Tomás Alfaro Drake
Es esta una frase que, no sólo se oye mucho hoy día, sino que impregna la forma de actuar de mucha gente, incluso creyentes. Hasta entre los creyentes practicantes hay como una especie de conciencia culpable hacia la Iglesia, que les lleva a avergonzarse de ella. La gran pregunta es: ¿Tiene algo que ver la Iglesia católica del siglo XXI con este Cristo al que he tratado de ir dibujando en los artículos anteriores? Uno puede entrar en la polémica –dentro de unas líneas entraremos en ella– acerca del comportamiento histórico de esta institución en sus veinte siglos de existencia. Pero eso sería desenfocar el problema. Sería como si en una empresa se juzgase a su Presidente por lo simpático que es en vez de por su eficiencia a la hora de dirigirla. Desde luego que ser simpático es también una cosa buena para el Presidente de cualquier empresa, pero este rasgo no es, ni de lejos, el más importante para juzgarle. Lo mismo pasa con la Iglesia. Debemos también considerar su actuación humana en la historia, pero lo importante no es eso. Lo importante es, lo primero de todo, preguntarse si cuando la Iglesia actúa en este mundo en su función espiritual, representa a Cristo. Si la respuesta a esta pregunta es no, todo lo demás sobra. La Iglesia sería sólo una institución humana más como lo podría ser el Estado alemán o la ONU. En segundo lugar, y únicamente si hemos respondido sí a la primera pregunta, debemos preguntarnos cómo lo está haciendo la Iglesia en esa faceta espiritual. Y sólo en tercer lugar, cómo lo hace en su actuación humana en la historia. Este será el orden que siga en este artículo.
¿Representa la Iglesia a Cristo? Para contestar a esta pregunta hay que hacer otras dos. Primera: ¿Fundó Cristo a la Iglesia? y, segunda: ¿Le dio un poder para representarle? Un no a cualquiera de estas cuestiones, dejaría a la Iglesia reducida a una mera institución humana y, por tanto, sólo la tercera pregunta del párrafo anterior sería relevante.
No se trata en estas líneas de hacer una exégesis completa del Evangelio, pero bastan algunos pasajes para contestar a la primera de las preguntas de este párrafo. Voy a citar sólo una parte del pasaje llamado “la confesión de Cesarea” del Evangelio según san Mateo: En un aparte, tras la multiplicación de los panes y los peces, Jesús les pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es él. Ante la vaguedad de las respuestas, les pregunta, directamente, sin ambages, a ellos mismos: “Y, vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Es Simón Pedro quien toma la palabra y le dice a Cristo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús, tras bendecirle, le dice: “Yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no prevalecerá contra ella”.
La segunda pregunta del párrafo anterior era si Cristo dio a esa Iglesia poder para representarle. La respuesta es más evidente que la primera. La misma escena de la confesión de Cesarea, continúa: “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”. Esto se repite, casi textualmente, en el Evangelio de Juan. La misma tarde de su resurrección, Jesús se aparece a sus discípulos –excepto a Tomás, que estaba ausente–, reunidos en el cenáculo y les dice: “Recibid el Espíritu santo. A quienes les perdonéis los pecados les serán perdonados, a quienes se los retengáis, les serán retenidos”. Juan repite, otra vez, y esta vez a Pedro sólo, el mismo encargo. Ya resucitado, después, por tanto, de la triple negación de Pedro, se les aparece a orillas del lago de Genesaret y le hace al mismo Pedro la misma pregunta tres veces. “Pedro, ¿me amas?” Pedro no puede por menos que recordar su triple negación ante la triple pregunta y responde que sí las tres veces, aunque en la última, un poco descorazonado, se entrega a la misericordia de Jesús y le dice humildemente: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. Las tres veces le responde Cristo: “Apacienta mis ovejas”. Estas citas pueden parecer tan sólo un don que Cristo da a sus apóstoles, algo así como una fuerza especial que les dará poder para representarle si así lo desean. Pero en otro pasaje, este don toma un carácter imperativo, no es una opción, es una orden. Son, además, las últimas palabras que Cristo dice a sus discípulos: “Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda cristura” nos dice Marcos que les dijo y san Mateo: “Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. ¿Cómo va a estar presente Cristo todos los días en el mundo? También hay una orden explícitamente imperativa en este sentido: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo. [...] Bebed todos de ella, porque esta es mi sangre, sangre de la alianza, que se derrama por todos para el perdón de los pecados”. San Juan nos cuenta también, en la última cena, cómo Cristo da autoridad a sus apóstoles para saber aplicar y salvaguardar a lo largo de la historia el depósito que les daba, su mensaje, su enseñanza y sus sacramentos: “El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis todo lo que yo os he enseñado y os lo explicará todo8. [...] Tendría que deciros muchas cosas más, pero no podríais entenderlas ahora. Cuando venga el espíritu de la verdad os iluminará para que podáis entender la verdad completa”.
No cabe duda, a la vista de todo lo anterior –y conviene recordar la verosimilitud del Evangelio a la luz de artículos anteriores–, que, respondiendo a la primera cuestión fundamental, cuando la Iglesia actúa en este mundo en su función espiritual, representa a Cristo, su fundador, actúa con un poder conferido por él y cuenta con el apoyo del Espíritu Santo. Pero dejemos un poco de lado el apoyo escriturístico y pensemos con lógica humana. ¿Alguien se tomaría la molestia de iniciar una actividad que el cueste un enorme esfuerzo –toda una vida– para, después de puesta en marcha abandonarla a su suerte? ¿No sería enormemente más lógico que, si una vez iniciada la empresa tuviésemos que irnos dejásemos a unas personas encargadas de llevarla a término, así como algún tipo de manual y la posibilidad de comunicación y petición de consejo? Si esto es lo lógico según la mente humana, ¿debe extrañarnos que Dios haya actuado así?
Pasemos ahora a la segunda cuestión fundamental: ¿cómo lo está haciendo la Iglesia en esa faceta espiritual? Permítaseme un pequeño análisis numérico. Desde que Cristo fundó su Iglesia, han pasado unas sesenta generaciones. En este lapso de tiempo, la Iglesia a pasado de unos quinientos seguidores a más de dos mil millones de cristianos en el mundo –incluyo también a protestantes y ortodoxos– que conocen la palabra de Cristo y la ponen en práctica con mayor o menor diligencia o, al menos lo han hecho en algún momento de su vida. Esto supone un crecimiento acumulativo del 30% por generación. Es cierto que este crecimiento se ha producido de forma desigual a lo largo de la historia pero, como promedio, no está nada mal. Y, ¿cómo ha sido posible esto? Gracias a la Iglesia. ¿Alguien duda que, si no hubiera sido por ella, el recuerdo de Cristo no pasaría de ser hoy día tan difuso como el de Heráclito o Parménides? Su figura, nacida en un anónimo rincón del imperio romano, se hubiese difuminado rápidamente hasta no ser nada. Y desde luego, lo mismo hubiera pasado con su mensaje. ¿Alguien creería hoy día en la genuina humanidad y divinidad de Cristo si no fuese por la Iglesia? ¿Alguien conocería la parábola del hijo pródigo o la del buen samaritano o el perdón a la mujer adúltera? Me atrevo a decir que nadie. Y sin embargo hoy, además de los dos mil millones de cristianos, muy pocos de los casi siete mil millones de habitantes del planeta no han oído hablar de Cristo. Y, hoy, dos mil años después, sigue habiendo sucesores de aquellos apóstoles, que le hacen presente todos los días en la Eucaristía y lo cuidan en millones de sagrarios, que perdonan en su nombre, que bautizan, que bendicen los matrimonios, que llevan consuelo físico y espiritual a los hambrientos, enfermos y moribundos, que abrazan a los que sufren en el nombre de Jesús. En todos los husos horarios hay, en todo momento, sacerdotes pronunciando las palabras que Cristo ordenó que se pronunciasen para hacerle presente y anunciando el reino de los cielos. Muchos agoreros han anunciado muchas veces en la historia el fin inminente de la Iglesia. Pero seguirá habiendo sacerdotes y la Iglesia seguirá haciendo presente a Cristo, guiada por el Espíritu Santo, todos los días hasta el fin del mundo y “el poder del infierno no prevalecerá sobre ella”, porque él mismo nos lo prometió. De hecho, en estos veinte siglos, ya ha sufrido muchos ataques del poder del infierno y sigue viva y enérgica. ¿No es esto un imponente milagro? ¿Podría haberse hecho mejor? Indudablemente. Todo puede hacerse siempre mejor. Pero también podría haberse hecho mucho peor. No voy a poner una nota, pero sí diré que apruebo su gestión del mandato de Cristo. Muchos hombres desean ardientemente la muerte de la Iglesia, pero desde aquí les auguro su fracaso.
Ahora, y sólo ahora, podemos abordar la tercera cuestión de cómo ha sido la actuación de la Iglesia en la historia humana. Desde la Ilustración parece que se ha convertido en una moda en Occidente denostar a la Iglesia, presentándola como una institución perversa, que obstaculiza el progreso material, cultural y científico de la humanidad. “¡Aplastad a la Infame!”, proclamaba Voltaire refiriéndose, naturalmente, a la ella. Esto se ha llevado hasta el punto de crear una auténtica de leyenda negra que la propaganda antiiglesia durante los siglos pasados que ha calado de forma acrítica en la mentalidad de muchos hombres. Esta leyenda, como toda leyenda, no es del todo falsa, sino que tiene algo de verdad. Su falsedad estriba, como casi todas las falsedades creíbles, en tomar esa pequeña parte de verdad por el todo. Es evidente que la Iglesia está formada por hombres pecadores y que éstos, desde el Papa hasta el último de los católicos que formamos la Iglesia, se pueden equivocar y pueden hacer el mal. Lo hemos hecho muchas veces a lo largo de la historia y, seguramente, lo seguiremos haciendo, porque no estamos libres de las secuelas del pecado original. Precísamente en este momento histórico es cuando más parece que pecados espantosos de algunos de sus miembros, están ensuciando el rostro de Cristo que la Iglesia debe reflejar.
Pero, dirán algunos, ¿no son el Papa y la Iglesia, en comunión con él, infalibles? El dogma de la infalibilidad del Papa bajo la guía del Espíritu Santo, promulgado como tal en el siglo XIX viene, precisamente a clarificar en qué campos y situaciones existe o no existe esa infalibilidad. La dirección del Espíritu Santo sobre la Iglesia, y por lo tanto su infalibilidad cuando está bajo esta guía, es algo que, como se ha visto anteriormente, está explícitamente dicho en el Evangelio y que todo el pueblo de Dios ha creído desde el principio. Lo que hace el dogma de la infalibilidad que, desde luego, ha sido tergiversado malintencionadamente por esa propaganda antiiglesia, es precisamente deslindar dónde está el límite de esa infalibilidad fuera del cual el Papa se puede equivocar como cualquier mortal. Y a fe que muchos Papas lo han hecho y que los ha habido malos y moralmente reprobables. Sin embargo –y esto me parece muy importante– jamás, y repito, jamás a lo largo de toda la historia de la Iglesia, un Papa, por pésimo que haya sido su comportamiento moral, ha usado esa infalibilidad para justificar como buena su conducta personal. No de todas las religiones se puede decir lo mismo. Piénsese si no en Lutero o en Mahoma.
Quedamos entonces en que la Iglesia, como organización formada por hombres pecadores que es, se puede equivocar cuando actúa o se pronuncia fuera del ámbito del dogma y la moral, que es al que se circunscribe, e incluso en estos casos con condiciones, su infalibilidad. Por esos errores y pecados de la Iglesia, el Papa Juan Pablo II pidió perdón, algo que tampoco es nada corriente en otras religiones u organizaciones humanas. Y en estos días, Benedicto XVI está dando una lección de cómo se pide perdón por pecados horribles de algunos sacerdotes, al tiempo que se ponen los medios para que eso no ocurra más.
No seré yo, por tanto, quien gaste una sola línea en defender los errores y pecados que sean indefendibles. Pero sí que quiero puntualizar algunas cosas sobre determinados errores y pecados de la Iglesia que, o bien son falsos, o bien están amplificados o distorsionados hasta convertirlos en una caricatura. El primero es la supuesta oposición entre la Iglesia y la ciencia. Digo categóricamente que esa oposición ni existe ni ha existido nunca. La bandera de la propaganda contra la Iglesia en este campo, es el caso Galileo. Sobre este caso no voy a decir nada aquí, pues quien quiera puede leer la entrada que hice el 2 de Febrero del 2009 en este blog sobre este tema. Fuera de esto, nunca y, repito, nunca, ha habido ninguna oposición entre la ciencia y la Iglesia. Sí que ha habido, en cambio, múltiples aportaciones al avance científico por parte de las personas que la forman, laicos y sacerdotes. Ninguna teoría científica probada, y subrayo lo de probada –desde luego no la teoría heliocéntica ni la de la evolución, que son las dos banderas de esta leyenda negra– ha merecido nunca la oposición de la Iglesia. Y sin embargo, los jesuitas, casi desde su fundación, han sido una fuerza impulsora de la ciencia. El Colegio Romano, una de las primeras fundaciones de los jesuitas, fue cuna de numerosos investigadores en astronomía. Ellos fundaron los primeros observatorios astronómicos del mundo y cuando la orden fue suspendida en el siglo XVIII, la mitad de dichos observatorios, incluido el imperial de China, estaban regidos por ellos. La moderna genética debe su nacimiento al monje agustino Gregor Mendel en el siglo XIX. La teoría del Big Bang tiene su primer inspirador en el sacerdote belga Georges Lemaître en el siglo XX. El calendario hoy en día vigente en todo el mundo, menos en el Islam, lleva el nombre de gregoriano por el Papa Gregorio XIII que fue el impulsor de la investigación astronómica que lo definió en 1582. La Unión Soviética fue el último país occidental en admitirlo, muy a su pesar, en 1918. La lista de científicos católicos, religiosos o laicos, que han hecho aportaciones importantes a la ciencia es, sencillamente interminable. Haría de este artículo algo tedioso e insoportable. A título de anécdota diré que sin el benedictino Pierre Dom Perignon, en el siglo XVII, hoy no disfrutaríamos del Champagne, por no hablar de otros digestivos como el Chartreuse o el Benedictine, inventados también por monjes, y sin el franciscano Luca Pacciolli, en el siglo XV, la contabilidad por partida doble, que está en la base de todo el mundo de los negocios, hubiese tardado mucho tiempo en inventarse. De forma que también los gourmets y los empresarios están en deuda con la Iglesia.
Pero todo esto no es más que casuística. La cosmovisión judeocristiana está en la base misma de la ciencia. Sin ella, la ciencia no hubiese aparecido o lo hubiese hecho siglos más tarde. En efecto, sólo la tradición judeocristiana admite que el mundo material es algo bueno. Desde el primer capítulo del Génesis, en el que se narra la creación, a cada acto creador de Dios, la escritura repite: “y vio Dios que era bueno”. Cierto que el pecado vino a romper el equilibrio de ese mundo bueno, pero el mundo no dejó de ser bueno por ello. Dios se encarnó en Cristo, precisamente para restaurar ese equilibrio a través de, y tras la, historia humana. Los cristianos esperamos una tierra nueva y unos cielos nuevos, redimidos de las consecuencias nefastas del pecado, pero materiales, restauración de este cielo y esta tierra. Y no sólo se restaurarán el cielo y la tierra materiales, sino que nuestros mismos cuerpos resucitarán en la resurrección de la carne que los católicos proclamamos en el Credo y que está prefigurada en la resurrección de Cristo. Sólo en una sociedad imbuida por una religión que cree en un mundo real y bueno, regido por unas leyes sabias instauradas por Dios puede aparecer algo como la ciencia. Porque sólo en una sociedad así puede haber gente dispuesta a estudiar la naturaleza. De hecho, todos los primeros científicos –Copérnico, Kepler, Galileo o Newton, por citar algunos– eran profundamente creyentes. Y éstos, seguramente no hubieran iniciado su búsqueda sin el antecedente de un san Alberto Magno o un Roger Bacon –no confundir con Francis Bacon–, los primeros naturalistas, o sin un santo Tomás, padre de un edificio filosófico llamado la teología natural, impresionante síntesis entre el logos griego y el dogma cristiano. Es perfectamente lógico pensar que no es por casualidad que la ciencia –el afán de conocer las leyes por las que se rige el mundo material– aparezca en una sociedad con una cosmovisión como la cristiana. Sólo esta tradición podía recoger la tradición griega de saber la esencia de las cosas. Pero, en el momento del advenimiento del cristienismo esa curiosidad griega parecía haberse agotado en un pesimismo existencial. Una vez puesta en marcha la ciencia en una sociedad cristiana, no antes, ésta puede continuar avanzando impulsada por científicos –sólo una parte de ellos– que puedan no creer en Dios. Por el contrario, en las tradiciones religiosas orientales, como el hinduismo y el budismo, el mundo material no es sino un engaño de los sentidos para encadenarnos y cada hombre debe liberarse de él y hacerlo desaparecer. ¿Cómo podría enraizar en una cosmovisión así el afán por conocer las leyes que rigen ese mundo material?
Otro punto de la leyenda negra de la Iglesia es el de la Inquisición. Como he dicho anteriormente, no voy a gastar ni una palabra en defender a la Inquisición. Juan Pablo II pidió perdón por sus lamentables acciones y yo me sumo a esa petición. Pero pediré perdón sólo de las cosas malas que hizo, que son muchísimas menos de las que le atribuye esta leyenda negra que se quiere hacer caer sobre la Iglesia. En este blog, en fecha 24 de Enero del 2008 publiqué una entrada bajo el título “Sobre la Inquisición” en la que dije lo que debía decir, y no voy a repetirlo aquí.
Pío XII tampoco se libra de una buena sarta de mentiras de las que ya hablé también en este blog el 12 de Agosto del 2007.
Pero no podría terminar estas líneas sobre la acción de la Iglesia en la historia humana limitándome a negar o puntualizar las mentiras o generalizaciones indebidas llevadas a cabo por la leyenda negra antiiglesia. Quiero terminar dando algunos insignificantes detalles sobre la inmensa cantidad de bien que la Iglesia ha hecho al mundo. No es casualidad que el respeto a la vida y la dignidad humanas hayan surgido, fundamentalmente de la tradición judeocristiana. Se basan en la creencia de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y que, por tanto, todos los hombres somos hermanos, hijos del mismo Padre y tenemos, por tanto, idéntico derecho a la vida y la dignidad. Ni en Grecia, ni en Roma, ni en ninguna otra cultura ha existido este convencimiento. De ahí se derivan, en última instancia, los derechos humanos posteriormente secularizados. El infanticidio era una práctica habitual en Roma. El efecto civilizador de la Iglesia sobre los pueblos germánicos y normandos conquistadores de Europa es algo que no puede negar ningún historiador serio, sea del signo que sea. Durante siglos la Iglesia ha sido la sanidad y la educación públicas. Y hoy, aún en el siglo del llamado “Estado del Bienestar” lo sigue siendo en gran medida. Cuando han aparecido en la historia reciente de Occidente dos neopaganismos como el nazismo y el comunismo, todos los derechos humanos han sido pisoteados. Y en el siglo XX y XXI, un nuevo neopaganismo ilustrado está perpetrando, bajo la forma del aborto, el mayor holocausto de la historia.
En el campo del arte, el impulso dado por el cristianismo a las bellas artes, en todas sus vertientes, es algo también innegable. Una parte inmensa de las obras de arte –en todas sus formas– de los últimos veinte siglos, tiene un sentido sagrado.
Por último, si hoy en día alguien conoce el sitio en el que habitan las personas más desheredadas del mundo, con las que nadie quiere pasar una hora, encontrará allí, seguro, a alguien que se dice católico, muy probablemente un religioso o una religiosa, que no dedican una hora o unos años a esos desheredados, sino que les entregan toda la vida. Y si se les pregunta por qué lo hacen, sin duda nos dirán que porque ven en ellos al mismo Cristo que nos ha dicho que si damos de beber o de comer o vestimos a alguna de esas personas, a él se lo hacemos. Y si les preguntamos de dónde sacan la fuerza para ello, con seguridad nos dirán que de la Iglesia y de sus sacramentos que ellos mismos llevan y con los que hacen presente a Cristo allí donde están además de “enseñar a pescar” a las gentes a las que entregan su vida.
Así pues, y concluyendo: Lo de Cristo sí Iglesia no, es una incongruencia, porque Dios quiso permanecer en el mundo encarnado y hecho hombre en Cristo, a través de su Iglesia. Él la fundó, le dio poder para representarle, le garantiza su asistencia a través de los siglos para que ella le pueda hacer presente en el mundo hasta el fin de los tiempos mediante los sacramentos instituidos por él. Quiso que la Iglesia fuese su Cuerpo Místico. ¿Cómo puede ser lo de Cristo sí, Iglesia no? Además, la Iglesia lo está haciendo francamente bien en su misión espiritual y, mal que les pese a los instigadores de la leyenda negra, también lo esta haciendo bastante bien en la historia humana, aunque en este aspecto de su existencia haya tenido, está teniendo en estos días y segura y desgraciadamente los siga teniendo, gravísimos fallos.
28 de marzo de 2010
24 de marzo de 2010
Frases 24-III-2010
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
En todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de la belleza, está realmente la presencia de Dios. Hay una especie de encarnación de Dios en el mundo de la que la belleza es la marca.
Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible.
Por eso, todo arte de primer orden es por esencia religioso. (Esto es lo que se ignora hoy). Una melodía gregoriana testimonia tanto como la muerte de un mártir.
Simone Weil, La pesanteur et la grâce.
Querida Simone, no sé si te has pasado un poco. Un mártir es mucho testimonio, ¿no?
Tomás
En todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de la belleza, está realmente la presencia de Dios. Hay una especie de encarnación de Dios en el mundo de la que la belleza es la marca.
Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible.
Por eso, todo arte de primer orden es por esencia religioso. (Esto es lo que se ignora hoy). Una melodía gregoriana testimonia tanto como la muerte de un mártir.
Simone Weil, La pesanteur et la grâce.
Querida Simone, no sé si te has pasado un poco. Un mártir es mucho testimonio, ¿no?
Tomás
21 de marzo de 2010
La fe en Cristo VI ¿Realmente Cristo resucitó?
Tomás Alfaro Drake
Este artículo sería innecesario, una vez descartada en el anterior la hipótesis de que los apóstoles se inventaran la resurrección de su maestro. Pero como la resurrección es el hecho central de nuestra fe, merece la pena, creo, aún a riesgo de ser redundante, incidir un poco más sobre el tema. En efecto, san Pablo nos dice: “Hermanos, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe [...] si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más insensatos de los hombres”. Sin embargo, ni para san Pablo ni para los primeros cristianos ésta era una hipótesis real. Ellos, más de quinientos, habían visto a Cristo resucitado, le habían visto comer, le habían abrazado, uno de ellos había metido los dedos en las llagas de manos y pies y la mano en la herida de la lanza de su costado. Esa era, precisamente, la base de su predicación: proclamar a Cristo vivo y resucitado. Por eso san Pablo, al que Cristo se le había aparecido, vivo y glorioso, en el camino de Damasco, continúa: “Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos como anticipo para quienes duermen el sueño de la muerte”. Ya, vimos en el primer artículo de esta serie cómo, diecinueve siglos después, en el siglo racionalista y cientifista por excelencia, esa crítica racionalista negaba de plano la resurrección. Simplemente, y por principio, no podía ser verdad. Y al no poder ser verdad, los evangelios y todas las creencias cristianas, tampoco podían serlo. No sólo daban por buena la hipótesis que san Pablo planteaba tan sólo con intención retórica, sino que daban como respuesta cierta que Cristo no había resucitado. Como consecuencia, hoy día, muchos cristianos, protestantes en su mayoría, pero también algún católico, piensan la resurrección de Cristo es algo que debe tomarse, no en un sentido literal, sino como algo simbólico. Sin embargo, si el Dios todopoderoso y bueno existe, ¿por qué no iba a poder resucitar tras encarnarse y morir? Que ese Dios exista es algo que no se puede probar, pero a lo que dediqué una serie de entradas en este blog hace meses sobre Dios y la ciencia, en donde mostré que era mucho más plausible y racional concluir que ese Dios existía que lo contrario.
Lo que viene a continuación no pretende demostrar la resurrección, que es un hecho indemostrable. Pretende tan sólo descartar algunas de las hipótesis que podrían plantearse para negar que ésta hubiese tenido lugar. Es imposible revisar todas las posibilidades del fraude que, según los que niegan la resurrección, debieron cometer los seguidores de Cristo. Sencillamente porque las posibilidades son demasiadas y, descartadas cien, la imaginación humana podría imaginar otras mil. La credibilidad de los apóstoles se basa en lo dicho en el artículo anterior. Por tanto, sin la más mínima pretensión de exhaustividad, comentaré algunas de las posibilidades de fraude más utilizadas, para mostrar que no son razonablemente plausibles.
Partimos de un sepulcro vacío. Efectivamente, la mañana del domingo de Pascua, en el sepulcro en el que habían depositado el cadáver de Jesús el viernes, no había nadie. Estaba vacío. Si no hubiese sido así, nada hubiese resultado más fácil a los dirigentes judíos para acallar el rumor de la resurrección del nazareno, que mostrar públicamente su cadáver colgándolo de nuevo en un madero en las puertas de Jerusalén. Si no lo hicieron era porque no había tal cadáver. Ahora bien, entonces, ¿qué había sido de él? Sólo hay una posibilidad. Los seguidores de Jesús lo habían robado durante la noche. Ahora bien, ¿cómo un grupo de hombres sin experiencia de armas podría haber robado el cuerpo de Jesús de un sepulcro custodiado por legionarios romanos? Parece totalmente inverosímil que semejante cosa pudiese ocurrir. Un pequeño piquete de legionarios era más que suficiente para mantener a raya a toda una muchedumbre de pescadores y aldeanos mal armados e inexpertos en las artes de la guerra. Además, en el caso de que lo hubiesen conseguido, no hubiera podido ser sin un escándalo descomunal y, desde luego, con bajas por ambas partes. Pero no hay una sola referencia a semejante cosa. Por si esto fuera poco, es seguro que, si los judíos temían el fraude del robo del cadáver, ellos mismos estuvieran acompañando a los legionarios. En cualquiera de las situaciones, el pueblo de Jerusalén se hubiese enterado esa misma noche del hurto y la credibilidad de los apóstoles, cuando al poco tiempo proclamasen la resurrección, sería nula. Pudiera ser que los legionarios que custodiaban el sepulcro y los judíos que les acompañaban se hubiesen dormido todos y que los seguidores de Jesús hubiesen aprovechado la ocasión para robar el cuerpo. Pero parece poco plausible que un grupo de personas, algunas de ellas con el máximo interés en mantenerse alerta –los judíos–, se quedasen dormidas o dejasen dormirse a los centinelas romanos. Hay que tener en cuenta, además, que dentro del ejército romano, la pena por quedarse dormido en una guardia era nada menos que la muerte, apaleado por sus propios compañeros de armas. No es de extrañar semejante pena, ya que quedarse dormido en una guardia, era poner en peligro la vida de todos. Y aunque en ese momento no hubiese guerra declarada entre Judea y Roma, los exaltados zelotas siempre estaban al acecho para infligir daño a los soldados del odiado ocupante (tal vez convenga recordar, para descartar la posible participación de los zalotas en el robo del cuerpo de Jesús, que éstos habían perdido toda esperanza de que Jesús fuese de alguna utilidad para su causa tras intentar coronarle rey y que él se escondiese). En cualquier caso, aún en el de una paz en calma, los hábitos necesarios en la guerra no pueden relajarse en una misión, aunque sea de paz. Jamás un legionario perdonaría a su compañero semejante fallo durante la paz, porque lo mismo podría ocurrirle en la guerra, situación en la que posiblemente se encontrasen en breve en cualquier otro lugar del imperio. Pero, además, el robo del cadáver no era como llevarse sigilosamente un guijarro suelto del terreno donde estaban los centinelas. No, suponía mover una pesada piedra, para lo que hacía falta un considerable esfuerzo y que, si se hacía, a buen seguro produciría un ruido muy grande, más que suficiente para despertar a los durmientes.
Hay, sin embargo una posibilidad de robo sigiloso. El sepulcro podía tener algún tipo de comunicación o de agujero por el que, de noche, se hubiesen colado algunos hombres para robar el cuerpo de Jesús y sacarlo por otro lado. Pero sabemos que el sepulcro estaba excavado en la roca viva de una cantera. Se sabe con exactitud milimétrica el lugar en el que éste se encontraba. Hago un pequeño circunloquio para contar por qué se sabe esto.
Cuando en el año 313, el emperador Constantino proclamó el edicto de tolerancia hacia los cristianos, su madre, Elena –más tarde santa Elena–, llena de celo religioso, fue a Tierra Santa. Lo primero que pregunta allí es dónde fue crucificado y sepultado el Señor. Inmediatamente, los cristianos, que habían resistido allí todas las persecuciones, le llevan sin un titubeo a un lugar preciso. Era una antigua cantera, situada a las afueras de Jerusalén, a occidente, junto a la puerta del camino que lleva hacia la costa. La cantera estaba fuera de uso desde unos siglos antes de Cristo. Se podía seguir su frente, retrocediendo a medida que se extraía de ella la piedra para construir. En la cantera, cuando estaba en uso, se había encontrado una gran roca de calidad inadecuada para la construcción y se la había dejado atrás, aislada, avanzando alrededor suyo. Tiempo después, tras dejar unos veinte metros atrás la roca, la cantera se abandonó. Los romanos aprovecharon esa roca, a las afueras de la ciudad, junto a una puerta muy transitada, para llevar en ella a cabo públicamente, para que sirviesen de escarmiento, las crucifixiones de los reos. Los judíos, a su vez, aprovecharon el frente de la cantera para excavar en ella sus sepulcros. José de Arimatea había comprado uno de esos sepulcros y se lo había cedido a Jesús. Pues bien, a ese sepulcro llevan sin la menor duda los cristianos del lugar a santa Elena. Tanto en la roca de la entrada de ese sepulcro, como dentro de él, había, grabados innumerables graffities con peces –el pez, IXTYS en griego, es el acrónimo de Jesús Cristo, de Dios Hijo y Salvador, y el primer signo distintivo usado por los cristianos– señalados con la fecha en la que fueron grabados. Las fechas más antiguas databan de mediados del siglo I. Es decir, los primeros cristianos, a pesar de todas las persecuciones, jugándose la vida, no dejaron ni un momento de venerar esos lugares. Por una vez, benditos sean los graffities. Después, Elena hizo construir allí una basílica. Para ello, desgraciadamente, destruyó la cantera, dejando únicamente el trozo de roca necesario para albergar el Santo Sepulcro. Dejó el Gólgota al aire libre, en un atrio, y construyó un mausoleo alrededor del sepulcro. Cuando en el año 636 los musulmanes conquistaron Tierra Santa, respetaron la basílica, cambiándole el culto, pues para ellos Jesús es un importante profeta, aunque no crean en su divinidad, ni en su muerte en cruz y resurrección. Sin embargo, en el 1009, Al Hakem, un sultán de Egipto, fanático chiíta de la secta de los fatimíes, conquistó Jerusalén y arrasó la basílica del Santo Sepulcro destruyendo también la roca que albergaba el sepulcro original. La historia le conoce como el Nerón egipcio. Pero ya la arqueología había dado cuenta y la historia registrado el lugar exacto en el que el sepulcro se encontraba y su huella fue, desde entonces, imborrable. Los cruzados tras reconquistar Jerusalén, construyeron la actual iglesia del Santo Sepulcro, dando en ella un lugar de preferencia al Gólgota y al Sepulcro.
¿Cómo, en un sepulcro excavado en la dura roca pudo hacerse, en menos de dos días –de la tarde del viernes a la mañana del domingo–, un túnel para robar el cadáver? ¿Por dónde empezaron a construirlo si había vigilancia en el sepulcro? ¿Cómo podrían haberlo hecho en silencio y sin despertar las sospechas de los guardianes? ¿Cómo sacaron el cadáver por un sepulcro situado, como mucho a unos metros del del ajusticiado? Pero, si lo hubiesen conseguido, ese agujero hubiese seguido ahí hasta el año 1009 –porque sería imposible camuflarlo con ningún material de construcción– y ni los romanos no convertidos, entre ellos el emperador Juliano el Apóstata, posterior a Constantino ni, desde luego, los musulmanes lo hubieran pasado por alto y silenciado.
Pero supongamos por un momento que los apóstoles hubieran conseguido la proeza de robar el cuerpo. Al día siguiente, los sumos sacerdotes, ayudados por los romanos burlados, hubiesen buscado a los discípulos y, bajo tortura, les hubiesen hecho confesar dónde habían puesto el cuerpo y una vez reencontrado, lo habrían expuesto públicamente. Podría pensarse que los apóstoles hubiesen soportado la tortura. Pero, en ese caso, los primeros “mártires” cristianos datarían del domingo de Pascua y no de unos años más tarde, con la sangre del protomártir san Esteban, lapidado por el mismísimo Pablo en las puertas de Jerusalén poco antes de su conversión. Pero, ¿tendría sentido que varios cientos de personas –san Pablo nos dice que en sus apariciones como resucitado, Jesús se apareció a más de quinientos hermanos a la vez– hubiesen aguantado la tortura por una mentira? No, no hubo ni detenciones ni torturas. Y el mero hecho de que no las hubiara, indica que judíos y romanos sabían que era inútil llevarlas a cabo, pues nadie podría decirles dónde estaba el cuerpo, puesto que no lo habían robado. Puede que no creyesen en la resurrección, pero sabían que el cadáver no había sido robado. Supongo que se preguntarían, durante toda su vida, qué demonios había pasado esa noche.
Otra posibilidad aducida por los incrédulos es que, lo mismo que José de Arimatea convenció a Pilatos para que le permitiese enterrar el cuerpo de Jesús, pudo convencerle de que le dejase robarlo. Pudo, incluso –dicen–, sobornarlo. Pero tampoco esta hipótesis se tiene de pie. Desde que los romanos dieran a Antípatro, el padre de Herodes el Grande, el poder delegado en Palestina, por sus servicios prestados contra los partos, el peso político de su familia en Roma, era imponente. Es cierto que el Herodes que reinaba en Galilea en tiempos de la muerte de Jesús, Herodes Antipas, nieto de Antípatro, había perdido parte de su poder político en la zona, pero había, en cambio, ganado poder de tráfico de influencias diplomáticas en la misma Roma, donde hasta la emperatriz era defensora de los judíos. Y ese poder de influencia se basaba, en parte, en el mantenimiento del difícil equilibrio entre las diferentes sectas judías –fariseos, saduceos, zelotas, esenios, etc– y Roma. El mismo Herodes, por ser de origen idumeo y muy romanizado, no era, ciertamente, muy querido por ninguna de las sectas judías, por lo que mantener ese equilibrio le resultaba muy difícil. Tres días antes de la resurrección le había pasado la patata caliente de Jesús a Pilatos. Pilatos acabó condenando a Cristo por miedo a que los judíos, que pedían su muerte con tanta vehemencia, protestaran contra él ante el César. Sería difícil de comprender que dos días después de esa condena, cediese a ninguna presión para que los cristianos se adueñasen el cuerpo de Jesús para decir que había resucitado, máxime si se enteraban los judíos, como, con toda seguridad harían. Por despecho ante el sapo que le habían hecho tragar se atrevió a dos tímidos gestos. El primero, poner en la cruz del condenado el título de Jesús Nazareno, Rey de los Judíos que tanto molestó al Sanedrín. Si alguien le acusase por eso de antirromano, podría decir que su fidelidad a Roma le había llevado a crucificar al sedicente rey de los judíos y que ese cartel era una advertencia de lo que podría pasarle a quién le imitase. El segundo gesto de su despecho fue conceder el cuerpo de Jesús a José de Arimatea. Pero es de una lógica aplastante pensar que, bajo ningún concepto quería que ese gesto pudiese volverse contra él si los seguidores de Jesús robaban su cuerpo. De hecho, además de conceder una guardia al Sanedrín, hizo sellar la piedra, señal de que ese sepulcro estaba bajo la protección de Roma. Si después hubiese dejado a los cristianos robar impunemente el cuerpo de su maestro, se hubiese buscado conscientemente la ruina. De hecho, la misteriosa desaparición del cuerpo de Jesús, con la que de ninguna manera contaba, posiblemente fue lo que le costó el puesto, su carrera política y un duro destierro hasta su muerte, condenado al ostracismo en la zona más inhóspita de la Galia. Es más que dudoso que se hubiese prestado voluntariamente a correr ese riesgo. Desde luego, él no contaba con la resurrección y no creía correr el más mínimo riesgo de perder el cadáver del ajusticiado. Supongo que, durante su largo destierro, se preguntaría mil veces cómo demonios podría haber desaparecido como por arte de magia el cuerpo del reo muerto.
Por último y para acabar con esta relación no exhaustiva de hipótesis, los incrédulos aducen que el domingo de Pascua nadie abrió el sepulcro y que los seguidores de Jesús esperaron astutamente unos meses, hasta que las aguas se calmaron y volvieron a su cauce para, digamos, en el otoño siguiente, robar tranquilamente el cuerpo y propagar entonces el mito de la resurrección. Pero, los judíos sabían que Cristo había anunciado que resucitaría al tercer día. No se habían tomado tantas molestias –el juicio irregular de madrugada, la presencia en la casa de Pilatos a primera hora con riesgo de incurrir en impureza en la fiesta de Pascua, el reconocimiento público de que no tenían más rey que el César, el tumulto para pedir la crucifixión del nazareno, la liberación del asesino Barrabás, su presencia en el calvario, también a riesgo de impureza, para vigilar la crucifixión de principio a fin, etc.– para que se les escapase la presa en el último momento. No parece que quepa duda de que el mismo domingo, el Sanedrín en pleno iba a abrir el sepulcro, en la presencia de los romanos, de todo el pueblo de Jerusalén y de la multitud de judíos que estaban en allí procedentes de Galilea y de toda la diáspora, para enseñar a todo el mundo el cadáver, ya medio putrefacto, del impostor. No pudieron hacerlo porque Cristo se les adelantó. Si los cristianos hubiesen tenido el estúpido plan de robar el cadáver meses más tarde, se hubiesen visto humillados, como era su propósito, por los jefes de los judíos. Eso era, precisamente, lo que esperaban los apesadumbrados discípulos de Cristo, algunos de los cuales se largaron de Jerusalén para no ver ese triste espectáculo y el resto se encerraron en el cenáculo porque no podían enterrarse bajo diez metros de tierra. Por eso, su tristeza se transformó en alegría a medida que se iban enterando e iban creyendo, no sin gran dificultad, en la noticia de la resurrección de Jesús.
Sería imposible, como he comentado al principio de este artículo, describir todas las posibilidades que a la imaginación humana se le podrían ocurrir como posibles formas de eludir la resurrección. Pero, posiblemente, todas serían falseables con un poco de lógica, sentido común y visión histórica. De hecho me imagino a Anás, Caifás, Pilatos y tantos más –los incrédulos de los siglos XIX, XX y XXI incluidos– preguntándose, durante toda la vida, cómo pudo haber desaparecido el cuerpo. O dejándoselo de preguntar porque una y otra vez se topaban con la resurrección que la mala voluntad de unos o el racionalismo de otros, les impedía aceptar.
Por mi parte lo tengo claro: El Dios bueno y todopoderosos, cuya existencia es más que razonable deducir, tras hacerse anunciar durante siglos por los profetas de Israel, decidió, por puro amor, encarnarse en María, la Virgen, para nuestra salvación. Hecho hombre sufrió como nosotros –mucho más que cualquiera de nosotros–, fue torturado y muerto. Pero las puertas de la muerte no podían retener al autor de la vida y, al tercer día, resucitó, venciendo a la muerte, como las escrituras y él mismo habían anunciado, como anticipo para todos los que estamos condenados a morir por causa del pecado. Esta es la Buena Noticia que hoy, como en el domingo de Pascua, proclamamos los cristianos. Esto es lo que me dice la fe, esto es lo que han testificado con su vida los cristianos desde la misma mañana de Pascua y es esto lo que el sentido común y la lógica me indican. No puedo probarlo mediante una demostración matemática. Parece que el Dios que nos ha hecho libres no quiere que haya una tal demostración que nos obligue a creer. El que no lo vea así, que imite a los miembros del Sanedrín o a Pilatos o que simplemente se aferre al “no puede ser porque no puede ser” de los racionalistas y se pase la vida pensando en círculos sobre la resurrección o tire la toalla.
Este artículo sería innecesario, una vez descartada en el anterior la hipótesis de que los apóstoles se inventaran la resurrección de su maestro. Pero como la resurrección es el hecho central de nuestra fe, merece la pena, creo, aún a riesgo de ser redundante, incidir un poco más sobre el tema. En efecto, san Pablo nos dice: “Hermanos, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe [...] si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más insensatos de los hombres”. Sin embargo, ni para san Pablo ni para los primeros cristianos ésta era una hipótesis real. Ellos, más de quinientos, habían visto a Cristo resucitado, le habían visto comer, le habían abrazado, uno de ellos había metido los dedos en las llagas de manos y pies y la mano en la herida de la lanza de su costado. Esa era, precisamente, la base de su predicación: proclamar a Cristo vivo y resucitado. Por eso san Pablo, al que Cristo se le había aparecido, vivo y glorioso, en el camino de Damasco, continúa: “Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos como anticipo para quienes duermen el sueño de la muerte”. Ya, vimos en el primer artículo de esta serie cómo, diecinueve siglos después, en el siglo racionalista y cientifista por excelencia, esa crítica racionalista negaba de plano la resurrección. Simplemente, y por principio, no podía ser verdad. Y al no poder ser verdad, los evangelios y todas las creencias cristianas, tampoco podían serlo. No sólo daban por buena la hipótesis que san Pablo planteaba tan sólo con intención retórica, sino que daban como respuesta cierta que Cristo no había resucitado. Como consecuencia, hoy día, muchos cristianos, protestantes en su mayoría, pero también algún católico, piensan la resurrección de Cristo es algo que debe tomarse, no en un sentido literal, sino como algo simbólico. Sin embargo, si el Dios todopoderoso y bueno existe, ¿por qué no iba a poder resucitar tras encarnarse y morir? Que ese Dios exista es algo que no se puede probar, pero a lo que dediqué una serie de entradas en este blog hace meses sobre Dios y la ciencia, en donde mostré que era mucho más plausible y racional concluir que ese Dios existía que lo contrario.
Lo que viene a continuación no pretende demostrar la resurrección, que es un hecho indemostrable. Pretende tan sólo descartar algunas de las hipótesis que podrían plantearse para negar que ésta hubiese tenido lugar. Es imposible revisar todas las posibilidades del fraude que, según los que niegan la resurrección, debieron cometer los seguidores de Cristo. Sencillamente porque las posibilidades son demasiadas y, descartadas cien, la imaginación humana podría imaginar otras mil. La credibilidad de los apóstoles se basa en lo dicho en el artículo anterior. Por tanto, sin la más mínima pretensión de exhaustividad, comentaré algunas de las posibilidades de fraude más utilizadas, para mostrar que no son razonablemente plausibles.
Partimos de un sepulcro vacío. Efectivamente, la mañana del domingo de Pascua, en el sepulcro en el que habían depositado el cadáver de Jesús el viernes, no había nadie. Estaba vacío. Si no hubiese sido así, nada hubiese resultado más fácil a los dirigentes judíos para acallar el rumor de la resurrección del nazareno, que mostrar públicamente su cadáver colgándolo de nuevo en un madero en las puertas de Jerusalén. Si no lo hicieron era porque no había tal cadáver. Ahora bien, entonces, ¿qué había sido de él? Sólo hay una posibilidad. Los seguidores de Jesús lo habían robado durante la noche. Ahora bien, ¿cómo un grupo de hombres sin experiencia de armas podría haber robado el cuerpo de Jesús de un sepulcro custodiado por legionarios romanos? Parece totalmente inverosímil que semejante cosa pudiese ocurrir. Un pequeño piquete de legionarios era más que suficiente para mantener a raya a toda una muchedumbre de pescadores y aldeanos mal armados e inexpertos en las artes de la guerra. Además, en el caso de que lo hubiesen conseguido, no hubiera podido ser sin un escándalo descomunal y, desde luego, con bajas por ambas partes. Pero no hay una sola referencia a semejante cosa. Por si esto fuera poco, es seguro que, si los judíos temían el fraude del robo del cadáver, ellos mismos estuvieran acompañando a los legionarios. En cualquiera de las situaciones, el pueblo de Jerusalén se hubiese enterado esa misma noche del hurto y la credibilidad de los apóstoles, cuando al poco tiempo proclamasen la resurrección, sería nula. Pudiera ser que los legionarios que custodiaban el sepulcro y los judíos que les acompañaban se hubiesen dormido todos y que los seguidores de Jesús hubiesen aprovechado la ocasión para robar el cuerpo. Pero parece poco plausible que un grupo de personas, algunas de ellas con el máximo interés en mantenerse alerta –los judíos–, se quedasen dormidas o dejasen dormirse a los centinelas romanos. Hay que tener en cuenta, además, que dentro del ejército romano, la pena por quedarse dormido en una guardia era nada menos que la muerte, apaleado por sus propios compañeros de armas. No es de extrañar semejante pena, ya que quedarse dormido en una guardia, era poner en peligro la vida de todos. Y aunque en ese momento no hubiese guerra declarada entre Judea y Roma, los exaltados zelotas siempre estaban al acecho para infligir daño a los soldados del odiado ocupante (tal vez convenga recordar, para descartar la posible participación de los zalotas en el robo del cuerpo de Jesús, que éstos habían perdido toda esperanza de que Jesús fuese de alguna utilidad para su causa tras intentar coronarle rey y que él se escondiese). En cualquier caso, aún en el de una paz en calma, los hábitos necesarios en la guerra no pueden relajarse en una misión, aunque sea de paz. Jamás un legionario perdonaría a su compañero semejante fallo durante la paz, porque lo mismo podría ocurrirle en la guerra, situación en la que posiblemente se encontrasen en breve en cualquier otro lugar del imperio. Pero, además, el robo del cadáver no era como llevarse sigilosamente un guijarro suelto del terreno donde estaban los centinelas. No, suponía mover una pesada piedra, para lo que hacía falta un considerable esfuerzo y que, si se hacía, a buen seguro produciría un ruido muy grande, más que suficiente para despertar a los durmientes.
Hay, sin embargo una posibilidad de robo sigiloso. El sepulcro podía tener algún tipo de comunicación o de agujero por el que, de noche, se hubiesen colado algunos hombres para robar el cuerpo de Jesús y sacarlo por otro lado. Pero sabemos que el sepulcro estaba excavado en la roca viva de una cantera. Se sabe con exactitud milimétrica el lugar en el que éste se encontraba. Hago un pequeño circunloquio para contar por qué se sabe esto.
Cuando en el año 313, el emperador Constantino proclamó el edicto de tolerancia hacia los cristianos, su madre, Elena –más tarde santa Elena–, llena de celo religioso, fue a Tierra Santa. Lo primero que pregunta allí es dónde fue crucificado y sepultado el Señor. Inmediatamente, los cristianos, que habían resistido allí todas las persecuciones, le llevan sin un titubeo a un lugar preciso. Era una antigua cantera, situada a las afueras de Jerusalén, a occidente, junto a la puerta del camino que lleva hacia la costa. La cantera estaba fuera de uso desde unos siglos antes de Cristo. Se podía seguir su frente, retrocediendo a medida que se extraía de ella la piedra para construir. En la cantera, cuando estaba en uso, se había encontrado una gran roca de calidad inadecuada para la construcción y se la había dejado atrás, aislada, avanzando alrededor suyo. Tiempo después, tras dejar unos veinte metros atrás la roca, la cantera se abandonó. Los romanos aprovecharon esa roca, a las afueras de la ciudad, junto a una puerta muy transitada, para llevar en ella a cabo públicamente, para que sirviesen de escarmiento, las crucifixiones de los reos. Los judíos, a su vez, aprovecharon el frente de la cantera para excavar en ella sus sepulcros. José de Arimatea había comprado uno de esos sepulcros y se lo había cedido a Jesús. Pues bien, a ese sepulcro llevan sin la menor duda los cristianos del lugar a santa Elena. Tanto en la roca de la entrada de ese sepulcro, como dentro de él, había, grabados innumerables graffities con peces –el pez, IXTYS en griego, es el acrónimo de Jesús Cristo, de Dios Hijo y Salvador, y el primer signo distintivo usado por los cristianos– señalados con la fecha en la que fueron grabados. Las fechas más antiguas databan de mediados del siglo I. Es decir, los primeros cristianos, a pesar de todas las persecuciones, jugándose la vida, no dejaron ni un momento de venerar esos lugares. Por una vez, benditos sean los graffities. Después, Elena hizo construir allí una basílica. Para ello, desgraciadamente, destruyó la cantera, dejando únicamente el trozo de roca necesario para albergar el Santo Sepulcro. Dejó el Gólgota al aire libre, en un atrio, y construyó un mausoleo alrededor del sepulcro. Cuando en el año 636 los musulmanes conquistaron Tierra Santa, respetaron la basílica, cambiándole el culto, pues para ellos Jesús es un importante profeta, aunque no crean en su divinidad, ni en su muerte en cruz y resurrección. Sin embargo, en el 1009, Al Hakem, un sultán de Egipto, fanático chiíta de la secta de los fatimíes, conquistó Jerusalén y arrasó la basílica del Santo Sepulcro destruyendo también la roca que albergaba el sepulcro original. La historia le conoce como el Nerón egipcio. Pero ya la arqueología había dado cuenta y la historia registrado el lugar exacto en el que el sepulcro se encontraba y su huella fue, desde entonces, imborrable. Los cruzados tras reconquistar Jerusalén, construyeron la actual iglesia del Santo Sepulcro, dando en ella un lugar de preferencia al Gólgota y al Sepulcro.
¿Cómo, en un sepulcro excavado en la dura roca pudo hacerse, en menos de dos días –de la tarde del viernes a la mañana del domingo–, un túnel para robar el cadáver? ¿Por dónde empezaron a construirlo si había vigilancia en el sepulcro? ¿Cómo podrían haberlo hecho en silencio y sin despertar las sospechas de los guardianes? ¿Cómo sacaron el cadáver por un sepulcro situado, como mucho a unos metros del del ajusticiado? Pero, si lo hubiesen conseguido, ese agujero hubiese seguido ahí hasta el año 1009 –porque sería imposible camuflarlo con ningún material de construcción– y ni los romanos no convertidos, entre ellos el emperador Juliano el Apóstata, posterior a Constantino ni, desde luego, los musulmanes lo hubieran pasado por alto y silenciado.
Pero supongamos por un momento que los apóstoles hubieran conseguido la proeza de robar el cuerpo. Al día siguiente, los sumos sacerdotes, ayudados por los romanos burlados, hubiesen buscado a los discípulos y, bajo tortura, les hubiesen hecho confesar dónde habían puesto el cuerpo y una vez reencontrado, lo habrían expuesto públicamente. Podría pensarse que los apóstoles hubiesen soportado la tortura. Pero, en ese caso, los primeros “mártires” cristianos datarían del domingo de Pascua y no de unos años más tarde, con la sangre del protomártir san Esteban, lapidado por el mismísimo Pablo en las puertas de Jerusalén poco antes de su conversión. Pero, ¿tendría sentido que varios cientos de personas –san Pablo nos dice que en sus apariciones como resucitado, Jesús se apareció a más de quinientos hermanos a la vez– hubiesen aguantado la tortura por una mentira? No, no hubo ni detenciones ni torturas. Y el mero hecho de que no las hubiara, indica que judíos y romanos sabían que era inútil llevarlas a cabo, pues nadie podría decirles dónde estaba el cuerpo, puesto que no lo habían robado. Puede que no creyesen en la resurrección, pero sabían que el cadáver no había sido robado. Supongo que se preguntarían, durante toda su vida, qué demonios había pasado esa noche.
Otra posibilidad aducida por los incrédulos es que, lo mismo que José de Arimatea convenció a Pilatos para que le permitiese enterrar el cuerpo de Jesús, pudo convencerle de que le dejase robarlo. Pudo, incluso –dicen–, sobornarlo. Pero tampoco esta hipótesis se tiene de pie. Desde que los romanos dieran a Antípatro, el padre de Herodes el Grande, el poder delegado en Palestina, por sus servicios prestados contra los partos, el peso político de su familia en Roma, era imponente. Es cierto que el Herodes que reinaba en Galilea en tiempos de la muerte de Jesús, Herodes Antipas, nieto de Antípatro, había perdido parte de su poder político en la zona, pero había, en cambio, ganado poder de tráfico de influencias diplomáticas en la misma Roma, donde hasta la emperatriz era defensora de los judíos. Y ese poder de influencia se basaba, en parte, en el mantenimiento del difícil equilibrio entre las diferentes sectas judías –fariseos, saduceos, zelotas, esenios, etc– y Roma. El mismo Herodes, por ser de origen idumeo y muy romanizado, no era, ciertamente, muy querido por ninguna de las sectas judías, por lo que mantener ese equilibrio le resultaba muy difícil. Tres días antes de la resurrección le había pasado la patata caliente de Jesús a Pilatos. Pilatos acabó condenando a Cristo por miedo a que los judíos, que pedían su muerte con tanta vehemencia, protestaran contra él ante el César. Sería difícil de comprender que dos días después de esa condena, cediese a ninguna presión para que los cristianos se adueñasen el cuerpo de Jesús para decir que había resucitado, máxime si se enteraban los judíos, como, con toda seguridad harían. Por despecho ante el sapo que le habían hecho tragar se atrevió a dos tímidos gestos. El primero, poner en la cruz del condenado el título de Jesús Nazareno, Rey de los Judíos que tanto molestó al Sanedrín. Si alguien le acusase por eso de antirromano, podría decir que su fidelidad a Roma le había llevado a crucificar al sedicente rey de los judíos y que ese cartel era una advertencia de lo que podría pasarle a quién le imitase. El segundo gesto de su despecho fue conceder el cuerpo de Jesús a José de Arimatea. Pero es de una lógica aplastante pensar que, bajo ningún concepto quería que ese gesto pudiese volverse contra él si los seguidores de Jesús robaban su cuerpo. De hecho, además de conceder una guardia al Sanedrín, hizo sellar la piedra, señal de que ese sepulcro estaba bajo la protección de Roma. Si después hubiese dejado a los cristianos robar impunemente el cuerpo de su maestro, se hubiese buscado conscientemente la ruina. De hecho, la misteriosa desaparición del cuerpo de Jesús, con la que de ninguna manera contaba, posiblemente fue lo que le costó el puesto, su carrera política y un duro destierro hasta su muerte, condenado al ostracismo en la zona más inhóspita de la Galia. Es más que dudoso que se hubiese prestado voluntariamente a correr ese riesgo. Desde luego, él no contaba con la resurrección y no creía correr el más mínimo riesgo de perder el cadáver del ajusticiado. Supongo que, durante su largo destierro, se preguntaría mil veces cómo demonios podría haber desaparecido como por arte de magia el cuerpo del reo muerto.
Por último y para acabar con esta relación no exhaustiva de hipótesis, los incrédulos aducen que el domingo de Pascua nadie abrió el sepulcro y que los seguidores de Jesús esperaron astutamente unos meses, hasta que las aguas se calmaron y volvieron a su cauce para, digamos, en el otoño siguiente, robar tranquilamente el cuerpo y propagar entonces el mito de la resurrección. Pero, los judíos sabían que Cristo había anunciado que resucitaría al tercer día. No se habían tomado tantas molestias –el juicio irregular de madrugada, la presencia en la casa de Pilatos a primera hora con riesgo de incurrir en impureza en la fiesta de Pascua, el reconocimiento público de que no tenían más rey que el César, el tumulto para pedir la crucifixión del nazareno, la liberación del asesino Barrabás, su presencia en el calvario, también a riesgo de impureza, para vigilar la crucifixión de principio a fin, etc.– para que se les escapase la presa en el último momento. No parece que quepa duda de que el mismo domingo, el Sanedrín en pleno iba a abrir el sepulcro, en la presencia de los romanos, de todo el pueblo de Jerusalén y de la multitud de judíos que estaban en allí procedentes de Galilea y de toda la diáspora, para enseñar a todo el mundo el cadáver, ya medio putrefacto, del impostor. No pudieron hacerlo porque Cristo se les adelantó. Si los cristianos hubiesen tenido el estúpido plan de robar el cadáver meses más tarde, se hubiesen visto humillados, como era su propósito, por los jefes de los judíos. Eso era, precisamente, lo que esperaban los apesadumbrados discípulos de Cristo, algunos de los cuales se largaron de Jerusalén para no ver ese triste espectáculo y el resto se encerraron en el cenáculo porque no podían enterrarse bajo diez metros de tierra. Por eso, su tristeza se transformó en alegría a medida que se iban enterando e iban creyendo, no sin gran dificultad, en la noticia de la resurrección de Jesús.
Sería imposible, como he comentado al principio de este artículo, describir todas las posibilidades que a la imaginación humana se le podrían ocurrir como posibles formas de eludir la resurrección. Pero, posiblemente, todas serían falseables con un poco de lógica, sentido común y visión histórica. De hecho me imagino a Anás, Caifás, Pilatos y tantos más –los incrédulos de los siglos XIX, XX y XXI incluidos– preguntándose, durante toda la vida, cómo pudo haber desaparecido el cuerpo. O dejándoselo de preguntar porque una y otra vez se topaban con la resurrección que la mala voluntad de unos o el racionalismo de otros, les impedía aceptar.
Por mi parte lo tengo claro: El Dios bueno y todopoderosos, cuya existencia es más que razonable deducir, tras hacerse anunciar durante siglos por los profetas de Israel, decidió, por puro amor, encarnarse en María, la Virgen, para nuestra salvación. Hecho hombre sufrió como nosotros –mucho más que cualquiera de nosotros–, fue torturado y muerto. Pero las puertas de la muerte no podían retener al autor de la vida y, al tercer día, resucitó, venciendo a la muerte, como las escrituras y él mismo habían anunciado, como anticipo para todos los que estamos condenados a morir por causa del pecado. Esta es la Buena Noticia que hoy, como en el domingo de Pascua, proclamamos los cristianos. Esto es lo que me dice la fe, esto es lo que han testificado con su vida los cristianos desde la misma mañana de Pascua y es esto lo que el sentido común y la lógica me indican. No puedo probarlo mediante una demostración matemática. Parece que el Dios que nos ha hecho libres no quiere que haya una tal demostración que nos obligue a creer. El que no lo vea así, que imite a los miembros del Sanedrín o a Pilatos o que simplemente se aferre al “no puede ser porque no puede ser” de los racionalistas y se pase la vida pensando en círculos sobre la resurrección o tire la toalla.
16 de marzo de 2010
Frases 17-III-2010
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La belleza nos embriaga, nos da el sentimiento de vivir y nos hace mirar a aquellos que amamos como símbolos vivos de ideales sin los cuales nuestra vida es polvo y ceniza.
Jean Guitton. Mi testamento filosófico (Libro que recomiendo encarecidamente). Ed. Encuentro, Madrid 1998. Pag. 200
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La belleza nos embriaga, nos da el sentimiento de vivir y nos hace mirar a aquellos que amamos como símbolos vivos de ideales sin los cuales nuestra vida es polvo y ceniza.
Jean Guitton. Mi testamento filosófico (Libro que recomiendo encarecidamente). Ed. Encuentro, Madrid 1998. Pag. 200
14 de marzo de 2010
Jorge Luis Borges escribió un inquietante relato que lleva por título El Aleph. Aleph es la primera letra del alfabeto hebreo. Pero en ese relato de Borges, esa palabra significa otra cosa. Borges llama Aleph a un lugar donde están sin confundirse, todos los lugares del orbe vistos desde todos los ángulos. Todo el universo, todo lo que ha sido y lo que es. Y el propio Borges lo encuentra en el escalón diecinueve de una escalera de un sótano de una casa de la calle Garay en Buenos Aires. Así nos lo describe:
Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparán el mismo punto, sin superposición ni transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que tanscribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había enviado a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
Pues bien, yo conozco algo mucho mayor que un Aleph. Si el gran escritor Jorge Luis Borges dice, al empezar a describir su Aleph: empieza, aquí, mi desesperación de escritor, imagínese la mía de mal escritor ante algo tan grande. Lo que yo conozco no es algo para iniciados, como el Aleph de Borges, que sólo algunos elegidos pueden contemplar. Esta magnificencia la puede ver quien quiera, casi en cualquier momento. Estaba, unos momentos antes de escribir estas líneas, delante de mí, expuesto a la contemplación de decenas de personas. Generalmente está oculto en un cofre pero a veces se expone para nuestra contemplación. Yo, hace unos momentos, lo he visto expuesto, pero es, si cabe, más impresionante cuando está oculto a las miradas, en su cofre. Me estoy refiriendo al Santísimo Sacramento, expuesto o en el sagrario. Porque en cada sagrario del mundo está Jesucristo. Y en Él se recapitulan todas las cosas. La antigua creación y la nueva creación. Los viejos cielos y los nuevos. La tierra vieja y la nueva. Es a Él al que miraba el ángel de Ezequiel con sus cuatro caras simultáneamente orientadas a Oriente, Occidente, Norte y Sur. Si se abre un sagrario cerrado se ve sólo un copón lleno de formas consagradas. Si se expone, los ojos de la carne ven sólo un círculo de pan blanco. Pero cuando el sagrario está cerrado, dentro, mientras nadie lo mira, hay algo más que un Aleph. Está Cristo, el Alfa y el Omega, el Aleph y el Tav, el Señor de la Historia, el Principio y el Fin. Hay mucho más que un Aleph. Porque un Aleph es algo y Cristo es alguien. En Él está todo lo visible y lo invisible, todas las cosas que hay entre el cielo y la tierra que ni nuestra filosofía ni nuestra ciencia pueden siquiera soñar. Un Aleph resume tres dimensiones y el tiempo hacia el pasado y Cristo recapitula el cosmos infinito con todas sus infinitas dimensiones y jerarquías de tiempos dentro de tiempos, presentes, pasados, futuros. Y todo eso, en cada instante, Cristo se lo está presentando, redimido de todas sus culpas, al Padre. En Él hay futuribles y pasados que pueden rescribirse por el arrepentimiento. En Él vemos la victoria final de nuestro Dios. En Él todas las culpas han sido perdonadas y todos los perdones renovados. Un Aleph muestra, pero no tiene ningún poder para actuar, mientras que Él actúa, hace. Es el Hacedor, el único Hacedor. El Hacedor de todo lo que pueda haber en un Aleph. El Hacedor de Alephs y el Aleph Hacedor. Un Aleph es sordo a las súplicas de los hombres mientras el Hacedor de Alephs escucha. No obedece, porque no está a nuestro servicio. Escucha nuestros anhelos –los escruta, pues ve hasta el fondo de nuestras almas– y, si le dejamos, nos concede lo que necesitamos, no lo que deseamos. Ambos anhelos rara vez coinciden. Un Aleph sólo se observa. El Aleph Hacedor nos transforma.
No hay nada extraño, para la ciencia del siglo XX, el siglo de la física cuántica, en el hecho de que al abrir un sagrario no se vea al Hacedor de Alephs, sino sólo algo que parece un trozo de pan. Bien saben los científicos, que conocen la física cuántica, que cuando un suceso que contiene en sí distintas posibilidades es expuesto a la observación, sólo una de ellas subsiste a la apreciación de los sentidos y los aparatos de medida. Por eso no es de extrañar que al abrir el sagrario sólo se vea algo que parece pan. Pero Jesucristo, el Aleph Hacedor, donde los espacios, las dimensiones y los tiempos se conjugan, se tejen y entretejen en madejas sólo por Él descifrables, actúa sobre nosotros y nos transforma, lo mismo cuando le vemos como pan que cuando está desplegado, fuera de nuestra vista, en sus infinitas y magníficas dimensiones.
Los poetas llegan siempre antes que los científicos donde los místicos ya han llegado. Que Dios puede borrar el pasado y rescribirlo en una nueva creación, es algo que los cristianos sabemos por la Revelación y que algunos místicos han sentido en lo más profundo de su ser. Después, un día, un poeta que tras una vida turbulenta encontró el arrepentimiento, Oscar Wilde, dijo:
Claro está que el pecador debe de arrepentirse. Pero, ¿por qué? Sencillamente porque de otra forma no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que uno altera su pasado. Los griegos lo tuvieron por imposible. A menudo dicen en sus aforismos gnómicos: <>. Cristo mostró que hasta el pecador más vulgar puede hacerlo.
Sólo la ciencia faltaba a la cita. Pero parece que ha llegado. De la mano también, como no, de la física cuántica. Recientes experimentos de óptica cuántica demuestran, hasta donde la ciencia puede demostrar algo, que en determinadas condiciones, la causa puede ser posterior al efecto. Si esto es así, y parece que lo es, la Revelación, los místicos y los poetas tendrían razón a un nivel mucho más literal que lo que se podría imaginar.
El inconcebible y secreto universo conjetural del que habla Borges, todo él, entero, y sus infinitas alternativas no realizadas, pueden ser un enorme entramado de ecuaciones cuánticas que desborda cualquier imaginación. El Gran Matemático y Señor de la Historia se ha valido de estas ecuaciones para hacer posible la Redención en Cristo, para reescribir el mejor pasado, latente entre millones en cada retazo de pasado, cuando ya no haya futuro. Él, quedándose con nosotros hasta el fin de los tiempos, se ha desdoblado en una red de Alephs Hacedores que abraza todo el mundo y que, con ayuda de la libertad de los hombres, recreará una Historia, donde todo empiece y acabe mejor que si no hubiese habido Pecado Original. También esto lo anticipa la Liturgia de Pascua de Resurrección cuando dice algo así como:
¡Oh feliz culpa, que mereciste tal Salvador!
¿Un sueño? ¿Una visión? ¿Realidad? Lo sabremos cuando nuestros ojos puedan contemplar cara a cara el Rostro en el que todas las ecuaciones están resueltas y en el que todas las preguntas y todos los por qués están respondidos. Mientras tanto tenemos que vivir con una mente y un corazón abiertos a las sorpresas de un Dios respetuoso con nuestra razón pero inmensamente más grande que ella. Asomados, colmados de maravilla, sobre los abismos de luz del Misterio en los que nuestra razón no puede penetrar sino sólo mojarse hasta donde da pie el océano que se extiende delante de ella. Abiertos a la contemplación de la belleza del Misterio, para poder sumergirnos en Él cuando todo sea eterno presente.
Hasta aquí mi desesperado intento de balbucear una miserable descripción de una maravilla que, escondida o expuesta, puedo contemplar a diario.
Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparán el mismo punto, sin superposición ni transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que tanscribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había enviado a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
Pues bien, yo conozco algo mucho mayor que un Aleph. Si el gran escritor Jorge Luis Borges dice, al empezar a describir su Aleph: empieza, aquí, mi desesperación de escritor, imagínese la mía de mal escritor ante algo tan grande. Lo que yo conozco no es algo para iniciados, como el Aleph de Borges, que sólo algunos elegidos pueden contemplar. Esta magnificencia la puede ver quien quiera, casi en cualquier momento. Estaba, unos momentos antes de escribir estas líneas, delante de mí, expuesto a la contemplación de decenas de personas. Generalmente está oculto en un cofre pero a veces se expone para nuestra contemplación. Yo, hace unos momentos, lo he visto expuesto, pero es, si cabe, más impresionante cuando está oculto a las miradas, en su cofre. Me estoy refiriendo al Santísimo Sacramento, expuesto o en el sagrario. Porque en cada sagrario del mundo está Jesucristo. Y en Él se recapitulan todas las cosas. La antigua creación y la nueva creación. Los viejos cielos y los nuevos. La tierra vieja y la nueva. Es a Él al que miraba el ángel de Ezequiel con sus cuatro caras simultáneamente orientadas a Oriente, Occidente, Norte y Sur. Si se abre un sagrario cerrado se ve sólo un copón lleno de formas consagradas. Si se expone, los ojos de la carne ven sólo un círculo de pan blanco. Pero cuando el sagrario está cerrado, dentro, mientras nadie lo mira, hay algo más que un Aleph. Está Cristo, el Alfa y el Omega, el Aleph y el Tav, el Señor de la Historia, el Principio y el Fin. Hay mucho más que un Aleph. Porque un Aleph es algo y Cristo es alguien. En Él está todo lo visible y lo invisible, todas las cosas que hay entre el cielo y la tierra que ni nuestra filosofía ni nuestra ciencia pueden siquiera soñar. Un Aleph resume tres dimensiones y el tiempo hacia el pasado y Cristo recapitula el cosmos infinito con todas sus infinitas dimensiones y jerarquías de tiempos dentro de tiempos, presentes, pasados, futuros. Y todo eso, en cada instante, Cristo se lo está presentando, redimido de todas sus culpas, al Padre. En Él hay futuribles y pasados que pueden rescribirse por el arrepentimiento. En Él vemos la victoria final de nuestro Dios. En Él todas las culpas han sido perdonadas y todos los perdones renovados. Un Aleph muestra, pero no tiene ningún poder para actuar, mientras que Él actúa, hace. Es el Hacedor, el único Hacedor. El Hacedor de todo lo que pueda haber en un Aleph. El Hacedor de Alephs y el Aleph Hacedor. Un Aleph es sordo a las súplicas de los hombres mientras el Hacedor de Alephs escucha. No obedece, porque no está a nuestro servicio. Escucha nuestros anhelos –los escruta, pues ve hasta el fondo de nuestras almas– y, si le dejamos, nos concede lo que necesitamos, no lo que deseamos. Ambos anhelos rara vez coinciden. Un Aleph sólo se observa. El Aleph Hacedor nos transforma.
No hay nada extraño, para la ciencia del siglo XX, el siglo de la física cuántica, en el hecho de que al abrir un sagrario no se vea al Hacedor de Alephs, sino sólo algo que parece un trozo de pan. Bien saben los científicos, que conocen la física cuántica, que cuando un suceso que contiene en sí distintas posibilidades es expuesto a la observación, sólo una de ellas subsiste a la apreciación de los sentidos y los aparatos de medida. Por eso no es de extrañar que al abrir el sagrario sólo se vea algo que parece pan. Pero Jesucristo, el Aleph Hacedor, donde los espacios, las dimensiones y los tiempos se conjugan, se tejen y entretejen en madejas sólo por Él descifrables, actúa sobre nosotros y nos transforma, lo mismo cuando le vemos como pan que cuando está desplegado, fuera de nuestra vista, en sus infinitas y magníficas dimensiones.
Los poetas llegan siempre antes que los científicos donde los místicos ya han llegado. Que Dios puede borrar el pasado y rescribirlo en una nueva creación, es algo que los cristianos sabemos por la Revelación y que algunos místicos han sentido en lo más profundo de su ser. Después, un día, un poeta que tras una vida turbulenta encontró el arrepentimiento, Oscar Wilde, dijo:
Claro está que el pecador debe de arrepentirse. Pero, ¿por qué? Sencillamente porque de otra forma no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que uno altera su pasado. Los griegos lo tuvieron por imposible. A menudo dicen en sus aforismos gnómicos: <
Sólo la ciencia faltaba a la cita. Pero parece que ha llegado. De la mano también, como no, de la física cuántica. Recientes experimentos de óptica cuántica demuestran, hasta donde la ciencia puede demostrar algo, que en determinadas condiciones, la causa puede ser posterior al efecto. Si esto es así, y parece que lo es, la Revelación, los místicos y los poetas tendrían razón a un nivel mucho más literal que lo que se podría imaginar.
El inconcebible y secreto universo conjetural del que habla Borges, todo él, entero, y sus infinitas alternativas no realizadas, pueden ser un enorme entramado de ecuaciones cuánticas que desborda cualquier imaginación. El Gran Matemático y Señor de la Historia se ha valido de estas ecuaciones para hacer posible la Redención en Cristo, para reescribir el mejor pasado, latente entre millones en cada retazo de pasado, cuando ya no haya futuro. Él, quedándose con nosotros hasta el fin de los tiempos, se ha desdoblado en una red de Alephs Hacedores que abraza todo el mundo y que, con ayuda de la libertad de los hombres, recreará una Historia, donde todo empiece y acabe mejor que si no hubiese habido Pecado Original. También esto lo anticipa la Liturgia de Pascua de Resurrección cuando dice algo así como:
¡Oh feliz culpa, que mereciste tal Salvador!
¿Un sueño? ¿Una visión? ¿Realidad? Lo sabremos cuando nuestros ojos puedan contemplar cara a cara el Rostro en el que todas las ecuaciones están resueltas y en el que todas las preguntas y todos los por qués están respondidos. Mientras tanto tenemos que vivir con una mente y un corazón abiertos a las sorpresas de un Dios respetuoso con nuestra razón pero inmensamente más grande que ella. Asomados, colmados de maravilla, sobre los abismos de luz del Misterio en los que nuestra razón no puede penetrar sino sólo mojarse hasta donde da pie el océano que se extiende delante de ella. Abiertos a la contemplación de la belleza del Misterio, para poder sumergirnos en Él cuando todo sea eterno presente.
Hasta aquí mi desesperado intento de balbucear una miserable descripción de una maravilla que, escondida o expuesta, puedo contemplar a diario.
10 de marzo de 2010
Frases 10-III-2010
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración.
Mensaje a los artistas. Concilio Vaticano II. 8-XII-1965
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración.
Mensaje a los artistas. Concilio Vaticano II. 8-XII-1965
7 de marzo de 2010
La fe en Cristo V ¿Será todo una mentira?
Tomás Alfaro Drake
En artículos anteriores hemos visto que Jesús de Nazaret realmente existió; que lo que sabemos de él no puede ser un mito; que los evangelios presentan a Jesús de Nazaret como alguien que se proclamó Hijo de Dios en un sentido estricto del término, no en sentido figurado y poético. Pero, a fin de cuentas, no siendo un mito, y presentando a Jesús como Dios, lo que sí pudieran ser los evangelios es, lisa y llanamente, una mentira inventada por alguien.
¿Quién se pudo inventar una mentira como el evangelio, en el caso de que lo sea? Dadas las fechas en las que se escribieron –recordemos que hacia el año 40 ya parece que estaba escrito al menos el evangelio de Marcos– únicamente los apóstoles, Pablo incluido, pudieron hacerlo. Aprovecharon la existencia de un pobre hombre ajusticiado por los judíos y tejieron sobre esta figura histórica una “astuta” mentira.
Todos tenemos la experiencia personal de haber mentido alguna vez. Y, ¿por qué mentimos? Evidentemente, para sacar con ello algún provecho. Podemos mentir para que no nos echen del trabajo o para no ir a la cárcel, o para dar una imagen adornada y amable de nuestra personalidad por la que parezca que somos mejores de lo que somos. Pero nadie en su sano juicio mentiría para que le echasen de su trabajo o para que le metiesen en la cárcel o para presentarse a sí mismo como un cobarde o un imbécil. Y, ¿cómo son nuestras mentiras? Todo el que miente busca, ante todo que su mentira sea creíble. Si llego tarde a una reunión importante, no se me ocurre decir que unos dragones me atacaron al salir de casa, me quemaron el traje con el fuego de su aliento y tuve que subir a mi casa a cambiarme. Por último, nadie puede inventarse una mentira superior a sus capacidades. Difícilmente podría yo inventar una historia de la riqueza de las que escribe Jorge Luis Borges, sencillamente, porque no tengo sus dotes narrativas y literarias.
Pasemos la supuesta mentira de los apóstoles por este triple tamiz.
Es evidente que si los apóstoles o Pablo inventaron esa mentira, no sacaron mucho provecho de ella. Todos ellos fueron martirizados, como lo fue ese personaje al que, no se sabe con qué extraña intención, divinizaron. Es decir, siguieron el camino de su invento, murieron por la misma blasfemia que llevó a la muerte a su hombre-Dios inventado. Y no es que la muerte les sorprendiese de repente sin darse cuenta. Ellos mismos se pusieron parsimoniosamente la soga en el cuello empecinándose en una mentira que, con sólo reconocer como tal, les hubiera librado de la muerte. Menuda estupidez. Nadie en su sano juicio lo haría. Claro que siempre cabe la hipótesis de la locura. También la analizaré en este artículo. Pero ocurre además que, incluso para los que se la creyesen, los seguidores de Cristo no salen muy bien parados de su propia invención. Pedro, el que sería su jefe, había traicionado a su maestro. En todo el evangelio aparece como un bocazas impulsivo al que se le va la fuerza por la boca. Todos, sin excepción, habían huido cobardemente en el momento de la detención, salvo el gesto violento de Pedro que se quedó, como casi todo lo que nos cuenta el evangelio que hacía, en agua de borrajas. Los Zebedeos dan una triste impresión cuando discuten con todos sus compañeros sobre quién sería el más importante en el reino de los cielos, o cuando le piden a Jesús que haga llover fuego del cielo para destruir a la ciudad de Samaría que no quiso acogerlos. Tomás es un incrédulo que no admite la resurrección de su maestro. Sinceramente, ¿alguien que escribiese una historia inventada con la intención de que pasase a la posteridad se pondría a sí mismo así? Creo que no. La supuesta mentira no pasa el primer filtro.
Tal vez pase el segundo. Veamos. En palabras llanas, los apóstoles, o Pablo, venían a decir, primero a los judíos y después a los griegos y romanos, que Dios era un judío de carne y hueso crucificado como un criminal. Ni al más estúpido de los judíos se le ocurriría montar semejante mentira. ¿Dios, Yavé, el Altísimo, aquél del que ni siquiera podía pronunciarse el nombre, el que realizó proezas en Egipto para sacar de allí a su pueblo con brazo fuerte y poderoso, era esa piltrafa humana que murió a la vista de todo el pueblo para luego resucitar a escondidas? ¿Qué judío podría creer semejante estúpida blasfemia? Y menos que nadie, los ancianos de Israel, los fariseos, los escribas, los maestros de la ley. Pero si los apóstoles hubiesen decidido inventar una mentira, hubiesen urdido una que pudiese ser creíble, precisamente, para ellos. Podría pensarse que, creyendo imposible convencer a éstos, habría que inventar una mentira creíble por el pueblo, para fomentar la rebelión contra sus jefes, encabezar la revolución y hacerse con el poder, como hizo siglos más tarde Lenin en Rusia. Pero no. Su mentira decía que eran bienaventurados los pacíficos, los misericordiosos, los pobres, los limpios de corazón, los perseguidos; que había que perdonar a los enemigos y poner la otra mejilla cuando te abofeteasen en la primera, etc. ¡Vaya mimbres para tejer el cesto de una revolución! Por si fuera poco, en su relato de divinización de ese pobre hombre que, siempre según la teoría de la invención, fue Jesús de Nazaret, cuando el pueblo quiere coronarle rey, él va, y se esconde. ¿Y que podrían pensar de esto los griegos o romanos? Es cierto que sus mitos –y estos sí son mitos– dicen que Zeus se daba de cuando en cuando un garbeo por la tierra con aspecto humano, o de cisne, o de toro, según le diese. Pero lo hacía para beneficiarse a una humana que le gustaba o por algún otro asunto turbio. Y siempre que bajaba del Olimpo, sacaba tajada. Además, ningún griego ni romano creía que realmente Zeus se hiciese hombre ni toro o cisne. No, simplemente, tomaba momentáneamente esa apariencia. San Pablo ya sabía lo poco aceptable que era Cristo para unos y otros cuando decía que Cristo era escándalo para los judíos y locura para los griegos. Por eso, no es imaginable que se inventase esa patraña. Si escribió lo que escribió, fue porque le pasó lo que le pasó. Que se encontró, ni más ni menos, que con Cristo resucitado y eso dio la vuelta a su vida como un calcetín se vuelve del revés. Le costó años poner en orden sus ideas tras semejante experiencia. Definitivamente, la teoría de la mentira no pasa por este segundo filtro. Nadie podría creer semejante cosa. ¿Por qué, entonces, algunos lo creyeron? Lo veremos más adelante. ¡Atención!, no estoy diciendo que la divinidad de Cristo sea verdad porque sea increíble. Estoy intentando descartar la hipótesis de la mentira de una forma racional porque si fuese una mentira sería un invento urdido por alguno de los seres más estúpidos de la tierra. No, parece que la hipótesis de la mentira tampoco pasa este filtro.
Vayamos al tercero, el de la capacidad literaria y creativa. Empecemos por la capacidad literaria. Cada vez que leo el evangelio, me sorprendo. Es un relato de una sencillez magnífica. Casi tosca, pero magnífica. Un día me di cuenta de que en el Evangelio hay poquísimos adjetivos calificativos. El que quiera que haga la prueba. Que abra el evangelio, cualquiera de los cuatro, por donde quiera. Y que cuente los adjetivos calificativos. Hay páginas y páginas sin uno solo. Luego, que abra un libro de Borges, o del autor que uno quiera. Lo verá lleno de adjetivos que dan color y fuerza al relato. Si dijésemos a Borges, o al escritor que hayamos elegido, que escribiese un libro sin adjetivos calificativos nos mandaría a paseo. Sería como pedirle a un soldado que fuese al combate desarmado y vestido de calle o a un boxeador que saliese al ring con las manos atadas a la espalda. Y ahí están los evangelios, emocionando hasta las lágrimas con su sencillez a personas de todos los tiempos con la parábola del hijo pródigo, o con el episodio de la samaritana, por citar sólo algunos pasajes. O indignándonos con la cobardía de Pilatos o asombrándonos de la contumacia de los fariseos, o estremeciéndonos con la oración del huerto o con cualquier escena de la pasión de Cristo. Hay que reconocer que es demasiado pedir a unos hombres toscos sin ninguna instrucción –Lucas, podría ser, hasta cierto punto, la excepción– y metidos a mentirosos. Si los evangelios se hubiesen escrito en el siglo IV, tal vez algún erudito de la corte imperial de Constantino hubiese podido realizar tal proeza. Aunque seguramente hubiese escrito un libro bizantinamente adjetivado. Pero ya vimos en artículos anteriores que los evangelios sinópticos, los escribiese quien los escribiese, fueron redactados hacia la mitad del siglo I como muy tarde. Pero si conseguir esa proeza literaria es difícil, que decir de la proeza creativa. Cuando leo una novela, sé que las situaciones y los personajes que se pintan en ella no son reales. Sin embargo, me asombra la capacidad de un novelista para inventarse determinadas historias y para construir personajes consistentes y creíbles. Yo, sinceramente, sería incapaz. Sin embargo, ahí están la historia del evangelio y sus personajes. La historia era, si se pretendía hacerla pasar por verdadera, absolutamente increíble. Pero por eso mismo, inventarla hubiese necesitado una dosis de creatividad que ya la quisieran para sí los mejores escritores de ciencia ficción de hoy en día. Pero, además, el código moral de los evangelios es totalmente nuevo, rompedor, inaudito. Cualquier hombre de buena voluntad de todos los tiempos, aunque no crea en Dios ni en Jesucristo, conviene en que es de una altura ética inimaginable. ¿Quién no se pasma ante las bienaventuranzas y todo el sermón de la montaña tal y como puede leerse en el evangelio de san Mateo? Demasiado para un zafio publicano, ¿no? Además, no hay más que leer una novela con más de un siglo de antigüedad para ver que los estilos cambian y que una forma de escribir que podía ser magistral entonces, nos parece ahora pesada, aunque el contenido nos parezca magnífico. Sin embargo, el evangelio, después de dos mil años, sigue siendo un libro de lectura agradable y fácil para todos, eruditos y gente sin instrucción. ¡Cuántos escritores suspirarían por este elixir de la eterna juventud y ese don de llegar a todo el mundo con su escritura! Por tanto, la mentira tampoco pasa el tercer filtro.
Pero antes de decir definitivamente que es irracional pensar que el evangelio fuese una mentira, debemos analizar la hipótesis de la locura. Efectivamente, un loco puede inventarse una mentira que no pase ninguno de los filtros anteriores. Ese loco podría haber sido el propio Cristo o todos sus seguidores. Pero entonces el cristianismo hubiese sido una religión de chiflados. Y no es eso lo que atestigua fehacientemente la historia de los primeros cristianos (ni de los cristianos de ninguna época de la historia). Los primeros cristianos (y muchos de todos los tiempos) se dejaban (y se dejan) matar y gastaban (y gastan) su vida por el evangelio, pero no eran (ni son) locos suicidas. Se dejaban (y se dejan) matar por Cristo, por amor a Él. Como todo ser humano, querían vivir y salvarse de la muerte y podían hacerlo con tan sólo apostatar. Pero no lo hacían y el precio era la muerte. Como todo ser humano, les gustaba una vida cómoda y “realizada”. Pero deban su vida a una misión oscura y hasta despreciada. Y estas cosas no las hicieron sólo la primera camarilla de los discípulos de Cristo, sino personas que no le habían conocido personalmente, sino sólo a través del fuego, el amor y la fuerza con que hablaban los apóstoles de lo que habían visto. Los apóstoles salieron con intrepidez a proclamar a Cristo resucitado. Y lo hacían acompañados de un ejemplo de caridad y de amor mutuo impresionante. “Ved cómo se aman”, decían de ellos los paganos. Y era ese fuego, esa intrepidez y ese ejemplo el que convertía a miles de personas cuerdas y sanas de todas las clases sociales y de toda condición, raza, sexo, cultura, posición. A esto se le llamaba proclamar el kerigma. Durante los veinte siglos transcurridos desde entonces, todavía hoy, y seguramente dentro de veinte siglos, ha habido, hay y habrá cristianos que lo sigan proclamando con la misma fuerza que los apóstoles. El mito de que el cristianismo, en el siglo I, sólo prendió entre los desheredados es falso. Sabemos que parte de la familia del emperador Vespasiano se convirtió. Filósofos, médicos, artistas, romanos, griegos, judíos, ricos y, también, gente desheredada, pero no sólo, formaban la hornada de cristianos inmediatamente posterior a los apóstoles. Era una marea incontenible que enseguida llamó la atención de los emperadores que intentaron en vano contenerla a sangre y fuego durante tres siglos. Ya al principio del siglo IV se cree que los cristianos suponían el 10% de la población del Imperio Romano. Fue la astucia política, no la conversión al cristianismo, lo que indujo a Constantino a proclamar el edicto de tolerancia en el 313. Unos años más tarde, Juliano el apóstata, quiso dar marcha atrás al proceso de cristianización y no pudo. Se dio cuenta de la red de ayuda y asistencia social creada por los cristianos y quiso imitarla, creando la primera versión del Estado del bienestar. Por supuesto, fracasó estrepitosamente. ¿Puede esto ser fruto de la invención de uno o varios locos? No parece muy plausible ni racional creerlo así.
Entonces, si Jesús de Nazaret existió, si su historia no es un mito, si se presentó como Dios encarnado, si lo fue ni mentira ni locura, ¿cuál puede ser la explicación? Antes de contestar a esta pregunta de la forma más razonable posible, voy a dedicar el próximo artículo al hecho fundamental del anuncio del cristianismo, del kerigma: la resurrección de Cristo.
En artículos anteriores hemos visto que Jesús de Nazaret realmente existió; que lo que sabemos de él no puede ser un mito; que los evangelios presentan a Jesús de Nazaret como alguien que se proclamó Hijo de Dios en un sentido estricto del término, no en sentido figurado y poético. Pero, a fin de cuentas, no siendo un mito, y presentando a Jesús como Dios, lo que sí pudieran ser los evangelios es, lisa y llanamente, una mentira inventada por alguien.
¿Quién se pudo inventar una mentira como el evangelio, en el caso de que lo sea? Dadas las fechas en las que se escribieron –recordemos que hacia el año 40 ya parece que estaba escrito al menos el evangelio de Marcos– únicamente los apóstoles, Pablo incluido, pudieron hacerlo. Aprovecharon la existencia de un pobre hombre ajusticiado por los judíos y tejieron sobre esta figura histórica una “astuta” mentira.
Todos tenemos la experiencia personal de haber mentido alguna vez. Y, ¿por qué mentimos? Evidentemente, para sacar con ello algún provecho. Podemos mentir para que no nos echen del trabajo o para no ir a la cárcel, o para dar una imagen adornada y amable de nuestra personalidad por la que parezca que somos mejores de lo que somos. Pero nadie en su sano juicio mentiría para que le echasen de su trabajo o para que le metiesen en la cárcel o para presentarse a sí mismo como un cobarde o un imbécil. Y, ¿cómo son nuestras mentiras? Todo el que miente busca, ante todo que su mentira sea creíble. Si llego tarde a una reunión importante, no se me ocurre decir que unos dragones me atacaron al salir de casa, me quemaron el traje con el fuego de su aliento y tuve que subir a mi casa a cambiarme. Por último, nadie puede inventarse una mentira superior a sus capacidades. Difícilmente podría yo inventar una historia de la riqueza de las que escribe Jorge Luis Borges, sencillamente, porque no tengo sus dotes narrativas y literarias.
Pasemos la supuesta mentira de los apóstoles por este triple tamiz.
Es evidente que si los apóstoles o Pablo inventaron esa mentira, no sacaron mucho provecho de ella. Todos ellos fueron martirizados, como lo fue ese personaje al que, no se sabe con qué extraña intención, divinizaron. Es decir, siguieron el camino de su invento, murieron por la misma blasfemia que llevó a la muerte a su hombre-Dios inventado. Y no es que la muerte les sorprendiese de repente sin darse cuenta. Ellos mismos se pusieron parsimoniosamente la soga en el cuello empecinándose en una mentira que, con sólo reconocer como tal, les hubiera librado de la muerte. Menuda estupidez. Nadie en su sano juicio lo haría. Claro que siempre cabe la hipótesis de la locura. También la analizaré en este artículo. Pero ocurre además que, incluso para los que se la creyesen, los seguidores de Cristo no salen muy bien parados de su propia invención. Pedro, el que sería su jefe, había traicionado a su maestro. En todo el evangelio aparece como un bocazas impulsivo al que se le va la fuerza por la boca. Todos, sin excepción, habían huido cobardemente en el momento de la detención, salvo el gesto violento de Pedro que se quedó, como casi todo lo que nos cuenta el evangelio que hacía, en agua de borrajas. Los Zebedeos dan una triste impresión cuando discuten con todos sus compañeros sobre quién sería el más importante en el reino de los cielos, o cuando le piden a Jesús que haga llover fuego del cielo para destruir a la ciudad de Samaría que no quiso acogerlos. Tomás es un incrédulo que no admite la resurrección de su maestro. Sinceramente, ¿alguien que escribiese una historia inventada con la intención de que pasase a la posteridad se pondría a sí mismo así? Creo que no. La supuesta mentira no pasa el primer filtro.
Tal vez pase el segundo. Veamos. En palabras llanas, los apóstoles, o Pablo, venían a decir, primero a los judíos y después a los griegos y romanos, que Dios era un judío de carne y hueso crucificado como un criminal. Ni al más estúpido de los judíos se le ocurriría montar semejante mentira. ¿Dios, Yavé, el Altísimo, aquél del que ni siquiera podía pronunciarse el nombre, el que realizó proezas en Egipto para sacar de allí a su pueblo con brazo fuerte y poderoso, era esa piltrafa humana que murió a la vista de todo el pueblo para luego resucitar a escondidas? ¿Qué judío podría creer semejante estúpida blasfemia? Y menos que nadie, los ancianos de Israel, los fariseos, los escribas, los maestros de la ley. Pero si los apóstoles hubiesen decidido inventar una mentira, hubiesen urdido una que pudiese ser creíble, precisamente, para ellos. Podría pensarse que, creyendo imposible convencer a éstos, habría que inventar una mentira creíble por el pueblo, para fomentar la rebelión contra sus jefes, encabezar la revolución y hacerse con el poder, como hizo siglos más tarde Lenin en Rusia. Pero no. Su mentira decía que eran bienaventurados los pacíficos, los misericordiosos, los pobres, los limpios de corazón, los perseguidos; que había que perdonar a los enemigos y poner la otra mejilla cuando te abofeteasen en la primera, etc. ¡Vaya mimbres para tejer el cesto de una revolución! Por si fuera poco, en su relato de divinización de ese pobre hombre que, siempre según la teoría de la invención, fue Jesús de Nazaret, cuando el pueblo quiere coronarle rey, él va, y se esconde. ¿Y que podrían pensar de esto los griegos o romanos? Es cierto que sus mitos –y estos sí son mitos– dicen que Zeus se daba de cuando en cuando un garbeo por la tierra con aspecto humano, o de cisne, o de toro, según le diese. Pero lo hacía para beneficiarse a una humana que le gustaba o por algún otro asunto turbio. Y siempre que bajaba del Olimpo, sacaba tajada. Además, ningún griego ni romano creía que realmente Zeus se hiciese hombre ni toro o cisne. No, simplemente, tomaba momentáneamente esa apariencia. San Pablo ya sabía lo poco aceptable que era Cristo para unos y otros cuando decía que Cristo era escándalo para los judíos y locura para los griegos. Por eso, no es imaginable que se inventase esa patraña. Si escribió lo que escribió, fue porque le pasó lo que le pasó. Que se encontró, ni más ni menos, que con Cristo resucitado y eso dio la vuelta a su vida como un calcetín se vuelve del revés. Le costó años poner en orden sus ideas tras semejante experiencia. Definitivamente, la teoría de la mentira no pasa por este segundo filtro. Nadie podría creer semejante cosa. ¿Por qué, entonces, algunos lo creyeron? Lo veremos más adelante. ¡Atención!, no estoy diciendo que la divinidad de Cristo sea verdad porque sea increíble. Estoy intentando descartar la hipótesis de la mentira de una forma racional porque si fuese una mentira sería un invento urdido por alguno de los seres más estúpidos de la tierra. No, parece que la hipótesis de la mentira tampoco pasa este filtro.
Vayamos al tercero, el de la capacidad literaria y creativa. Empecemos por la capacidad literaria. Cada vez que leo el evangelio, me sorprendo. Es un relato de una sencillez magnífica. Casi tosca, pero magnífica. Un día me di cuenta de que en el Evangelio hay poquísimos adjetivos calificativos. El que quiera que haga la prueba. Que abra el evangelio, cualquiera de los cuatro, por donde quiera. Y que cuente los adjetivos calificativos. Hay páginas y páginas sin uno solo. Luego, que abra un libro de Borges, o del autor que uno quiera. Lo verá lleno de adjetivos que dan color y fuerza al relato. Si dijésemos a Borges, o al escritor que hayamos elegido, que escribiese un libro sin adjetivos calificativos nos mandaría a paseo. Sería como pedirle a un soldado que fuese al combate desarmado y vestido de calle o a un boxeador que saliese al ring con las manos atadas a la espalda. Y ahí están los evangelios, emocionando hasta las lágrimas con su sencillez a personas de todos los tiempos con la parábola del hijo pródigo, o con el episodio de la samaritana, por citar sólo algunos pasajes. O indignándonos con la cobardía de Pilatos o asombrándonos de la contumacia de los fariseos, o estremeciéndonos con la oración del huerto o con cualquier escena de la pasión de Cristo. Hay que reconocer que es demasiado pedir a unos hombres toscos sin ninguna instrucción –Lucas, podría ser, hasta cierto punto, la excepción– y metidos a mentirosos. Si los evangelios se hubiesen escrito en el siglo IV, tal vez algún erudito de la corte imperial de Constantino hubiese podido realizar tal proeza. Aunque seguramente hubiese escrito un libro bizantinamente adjetivado. Pero ya vimos en artículos anteriores que los evangelios sinópticos, los escribiese quien los escribiese, fueron redactados hacia la mitad del siglo I como muy tarde. Pero si conseguir esa proeza literaria es difícil, que decir de la proeza creativa. Cuando leo una novela, sé que las situaciones y los personajes que se pintan en ella no son reales. Sin embargo, me asombra la capacidad de un novelista para inventarse determinadas historias y para construir personajes consistentes y creíbles. Yo, sinceramente, sería incapaz. Sin embargo, ahí están la historia del evangelio y sus personajes. La historia era, si se pretendía hacerla pasar por verdadera, absolutamente increíble. Pero por eso mismo, inventarla hubiese necesitado una dosis de creatividad que ya la quisieran para sí los mejores escritores de ciencia ficción de hoy en día. Pero, además, el código moral de los evangelios es totalmente nuevo, rompedor, inaudito. Cualquier hombre de buena voluntad de todos los tiempos, aunque no crea en Dios ni en Jesucristo, conviene en que es de una altura ética inimaginable. ¿Quién no se pasma ante las bienaventuranzas y todo el sermón de la montaña tal y como puede leerse en el evangelio de san Mateo? Demasiado para un zafio publicano, ¿no? Además, no hay más que leer una novela con más de un siglo de antigüedad para ver que los estilos cambian y que una forma de escribir que podía ser magistral entonces, nos parece ahora pesada, aunque el contenido nos parezca magnífico. Sin embargo, el evangelio, después de dos mil años, sigue siendo un libro de lectura agradable y fácil para todos, eruditos y gente sin instrucción. ¡Cuántos escritores suspirarían por este elixir de la eterna juventud y ese don de llegar a todo el mundo con su escritura! Por tanto, la mentira tampoco pasa el tercer filtro.
Pero antes de decir definitivamente que es irracional pensar que el evangelio fuese una mentira, debemos analizar la hipótesis de la locura. Efectivamente, un loco puede inventarse una mentira que no pase ninguno de los filtros anteriores. Ese loco podría haber sido el propio Cristo o todos sus seguidores. Pero entonces el cristianismo hubiese sido una religión de chiflados. Y no es eso lo que atestigua fehacientemente la historia de los primeros cristianos (ni de los cristianos de ninguna época de la historia). Los primeros cristianos (y muchos de todos los tiempos) se dejaban (y se dejan) matar y gastaban (y gastan) su vida por el evangelio, pero no eran (ni son) locos suicidas. Se dejaban (y se dejan) matar por Cristo, por amor a Él. Como todo ser humano, querían vivir y salvarse de la muerte y podían hacerlo con tan sólo apostatar. Pero no lo hacían y el precio era la muerte. Como todo ser humano, les gustaba una vida cómoda y “realizada”. Pero deban su vida a una misión oscura y hasta despreciada. Y estas cosas no las hicieron sólo la primera camarilla de los discípulos de Cristo, sino personas que no le habían conocido personalmente, sino sólo a través del fuego, el amor y la fuerza con que hablaban los apóstoles de lo que habían visto. Los apóstoles salieron con intrepidez a proclamar a Cristo resucitado. Y lo hacían acompañados de un ejemplo de caridad y de amor mutuo impresionante. “Ved cómo se aman”, decían de ellos los paganos. Y era ese fuego, esa intrepidez y ese ejemplo el que convertía a miles de personas cuerdas y sanas de todas las clases sociales y de toda condición, raza, sexo, cultura, posición. A esto se le llamaba proclamar el kerigma. Durante los veinte siglos transcurridos desde entonces, todavía hoy, y seguramente dentro de veinte siglos, ha habido, hay y habrá cristianos que lo sigan proclamando con la misma fuerza que los apóstoles. El mito de que el cristianismo, en el siglo I, sólo prendió entre los desheredados es falso. Sabemos que parte de la familia del emperador Vespasiano se convirtió. Filósofos, médicos, artistas, romanos, griegos, judíos, ricos y, también, gente desheredada, pero no sólo, formaban la hornada de cristianos inmediatamente posterior a los apóstoles. Era una marea incontenible que enseguida llamó la atención de los emperadores que intentaron en vano contenerla a sangre y fuego durante tres siglos. Ya al principio del siglo IV se cree que los cristianos suponían el 10% de la población del Imperio Romano. Fue la astucia política, no la conversión al cristianismo, lo que indujo a Constantino a proclamar el edicto de tolerancia en el 313. Unos años más tarde, Juliano el apóstata, quiso dar marcha atrás al proceso de cristianización y no pudo. Se dio cuenta de la red de ayuda y asistencia social creada por los cristianos y quiso imitarla, creando la primera versión del Estado del bienestar. Por supuesto, fracasó estrepitosamente. ¿Puede esto ser fruto de la invención de uno o varios locos? No parece muy plausible ni racional creerlo así.
Entonces, si Jesús de Nazaret existió, si su historia no es un mito, si se presentó como Dios encarnado, si lo fue ni mentira ni locura, ¿cuál puede ser la explicación? Antes de contestar a esta pregunta de la forma más razonable posible, voy a dedicar el próximo artículo al hecho fundamental del anuncio del cristianismo, del kerigma: la resurrección de Cristo.
3 de marzo de 2010
Frases 3-III-2010
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
No busques que las criaturas te den lo que no te pueden dar.
No sé de quien es
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
No busques que las criaturas te den lo que no te pueden dar.
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