Tomás Alfaro Drake
En los dos artículos anteriores hemos visto cómo los evangelios, lejos de ser un mito, reflejaban lo que en un tiempo cercano a la muerte de Cristo, escribieron sus seguidores. Descartada la hipótesis del mito, queda, ello no obstante, la de la pura invención, la más descarada mentira. Sin embargo, antes de analizar esta posibilidad –cosa que haré en el siguiente artículo– vamos a analizar la increíble pretensión del evangelio. La verdad es que la inaudita pretensión del Evangelio se enuncia en cuatro líneas:
Cristo afirmó categóricamente que era el mismo Dios encarnado, salvador de los hombres, que fue crucificado y que resucitó al tercer día, que vive, que tiene poder sobre la vida y la muerte y que vendrá al final de los tiempos para juzgar a la humanidad y a la historia.
Desgraciadamente, para el hombre del siglo XXI, acostumbrado a oír esto desde niño, a verlo representado en el arte, a leerlo sin pensar lo que lee, esta pretensión no le resulta sorprendente. ¡Dejá vu! Con la indiferencia propia de la modernidad, no se pregunta qué consecuencias tendría para su vida que esta pretensión fuese cierta. Pero es asombrosa hasta el punto que muchos autores de la crítica racionalista afirman que Jesús nunca se presentó como tal hijo de Dios. El Jesús histórico habría sido un profeta como tantos otros, portador de una bonita enseñanza de amor y bondad, pero que jamás se autoproclamó Hijo de Dios. Eso fue, según ellos, una invención posterior de la Iglesia. Ya vimos en los dos artículos anteriores que si fue una mentira, tuvo que haberse inventado muy poco después de la muerte de Jesús. Analizaremos la hipótesis del invento o la mentira en otro artículo.
Otros autores afirman que Cristo, en los evangelios, se presenta efectivamente como Hijo de Dios, pero lo hace en sentido figurado y poético, no en su sentido literal. En este artículo me centraré en mostrar cómo el evangelio, tanto si es una historia verdadera como si es una mentira o una invención, pretende presentar a Cristo como Hijo de Dios, no en un sentido figurado o poético, sino como algo real. No expondré más que algunas situaciones que lo muestran ya que una exposición exhaustiva sería excesivamente larga y prolija.
Juan nos narra (Cfr. Juan 8, 21-59) una larga dialéctica mantenida entre Jesús y los fariseos en el Templo de Jerusalén. En tres momentos de esa discusión Jesús les dice:
“Porque si no creéis que YO SOY, moriréis en vuestros pecados”. Ellos, extrañados de esta afirmación sin predicado le preguntan: “Pero, ¿quién eres tú?” a lo que Cristo aparentemente no responde, ya que dice simplemente: “Os lo estoy diciendo desde el principio”. Un poco después les vuelve a hacer la misma extraña afirmación: “Cuando levantéis en alto al hijo del hombre, entonces reconoceréis que YO SOY”. En el fragor de la discusión, con los fariseos cada vez más exacerbados, se cruzan estas palabras: “Yo os aseguro que el que acepta mi palabra, no morirá nunca”. Le responden: “Tanto Abraham como los profetas murieron y ahora tú dices: El que acepta mi palabra no experimentará nunca la muerte. ¿Acaso eres tú más importante que nuestro padre Abraham? Tanto él como los profetas murieron. ¿Por quién te tienes?”. Tras un circunloquio, Jesús les espeta: “Abraham, vuestro padre, se alegró sólo con el pensamiento de que iba a ver mi día; lo vio y se llenó de gozo”. A lo que los fariseos responden con natural extrañeza: “De modo que tú, que aún no tienes cincuenta años, has visto a Abraham?”. Y entonces, Cristo les da una última y definitiva respuesta: “Os aseguro que antes de que Abraham naciera, YO SOY”. Para nosotros, estas tres afirmaciones de Cristo de YO SOY, pueden parecernos sin sentido y gramaticalmente incorrectas. No así para un judío. YO SOY era el nombre de YHVH, que ellos no podían ni siquiera pronunciar, pues su sola mención era sacrilegio. Cuando Dios se presenta ante Moisés en la zarza ardiente, y éste le pregunta su nombre, Dios le dice, por primera vez en la historia: “YO SOY EL QUE SOY explícaselo así a los israelitas: YO SOY me envía a vosotros” (Génesis 3, 14). YO SOY, en hebreo, quitándole las vocales para que no se pueda pronunciar se YHVH, de donde deriva Yahveh y Yavé. Para un judío esto era claro como el agua. Ese hombre que afirmaba tener poder sobre la muerte, que decía existir antes de que hubiera nacido Abraham 1800 años antes, y que había repetido tres veces hablando de sí mismo YO SOY, ese hombre tenía la osadía de decir que era el propio Yavé. Doble terrible sacrilegio; pronunciar el nombre de Yavé y, además y sobre todo, decir que él era YO SOY. Y lo decía, nada menos que en el Templo del Dios Altísimo al que había llamado la casa de su Padre. Por eso su reacción no se hace esperar. “Ante esta afirmación, los judíos tomaron piedras para tirárselas. Pero Jesús se escondió y salió del Templo”.
No sería esta la única ocasión en la que quisieron lapidar a Jesús por equipararse a Dios. Unos meses más tarde del incidente anterior, otra vez en el Templo, vuelve a enzarzarse con los fariseos y les dice (Juan 10, 17-42): “El Padre y yo, somos uno”. Otra vez, los judíos vuelven a tomar piedras para lapidarle y Jesús les dice: “He hecho ante vosotros muchas obras buenas por encargo del Padre. ¿Por cuál de ellas queréis apedrearme?” A lo que ellos responden: “No es por ninguna obra buena por lo que queremos apedrearte, sino por haber blasfemado. Pues tú, siendo hombre, te haces Dios”. Entonces Cristo pronuncia una frase extraña y ambigua: “¿No está escrito en vuestra Ley: ‘Yo os digo, vosotros sois dioses’? Pues si la Ley llama dioses a aquellos a los que fue dirigida la palabra de Dios, [...], ¿con qué derecho me acusáis de blasfemia a mí, que he sido elegido por el Padre para ser enviado al mundo, sólo por haber dicho YO SOY Hijo de Dios?” Pudiera parecer que Cristo está aquí reconociendo que se llama Hijo de Dios en un sentido figurado, del que pudieran participar todos los judíos, según la escritura. Pero eso es sólo una apariencia. Los que oían esta declaración de Jesús, al menos los fariseos, conocían las escrituras al dedillo y sabían perfectamente que el salmo 82, de donde está tomada esta cita hecha por Jesús, dice: “Os aseguro: ‘Todos vosotros sois dioses e hijos del Altísimo, pero moriréis como todos los hombres’ ” (Salmo 82, 6-7). Tan sólo un momento antes, Jesús había dicho: “El Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad. Yo tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo. Esta es la misión que debo cumplir por encargo de mi Padre”. Es decir, él acababa de decirles que no iba a morir. Más aún que iba a entregar voluntariamente su vida pero que la iba a recuperar resucitando. Es decir, que no era hijo del Altísimo de la misma manera que lo podía ser cualquier judío, condenado a morir como cualquier otro hombre. El se presentaba realmente como Hijo de Dios porque iba a vencer a la muerte. Sin embargo, la alusión a esta cita de la Escritura bastó para crear una confusión entre los fariseos que, además de luchar con su perplejidad, tenían que estar atentos a lo que pensase la gente que les rodeaba y que no conocía tan bien las escrituras y que, por lo tanto, aceptaban que Cristo no había blasfemado al proclamarse Hijo de Dios. Juan nos dice: “Así pues, intentaron de nuevo detener a Jesús, pero él se les escapó de entre las manos”. Fue ese momento de vacilación, creado por esa cita, la que le permitió escapar.
Pero, ¿por qué quería Cristo escapar? La clave está en la frase dicha por él mismo, citada anteriormente. “Nadie tiene poder para quitármela [la vida]; soy yo quien la doy por mi propia voluntad”. Sencillamente, todavía no había llegado su hora. Cristo, el cordero de Dios, quería y tenía que morir en Pascua y el viaje a Jerusalén en el que ocurre esto, era en invierno, el 25 de Diciembre, fiesta de dedicación del Templo. Ese era el día de su nacimiento, pero todavía no el de su muerte. Unos meses más tarde, llegada ya su hora, en Pascua, él mismo se dejaría encontrar en Getsemaní y él mismo, cuando el juicio ante el Sanedrín estaba a punto de tener que liberarle por la contradicción de los testigos, se convertiría, voluntariamente, en su propio testigo de cargo. Marcos, y todos los sinópticos (Marcos 14, 61-64, Mateo 26, 63-66, Lucas 22, 67-71), nos lo cuentan de manera casi idéntica. Exasperado al ver que Jesús se le escapa por la falta de concordancia de los testigos, el sumo sacerdote le pregunta: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?”. Nada más fácil para Jesús que contestar con una evasiva dialéctica y probablemente eso era lo que temía, rabioso, el sumo sacerdote, previendo que, una vez más, el astuto galileo se le iba a escapar entre los dedos, esta vez estando ya detenido. Pero ahora sí había llegado para Cristo la hora de entregar su vida voluntariamente. Responde: “YO SOY, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo”. ¡Clarísimo! Jesús aludía a un misterioso pasaje del libro de Daniel que dice (Daniel 7, 13-14): “Seguía yo contemplando estas visiones nocturnas y vi venir sobre las nubes a alguien, semejante a un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido por él. Se le dio poder, gloria y reino, [...]. Su poder es eterno y nunca pasará y su reino jamás será destruido”. El Hijo del Hombre es una figura incomprensible para el judaísmo, ya que es un hombre que comparte el poder de Dios y que juzgará a la humanidad al final de los tiempos y eso no encajaba con su credo. Sólo en Cristo cobra sentido esta profecía. No hacía falta más para que le condenasen. Cristo, en su vida pública, se había llamado continua y abiertamente a sí mismo el hijo del hombre. ¿No podrían haberle acusado muchas veces antes? No, porque, ¿acaso no era un ser humano?, ¿podían haberle acusado por eso de blasfemia? Si lo hacían, tenía mil escapatorias posibles. Pero ahora era imposible ninguna interpretación de escapatoria. Además de pronunciar el sacrílego YO SOY, se había identificado explícitamente con esa misteriosa profecía de Daniel. Tampoco él quería escapar. El sumo sacerdote, entendió la cita sin ninguna duda y con un grito de triunfo, teñido de incredulidad por esa, a su juicio, estúpida respuesta del astuto nazareno, se rasgó las vestiduras exclamando: “ ‘¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?’ [...] Todos lo juzgaron reo de muerte”.
Este tipo de dialécticas con referencias a las escrituras son muy corrientes en todo el evangelio. Para nosotros, que apenas conocemos las escrituras, son difíciles de seguir, pero para un judío instruido, eran evidentes ya que tanto Jesús como los fariseos, escribas, ancianos y saduceos sabían de memoria todos los textos sagrados. Merece la pena leer con detenimiento –yo no la voy a citar aquí– la esgrima escriturística que tiene lugar en la Pascua de la detención de Jesús, en el atrio del Templo. Nos la cuentan los tres evangelios sinópticos (Mateo 21, 23-22, 46; Marcos 11, 27-12, 37; Lucas 19, 47-20, 44). Pero no puedo dejar de citar aquí la que se desarrolla entre Jesús moribundo en la cruz y los jefes de los judíos (Mateo 27, 42-49). Estos dicen entre sí en voz alta, para ser oídos por Jesús: “A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que lo libre ahora, si es que lo quiere, ya que decía: ‘Soy Hijo de Dios’ ”. Todos los que conocían las escrituras sabían que se estaban refiriendo a un texto del libro de la sabiduría que dice: “... se llama a sí mismo hijo del Señor. [...] ... y se precia de tener a Dios por Padre. Veamos si es verdad lo que dice, comprobemos cómo le va al final. Porque si el justo es hijo de Dios, Él lo asistirá, y lo librará de las manos de sus adversarios. Probémoslo con ultrajes y tortura: así veremos hasta donde llega su paciencia y comprobaremos su resistencia. Condenémoslo a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo librará” (Sabiduría 2, 13-20). Esta tentación es muy parecida a la que le propuso Satanás justo antes de empezar su vida pública: “Entonces lo llevó a Jerusalén [el diablo a Cristo], lo puso en el alero del Templo y le dijo: ‘Si eres Hijo de Dios, tírate desde aquí; porque está escrito: Dará órdenes a sus ángeles para que te guarden; te levarán en brazos y tu pie no tropezará en piedra alguna’. Jesús respondió: ‘Está dicho: No tentarás al señor, tu Dios’. Cuando terminó de poner a prueba a Jesús, el diablo se alejó de él hasta el momento oportuno” (Lucas 4, 9-13). La cruz era ese momento oportuno. Tal vez en ese trance extremo Cristo cediese a la tentación de manifestar su poder, pero lo mismo que entonces, resistió la tentación de Satanás. Contestó, eso sí, al sumo sacerdote y a los miembros del Sanedrín con otro texto de las escrituras: “Eloí, Eloí, ¿lemá sabaktaní? (que quiere decir, Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?)” (Marcos 15, 34). Es evidente que éste era un grito desgarrador de la naturaleza humana de Cristo que se sentía horriblemente abandonada. Pero también era un acto de fe en su Padre y una respuesta al Sanedrín, porque este es el principio del salmo 22, que todos sabían de memoria y que acaba diciendo: “Yo viviré para el Señor, mi descendencia le rendirá culto, hablarán de él a la generación venidera, contarán su salvación al pueblo por nacer, diciendo: ‘Esto hizo el Señor’ ”(Salmo 22, 2 y 30-32).
Por otro lado, Jesús se atribuye continuamente atributos y fórmulas que los profetas del el Antiguo Testamento aplican a Dios. El buen Pastor, la Luz, etc. Cualquier judío sabía lo que esto quería decir. Y, sobre todo, Jesús se atribuye la figura de Juez Supremo del hombre y de la Historia. Además de su confesión como el Hijo del Hombre, no hay más que leer la descripción que el evangelio de Mateo hace del Juicio Final, justo antes de su pasión, para darse cuenta de que se presenta como el juez del hombre y de la Historia. Un juicio basado en el amor (Mateo 25, 11-46).
Pero a veces, más que las palabras, hablan las actitudes. Todavía en los primeros compases de la vida pública de Jesús, tal y como nos la cuenta el evangelio de san Mateo, se encuentra el sermón de la montaña. El núcleo de este discurso de Jesús lo forman las Bienaventuranzas que son, efectivamente, un código ético de bondad, amor y humildad. Pero hay en él más cosas. En este discurso, Mateo nos cuenta (Mateo 5, 1-7, 29) cómo Jesús repite hasta seis veces el famoso: “Habéis oído decir… pero yo os digo…”. Estas famosas sentencias vienen a llevar a su cumplimiento, corrigiéndola al alza, nada menos que la Ley dada por el propio Yavé a Moisés. Ningún ser humano podía arrogarse el poder de cambiar o perfeccionar esa Ley. Cristo cambia, el sentido del “no matarás”, del adulterio, del repudio a la esposa, del juramento, del “ojo por ojo” y del amor, no sólo al prójimo, sino también al enemigo. Todo judío sabía que eso sólo podía hacerlo Dios y, quien lo hiciese, blasfemaba. Y Jesús lo hacía “con autoridad, no como los maestros de la Ley” (Mateo 7, 29). Lo mismo ocurre con el perdón de los pecados. La Ley establecía un ritual, prescrito directamente por Yavé y dictado a Moisés, para la expiación de los pecados. Sólo el sumo sacerdote podía hacer esto en representación del pueblo y eso, una vez al año y tras grandes rituales para purificarse él mismo. Pero Jesús, al presentarle un paralítico para que lo cure, le dice sencillamente (Cfr. Mateo 9, 1-8): “Animo hijo, tus pecados te son perdonados”. El juicio de los fariseos que están presentes no se hace esperar: “Éste blasfema”. Y, desde luego, Jesús sabía que iban a pensar eso. Con su actitud se estaba proclamando Dios, tan claramente como si lo gritase. Como última actitud de autoproclamación de Jesús como Dios quiero señalar su reiterada postura de situarse por encima del sábado. También el descanso sabático era algo dictado por Dios a Moisés. El castigo del antiguo testamento por la violación de este mandato era, nada menos, que la muerte. Y reiteradamente, casi provocativamente, Jesús cura en sábado, recoge espigas en sábado, etc. Cuando cura a un paralítico que llevaba treinta y ocho años intentando curarse en la piscina de Betesda, lo hace en sábado. Ante la indignación de los fariseos, les dice: “Mi Padre no cesa nunca de trabajar; por eso yo trabajo también en todo tiempo”. Y, desde luego, esto fue muy bien entendido por los judíos porque “esta afirmación provocó en ellos un mayor deseo de matarlo porque, no solamente no respetaba el sábado, sino que además, decía que Dios era su propio Padre y se hacía igual a Dios” (Cfr. Juan 5, 1-18).
Y qué decir del poder sobre la vida y la muerte. Ya he citado antes algún párrafo al respecto, pero el más poderoso es el diálogo entre Jesús y Marta justo antes de la resurrección de Lázaro. Jesús llega tarde a propósito cuando Lázaro ya ha muerto (Juan 11, 21-27). Cuando se acerca, Marta sale a su encuentro hecha una hiena y le lanza: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Seguramente la mirada de Jesús la aplacó un tanto, porque añade: “Pero aún así, yo sé que todo lo que le pidas a Dios, Él te lo concederá. [...] Tu hermano resucitará”, le contesta lacónicamente Jesús. Marta, imagino que con un tono del que acepta la muerte pero no se consuela por la fe en la resurrección futura, le dice: “Ya sé que resucitará cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, al final de los tiempos”. Convendría tal vez leer aquí la narración que de esa resurrección hace el profeta Ezequiel (Ezequiel 37, 1-14). La omito por brevedad, aunque recomiendo vivamente su lectura. Pero he aquí lo que responde Jesús a esa lejana esperanza: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que esté vivo y crea en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?”. La respuesta de Marta es: “Sí, Señor, yo creo que eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir a este mundo”. Es difícil encontrar algo más contundente. Podremos pensar que el evangelio es todo él una mentira, pero es difícil, si no imposible, pensar que en él se proclama a Cristo como Dios de una manera simbólica y poética. Verdad o mentira, en el evangelio, que como hemos visto ya estaba escrito hacia el año cuarenta, se proclama a Cristo como Dios de una manera contundente, no simbólica ni poética. Los judíos también lo entendieron así y por eso mataron a Jesús. Ahora bien, si el evangelio es una invención o una mentira, tendremos que ver quién se la pudo inventar y para qué. Lo analizaré en el próximo artículo.
28 de febrero de 2010
24 de febrero de 2010
Frases 24-II-2010
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba conmigo.
San Agustín, Confesiones
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba conmigo.
San Agustín, Confesiones
21 de febrero de 2010
Invictus
Tomás Alfaro Drake
Es impresionante cómo Clint Eastwood, que empezó como actor en películas de serie C, ha acabado siendo uno de los mejores y más prolíficos directores de cine del momento. Sus películas se cuentan por éxitos y aparecen a un ritmo de varias al año. Y todas ellas son películas que te hacen pensar y que dan pie a interesantes conversaciones posteriores. La última, “Invictus”, sobre Nelson Mandela, ha conseguido superar, a mi entender, a la magnífica “Gran Torino”. Muchas cosas podrían decirse de la trayectoria vital de Nelson Mandela antes y después de ser Presidente de Sudáfrica, pero Eastwood habla de él tomando como telón de fondo algo que podría parecer de importancia secundaria: el rugby. A través de este deporte se despliega una personalidad gigantesca en la que el perdón inteligente, la bondad sencilla, la falta de odio o, siquiera, de justo rencor, nos va llenando de profunda admiración hacia un tipo de liderazgo, encarnado en un tipo de persona, que el mundo y los dirigentes de las naciones necesitan a gritos.
Pero no es de Nelson Mandela de quien quiero hablar en estas líneas. En un momento de la película, Mandela llama a su despacho al capitán del equipo de rugby emblemático de Sudáfrica. Está teniendo unos resultados lamentables y en menos de un año se va a jugar en su país el mundial de rugby de 1995. Mandela se impone la casi imposible tarea de hacer del rugby, símbolo del poder blanco y deporte odiado por los negros, un vehículo de unión nacional de unos y otros. El Presidente pregunta al jugador cómo lidera a su equipo. El joven capitán lo dice que lo hace con el ejemplo.
- Eso está muy bien, hijo –le dice, más o menos, el Presidente al jugador– pero hace falta algo
más. Es necesaria la inspiración. Hay que darles inspiración. Yo, en mis peores momentos de
los 27 años que estuve en la prisión de Robben island, encontré mi inspiración en un poema de
un escritor victoriano. ¿Le importa que se lo de?
Le entrega entonces una hoja de papel con el poema. En la película, en unos y otros momentos, van apareciendo retazos de ese poema, pero nunca se recita entero. Ni siquiera por partes se recita la poesía entera. Tampoco se habla del autor. Al día siguiente de ver la película, una sobrina mía que la vio conmigo me mandó un mail en el que, junto con el poema, venían algunos pequeños detalles de la vida del autor, William Ernest Henley. Confieso mi incultura diciendo que nunca había oído este nombre. Es de este poema, “Invictus”, más que de la película, de lo que quiero hablar aquí.
Henley nació en 1849 y a los 12 años, a causa de la tuberculosis en los huesos, tuvo que serle amputada una pierna. Alumno de Oxford, escribió su poema “Invictus” en 1875, con 26 años, enfermo en un hospital. Murió a los 53 años tras una vida de éxito como poeta, editor y crítico literario. He aquí el texto del poema en inglés y la mejor traducción que he sabido hacer de él:
Out of the night that covers me,
Black as the pit from pole to pole,
I thank whatever gods may be
For my unconquerable soul.
In the fell clutch of circumstance
I have not winced nor cried aloud.
Under the bludgeonings of chance
My head is bloody, but unbowed.
Beyond this place of wrath and tears
Looms but the Horror of the shade,
And yet the menace of the years
Finds and shall find me unafraid.
It matters not how strait the gate,
How charged with punishments the scroll,
I am the master of my fate:
I am the captain of my soul.
He aquí la traducción:
Desde fuera de la noche que me cubre,
negra como un pozo de polo a polo,
doy gracias a cualquier dios que pudiera existir,
por mi alma inconquistable.
Atrapado en las garras de las circunstancias
no he tenido una mueca de dolor ni he gritado con fuerza,
apaleado por el azar
mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Más allá de este lugar de rabia y lágrimas
sólo yace el Horror de las sombras
y, sin embargo, la amenaza de los años
me encuentra y me encontrará siempre sin miedo.
No importa cuan estrecha sea la puerta,
cuan cargada de castigos la sentencia,
yo soy el dueño de mi suerte:
yo el capitán de mi alma.
Este poema me produce un enorme respeto y admiración, acompañados, como en un “arrière goût”, de un sentimiento muy extraño, que me ha costado definir y clarificar y que podría ser como una mezcla de ternura, lástima y asombro. Son estos sentimientos los que me gustaría explicar.
Los primeros, los de respeto y admiración, no creo que necesiten explicación. Todo ser humano que es capaz de sobreponerse a una suerte adversa con su voluntad de vivir y de ser más fuerte que su adversidad, tiene forzosamente que producir esos sentimientos. No creo que pueda haber nadie que no los experimente ante este poema y las circunstancias vitales de su autor. Ya desde el primer verso el autor nos hace ver cómo es capaz de trascender la negra noche que le cubre, y todo el poema es una lucha titánica para acabar proclamándose el dueño de su suerte y el capitán de su alma.
Más difíciles de explicar son los segundos: ternura, lástima y asombro. Intentaré describir pobremente ese “arrière goût”. No hablaré de cada uno de los tres por separado, porque las tres palabras son sólo eso, pobres palabras que malamente pueden ser capaces de describir un sentimiento tan complejo. Para expresar esta pobreza tomaré prestadas unas palabras a Chesterton. Nos dice:
“El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de un bosque otoñal... cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo”.
También Borges, en su famoso relato de “El Aleph” se lamenta de la imposibilidad de transmitir con palabras su visión de un Aleph:
“... empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten;
Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura y falsedad. [...] Algo, sin embargo, recogeré”.
¿Qué sentimientos puede despertar un niño que llora en la noche, pero que no quiere abrir la puerta a sus padres que llaman a ella para entrar y consolarle? ¿O un guerrero romántico que luchase por el bien, arrostrando los embates del enemigo, superior en número y en armamento, sin querer ponerse una cota de malla de “mithril”, cómoda, flexible e impenetrable que se le ofrece ni aceptar una Excalibur buena y poderosa?
El poema transmite la sensación del deseo de una absoluta autonomía basada en la propia fortaleza, a costa de desdeñar cualquier consuelo o ayuda procedente de fuera de la noche que nos cubre, negra como un pozo de polo a polo. No excluye, es cierto, el agradecimiento a unos hipotéticos dioses que pudieran existir, que tal vez fuesen los donantes de esa fortaleza. Pero si existen o alguna vez existieron tales dioses, son impotentes para ayudarnos en la lucha de la vida o no quieren hacerlo. Y, sin embargo, ¿por qué ha de ser así? En nombre de qué razonamiento lógico se excluye la existencia, la omnipotencia o el deseo de ayuda de esos dioses o de un sólo Dios. Hay como una especie de romanticismo –un poco nietzschiano, si se quiere–, un mucho orgulloso y totalmente estéril en esa negación. Pareciera como si ese enrocamiento en la soledad ante el destino fuese síntoma de fortaleza, pero no lo es. El sabor a ternura de ese “arrière goût” me impide decir que es, más bien, estupidez. Me dan ganas de preguntarle al autor, ¿por qué te empeñas en que nadie pueda sufrir contigo, en que nadie pueda tener compasión contigo? La palabra compasión, en ese mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos que es el lenguaje, nos produce rechazo, nos hiere como una humillación. Pero la etimología de las palabras les quita a veces algo de su arbitrariedad. Compasión viene de “padecer con”. Por eso no he escrito “compasión de ti”, sino “compasión contigo”. Y esa negación, me da lástima, que es un enternecimiento y compasión por los males de otro. Por eso me dan ganas de abrazar al pobre protagonista del poema y decirle lo que sé. Que sí hay quien padezca con nosotros, que ese alguien ya lo ha padecido antes con él, que sí hay quien nos ayude.
Confieso que de todos los horrores que envuelven la vida del autor, he experimentado sólo unos pocos aparte de la amenaza de los años, que también a mí me encuentra, hoy, sin miedo, aunque sí bastante cansado. Pero no comparto con él que más allá de este lugar de rabia y lágrimas sólo yace el Horror de las sombras. Más allá de este valle de lágrimas, brilla el país de la Vida. Y quien ha padecido con nosotros todos nuestros males, también conducirá nuestros necesarios esfuerzos, a través del Horror de las sombras, hacia ese país. Entonces sí resultaremos finalmente victoriosos de la vida, aunque hayamos sufrido muchas derrotas en ella y no podamos jactarnos de haberlo conseguido solos. Pero ¿alguien cree que tener que agradecer a alguien su ayuda para obtener la victoria más allá de las derrotas es menos enriquecedor que sentirse su único artífice? ¿O que el orgullo es más humanizador que el agradecimiento, no sólo por los dones, sino también por la ayuda a nuestra insuficiencia?
Además, si no fuese así, tendría que dar la razón a Sartre cuando dice en su obra de teatro Barioná: “la vida es una derrota, nadie sale victorioso, todo el mundo resulta vencido; todo ha ocurrido siempre para mal y la mayor locura del mundo es la esperanza”. Tiene razón Sartre, en parte. Nadie sale invicto de la vida. Todos sufrimos derrotas. S no hubiese ese alguien, ni el protagonista del poema ni yo, ni ningún ser humano, resultaría nunca victorioso al final y no habría lugar para la última esperanza. Todos seríamos vencidos, al menos una vez, la decisiva, en última instancia, por la guadaña de la muerte. A no ser que alguien haya vencido a la muerte por todos nosotros. A no ser que alguien, por muy cargada de castigos que venga la sentencia de esta vida, haya comprado para todos nosotros una sentencia absolutoria para la otra. Sólo así resultaríamos victoriosos. Que se acepte gratuitamente la visión sartriana de la vida es algo que no puede sino llenarme de asombro. ¿Por qué? ¿Quien ha demostrado nunca que las cosas sean así? El peso de la prueba, ¿no debería recaer sobre esta visión absurdamente catastrofista? ¿Por qué tanta gente la ha aceptado?
Creo que la razón estriba en que se piensa que aceptarla es propio de personas fuertes. Pero, ¿lo es? No lo creo. Puede ser, en todo caso, propio de personas más duras, pero no más fuertes. Más duros con nosotros y con los demás. Nada más frígido que la dureza. ¿Cómo vamos a tener compasión de los otros –padecer con ellos– o lástima– enternecernos con las penas del otro– si no nos podemos dejar enternecer con las nuestras, ni padecerlas? La fortaleza, en cambio, sí puede ser cálida si está más cerca de la humildad que en la soberbia.
No se me entienda mal. No digo, ni de lejos, que debamos caer en la blanda autocompasión o en el victimismo. Creo que la recia voluntad de victoria, de superación de nuestros dolores y adversidades, el seguir caminando con toda nuestra fuerza por este lugar de ira y lágrimas con la cabeza ensangrentada, pero erguida, es una actitud magnífica, poderosa y digna del mayor respeto y admiración. A fin de cuentas, estamos hablando de la virtud de la fortaleza. Pero ignorar nuestros límites, despreciar la cota de malla de “mithril”, tirar a Excalibur, negarnos a aceptar ningún consuelo desde fuera de la noche que nos cubre, negra como un pozo de polo a polo, creernos superhombres, es un error tan terrible como enternecedor, lastimoso y asombroso. Ningún error que tenga éxito es un error completo. Todos los errores que triunfan pasan por tomar la parte por el todo. El mito del superhombre no ha hecho sino incrementar el Horror de las sombras para la humanidad. Por eso es terrible. Así pues, renuncio a ser el capitán de mi alma. Seré un aguerrido soldado a sus órdenes. Diré, como Walt Whitman decía ante el cadáver del Presidente Lincoln recién asesinado, “¡Oh Capitán, mi Capitán!” Sólo que mi Capitán ha vencido a la muerte.
Por todo esto intento decir con un balbucientemente mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos lo que me ha hecho sentir este poema. Probablemente, los dioses que puedan existir me hayan negado una imagen que pueda expresar mi Aleph. Sin embargo, este escrito, que puede estar contaminado de literatura, no lo está de falsedad. Pero es posible que el Dios que sí existe abra los oídos de la mente de alguien que pueda leer estas líneas, para entender el respeto, la admiración y ese “arrière goût” formado de cosas que pueden parecerse a la ternura, la lástima y el asombro que me ha causado el poema “Invictus”.
Tal vez, en una próxima entrada hable un poco más de mi Aleph. Tal vez pueda proporcionar algo de inspiración para vivir la vida con sana fortaleza.
Post scriptum:
Después de escribir lo anterior, a punto ya de publicarlo en el blog, un amigo mío me puso al corriente de dos hechos relacionados con Invictus.
El primero, más relacionado con la pelicula y la vida de Mandela que con el poema Invictus, que lo que había escrito en el papel que el Presidente de Sudáfrica le dio al capitán del equipo de rugby de su país, no era el poema “Invictus” de Henley, sino un extracto de un discurso pronunciado en 1910 por el Presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosvelt. Lo escrito en ese papel era:
“It is not the critic who counts; not the man who points out how the strong man stumbles, or where the doer of deeds could have done them better. The credit belongs to the man who is actually in the arena, whose face is marred by dust and sweat and blood; who strives valiantly; who errs, who comes short again and again, because there is no effort without error and shortcoming; but who does actually strive to do the deeds; who knows great enthusiasms, the great devotions; who spends himself in a worthy cause; who at the best knows in the end the triumph of high achievement, and who at the worst, if he fails, at least fails while daring greatly, so that his place shall never be with those cold and timid souls who neither know victory nor defeat”.
Que traducido al español sería:
“No es el hombre crítico el que cuenta; tampoco el que señala cómo se tambalea el hombre fuerte, o qué podría haber hecho mejor el hombre de acción. El mérito es para el que está realmente en la arena, cuyo rostro está manchado de polvo y sudor y sangre; que lucha valientemente; que se equivoca; que fracasa una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin error ni fracaso; pero que sigue luchando con los hechos; que conoce grandes entusiasmos y profesa grandes devociones; que se gasta a sí mismo por una causa valiosa; que en los buenos momentos sabe que el triunfo está, al final, en los grandes logros y, en los malos, que si falla, al menos falla atreviéndose a la grandeza, de forma que su sitio no estará nunca entre las almas frías y tímidas que nunca conocerán ni la victoria ni la derrota”.
El segundo hecho es que alguien, al leer el poema “Invictus”, ha sentido un “arrière goût” parecido al mío. Se trata de Dorothea Day –por favor, no confundir con la actriz americana de comedias dulzonas, Doris Day. Dorothea Day fue una periodista americana, activista social y anarquista nacida en 1897 y que en 1930 se convirtió al catolicismo. Murió en 1980 y Juan Pablo II autorizo el inicio de su causa de beatificación. En algún momento entre 1930 y su muerte, escribió un poema, titulado “My Captain”, en el que expresa ese “arrière goût” parafraseando verso a verso el poema “Invictus” de Henley. Dice así:
Out of the night that dazzles me,
Bright as the sun from pole to pole,
I thank the God I know to be
For Christ the conqueror of my soul.
Since His the sway of circumstance,
I would not wince nor cry aloud.
Under that rule which men call chance
My head with joy is humbly bowed.
Beyond this place of sin and tears
That life with Him! And His the aid,
Despite the menace of the years,
Keeps, and shall keep me, unafraid.
I have no fear, though strait the gate,
He cleared from punishment the scroll.
Christ is the Master of my fate,
Christ is the Captain of my soul.
Cuya traducción podría ser:
Desde fuera de la noche que me deslumbra,
brillante como el sol de polo a polo,
doy gracias a Dios al que reconozco
en Cristo como el conquistador de mi alma.
Gracias a su dominio de las circunstancias,
no he tenido una mueca de dolor mi he gritado con fuerza.
Bajo esa ley que los hombres llaman azar
mi cabeza está alegre y humildemente inclinada.
Más allá de este lugar de pecado y lágrimas
¡qué vida con Él! Y su ayuda,
a pesar de la amenaza de los años,
me mantiene y siempre me mantendrá sin miedo.
Nada temo a pesar de lo estrecho de la puerta.
Él ha limpiado de castigo la sentencia.
Cristo es el dueño de mi suerte,
Cristo es el capitán de mi alma.
Me rindo ante esta magistral forma de expresar y corregir el arrière goût que me quedaba en el fondo de la boca con el poema “Invictus”.
¿Quién es el capitán de tu alma?
Es impresionante cómo Clint Eastwood, que empezó como actor en películas de serie C, ha acabado siendo uno de los mejores y más prolíficos directores de cine del momento. Sus películas se cuentan por éxitos y aparecen a un ritmo de varias al año. Y todas ellas son películas que te hacen pensar y que dan pie a interesantes conversaciones posteriores. La última, “Invictus”, sobre Nelson Mandela, ha conseguido superar, a mi entender, a la magnífica “Gran Torino”. Muchas cosas podrían decirse de la trayectoria vital de Nelson Mandela antes y después de ser Presidente de Sudáfrica, pero Eastwood habla de él tomando como telón de fondo algo que podría parecer de importancia secundaria: el rugby. A través de este deporte se despliega una personalidad gigantesca en la que el perdón inteligente, la bondad sencilla, la falta de odio o, siquiera, de justo rencor, nos va llenando de profunda admiración hacia un tipo de liderazgo, encarnado en un tipo de persona, que el mundo y los dirigentes de las naciones necesitan a gritos.
Pero no es de Nelson Mandela de quien quiero hablar en estas líneas. En un momento de la película, Mandela llama a su despacho al capitán del equipo de rugby emblemático de Sudáfrica. Está teniendo unos resultados lamentables y en menos de un año se va a jugar en su país el mundial de rugby de 1995. Mandela se impone la casi imposible tarea de hacer del rugby, símbolo del poder blanco y deporte odiado por los negros, un vehículo de unión nacional de unos y otros. El Presidente pregunta al jugador cómo lidera a su equipo. El joven capitán lo dice que lo hace con el ejemplo.
- Eso está muy bien, hijo –le dice, más o menos, el Presidente al jugador– pero hace falta algo
más. Es necesaria la inspiración. Hay que darles inspiración. Yo, en mis peores momentos de
los 27 años que estuve en la prisión de Robben island, encontré mi inspiración en un poema de
un escritor victoriano. ¿Le importa que se lo de?
Le entrega entonces una hoja de papel con el poema. En la película, en unos y otros momentos, van apareciendo retazos de ese poema, pero nunca se recita entero. Ni siquiera por partes se recita la poesía entera. Tampoco se habla del autor. Al día siguiente de ver la película, una sobrina mía que la vio conmigo me mandó un mail en el que, junto con el poema, venían algunos pequeños detalles de la vida del autor, William Ernest Henley. Confieso mi incultura diciendo que nunca había oído este nombre. Es de este poema, “Invictus”, más que de la película, de lo que quiero hablar aquí.
Henley nació en 1849 y a los 12 años, a causa de la tuberculosis en los huesos, tuvo que serle amputada una pierna. Alumno de Oxford, escribió su poema “Invictus” en 1875, con 26 años, enfermo en un hospital. Murió a los 53 años tras una vida de éxito como poeta, editor y crítico literario. He aquí el texto del poema en inglés y la mejor traducción que he sabido hacer de él:
Out of the night that covers me,
Black as the pit from pole to pole,
I thank whatever gods may be
For my unconquerable soul.
In the fell clutch of circumstance
I have not winced nor cried aloud.
Under the bludgeonings of chance
My head is bloody, but unbowed.
Beyond this place of wrath and tears
Looms but the Horror of the shade,
And yet the menace of the years
Finds and shall find me unafraid.
It matters not how strait the gate,
How charged with punishments the scroll,
I am the master of my fate:
I am the captain of my soul.
He aquí la traducción:
Desde fuera de la noche que me cubre,
negra como un pozo de polo a polo,
doy gracias a cualquier dios que pudiera existir,
por mi alma inconquistable.
Atrapado en las garras de las circunstancias
no he tenido una mueca de dolor ni he gritado con fuerza,
apaleado por el azar
mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Más allá de este lugar de rabia y lágrimas
sólo yace el Horror de las sombras
y, sin embargo, la amenaza de los años
me encuentra y me encontrará siempre sin miedo.
No importa cuan estrecha sea la puerta,
cuan cargada de castigos la sentencia,
yo soy el dueño de mi suerte:
yo el capitán de mi alma.
Este poema me produce un enorme respeto y admiración, acompañados, como en un “arrière goût”, de un sentimiento muy extraño, que me ha costado definir y clarificar y que podría ser como una mezcla de ternura, lástima y asombro. Son estos sentimientos los que me gustaría explicar.
Los primeros, los de respeto y admiración, no creo que necesiten explicación. Todo ser humano que es capaz de sobreponerse a una suerte adversa con su voluntad de vivir y de ser más fuerte que su adversidad, tiene forzosamente que producir esos sentimientos. No creo que pueda haber nadie que no los experimente ante este poema y las circunstancias vitales de su autor. Ya desde el primer verso el autor nos hace ver cómo es capaz de trascender la negra noche que le cubre, y todo el poema es una lucha titánica para acabar proclamándose el dueño de su suerte y el capitán de su alma.
Más difíciles de explicar son los segundos: ternura, lástima y asombro. Intentaré describir pobremente ese “arrière goût”. No hablaré de cada uno de los tres por separado, porque las tres palabras son sólo eso, pobres palabras que malamente pueden ser capaces de describir un sentimiento tan complejo. Para expresar esta pobreza tomaré prestadas unas palabras a Chesterton. Nos dice:
“El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de un bosque otoñal... cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo”.
También Borges, en su famoso relato de “El Aleph” se lamenta de la imposibilidad de transmitir con palabras su visión de un Aleph:
“... empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten;
Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura y falsedad. [...] Algo, sin embargo, recogeré”.
¿Qué sentimientos puede despertar un niño que llora en la noche, pero que no quiere abrir la puerta a sus padres que llaman a ella para entrar y consolarle? ¿O un guerrero romántico que luchase por el bien, arrostrando los embates del enemigo, superior en número y en armamento, sin querer ponerse una cota de malla de “mithril”, cómoda, flexible e impenetrable que se le ofrece ni aceptar una Excalibur buena y poderosa?
El poema transmite la sensación del deseo de una absoluta autonomía basada en la propia fortaleza, a costa de desdeñar cualquier consuelo o ayuda procedente de fuera de la noche que nos cubre, negra como un pozo de polo a polo. No excluye, es cierto, el agradecimiento a unos hipotéticos dioses que pudieran existir, que tal vez fuesen los donantes de esa fortaleza. Pero si existen o alguna vez existieron tales dioses, son impotentes para ayudarnos en la lucha de la vida o no quieren hacerlo. Y, sin embargo, ¿por qué ha de ser así? En nombre de qué razonamiento lógico se excluye la existencia, la omnipotencia o el deseo de ayuda de esos dioses o de un sólo Dios. Hay como una especie de romanticismo –un poco nietzschiano, si se quiere–, un mucho orgulloso y totalmente estéril en esa negación. Pareciera como si ese enrocamiento en la soledad ante el destino fuese síntoma de fortaleza, pero no lo es. El sabor a ternura de ese “arrière goût” me impide decir que es, más bien, estupidez. Me dan ganas de preguntarle al autor, ¿por qué te empeñas en que nadie pueda sufrir contigo, en que nadie pueda tener compasión contigo? La palabra compasión, en ese mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos que es el lenguaje, nos produce rechazo, nos hiere como una humillación. Pero la etimología de las palabras les quita a veces algo de su arbitrariedad. Compasión viene de “padecer con”. Por eso no he escrito “compasión de ti”, sino “compasión contigo”. Y esa negación, me da lástima, que es un enternecimiento y compasión por los males de otro. Por eso me dan ganas de abrazar al pobre protagonista del poema y decirle lo que sé. Que sí hay quien padezca con nosotros, que ese alguien ya lo ha padecido antes con él, que sí hay quien nos ayude.
Confieso que de todos los horrores que envuelven la vida del autor, he experimentado sólo unos pocos aparte de la amenaza de los años, que también a mí me encuentra, hoy, sin miedo, aunque sí bastante cansado. Pero no comparto con él que más allá de este lugar de rabia y lágrimas sólo yace el Horror de las sombras. Más allá de este valle de lágrimas, brilla el país de la Vida. Y quien ha padecido con nosotros todos nuestros males, también conducirá nuestros necesarios esfuerzos, a través del Horror de las sombras, hacia ese país. Entonces sí resultaremos finalmente victoriosos de la vida, aunque hayamos sufrido muchas derrotas en ella y no podamos jactarnos de haberlo conseguido solos. Pero ¿alguien cree que tener que agradecer a alguien su ayuda para obtener la victoria más allá de las derrotas es menos enriquecedor que sentirse su único artífice? ¿O que el orgullo es más humanizador que el agradecimiento, no sólo por los dones, sino también por la ayuda a nuestra insuficiencia?
Además, si no fuese así, tendría que dar la razón a Sartre cuando dice en su obra de teatro Barioná: “la vida es una derrota, nadie sale victorioso, todo el mundo resulta vencido; todo ha ocurrido siempre para mal y la mayor locura del mundo es la esperanza”. Tiene razón Sartre, en parte. Nadie sale invicto de la vida. Todos sufrimos derrotas. S no hubiese ese alguien, ni el protagonista del poema ni yo, ni ningún ser humano, resultaría nunca victorioso al final y no habría lugar para la última esperanza. Todos seríamos vencidos, al menos una vez, la decisiva, en última instancia, por la guadaña de la muerte. A no ser que alguien haya vencido a la muerte por todos nosotros. A no ser que alguien, por muy cargada de castigos que venga la sentencia de esta vida, haya comprado para todos nosotros una sentencia absolutoria para la otra. Sólo así resultaríamos victoriosos. Que se acepte gratuitamente la visión sartriana de la vida es algo que no puede sino llenarme de asombro. ¿Por qué? ¿Quien ha demostrado nunca que las cosas sean así? El peso de la prueba, ¿no debería recaer sobre esta visión absurdamente catastrofista? ¿Por qué tanta gente la ha aceptado?
Creo que la razón estriba en que se piensa que aceptarla es propio de personas fuertes. Pero, ¿lo es? No lo creo. Puede ser, en todo caso, propio de personas más duras, pero no más fuertes. Más duros con nosotros y con los demás. Nada más frígido que la dureza. ¿Cómo vamos a tener compasión de los otros –padecer con ellos– o lástima– enternecernos con las penas del otro– si no nos podemos dejar enternecer con las nuestras, ni padecerlas? La fortaleza, en cambio, sí puede ser cálida si está más cerca de la humildad que en la soberbia.
No se me entienda mal. No digo, ni de lejos, que debamos caer en la blanda autocompasión o en el victimismo. Creo que la recia voluntad de victoria, de superación de nuestros dolores y adversidades, el seguir caminando con toda nuestra fuerza por este lugar de ira y lágrimas con la cabeza ensangrentada, pero erguida, es una actitud magnífica, poderosa y digna del mayor respeto y admiración. A fin de cuentas, estamos hablando de la virtud de la fortaleza. Pero ignorar nuestros límites, despreciar la cota de malla de “mithril”, tirar a Excalibur, negarnos a aceptar ningún consuelo desde fuera de la noche que nos cubre, negra como un pozo de polo a polo, creernos superhombres, es un error tan terrible como enternecedor, lastimoso y asombroso. Ningún error que tenga éxito es un error completo. Todos los errores que triunfan pasan por tomar la parte por el todo. El mito del superhombre no ha hecho sino incrementar el Horror de las sombras para la humanidad. Por eso es terrible. Así pues, renuncio a ser el capitán de mi alma. Seré un aguerrido soldado a sus órdenes. Diré, como Walt Whitman decía ante el cadáver del Presidente Lincoln recién asesinado, “¡Oh Capitán, mi Capitán!” Sólo que mi Capitán ha vencido a la muerte.
Por todo esto intento decir con un balbucientemente mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos lo que me ha hecho sentir este poema. Probablemente, los dioses que puedan existir me hayan negado una imagen que pueda expresar mi Aleph. Sin embargo, este escrito, que puede estar contaminado de literatura, no lo está de falsedad. Pero es posible que el Dios que sí existe abra los oídos de la mente de alguien que pueda leer estas líneas, para entender el respeto, la admiración y ese “arrière goût” formado de cosas que pueden parecerse a la ternura, la lástima y el asombro que me ha causado el poema “Invictus”.
Tal vez, en una próxima entrada hable un poco más de mi Aleph. Tal vez pueda proporcionar algo de inspiración para vivir la vida con sana fortaleza.
Post scriptum:
Después de escribir lo anterior, a punto ya de publicarlo en el blog, un amigo mío me puso al corriente de dos hechos relacionados con Invictus.
El primero, más relacionado con la pelicula y la vida de Mandela que con el poema Invictus, que lo que había escrito en el papel que el Presidente de Sudáfrica le dio al capitán del equipo de rugby de su país, no era el poema “Invictus” de Henley, sino un extracto de un discurso pronunciado en 1910 por el Presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosvelt. Lo escrito en ese papel era:
“It is not the critic who counts; not the man who points out how the strong man stumbles, or where the doer of deeds could have done them better. The credit belongs to the man who is actually in the arena, whose face is marred by dust and sweat and blood; who strives valiantly; who errs, who comes short again and again, because there is no effort without error and shortcoming; but who does actually strive to do the deeds; who knows great enthusiasms, the great devotions; who spends himself in a worthy cause; who at the best knows in the end the triumph of high achievement, and who at the worst, if he fails, at least fails while daring greatly, so that his place shall never be with those cold and timid souls who neither know victory nor defeat”.
Que traducido al español sería:
“No es el hombre crítico el que cuenta; tampoco el que señala cómo se tambalea el hombre fuerte, o qué podría haber hecho mejor el hombre de acción. El mérito es para el que está realmente en la arena, cuyo rostro está manchado de polvo y sudor y sangre; que lucha valientemente; que se equivoca; que fracasa una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin error ni fracaso; pero que sigue luchando con los hechos; que conoce grandes entusiasmos y profesa grandes devociones; que se gasta a sí mismo por una causa valiosa; que en los buenos momentos sabe que el triunfo está, al final, en los grandes logros y, en los malos, que si falla, al menos falla atreviéndose a la grandeza, de forma que su sitio no estará nunca entre las almas frías y tímidas que nunca conocerán ni la victoria ni la derrota”.
El segundo hecho es que alguien, al leer el poema “Invictus”, ha sentido un “arrière goût” parecido al mío. Se trata de Dorothea Day –por favor, no confundir con la actriz americana de comedias dulzonas, Doris Day. Dorothea Day fue una periodista americana, activista social y anarquista nacida en 1897 y que en 1930 se convirtió al catolicismo. Murió en 1980 y Juan Pablo II autorizo el inicio de su causa de beatificación. En algún momento entre 1930 y su muerte, escribió un poema, titulado “My Captain”, en el que expresa ese “arrière goût” parafraseando verso a verso el poema “Invictus” de Henley. Dice así:
Out of the night that dazzles me,
Bright as the sun from pole to pole,
I thank the God I know to be
For Christ the conqueror of my soul.
Since His the sway of circumstance,
I would not wince nor cry aloud.
Under that rule which men call chance
My head with joy is humbly bowed.
Beyond this place of sin and tears
That life with Him! And His the aid,
Despite the menace of the years,
Keeps, and shall keep me, unafraid.
I have no fear, though strait the gate,
He cleared from punishment the scroll.
Christ is the Master of my fate,
Christ is the Captain of my soul.
Cuya traducción podría ser:
Desde fuera de la noche que me deslumbra,
brillante como el sol de polo a polo,
doy gracias a Dios al que reconozco
en Cristo como el conquistador de mi alma.
Gracias a su dominio de las circunstancias,
no he tenido una mueca de dolor mi he gritado con fuerza.
Bajo esa ley que los hombres llaman azar
mi cabeza está alegre y humildemente inclinada.
Más allá de este lugar de pecado y lágrimas
¡qué vida con Él! Y su ayuda,
a pesar de la amenaza de los años,
me mantiene y siempre me mantendrá sin miedo.
Nada temo a pesar de lo estrecho de la puerta.
Él ha limpiado de castigo la sentencia.
Cristo es el dueño de mi suerte,
Cristo es el capitán de mi alma.
Me rindo ante esta magistral forma de expresar y corregir el arrière goût que me quedaba en el fondo de la boca con el poema “Invictus”.
¿Quién es el capitán de tu alma?
17 de febrero de 2010
Frases 17-II-2010
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: “¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”
Juan Pablo II Carta a los artistas.
La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: “¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”
Juan Pablo II Carta a los artistas.
14 de febrero de 2010
Soporte de la fe en Cristo III. Una muestra arqueológica de que Cristo no es un mito.
Tomás Alfaro Drake
¿Cuándo empezaron los cristianos a adorar a Cristo como Dios? Para la crítica positivista decimonónica, esto fue un mito creado por los cristianos. Pero, como se vio en el artículo anterior, el mismo David Strauss reconocía que para crear ese mito hace falta más de un siglo de distancia con los hechos. Por tanto, si se descubriesen evidencias de que en fechas cercanas a la muerte de Jesús ya había mucha gente que creía que era Dios, la teoría del mito se derrumbaría. Voy a presentar una evidencia arqueológica de esto.
En muchas excavaciones arqueológicas se ha encontrado grabado en piedra, a lo largo del territorio que fue el Imperio Romano, el siguiente cuadrado "mágico".
SATOR
AREPO
TENET
OPERA
ROTAS
La gracia de este cuadrado, lo que lo hace "mágico" es que puede leerse el mismo texto en cuatro direcciones diferentes. Traducido más o menos correctamente vendría a decir:
El sembrador Arepo sostiene las ruedas con trabajo.
Un mensaje, la verdad, bastante estúpido. Esta muestra de ingenio inútil no parece justificar su difusión por todo el Imperio a partir del siglo III. La inscripción más antigua del cuadrado que se conocía hasta hace poco databa de esa fecha. Se había encontrado en Dura Europos, un castro romano de la frontera oriental del Imperio. Pero los había por todo él, datados en fechas posteriores.
Desde que empezó a aparecer, todos los arqueólogos se preguntaban qué querría decir. Debía ser un texto cifrado. El mensaje debería ser importante, pues si no, no se justificaría su ubicuidad, y comprometido, pues si no, no se justificaría su cifrado. Había indicios de que la interpretación podría tener alguna relación con las creencias cristianas. La palabra TENET, en vertical y horizontal, forma una cruz, y las letras de los cuatro extremos son cuatro T’s. La T, es también la Tau, última letra del alfabeto hebreo. Ezequiel (9, 4) habla de seis hombres enviados por Yavé para matar a todos los habitantes de Jerusalén. Pero otro hombre, también enviado por Yavé, va con ellos, vestido de blanco, marcando en la frente a los que deben ser salvados de la muerte, porque “gimen y lloran por las abominaciones que se cometen en ella”. Ahora bien, “marca”, en hebreo se dice Tau. Por eso, desde muy pronto, los cristianos vieron en la Tau el símbolo de la muerte vencida por la cruz, ya que tiene también forma de cruz. Además, las cuatro Taus de los cuatro extremos de la cruz, están flanqueadas por la A y la O, el Alfa y el Omega. Pero nadie había propuesto ninguna interpretación razonable del cuadrado. En 1925, los profesores Félix Grosser y Sigrud Agrell llegaron, por separado, a una interpretación que justificaba su importancia y su necesidad de secreto para los primeros cristianos. Propusieron lo siguiente:
......................................................................... P
......................................................................... A
...................................................................... ATO
......................................................................... E
......................................................................... R
............................................................ PATERNOSTER
......................................................................... O
......................................................................... S
...................................................................... OTA
......................................................................... E
......................................................................... R
Esta interpretación mantiene en el centro la N, única letra que aparece una sola vez en el cuadrado. Además cada letra del mismo tiene su correspondencia en la interpretación y no sobra ni falta ninguna. Como en el cuadrado, Alfa y Omega enmarcan la Tau de la cruz. Su contenido era de extrema importancia para los cristianos –era, nada menos que su credo– y su cifrado estaría más que justificado, dada su situación de perseguidos. Esta interpretación, nos dice que en el siglo III, los cristianos ya adoraban a un hombre muerto en la cruz, al que consideraban el Alfa y el Omega -el principio y el fin-, título que se le da a Cristo en el libro del Apocalipsis, que salvaba de la muerte. Ya se rezaba el Padrenuestro, que había sido ya traducida al latín en esa fecha. Pero, aún esto no desmontaría la hipótesis del mito, pues en el siglo III ya habría dado tiempo a su creación.
Pero en 1936, se encontró en Pompeya una columna en la que aparecía el cuadrado con un triángulo encima –símbolo de la trinidad– y las letras ATO al lado. Parece que hay poco lugar a dudas de que la interpretación de Grosser y Agrell es correcta. Este descubrimiento nos dice algo muy importante. Pompeya fue enterrada por la erupción del Vesubio en el año 78 d. de C. Por tanto, la fecha de la inscripción tiene que ser anterior a esa. Así pues, para el año 78 ya había en pleno corazón del Imperio Romano, cristianos que se reconocían secretamente por ese cuadrado.
Pero volvamos al texto del cuadrado mágico. La palabra latina SATOR, cuya traducción más inmediata es sembrador, tiene una segunda y tercera acepción que son, respectivamente, padre y creador. El nombre propio de este “sembrador” parece ser AREPO, cuya primera y última letra son Alfa y Omega. Parece claro, por tanto, que el texto se refiere, por una parte, a Dios, Padre y Creador. Pero, por otra parte, en uno de los últimos pasajes del Apocalipsis, Cristo se define como el Alfa y el Omega, por lo que en el cuadrado, estaría cifrada, desde el siglo I, la fe en la unidad de Cristo y Dios Padre. El mensaje del texto podría entonces ser:
El Creador, el Alfa y el Omega (Cristo), sostiene las ruedas con trabajo.
No había peligro de que nadie diese esta traducción al cuadrado sin tener las claves de interpretación. Sin duda, esta traducción tiene mucho más sentido que la primera, pero sigue planteando preguntas acerca del sentido de que Dios sostenga tenga unas ruedas con trabajao.
La rueda, ha sido siempre una representación de la fortuna, que a veces nos lleva a las alturas para, inmediatamente situarnos en lo más bajo. El Creador maneja con su Providencia la rueda de la fortuna. La frase, pues, podría quedar como sigue, con una traducción simbólica:
El Creador, el Alfa y el Omega (Cristo), sostiene con su Providencia las ruedas de la fortuna.
Un mensaje de esperanza en la época de persecución que vivían los cristianos. Decía a los primeros cristianos que Dios, aunque pareciese dormido, pondría en su momento y definitivamente a cada cual en su sitio, aunque la rueda de la fortuna trastocase las cosas en este mundo.
Por tanto, hay también pruebas arqueológicas de que los evangelios no son una mito. El cuadrado nos dice que en el año 78 había cristianos que hablaban latín y que creían en la Encarnación de Dios en Jesucristo, al que adoraban como Dios, del que afirmaban que había muerto en la cruz, que creían en la resurrección y por cuya causa estaban dispuestos a correr graves peligros, porque confiaban en la justicia final de su Providencia. Definitivamente, la hipótesis del mito tardío inventado en el siglo IV por los cristianos no se tiene de pie.
¿Cuándo empezaron los cristianos a adorar a Cristo como Dios? Para la crítica positivista decimonónica, esto fue un mito creado por los cristianos. Pero, como se vio en el artículo anterior, el mismo David Strauss reconocía que para crear ese mito hace falta más de un siglo de distancia con los hechos. Por tanto, si se descubriesen evidencias de que en fechas cercanas a la muerte de Jesús ya había mucha gente que creía que era Dios, la teoría del mito se derrumbaría. Voy a presentar una evidencia arqueológica de esto.
En muchas excavaciones arqueológicas se ha encontrado grabado en piedra, a lo largo del territorio que fue el Imperio Romano, el siguiente cuadrado "mágico".
SATOR
AREPO
TENET
OPERA
ROTAS
La gracia de este cuadrado, lo que lo hace "mágico" es que puede leerse el mismo texto en cuatro direcciones diferentes. Traducido más o menos correctamente vendría a decir:
El sembrador Arepo sostiene las ruedas con trabajo.
Un mensaje, la verdad, bastante estúpido. Esta muestra de ingenio inútil no parece justificar su difusión por todo el Imperio a partir del siglo III. La inscripción más antigua del cuadrado que se conocía hasta hace poco databa de esa fecha. Se había encontrado en Dura Europos, un castro romano de la frontera oriental del Imperio. Pero los había por todo él, datados en fechas posteriores.
Desde que empezó a aparecer, todos los arqueólogos se preguntaban qué querría decir. Debía ser un texto cifrado. El mensaje debería ser importante, pues si no, no se justificaría su ubicuidad, y comprometido, pues si no, no se justificaría su cifrado. Había indicios de que la interpretación podría tener alguna relación con las creencias cristianas. La palabra TENET, en vertical y horizontal, forma una cruz, y las letras de los cuatro extremos son cuatro T’s. La T, es también la Tau, última letra del alfabeto hebreo. Ezequiel (9, 4) habla de seis hombres enviados por Yavé para matar a todos los habitantes de Jerusalén. Pero otro hombre, también enviado por Yavé, va con ellos, vestido de blanco, marcando en la frente a los que deben ser salvados de la muerte, porque “gimen y lloran por las abominaciones que se cometen en ella”. Ahora bien, “marca”, en hebreo se dice Tau. Por eso, desde muy pronto, los cristianos vieron en la Tau el símbolo de la muerte vencida por la cruz, ya que tiene también forma de cruz. Además, las cuatro Taus de los cuatro extremos de la cruz, están flanqueadas por la A y la O, el Alfa y el Omega. Pero nadie había propuesto ninguna interpretación razonable del cuadrado. En 1925, los profesores Félix Grosser y Sigrud Agrell llegaron, por separado, a una interpretación que justificaba su importancia y su necesidad de secreto para los primeros cristianos. Propusieron lo siguiente:
......................................................................... P
......................................................................... A
...................................................................... ATO
......................................................................... E
......................................................................... R
............................................................ PATERNOSTER
......................................................................... O
......................................................................... S
...................................................................... OTA
......................................................................... E
......................................................................... R
Esta interpretación mantiene en el centro la N, única letra que aparece una sola vez en el cuadrado. Además cada letra del mismo tiene su correspondencia en la interpretación y no sobra ni falta ninguna. Como en el cuadrado, Alfa y Omega enmarcan la Tau de la cruz. Su contenido era de extrema importancia para los cristianos –era, nada menos que su credo– y su cifrado estaría más que justificado, dada su situación de perseguidos. Esta interpretación, nos dice que en el siglo III, los cristianos ya adoraban a un hombre muerto en la cruz, al que consideraban el Alfa y el Omega -el principio y el fin-, título que se le da a Cristo en el libro del Apocalipsis, que salvaba de la muerte. Ya se rezaba el Padrenuestro, que había sido ya traducida al latín en esa fecha. Pero, aún esto no desmontaría la hipótesis del mito, pues en el siglo III ya habría dado tiempo a su creación.
Pero en 1936, se encontró en Pompeya una columna en la que aparecía el cuadrado con un triángulo encima –símbolo de la trinidad– y las letras ATO al lado. Parece que hay poco lugar a dudas de que la interpretación de Grosser y Agrell es correcta. Este descubrimiento nos dice algo muy importante. Pompeya fue enterrada por la erupción del Vesubio en el año 78 d. de C. Por tanto, la fecha de la inscripción tiene que ser anterior a esa. Así pues, para el año 78 ya había en pleno corazón del Imperio Romano, cristianos que se reconocían secretamente por ese cuadrado.
Pero volvamos al texto del cuadrado mágico. La palabra latina SATOR, cuya traducción más inmediata es sembrador, tiene una segunda y tercera acepción que son, respectivamente, padre y creador. El nombre propio de este “sembrador” parece ser AREPO, cuya primera y última letra son Alfa y Omega. Parece claro, por tanto, que el texto se refiere, por una parte, a Dios, Padre y Creador. Pero, por otra parte, en uno de los últimos pasajes del Apocalipsis, Cristo se define como el Alfa y el Omega, por lo que en el cuadrado, estaría cifrada, desde el siglo I, la fe en la unidad de Cristo y Dios Padre. El mensaje del texto podría entonces ser:
El Creador, el Alfa y el Omega (Cristo), sostiene las ruedas con trabajo.
No había peligro de que nadie diese esta traducción al cuadrado sin tener las claves de interpretación. Sin duda, esta traducción tiene mucho más sentido que la primera, pero sigue planteando preguntas acerca del sentido de que Dios sostenga tenga unas ruedas con trabajao.
La rueda, ha sido siempre una representación de la fortuna, que a veces nos lleva a las alturas para, inmediatamente situarnos en lo más bajo. El Creador maneja con su Providencia la rueda de la fortuna. La frase, pues, podría quedar como sigue, con una traducción simbólica:
El Creador, el Alfa y el Omega (Cristo), sostiene con su Providencia las ruedas de la fortuna.
Un mensaje de esperanza en la época de persecución que vivían los cristianos. Decía a los primeros cristianos que Dios, aunque pareciese dormido, pondría en su momento y definitivamente a cada cual en su sitio, aunque la rueda de la fortuna trastocase las cosas en este mundo.
Por tanto, hay también pruebas arqueológicas de que los evangelios no son una mito. El cuadrado nos dice que en el año 78 había cristianos que hablaban latín y que creían en la Encarnación de Dios en Jesucristo, al que adoraban como Dios, del que afirmaban que había muerto en la cruz, que creían en la resurrección y por cuya causa estaban dispuestos a correr graves peligros, porque confiaban en la justicia final de su Providencia. Definitivamente, la hipótesis del mito tardío inventado en el siglo IV por los cristianos no se tiene de pie.
10 de febrero de 2010
Frases 10-II-2010
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La belleza salvará al mundo.
Feodor Dostoyevsky
La belleza salvará al mundo.
Feodor Dostoyevsky
7 de febrero de 2010
La fe en Cristo II ¿Podemos saber algo de Jesús?
Tomás Alfaro Drake
En el artículo anterior, de la mano de autores de la antigüedad, vimos que era innegable que en el siglo I vivió un rabino judío, creador de una secta del judaísmo, que fue crucificado por los romanos en connivencia con los jefes de los judíos. Pero ¿podemos saber lo que realmente dijo e hizo ese rabí? Cierta crítica decimonónica –especialmente la de David Strauss y Ernest Renan–, afirmaba que nada podemos saber del Jesús histórico –ellos no dudaban de su existencia–, pero decían que su figura histórica había quedado absorbida y eclipsada por el Jesús mitificado por los cristianos, y que realmente los únicos datos que disponíamos de su vida provenían del evangelio, al que no consideraban fiable.
Hay que aclarar el concepto de mito. Un mito es una historia con una base real, pero que al transmitirse por vía oral durante siglos, antes de ponerse por escrito, va deformando su contenido, dejando vagos retazos de la historia real, desfigurados. Tal sería el caso de la guerra de Troya. Sabemos que la ciudad de Troya era una próspera ciudad prehelénica minoica, del siglo XII a. de C., que controlaba el comercio a través del Helesponto. Los aqueos, por entonces un pueblo bárbaro, la saquearon para quedarse con sus riquezas. Esta gesta fue transformándose con el tiempo, hasta que en el siglo VIII a. de C. Homero escribió la Iliada, contándonos el mito de la guerra que los aqueos hicieron para rescatar a Helena, mujer de Menelao, rey de Esparta, seducida por Paris, hijo del rey de Troya. En la Iliada aparecen personajes de leyenda, posiblemente con alguna base real, como los citados más Héctor, Aquiles, Odiseo, etc. Para que el mito apareciera fueron necesarios cuatro siglos de deformaciones orales. La investigación histórica ha sacado a la luz la realidad de la guerra de Troya.
Veamos ahora la tesis de las críticas que afirman el origen mítico de los evangelios: Sobre la figura del Jesús histórico se habrían ido acumulando leyendas inventadas por sus seguidores hasta que, en el siglo IV, se habrían puesto por escrito los evangelios que sancionaban esta mitificación. El mismo Strauss en su “Vida de Jesús” dice: “La historia evangélica sería inatacable si se probase que había sido escrita por testigos oculares o por lo menos por autores cercanos a los sucesos”. De ahí que asegurasen, sin ningún criterio fiable, que los evangelios se habían puesto por escrito en el siglo IV. Su razonamiento apriorístico era como sigue: “Como los evangelios tienen que ser un mito, han tenido que ser escritos en una época tardía”. Pero, ¿es esto cierto? Categóricamente no. Hoy sabemos con casi total seguridad que, al menos el evangelio de Marcos, fue escrito antes del año 50. Veamos por qué se sabe.
Empiezo por un hecho muy concreto. En 1947 unos niños palestinos que pastoreaban sus rebaños, descubrieron unas cuevas excavadas en las paredes del mar Muerto –las cuevas de Qumrán. En ellas había miles de ánforas selladas, que contenían pergaminos. Qumrán fue el refugio de los esenios, una secta judía que vivía en comunidades y se dedicaban al estudio de las Sagradas Escrituras. Buscaban todo tipo de manuscritos religiosos judíos, generalmente en arameo o hebreo. Qumrán fue abandonada en el año 68 d. de C. Se han llevado a cabo miles de investigaciones acerca de esos pergaminos. Desgraciadamente, la conservación de los pergaminos es muy deficiente y, al descubrirse las cuevas, se encontraron, sobre todo, pequeñas piezas con unas pocas palabras. Pero no hay una de esas piezas que no haya pasado por el escrutinio de muchos paleógrafos. Una de ellas es el fragmento P7Q5 (Papiro de la cueva 7 de Qumrán, fragmento 5), de sólo unos pocos centímetros cuadrados. Se encontró en un ánfora sellada llegada de Roma el año 50 d. de C. La cueva 7 de Qumrán contenía documentos en griego, en su mayoría del Antiguo Testamento. En este pequeño fragmento pueden verse unos retazos de 5 líneas en griego. En la línea que más caracteres tiene pueden verse siete y en la que menos, tan sólo uno. José O’Callaghan, paleógrafo jesuita de reconocido prestigio científico investigó este fragmento. Para descubrir de qué escrito era el fragmento, O’Callaghan recurrió a un método ingenioso, corriente entre este tipo de investigadores. Se toman miles de textos escritos en el mismo idioma que el fragmento investigado. Se ponen en una escritura del tamaño y el interlineado del fragmento, suponiendo varios anchos del pergamino. Después se ve si en alguna parte del texto analizado se produce una superposición con el fragmento. Si no es así, se estima que el fragmento no es parte de ese texto. Si se produce esta superposición se estima altamente probable que el fragmento sea parte del mismo. Como casi todos los textos de la cueva eran de la Torá, O’Gallaghan cotejó el fragmento con todos los textos de la versión griega de ésta. Después de muchos intentos fallidos, probó con los evangelios. ¡Eureka! En el de san Marcos texto se superponía con Marcos 6, 52-53 que dice: “llegaron a tierra en Genesaret”. Antes de publicarlo, O’Callaghan lo discutió con varios colegas que corroboraron su conclusión. Cuando lo publicó, se desató una polémica llena descalificaciones “ad hominem” más que científicas. Pero, poco a poco, gran mayoría de los paleógrafos han llegado a reconocer que el fragmento P7Q5 se corresponde con Marcos 6, 52-53.
Este hallazgo es de gran importancia. Nos dice que el evangelio de Marcos ya circulaba por Roma en el año 50, hasta el punto de atraer el interés de los esenios. Si para el año 50 ya era popular en Roma, con las comunicaciones de la época, ya debería estar escrito hacia el año 40, es decir, menos de una década después de la muerte de Cristo. Pero hay más. Cualquiera que sepa francés, si lee en un libro que cree escrito originalmente en español una frase como: “Luis tenía gran afecto por María y por lo tanto, la abandonó”, se da cuenta de que es una traducción del francés hecha por alguien que no conoce bien ese idioma. Porque la palabra francesa pourtant no quiere decir “por lo tanto” –como pensaría quien no sepa bien francés– sino “sin embargo”. Entonces la frase tiene sentido “Luis tenía gran afecto por María y sin embargo, la abandonó”. El evangelio de Marcos y el de Mateo, aparentemente escritos originalmente en griego, están llenos de traducciones serviles de ese estilo provenientes del arameo. Esto indica que fueron escritos originalmente en esa lengua y no en griego. Este hecho adelanta aún más la redacción del evangelio de Marcos. Por tanto, parece que fue escrito antes del año 40 y en arameo. Pero esto tiene nuevas implicaciones. Todos los escrituristas coinciden en que en el evangelio de Marcos hay hechos y afirmaciones que indican que se escribió bajo la influencia de Pedro. Ahora bien, por esas fechas, Pedro estaba todavía en Judea o en Antioquía, a tiro de piedra del lugar donde tuvieron lugar los hechos narrados en él.
Todos los estudiosos del fenómeno de la creación de mitos, afirman que para que el mito aparezca, es necesario que lo que narra no pueda ser contrastado por las personas que presenciaron los hechos. Si un americano de los años 80 del siglo XX afirmase que Elvis Presley, además de cantante de rock, era doctor en filología clásica por la universidad de Indiana, absolutamente nadie le tomaría en serio. Pero si un profesor sueco de lenguas clásicas del siglo XXV lo afirmase en su tesis doctoral, la cosa podría tomarse por cierta (Debo esta ingeniosa comparación al Prof. Doctor D. Salvador Antuñano de la Universidad Francisco de Vitoria). Por eso los estudiosos de los mitos establecen tres condiciones para que se pueda forjar uno: otro lugar, otro tiempo, otra lengua. Por eso Strauss partiendo de la premisa mayor de que los evangelios tenían que ser un mito, concluyó que tenían que haber sido escritos en Roma o Constantinopla, siglos más tarde y en griego. Pero parece que no. Parece que, al contrario de lo que pasó con el mito de Troya, en el que las investigaciones han desmentido la historia mítica, en el caso de los evangelios ocurre lo contrario. Las investigaciones muestran a cada hallazgo con más certidumbre, que al menos dos evangelios fueron escritos en la proximidad geográfica al lugar de los hechos, inmediatamente después de éstos y en la lengua materna de quienes los habían presenciado. Por tanto, recorriendo a la inversa el mismo razonamiento de Strauss, parece que debemos concluir que los evangelios no pueden ser un mito. Podrían ser una burda mentira como si yo cuento hoy lo de Elvis Presley, pero no un mito. Más adelante analizaré la posibilidad de la mentira. Pero aún se puede apuntalar más la credibilidad de los evangelios.
Para juzgar la fiabilidad de un documento antiguo, hay tres criterios. El primero, la cercanía a los hechos de la primera vez que se pusieron por escrito. Hemos visto la diferencia entre los evangelios y la Iliada en este punto. Evangelios, unos años, Iliada, cuatro siglos. Pero ocurre que ni uno solo de los manuscritos originales de ningún texto de la antigüedad ha llegado a nuestros días. Todos se han perdido. Lo que tenemos es copias de copias de copias, todas ellas hechas a mano hasta la invención de la imprenta. Y en estas copias, van acumulándose los errores involuntarios y las interpolaciones voluntarias. Por tanto, y como segundo criterio, es muy importante saber cuánto tiempo ha transcurrido desde que el manuscrito original y la copia más antigua existente. Por último, y como tercer criterio, es importantísimo el número de copias disponibles. Cada una de ellas ha recorrido un diferente camino histórico de copias y recopias. Cotejando las diferencias entre ellas, se puede saber cuánto ha sido manipulado el texto y sacar un denominador común fiable. Volvamos a comparar los evangelios con la Iliada. De la Iliada se conservan 643 copias –entre fragmentos y copias enteras– de las que, los fragmentos más antiguos se remontan al año 400 a. de C. –es decir, 400 años después de la fecha estimada en que Homero escribió la Iliada– y la primera copia completa es del año 900 d. de C., es decir 1700 años después de Homero (conviene decir que estas joyas de la literatura universal se conservan gracias a los monasterios que en la “oscura edad media” se dedicaban a copiarlas). Si, para comparar el Nuevo Testamento con la Iliada, tomamos todas las copias del mismo anteriores a la imprenta –fragmentos y copias completas–, la cifra es impresionante. Son unos 5.000 manuscritos griegos, unos 10.000 latinos y unos 9.300 en otras lenguas como el siríaco, árabe, copto, armenio, etc. En total unas 24.000. O sea, unas cuarenta veces más que la Iliada y de mucha mayor fiabilidad por estar muchísimo más próximas al original. Pero la Iliada es, de lejos, el campeón de la fiabilidad comparado con el resto de documentos del mundo antiguo de los que nadie dudaría. De la Historia de Herodoto, escrita hacia el año 450 a. de C. disponemos de 8 copias incompletas, la más antigua del año 900 d. de C. De los Diálogos de Platón, que nos permiten saber lo que dijo Sócrates hacia el año 400 a. de C., tenemos 7 copias, la más antigua del año 900 d. de C. De la Guerra de las Galias de Julio César, en el siglo I a. de C, disponemos de 10 copias, las primeras del año 900. De la Historia de Roma de Tito Livio, escrita en los primeros años de nuestra era, tenemos el lujo de 19 copias, la más antigua del año 400. Pero lo más impresionante es que las 24.000 copias del Nuevo Testamento tienen una coincidencia asombrosa. Prácticamente literal. Sólo algunos pasajes no se encuentran en algunas copias. Lo que indica que en esas copias se saltaron esos pasajes y no que se añadiesen en la mayoría de copias en las que aparecen.
Pido disculpas por este apabullante aluvión de cifras (que debo, como mucho de lo aquí escrito, al Prof. Dr. D. Salvador Antuñano de la Universidad Francisco de Vitoria), pero era necesario para ver cómo, si creemos saber lo que dijo e hizo Sócrates a través de los escritos de Platón, con mucha mayor seguridad podemos creer que sabemos lo que hizo y dijo Cristo.
Pero tengo que dar una vuelta más a la tuerca. Y lo hago con otro ejemplo, tomado también del Prof. Antuñano. ¿Qué pasaría si se perdieran todas las copias, en todas las lenguas, de la novela “La familia de Pascual Duarte” de nuestro premio Nobel Camilo José Cela? Es muy posible que rebuscando en todo lo que se ha escrito en el mundo sobre esta obra, ensayos, tesis doctorales, artículos, etc., se pudiese reconstruir la novela entera con casi total exactitud. Pues eso pasa con el Nuevo Testamento. Si tomamos los escritos de los padres de la Iglesia de los primeros tres siglos, se reúnen 32.289 citas del Nuevo Testamento. El Nuevo Testamento tiene en total unos 8.000 versículos. Si suponemos que una cita tiene 10 versículos, las citas repiten el Nuevo Testamento unas 40 veces. Con esas citas se puede reconstruir el Nuevo Testamento casi al 100% de su extensión, con numerosas redundancias, prácticamente todas coincidentes. Los pasajes que no se pueden reconstruir son irrelevantes y los más importantes para la fe tienen redundancias superiores a 100 veces.
Por último, unas palabras sobre los evangelios apócrifos. Hay quien piensa que los apócrifos guardan secretos insondables que podrían dar al traste con la Iglesia y que, por tanto, ésta ha tenido buen cuidado en ocultarlos. En la biblioteca de mi casa tengo un libro en el que se pueden leer todos los apócrifos. No está editado por ninguna editorial esotérica, sino por la Biblioteca de Autores Cristianos, cuyo slogan dice “El pan de la cultura católica”. Cuando alguien, en mi casa, me saca este tema, voy a mi biblioteca, tomo el libro y le pido que lo abra al azar por la página que quiera. Pocas veces me falla. Suele encontrarse con un relato cuyo estilo fantasioso contrasta con la sobriedad de los textos evangélicos canónicos. Los evangelistas eran conscientes de que los hechos que narraban eran, de por sí, suficientemente extraordinarios como para no ser necesario aderezarlos con alharacas. Y creo que lo hacían a propósito para evitar la mitificación de los hechos. La mayoría de los apócrifos son historias piadosas, claramente míticas, escritas muy tardíamente, estos sí, hacia el siglo IV, aunque hay algunos anteriores. Y la Iglesia de ninguna manera ha querido, ni ahora ni nunca, que la historia de Jesús presenciada por al menos dos de los evangelistas, se mezcle con historias fantasiosas, por muy pías que sean. ¿Por qué se sabe que son del siglo IV en adelante? Porque, a diferencia de lo dicho con los evangelios canónicos, hay muy pocas citas de los apócrifos en los padres de la Iglesia anteriores al siglo IV. Son por tanto míticos, aunque las historias que cuentan sean “edificantes”.
Concluyendo: Los evangelios no pueden ser un mito forjado lentamente en la tradición oral a lo largo de los siglos, ya que, al menos dos fueron escritos en arameo, en la propia Palestina y muy pocos años después de que ocurrieran los hechos que narran. Es decir, vulneran los tres criterios establecidos como necesarios por los estudiosos de la aparición de historias míticas.
Pero el hecho de que no sean mitos no implica que no puedan ser un engaño urdido por los apóstoles. Podemos afirmar que si los evangelios no son una mentira urdida por los apóstoles de Cristo, no sólo podemos saber algo sobre Jesús, sino que de hecho, sabemos mucho. Juzgaremos la veracidad de los apóstoles en un próximo artículo. Pero antes de esto, y una vez descartado el mito, veremos lo que los autores de los evangelios dicen que dijo e hizo Jesús de Nazaret.
En el artículo anterior, de la mano de autores de la antigüedad, vimos que era innegable que en el siglo I vivió un rabino judío, creador de una secta del judaísmo, que fue crucificado por los romanos en connivencia con los jefes de los judíos. Pero ¿podemos saber lo que realmente dijo e hizo ese rabí? Cierta crítica decimonónica –especialmente la de David Strauss y Ernest Renan–, afirmaba que nada podemos saber del Jesús histórico –ellos no dudaban de su existencia–, pero decían que su figura histórica había quedado absorbida y eclipsada por el Jesús mitificado por los cristianos, y que realmente los únicos datos que disponíamos de su vida provenían del evangelio, al que no consideraban fiable.
Hay que aclarar el concepto de mito. Un mito es una historia con una base real, pero que al transmitirse por vía oral durante siglos, antes de ponerse por escrito, va deformando su contenido, dejando vagos retazos de la historia real, desfigurados. Tal sería el caso de la guerra de Troya. Sabemos que la ciudad de Troya era una próspera ciudad prehelénica minoica, del siglo XII a. de C., que controlaba el comercio a través del Helesponto. Los aqueos, por entonces un pueblo bárbaro, la saquearon para quedarse con sus riquezas. Esta gesta fue transformándose con el tiempo, hasta que en el siglo VIII a. de C. Homero escribió la Iliada, contándonos el mito de la guerra que los aqueos hicieron para rescatar a Helena, mujer de Menelao, rey de Esparta, seducida por Paris, hijo del rey de Troya. En la Iliada aparecen personajes de leyenda, posiblemente con alguna base real, como los citados más Héctor, Aquiles, Odiseo, etc. Para que el mito apareciera fueron necesarios cuatro siglos de deformaciones orales. La investigación histórica ha sacado a la luz la realidad de la guerra de Troya.
Veamos ahora la tesis de las críticas que afirman el origen mítico de los evangelios: Sobre la figura del Jesús histórico se habrían ido acumulando leyendas inventadas por sus seguidores hasta que, en el siglo IV, se habrían puesto por escrito los evangelios que sancionaban esta mitificación. El mismo Strauss en su “Vida de Jesús” dice: “La historia evangélica sería inatacable si se probase que había sido escrita por testigos oculares o por lo menos por autores cercanos a los sucesos”. De ahí que asegurasen, sin ningún criterio fiable, que los evangelios se habían puesto por escrito en el siglo IV. Su razonamiento apriorístico era como sigue: “Como los evangelios tienen que ser un mito, han tenido que ser escritos en una época tardía”. Pero, ¿es esto cierto? Categóricamente no. Hoy sabemos con casi total seguridad que, al menos el evangelio de Marcos, fue escrito antes del año 50. Veamos por qué se sabe.
Empiezo por un hecho muy concreto. En 1947 unos niños palestinos que pastoreaban sus rebaños, descubrieron unas cuevas excavadas en las paredes del mar Muerto –las cuevas de Qumrán. En ellas había miles de ánforas selladas, que contenían pergaminos. Qumrán fue el refugio de los esenios, una secta judía que vivía en comunidades y se dedicaban al estudio de las Sagradas Escrituras. Buscaban todo tipo de manuscritos religiosos judíos, generalmente en arameo o hebreo. Qumrán fue abandonada en el año 68 d. de C. Se han llevado a cabo miles de investigaciones acerca de esos pergaminos. Desgraciadamente, la conservación de los pergaminos es muy deficiente y, al descubrirse las cuevas, se encontraron, sobre todo, pequeñas piezas con unas pocas palabras. Pero no hay una de esas piezas que no haya pasado por el escrutinio de muchos paleógrafos. Una de ellas es el fragmento P7Q5 (Papiro de la cueva 7 de Qumrán, fragmento 5), de sólo unos pocos centímetros cuadrados. Se encontró en un ánfora sellada llegada de Roma el año 50 d. de C. La cueva 7 de Qumrán contenía documentos en griego, en su mayoría del Antiguo Testamento. En este pequeño fragmento pueden verse unos retazos de 5 líneas en griego. En la línea que más caracteres tiene pueden verse siete y en la que menos, tan sólo uno. José O’Callaghan, paleógrafo jesuita de reconocido prestigio científico investigó este fragmento. Para descubrir de qué escrito era el fragmento, O’Callaghan recurrió a un método ingenioso, corriente entre este tipo de investigadores. Se toman miles de textos escritos en el mismo idioma que el fragmento investigado. Se ponen en una escritura del tamaño y el interlineado del fragmento, suponiendo varios anchos del pergamino. Después se ve si en alguna parte del texto analizado se produce una superposición con el fragmento. Si no es así, se estima que el fragmento no es parte de ese texto. Si se produce esta superposición se estima altamente probable que el fragmento sea parte del mismo. Como casi todos los textos de la cueva eran de la Torá, O’Gallaghan cotejó el fragmento con todos los textos de la versión griega de ésta. Después de muchos intentos fallidos, probó con los evangelios. ¡Eureka! En el de san Marcos texto se superponía con Marcos 6, 52-53 que dice: “llegaron a tierra en Genesaret”. Antes de publicarlo, O’Callaghan lo discutió con varios colegas que corroboraron su conclusión. Cuando lo publicó, se desató una polémica llena descalificaciones “ad hominem” más que científicas. Pero, poco a poco, gran mayoría de los paleógrafos han llegado a reconocer que el fragmento P7Q5 se corresponde con Marcos 6, 52-53.
Este hallazgo es de gran importancia. Nos dice que el evangelio de Marcos ya circulaba por Roma en el año 50, hasta el punto de atraer el interés de los esenios. Si para el año 50 ya era popular en Roma, con las comunicaciones de la época, ya debería estar escrito hacia el año 40, es decir, menos de una década después de la muerte de Cristo. Pero hay más. Cualquiera que sepa francés, si lee en un libro que cree escrito originalmente en español una frase como: “Luis tenía gran afecto por María y por lo tanto, la abandonó”, se da cuenta de que es una traducción del francés hecha por alguien que no conoce bien ese idioma. Porque la palabra francesa pourtant no quiere decir “por lo tanto” –como pensaría quien no sepa bien francés– sino “sin embargo”. Entonces la frase tiene sentido “Luis tenía gran afecto por María y sin embargo, la abandonó”. El evangelio de Marcos y el de Mateo, aparentemente escritos originalmente en griego, están llenos de traducciones serviles de ese estilo provenientes del arameo. Esto indica que fueron escritos originalmente en esa lengua y no en griego. Este hecho adelanta aún más la redacción del evangelio de Marcos. Por tanto, parece que fue escrito antes del año 40 y en arameo. Pero esto tiene nuevas implicaciones. Todos los escrituristas coinciden en que en el evangelio de Marcos hay hechos y afirmaciones que indican que se escribió bajo la influencia de Pedro. Ahora bien, por esas fechas, Pedro estaba todavía en Judea o en Antioquía, a tiro de piedra del lugar donde tuvieron lugar los hechos narrados en él.
Todos los estudiosos del fenómeno de la creación de mitos, afirman que para que el mito aparezca, es necesario que lo que narra no pueda ser contrastado por las personas que presenciaron los hechos. Si un americano de los años 80 del siglo XX afirmase que Elvis Presley, además de cantante de rock, era doctor en filología clásica por la universidad de Indiana, absolutamente nadie le tomaría en serio. Pero si un profesor sueco de lenguas clásicas del siglo XXV lo afirmase en su tesis doctoral, la cosa podría tomarse por cierta (Debo esta ingeniosa comparación al Prof. Doctor D. Salvador Antuñano de la Universidad Francisco de Vitoria). Por eso los estudiosos de los mitos establecen tres condiciones para que se pueda forjar uno: otro lugar, otro tiempo, otra lengua. Por eso Strauss partiendo de la premisa mayor de que los evangelios tenían que ser un mito, concluyó que tenían que haber sido escritos en Roma o Constantinopla, siglos más tarde y en griego. Pero parece que no. Parece que, al contrario de lo que pasó con el mito de Troya, en el que las investigaciones han desmentido la historia mítica, en el caso de los evangelios ocurre lo contrario. Las investigaciones muestran a cada hallazgo con más certidumbre, que al menos dos evangelios fueron escritos en la proximidad geográfica al lugar de los hechos, inmediatamente después de éstos y en la lengua materna de quienes los habían presenciado. Por tanto, recorriendo a la inversa el mismo razonamiento de Strauss, parece que debemos concluir que los evangelios no pueden ser un mito. Podrían ser una burda mentira como si yo cuento hoy lo de Elvis Presley, pero no un mito. Más adelante analizaré la posibilidad de la mentira. Pero aún se puede apuntalar más la credibilidad de los evangelios.
Para juzgar la fiabilidad de un documento antiguo, hay tres criterios. El primero, la cercanía a los hechos de la primera vez que se pusieron por escrito. Hemos visto la diferencia entre los evangelios y la Iliada en este punto. Evangelios, unos años, Iliada, cuatro siglos. Pero ocurre que ni uno solo de los manuscritos originales de ningún texto de la antigüedad ha llegado a nuestros días. Todos se han perdido. Lo que tenemos es copias de copias de copias, todas ellas hechas a mano hasta la invención de la imprenta. Y en estas copias, van acumulándose los errores involuntarios y las interpolaciones voluntarias. Por tanto, y como segundo criterio, es muy importante saber cuánto tiempo ha transcurrido desde que el manuscrito original y la copia más antigua existente. Por último, y como tercer criterio, es importantísimo el número de copias disponibles. Cada una de ellas ha recorrido un diferente camino histórico de copias y recopias. Cotejando las diferencias entre ellas, se puede saber cuánto ha sido manipulado el texto y sacar un denominador común fiable. Volvamos a comparar los evangelios con la Iliada. De la Iliada se conservan 643 copias –entre fragmentos y copias enteras– de las que, los fragmentos más antiguos se remontan al año 400 a. de C. –es decir, 400 años después de la fecha estimada en que Homero escribió la Iliada– y la primera copia completa es del año 900 d. de C., es decir 1700 años después de Homero (conviene decir que estas joyas de la literatura universal se conservan gracias a los monasterios que en la “oscura edad media” se dedicaban a copiarlas). Si, para comparar el Nuevo Testamento con la Iliada, tomamos todas las copias del mismo anteriores a la imprenta –fragmentos y copias completas–, la cifra es impresionante. Son unos 5.000 manuscritos griegos, unos 10.000 latinos y unos 9.300 en otras lenguas como el siríaco, árabe, copto, armenio, etc. En total unas 24.000. O sea, unas cuarenta veces más que la Iliada y de mucha mayor fiabilidad por estar muchísimo más próximas al original. Pero la Iliada es, de lejos, el campeón de la fiabilidad comparado con el resto de documentos del mundo antiguo de los que nadie dudaría. De la Historia de Herodoto, escrita hacia el año 450 a. de C. disponemos de 8 copias incompletas, la más antigua del año 900 d. de C. De los Diálogos de Platón, que nos permiten saber lo que dijo Sócrates hacia el año 400 a. de C., tenemos 7 copias, la más antigua del año 900 d. de C. De la Guerra de las Galias de Julio César, en el siglo I a. de C, disponemos de 10 copias, las primeras del año 900. De la Historia de Roma de Tito Livio, escrita en los primeros años de nuestra era, tenemos el lujo de 19 copias, la más antigua del año 400. Pero lo más impresionante es que las 24.000 copias del Nuevo Testamento tienen una coincidencia asombrosa. Prácticamente literal. Sólo algunos pasajes no se encuentran en algunas copias. Lo que indica que en esas copias se saltaron esos pasajes y no que se añadiesen en la mayoría de copias en las que aparecen.
Pido disculpas por este apabullante aluvión de cifras (que debo, como mucho de lo aquí escrito, al Prof. Dr. D. Salvador Antuñano de la Universidad Francisco de Vitoria), pero era necesario para ver cómo, si creemos saber lo que dijo e hizo Sócrates a través de los escritos de Platón, con mucha mayor seguridad podemos creer que sabemos lo que hizo y dijo Cristo.
Pero tengo que dar una vuelta más a la tuerca. Y lo hago con otro ejemplo, tomado también del Prof. Antuñano. ¿Qué pasaría si se perdieran todas las copias, en todas las lenguas, de la novela “La familia de Pascual Duarte” de nuestro premio Nobel Camilo José Cela? Es muy posible que rebuscando en todo lo que se ha escrito en el mundo sobre esta obra, ensayos, tesis doctorales, artículos, etc., se pudiese reconstruir la novela entera con casi total exactitud. Pues eso pasa con el Nuevo Testamento. Si tomamos los escritos de los padres de la Iglesia de los primeros tres siglos, se reúnen 32.289 citas del Nuevo Testamento. El Nuevo Testamento tiene en total unos 8.000 versículos. Si suponemos que una cita tiene 10 versículos, las citas repiten el Nuevo Testamento unas 40 veces. Con esas citas se puede reconstruir el Nuevo Testamento casi al 100% de su extensión, con numerosas redundancias, prácticamente todas coincidentes. Los pasajes que no se pueden reconstruir son irrelevantes y los más importantes para la fe tienen redundancias superiores a 100 veces.
Por último, unas palabras sobre los evangelios apócrifos. Hay quien piensa que los apócrifos guardan secretos insondables que podrían dar al traste con la Iglesia y que, por tanto, ésta ha tenido buen cuidado en ocultarlos. En la biblioteca de mi casa tengo un libro en el que se pueden leer todos los apócrifos. No está editado por ninguna editorial esotérica, sino por la Biblioteca de Autores Cristianos, cuyo slogan dice “El pan de la cultura católica”. Cuando alguien, en mi casa, me saca este tema, voy a mi biblioteca, tomo el libro y le pido que lo abra al azar por la página que quiera. Pocas veces me falla. Suele encontrarse con un relato cuyo estilo fantasioso contrasta con la sobriedad de los textos evangélicos canónicos. Los evangelistas eran conscientes de que los hechos que narraban eran, de por sí, suficientemente extraordinarios como para no ser necesario aderezarlos con alharacas. Y creo que lo hacían a propósito para evitar la mitificación de los hechos. La mayoría de los apócrifos son historias piadosas, claramente míticas, escritas muy tardíamente, estos sí, hacia el siglo IV, aunque hay algunos anteriores. Y la Iglesia de ninguna manera ha querido, ni ahora ni nunca, que la historia de Jesús presenciada por al menos dos de los evangelistas, se mezcle con historias fantasiosas, por muy pías que sean. ¿Por qué se sabe que son del siglo IV en adelante? Porque, a diferencia de lo dicho con los evangelios canónicos, hay muy pocas citas de los apócrifos en los padres de la Iglesia anteriores al siglo IV. Son por tanto míticos, aunque las historias que cuentan sean “edificantes”.
Concluyendo: Los evangelios no pueden ser un mito forjado lentamente en la tradición oral a lo largo de los siglos, ya que, al menos dos fueron escritos en arameo, en la propia Palestina y muy pocos años después de que ocurrieran los hechos que narran. Es decir, vulneran los tres criterios establecidos como necesarios por los estudiosos de la aparición de historias míticas.
Pero el hecho de que no sean mitos no implica que no puedan ser un engaño urdido por los apóstoles. Podemos afirmar que si los evangelios no son una mentira urdida por los apóstoles de Cristo, no sólo podemos saber algo sobre Jesús, sino que de hecho, sabemos mucho. Juzgaremos la veracidad de los apóstoles en un próximo artículo. Pero antes de esto, y una vez descartado el mito, veremos lo que los autores de los evangelios dicen que dijo e hizo Jesús de Nazaret.
3 de febrero de 2010
Frases
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
Mi consejo a todos aquellos que quieran encontrarse a sí mismos es que sigan justamente donde están. Si no, existe un gran peligro de que se pierdan para siempre.
Jostein Gaarder, El misterio del laberinto.
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
Mi consejo a todos aquellos que quieran encontrarse a sí mismos es que sigan justamente donde están. Si no, existe un gran peligro de que se pierdan para siempre.
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