, precisamente, a ese desarrollo material. Apoyan su tesis con datos ciertos y comprobables, si bien parciales. Citan a favor de su opinión, la abolición de la esclavitud, los derechos humanos, los índices de pobreza extrema decrecientes en todos los países, la responsabilidad social corporativa en las empresas, etc, pero olvidan la reciente barbarie, sólo aparentemente superada hoy en día, de ideologías como el nacional socialismo o el comunismo, o la barbarie, no superada, sino más bien en auge, del terrible fenómeno del aborto y de distintas formas de eutanasia, por no hablar de cosas menos aparatosas pero no menos graves como el desmesurado crecimiento de la familias rotas y el desencanto y falta de sentido de la vida que angustia a tantas personas y que hace que se disparen de forma alarmante la prevalencia de enfermedades mentales o el índice de suicidios.
Quisiera, en estas líneas razonar mi punto de vista que no se sitúa ni en uno ni en otro polo, ni siquiera en un hipotético punto medio, sino en un punto de otra perspectiva fuera de la línea que une ambos polos. Vamos a ver si lo consigo.
Indudablemente, el hombre está, como todo ser vivo, sometido a la lucha por la vida, presionado por la necesidad de mantener el balance energético que le permita la supervivencia. Ya los griegos decían, y así nos lo transmitieron los romanos, “primum vivere, secundum filosofare”. No creo que la veracidad de este aforismo pueda ponerse en tela de juicio por nadie con sentido común. El mecanismo de la evolución de las especies vivas hace que todas ellas estén siempre en el límite de la supervivencia. Sin embargo, la especie humana ha recibido el don de la inteligencia[1]. Este don le permite, evidentemente, la capacidad de “filosofare”, pero antes de eso, y para tener la posibilidad de ejercer esa facultad, la inteligencia le ha permitido salir de la “tierra límite” de la mera supervivencia. Y el instrumento que utiliza la inteligencia para conseguir esa fuga de la “tierra límite” es la tecnología. Cuando hoy, en el siglo XXI, se habla de tecnología, se tiende a caer en un error de enfoque. Creemos que la tecnología es algo que empezó en el siglo XIX, con la era industrial. Nada menos cierto. El avance tecnológico es tan antiguo como la inteligencia e inherente a ella. Las herramientas y técnicas de caza, la domesticación de animales, la agricultura, el regadío, la rueda y un largo etc. son desarrollos tecnológicos que se pierden en la noche de los tiempos. También, a veces, cuando hoy se habla de tecnología, hay gente que la ve como algo que deshumaniza al hombre, como enemiga de la cultura y del espíritu. Me gustaría citar tres ejemplos de desarrollos tecnológicos que desmienten esta visión. El papel y la imprenta son los dos primeros, de sobra conocidos. El tercero, casi desconocido fue condición sine que non para el desarrollo de corrientes pictóricas como el impresionismo. La invención de tubos de plomo en los que llevar la pintura al óleo, permitió que los pintores saliesen a pintar a la naturaleza, en vez de tener que permanecer recluidos en sus estudios para hacerlo. La primera consecuencia fue el impresionismo. Es el desarrollo tecnológico el que ha permitido a la especie humana salir de la zona en la que la única preocupación era el “vivere” y, además, le ha suministrado posibilidades de desarrollo humano y cultural.
Pero el don de la inteligencia no tiene tan solo el aspecto benéfico que acabo de señalar. Tiene, como todo en esta vida, su lado negativo. La inteligencia nos permite anticipar mentalmente el futuro y de esta manera aparece el miedo a ese futuro que sabemos incierto[2]. Ese miedo nos incita a acaparar bienes de reserva que puedan ser un escudo frente a esa incertidumbre. Y a veces, la cantidad de esos bienes que creemos necesitar y la forma de conseguirlos, nos llevan a la avaricia, la violencia, la sed de poder y la injusticia. Por supuesto que es lícito poseer estos bienes en un grado razonable y conseguidos de un modo honesto. De ninguna manera es razonable ni justo, como se ha hecho aberrantemente en la historia reciente, a negar el derecho de propiedad. Pero ni la cantidad de esos bienes puede ir en contra del bien común, ni es válida cualquier forma de conseguirlos.
La tecnología permite aumentar considerablemente la cantidad y calidad total de bienes a disposición de la humanidad. Una buena parte de la historia está movida por intentos de crear instituciones que permitan aumentarlos en la mayor medida posible, que promuevan medidas lo más justas posible para su reparto y que eviten en lo posible que una parte de la humanidad se apropie injustamente de bienes debidos a la otra. Pero es importante reseñar que, de todos estos factores, no sé si el más importante, pero sí el condición sine qua non, es el de la creación eficiente de suficientes bienes, ya que sin ellos, no hay nada que repartir. En la historia de la humanidad son muchos los errores, los palos de ciego y los aciertos. Muchas ideologías han surgido y siguen surgiendo para buscar posibles respuestas a esos interrogantes.
Sin embargo, por debajo de estas cuestiones, llamémoslas “prácticas”, laten otras mucho más profundas e importantes que también han movido la historia en conjunción con las primeras. Esas cuestiones, que han tenido y siguen teniendo muchas respuestas, se pueden resumir en una sola pregunta: ¿Para qué esos bienes, no necesarios para la supervivencia, que crea la tecnología? Sobre el cómo de las preguntas “prácticas” anteriores se alza el ¿para qué?
Creo, aunque no podría demostrarlo, que en todas las épocas y culturas la humanidad ha tenido claro que esos bienes materiales eran un medio. Más aún, que eran un medio para un medio. Si hay una cuestión en la que todos los hombres hemos estado siempre de acuerdo es en que el fin último es la búsqueda de la felicidad, aunque jamás hayamos sabido definirla y menos aún precisar cuales son los medios primeros para conseguirla. Creo que también hemos estado bastante de acuerdo en que, sean cuales sean esos medios primeros y los caminos para conseguir la felicidad, es necesario un cierto desahogo de bienes materiales para conseguirla, los medios segundos. No parece posible hacerlo desde la “tierra límite” de la lucha por la mera supervivencia.
Creo también que la humanidad se ha pasado la inmensa mayoría de su historia con un nivel de bienes materiales globales insuficientes para que el miedo a que antes me refería permitiese la tranquilidad necesaria para intentar la búsqueda de la felicidad. No estoy hablando de espíritus selectos que, por muy diversas razones, han sido capaces, en cualquier época o situación, de dominar ese miedo, buscar la felicidad y en muchas ocasiones encontrarla. Me refiero a la mayoría de los seres humanos, generalmente dominados por ese miedo. Y eso ha generado reflejos condicionados de dominio, de apropiación, de poder, de acaparamiento, que subsisten incluso en la abundancia. Por eso, las instituciones que persiguen el control y encauzamiento de ese miedo han tenido un éxito muy relativo. Es de notar que los animales no tienen esos reflejos –o no los tienen más allá de lo estrictamente necesario para la supervivencia de la especie– precisamente, por no tener inteligencia. La causa de estos reflejos es la inteligencia del hombre.
Sin embargo, en la zona profunda de las preguntas fundamentales, se forjaban respuestas a la pregunta de para qué esos bienes. Esas respuestas suelen ser religiosas. La religión oficial greco-romana no aportaba ninguna respuesta a esa pregunta. Sin embargo, la religión judía primero y la cristiana después, afirmaban que todos los hombres somos iguales, hijos del mismo Dios, que nos había hecho a su imagen y semejanza, y que por lo tanto todos teníamos derecho a la transformación y disfrute universal de los bienes materiales, hechos por ese mismo Dios y buenos por naturaleza. La propia naturaleza humana, buena también, se habría corrompido por la entrada del pecado en el mundo. El derecho al disfrute de los bienes de la creación es, según esta cosmovisión judeo-crisiana, universal, pero no igualitario. No excluye ni la justa propiedad privada de los mismos ni diferencias en su posesión en relación a la aportación hecha para su formación. Sin embargo, ese derecho al disfrute universal de los bienes de la creación es superior en rango a estos últimos. Es esto lo que da lugar al mandato de la justicia y el amor.
Parafraseando al premio nobel de física William Bragg (él utiliza la palabra ciencia donde yo pongo tecnología), diría que “de la religión procede el objetivo del hombre; de la tecnología su poder para alcanzarlo. El objetivo sin poder es ilusión. El poder sin objetivo es absurdo”. Podríamos decir que durante casi toda su historia el hombre tenía el objetivo pero no el poder para alcanzarlo.
Había también, en esa zona profunda de los para qués, las más diversas filosofías y formas de actuación fácticas que intentaban dar las más variadas respuestas a esas preguntas. Por citar algunas, el gnosticismo afirmaba la maldad del mundo material, creado por un malvado demiurgo, y la superioridad de unos hombres, los pneumáticos, poseedores de un alma espiritual atrapada en el mundo material, frente a otros, los hílicos, que carecían de ese alma espiritual y eran, por lo tanto, tan sólo perversa materia. Era, por tanto, necesario acabar con ese mundo físico. Estaba la filosofía estoica, que consideraba que la libertad del hombre era una simple ficción, ya que éste se encontraba atrapado en medio de unas inexorables leyes físicas que dictaban su devenir tan rígidamente como la caída de una piedra. Ante esto sólo cabía, como defensa psicológica, el desapego más absoluto a todo deseo y la aceptación de lo que ese destino inescrutable nos deparase. A veces este desapego llevaba a un sucedáneo puramente filantrópico de la justicia y el amor. Ese sucedáneo no se basaba en la igualdad de los hombres como criaturas de un mismo Dios, sino en ese desapego de todo deseo. Para terminar con la limitadísima enumeración de respuestas a las preguntas profundas del ¿para qué? diré que el pensamiento dominante, ha sido, casi siempre y simplemente, la ley del más fuerte, la razón de la sinrazón.
Así, desde antes de que apareciera la civilización helénica –la primera revelación d Dios al hombre, Abraham, se sitúa hacia el siglo XVII a. de C.– hasta el renacimiento tardío, la humanidad vivía en un tenso equilibrio entre una cosmovisión judeo-cristiana descrita anteriormente y un nivel de desarrollo material –recordémoslo, medio para otro medio– que hacía difícil, por insuficiente, que el hombre se liberase de su miedo y avanzase en el logro de la civilización de la justicia y del amor propugnada por esa cosmovisión.
Pero en el renacimiento se inicia una de las dos tendencias que iban a romper ese equilibrio. Una tendencia que no afectaba a las cuestiones del cómo sino a las del para qué. Aparecen filosofías que, de una manera paulatina, paso a paso, empezado por Descartes, siguiendo por Kant, continuando por Hegel y culminando en Sartre –por citar sólo algunos hitos–, acaban por negar la realidad externa, sometiéndolo todo a un solipsismo (sólo yo mismo) que se mira el ombligo y sólo sabe pensar en círculos, en espirales cada vez más ínfimas –que no dejan lugar ni a la realidad, ni a la trascendencia ni, mucho menos a Dios–, para terminar en la nada: La cosmovisión cristiana se derrumba ante una cosmovisión que empieza y termina en el hombre solo, diosecillo, demiurgo insignificante que quiere suplantar a Dios y sólo es capaz de adorar a la nada. Estoy convencido de que tanto Descartes como Kant o Hegel, si hubiesen visto las consecuencias de las puertas filosóficas que abrieron, se hubiesen horrorizado, pero, ¿quién puede evitar que otros pasen por las puertas al vacío que uno ha abierto? Con esto, las preguntas del para qué, se diluyen y se hacen tan pequeñas como el más pequeño de los círculos alrededor de un “YO” que pretende suplantar a Dios. Sin embargo, y en los siglos anteriores al XIX, esas filosofías apenas salían de los cenáculos intelectuales cerrados en sí mismos. La inmensa mayoría de la población seguía, de una manera más o menos consciente, adherida a la cosmovisión cristiana.
Pero en el siglo XIX, la revolución industrial –y esta es la segunda tendencia, que no se responde al para qué, sino al cómo– cambia todo de arriba abajo. El desarrollo tecnológico se acelera exponencialmente, lo que da lugar a una capacidad de producción de medios materiales absolutamente sin precedentes. Pero esta abundancia llega en un momento en el que las respuestas al para qué habían sido minadas por el deterioro filosófico antes citado. Las “élites” intelectuales habían desechado ya la cosmovisión cristiana y lo que antes eran sólo medios –y medios segundos–, son ascendidos a fines. Así, esa pérdida de la cosmovisión cristiana, que es una sólida base para dar sentido a la vida, al ser sustituida por una cosmovisión vacua basada en la abundancia de bienes materiales como fin, ha dado lugar a un nuevo tipo de pobreza: La pobreza del vacío existencial, de la náusea, de la nada, a veces, en medio de la mayor opulencia. Es difícil ver dos siglos tan terriblemente convulsos como el XIX y, sobre todo, el XX. Es sintomático ver cómo, después de la 1ª Guerra Mundial se deshace en el desencanto la fe en el paraíso del progreso técnico que alimentó a los siglos XVIII y XIX. Hablar de futuribles es siempre una utopía inútil, pero cabe preguntarse cómo hubiera sido la revolución industrial si la cosmovisión cristiana hubiese estado intacta. ¿Hubiese producido las mismas tensiones? ¿Hubiese tenido lugar el brutal colonialismo del siglo XIX? ¿Hubiesen existido las sangrientas ideologías comunista y nacional socialista? ¿Hubiesen existido las dos guerras mundiales? Quién puede saberlo. Pasó lo que pasó. El hombre identificó su magnífica capacidad para generar desarrollo material con omnipotencia, y los medios segundos que suponían esos bienes materiales con fines, ya que había defenestrado cualquier otro tipo de bien trascendente. Los cenáculos en los que vivían aisladas las “élites” intelectuales, los filósofos del desencanto, se abrieron a unas masas que tenían acceso a una semieducación que permitía la existencia de unos medios de difusión que transmitían el mensaje de esa filosofía empobrecida. Pero esta semieducación rara vez alcanzaba el nivel para poder criticar esos presupuestos mediáticos, al tiempo que la propia educación se teñía de ideología y de consignas. Pocas frases describen tan bien este proceso como la que cito a continuación de Arnold J. Toynbee:
“También había obtenido cierto éxito [La Civilización Cristiana Occidental] al verse frente al impacto de la democracia sobre la educación. Al abrir a todos una casa de tesoros intelectuales, que desde los albores de la civilización había sido un privilegio celosamente guardado y opresivamente explotado por una pequeña minoría, el espíritu de la democracia occidental moderna había brindado a la humanidad una nueva esperanza, aunque al precio de exponerse a un nuevo peligro. El peligro estribaba en las oportunidades que una educación universal daba a la propaganda y en la habilidad y falta de escrúpulos con que la habían aprovechado sagaces vendedores, agencias de noticias, grupos de presión, partidos políticos y gobiernos totalitarios. La esperanza estaba en la posibilidad de que estos explotadores de un público semieducado no pudieran <
Entiéndaseme bien. No estoy, de ninguna manera en contra de esa masificación de la educación. Al contrario, me parece un inmenso logro. Lo que me parece terrible es que nos podamos quedar a mitad de camino, instalados en esa semieducación. Y no me parece un miedo absurdo. No hay más que ver el desprecio, cuando no miedo, que hoy producen en casi todas las instancias, esa educación “inútil” en filosofía, historia y humanidades en general, que podrían completar esa semiducación. Y llegados a este punto, tengo que decir que esa puerta de entrada a la casa de tesoros intelectuales, fue abierta, por primera vez, por la Iglesia, fundadora de las Universidades en las que se daba salida a los restos del naufragio de la cultura clásica, rescatados por ella misma en una estrategia de salvamento de esos tesoros, durante los siglos de las invasiones germánicas y normandas, a través de los monasterios.
Afortunadamente, siglos de cristianismo, han dejado un poso profundo en la cultura occidental que a la filosofía devaluada no le resulta fácil de eliminar. El efecto de esta filosofía, aunque creciente, no pasa todavía de ser epidérmico. Por eso, y afortunadamente, muchos hombres occidentales del siglo XXI, incluso entre los no creyentes, practican una filantropía encomiable basada, aún indirectamente, en los restos de esa cosmovisión cristiana y posibilitada por la abundancia de bienes materiales sin precedentes. Pero esta filantropía, sin sólida base y posible sólo por la mera abundancia de bienes materiales, es, salvo magníficas excepciones, tan frágil como sus fundamentos. Corre, por tanto el riesgo de derrumbarse como un castillo de naipes a la menor contrariedad en tanto la cosmovisión de la nada siga ganando terreno. En contraste con esta filantropía se encuentra la caridad, basada en el mandato evangélico del amor de tantas personas que, calladamente, gastan su vida al servicio de los hijos de Dios, sus hermanos, más débiles. No quisiera, de ninguna manera, que se entendiesen estas líneas como una devaluación de esa filantropía. Muchas magníficas historias de abnegación se han escrito desde ella, que en muchos casos tiene una enorme profundidad. Pero afirmo que esa filantropía laica existe gracias al profundo humus de cristianismo, aún inconsciente, y que sin ese humus, muy probablemente no existiría, y que con el paso de los decenios, si ese humus desaparece, esa filantropía se esfumará, disolviéndose en el vacío.
En la discusión tópica a que aludía en el primer párrafo de este escrito, suele haber dos bandos. Los que dicen que si no se hubiese destruido con la Ilustración la cosmovisión cristiana no se hubiese producido el despertar científico técnico, ni la revolución industrial, ni el progreso material que hoy vivimos y los que dicen que este desarrollo científico-técnico es el culpable de la desespiritualización de occidente. Ni unos ni otros tienen, en mi opinión, razón.
Los primeros olvidan que el espíritu científico no fue algo que apareciese porque sí de la noche a la mañana. Nace de una cosmovisión que ve el mundo material como bueno, digno de ser estudiado, y sustentado por un logos que le da inteligibiliad que hace ese estudio posible. El despertar científico de los siglos XVII en adelante no hubiese sido posible sin precedentes como, a título de mero ejemplo, el dominico san Alberto Magno o el franciscano Roger Bacon (no confundir con Francis Bacon). El trabajo como fuente de riqueza y desarrollo del mundo está ya en la cultura judía, (transformad el mundo, en el Génesis), posteriormente en el evangelio (parábola de los talentos), en san Pablo (el que no trabaje que no coma), en san Benito (ora et labora), etc. Por eso forma parte del fondo cultural de occidente. Sin ese sustrato del logos de la naturaleza y del ora et labora, es dudoso que jamás hubiese habido ese despertar científico-técnico ni esa creación de riqueza, como, de hecho, no ha existido en ninguna otra cultura. A mi entender, no es una casualidad que este proceso haya tenido lugar en la cultura occidental, preñada de cristianismo. Sin embargo, la descristianización de la filosofía, quitó el ora de la frase de san Benito y es probable que esta eliminación haya hecho que el progreso científico-técnico, en nombre de un humanismo sin Dios, se deshumanizase y diese lugar a una revolución industrial inhumana con sus secuelas de comunismo, nacional socialismo, colonialismo y dos guerras mundiales. Es más, afirmo que ni los derechos humanos, ni la abolición de la esclavitud hubiesen tenido lugar en una cultura que no estuviese impregnada de cristianismo, como de hecho no ha ocurrido en ninguna otra si no es a través del influjo, precisamente, de esta civilización occidental. La misma consigna “liberté, egalité, fraternité” de la revolución francesa no hubiese sido posible si nuestra cultura no hubiese estado inmersa en el cristianismo durante siglos. Y me atrevo a predecir que si ese humus de cristianismo llegase algún día a ser eliminada de lo profundo del alma occidental, volveríamos a la barbarie. Ya la hemos sufrido en el terreno social con el neopaganismo nazi y el ateísmo radical del comunismo. La estamos sufriendo en el terreno estético en el que, con notabilísimas excepciones, lo esperpéntico inunda el arte y la fealdad de lo mediocre nuestras ciudades y nuestros modos de vivir. Pero, sobre todo, la estamos sufriendo en el terreno ético; el aborto, la eutanasia, la cultura de la muerte, la alarmante ascensión de las familias rotas y desestructuradas, con su secuela de infelicidad y frustración en gran parte de varias generaciones, el sinsentido de la vida y el aumento de las enfermedades mentales y del suicidio.
Los segundos ponen la causa de la desespiritualización y el materialismo galopante de occidente en el lugar equivocado. La causa no está en el desarrollo científico-técnico, sino en las ideas filosóficas deterioradas. ¿Puedo decirlo en palabras de Albert Camus?: “Los genios malos de la Europa de hoy llevan nombres de filósofos: se llaman Hegel, Marx, Nietzsche… Vivimos en su Europa, la Europa que ellos han hecho. Cuando hayamos llegado al extremo d su lógica, nos acordaremos de que existe otra tradición: la que no ha negado jamás lo que constituye la grandeza del hombre”[3]. Debo decir inmediatamente, por honestidad intelectual, que Camus no se refería a la tradición cristiana sino a la de la luz mediterránea, a la del oráculo de Delfos o los misterios de Eleusis. Pero la frase no deja de ser válida. Hoy día tendemos a no conceder a las ideas la importancia que tienen, pero son ellas las que marcan la dirección del mundo. En algún sitio he leído una frase extraordinaria. “No hay un solo hecho en la historia que no haya sido antes una idea”. El desarrollo tecnológico es una bendición para la humanidad. Si la humanidad ha dejado de adorar al Dios Padre de todos los hombres para adorar al becerro de oro, la culpa no es del oro, sino de los hombres que han forjado el becerro. No faltan, sin embargo, espíritus lúcidos que ven en la tecnología un enemigo del desarrollo espiritual. Y, a pesar de lo dicho anteriormente, tienen en parte razón. Porque un gran peligro del desarrollo material, con independencia de la base filosófica en que se sustente es el de la soberbia que el dominio de la tecnología puede despertar en el hombre. Pero quiero rebatir esta visión negativa de la tecnología citando textualmente un pensamiento de Henri Bergson que recoge e inspira en gran medida parte de lo que he dicho:
“[...] El hombre debe ganar el pan con el sudor de su frente: en otros términos, la humanidad es una especie animal, sometida como tal a la ley que gobierna el mundo animal y que condena al ser viviente a alimentarse de lo viviente. Al serle disputado su sustento tanto por la naturaleza en general como por sus congéneres, tiene forzosamente que emplear su esfuerzo en conseguirla; su inteligencia, precisamente, está hecha para proporcionarle armas y útiles para esta lucha y este trabajo. ¿Cómo, en estas condiciones, la humanidad habría de volver hacia el cielo una atención esencialmente dirigida hacia la tierra? Si tal cosa es posible, sólo lo será en virtud del empleo simultáneo o sucesivo de dos métodos muy distintos. El primero consistirá en intensificar hasta tal punto el trabajo intelectual, en llevar la inteligencia tan lejos y más allá de lo que la naturaleza había querido para ella, que el simple instrumento dé paso a un inmenso sistema de maquinas capaz de liberar la actividad humana, siendo esta liberación, por otra parte, consolidada por una organización política y social que asegure al maquinismo su verdadero destino. Medio éste peligroso, porque la mecánica, al desarrollarse, podrá volverse contra la mística: incluso es de este modo, como aparente reacción contra ésta, como la mecánica se desarrollará más completamente. Pero existen riesgos que hay que correr: una actividad de orden superior, que tiene necesidad de una actividad más baja, deberá suscitarla o, en todo caso, dejarla actuar, dispuesta a defenderse si es preciso; la experiencia muestra que, si de dos tendencias contrarias pero complementarias, una ha crecido hasta el punto de pretender ocupar todo el espacio, la otra se encontrara bien situada por poco que haya sabido conservarse: al llegar su turno, se beneficiará de todo lo que se ha hecho sin ella, de lo que incluso no ha sido llevado vigorosamente más que contra ella [...]”.
Por eso, si la civilización occidental vuelve a abrazar sus raíces cristianas. Si la Iglesia católica logra iluminarse continuamente a sí misma, a las almas y los corazones de los hombres de todas las culturas y civilizaciones del mundo con la luz de Cristo y restaurar de nuevo una cosmovisión cristiana purificada. Si la tecnología y el progreso material, inspiradas en esta luz, son capaces de conquistar los estómagos de toda la humanidad sin destruir el planeta ni la libertad familiar. Si, humildemente, somos capaces de devolver a su lugar fines y medios segundos y de encontrar los medios primeros adecuados, también guiados por esa luz, entonces y sólo entonces, la humanidad podrá entrar en la senda de la civilización de la justicia y el amor y podrá hacer llegar el Reino de los Cielos a la tierra. Pero éste es un reto espiritual. El reto fundamental no es si seremos capaces de hacer crecer la riqueza más deprisa que la población gracias a la tecnología, de lo que estoy convencido, sino si seremos capaces de crecer ética y espiritualmente de tal forma que evitemos la soberbia, desterremos la injusticia y vayamos, más allá de la justicia, al amor. Y eso sólo lo lograremos con la ayuda de Dios. Sólo con su ayuda podremos hacer arados de las espadas y podrá pacer el león con el cordero. Sin el Dios que nos ha dado la inteligencia para que desarrollemos la tecnología, sin el Dios que nos ha dado su Palabra –Cristo– para vencer esos peligros, sin el Dios que nos hace hermanos a todos en Él, la misión es imposible. La historia ha demostrado que los intentos de construir paraísos terrenales, del tipo que sean, de espaldas al Dios Padre común de todos los hombres, acaban siempre en un baño de sangre. Y esa ayuda se llama Gracia. No tengo la menor duda de que Dios nos dará esa Gracia si se la pedimos. Nos ha sido dicho por quien tiene poder para decirlo: “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuanto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quien se lo pida”. Y también: “Yo estaré con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo”.
Que así sea.
[1] Sería largo exponer aquí por qué creo que la inteligencia es un don y no un producto de la evolución. En este mismo blog puede verse la serie de artículos que presentan mi razonamiento para sustentar esa creencia.
[2] Vease, en la misma serie de artículos a que me refería en la nota a pie de página anterior, el artículo 29: “El lado oscuro de la inteligencia”
[3] Nouvelles Littéraires, nº 1236, 10 de Mayo de 1951.
Cuando se funda una idea general de la vida , siempre se ve alterada por los distintos conocimientos. un matematico la explicara con una ecuación , el biologo hablara del ADN y de la evolucion ,un literario creara un poema profundo ,un religioso hablara de espiritualidad como tambien dira que dios nos dio la inteligencia como un don .El ser humano como animal y como ser inteligente tiene que aferrarse a una creencia o un dogma que lo mantenga en un camino correcto.Si nos preguntamos cual es ese camino correcto ,o mejor preguntarse ,estamos en el camino correcto,la tecnologia ayuda a la medicina ,pero tambien ayuda a la guerra . Pienso que hay que esperar que las cosas pasen para poder encontrar la verdad tanto en la ciencia como en la espiritualidad, nos daremos cuenta de apoco sobre todo en estos tiempos duros , que es en realidad lo que provoca tanta duda , no volverse loco en el intento de encontrar el verdadero camino del ser humano.
ResponderEliminarQuerido Snakes1990:
ResponderEliminarLo primero identificarme. Soy Tomás Alfaro, el autor de este blog y me alegro de que hayas entrado en él y hayas dejado tu comentario. Si este es el primer artículo de mi blog que lees, creo que hay otros por ahí que te interesarán. Siéntete como en casa y hazme llegar los comentarios que quieras.
Es verdad que todo progreso trae us consecuencias positivas y negativas. Por eso es importante que los hombres tengamos un anclaje sólido en un sentido de la vida que oriente cada progreso hacia el bien y evite sus ramificaciones perversas. Esa es la gran búsqueda. Y esa búsqueda, creo, debe ser espiritual, porque el sentido del bien y del mal es espiritual. El bien y el mal sólo existen cuando hay libertad y la libertad es una consecuencia de la inteligencia, que es la que pued discernir el bien del mal. El ser humano no puede dejar esa búsqueda, aunque, como tú dices, sea dura y llena de dudas que a veces hacen sufrir y puede parecer que le lleva a la locura. Todos somos viajeros en la niebla. Pero una persona dijo hace 2000 años; yo soy el camino, la verdad y la vida. Y también; venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Y alguien dijo de él; sólo tú tienes palabras de vida eterna. Este hombre se presentaba a sí mismo como Dios encarnado para salvar a la humanidad y, que yo sepa, ningún filósofo ni profeta religioso ha dicho algo parecido. Entonces, hay dos posibilidades. La primera, que ese hombre sea un farsante. Sería el mayor farsante de la historia. La segunda, que realmente sea lo que dice ser. Hay millones de personas que afirman que es quien dice ser y que consiguen hacer su vida mejor para sí mismos y los demás gracias a Jesucristo. ¿Merece la pena acercarse para intentar ver si esas personas, que se encuentran entre lo mejor de la humanidad, tienen razón o es más sensato hacer como las avestruces? Contestate tú mismo y actua en consecuencia. Eso sí, con calma, como tú bien dices. Las csas se irán viendo poco a poco y Cristo, si es verdad que es Dios tiene sus caminos para encontrarnos. Así que, ¡qué la paz de Cristo sea contigo!
Un abrazo.
Tomás Alfaro Drake