El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11
relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el cuarto.
Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en
su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.
El administrador miedoso.
Cuentan, que ha mucho tiempo, cuando la vida de los
hombres se contaba por siglos, había en un lejano país un rey inmensamente
rico. Bueno, en realidad no era rico, era, sencillamente, el dueño de todo.
Todo era suyo. Casas, campos, bosques, ríos, lagos, cosechas, dinero, todo tipo
de bienes. El rey era bondadoso en extremo y deseaba hacer llegar sus bienes,
como un don, a todos los habitantes de su reino. Vivía siempre de gira de
visita por su inmenso país para asegurarse de ello. Pero como su reino era tan
grande, tardaba muchos años en pasar dos veces por el mismo sitio. Para paliar
los efectos de sus largas ausencias, tenía un administrador en cada comarca.
Los administradores tenían unas consignas muy claras. Nadie en la comarca que
administraba debía pasar la más mínima necesidad. Podían usar los bienes del
rey como les pareciese, tanto para ellos mismos, como para sus administrados.
Si en un momento dado no tenían suficiente, tan sólo tenían que soltar una paloma
mensajera de los palomares reales. Las palomas eran de una raza especial.
Volaban más alto y más rápido que cualquier otra ave y tenían una vista más
aguda que la más vigilante de las águilas. En cuanto se las soltaba, remontaban
el vuelo hasta donde se divisaba todo el reino y cuando veían al rey, allí
donde estuviera, se lanzaban en un vertiginoso picado hasta llegar al brazo de
su dueño. Ningún halcón podía jamás alcanzarlas. No había ningún peligro de que
las palomas se acabasen, porque, además de ser muchas, eran de una raza muy
prolífica, y se reproducían a un ritmo mucho mayor de lo que se pudieran
utilizar. El rey conocía perfectamente la estirpe de cada paloma, sabía de que
comarca eran y en cuanto llegaban a su brazo, mandaba inmediatamente a esa
comarca una caravana con camellos de larguísimas patas y enormes jorobas en las
que cabían bienes innombrables. Los camellos tardaban muy pocos días en llegar
con los dones del rey a la comarca necesitada. Había bienes suficientes para
que todo el mundo, en todas las comarcas, tuviese todo lo necesario.
Pero en la comarca de Fobos, el administrador era un
hombre muy precavido. Demasiado precavido. Casi podríamos decir miedoso. No
era, ni mucho menos, malo. Al contrario, era bondadoso con todo el mundo y tenía
una mujer y una numerosa familia a las que adoraba. Siempre estaba pensando en
su mujer e hijos y en que no les faltase de nada. Y aunque conocía de primera
mano una pequeña parte de la inmensa riqueza del rey, sólo de oídas sabía de la
mayoría de sus posesiones. Pero no se fiaba mucho de lo que le decían sobre la
inmensidad de sus riquezas. Además, no faltaban voces que decían que el rey no
era ni tan rico ni tan bueno como se decía. Y el administrador no hacía del
todo oídos sordos a esas habladurías. Pensaba:
-Creo que el
rey es de una generosidad casi pródiga. Pero si tienen razón los que dicen que
no es tan rico como se piensa, puede llegar el día en se le acaben sus bienes.
¿Qué será de mi familia y de los habitantes del reino si, a causa de su prodigalidad,
el rey llegase a arruinarse? Debo a toda costa ser ahorrador. No vaya a ser que
un día mi familia y toda la gente de la comarca, por culpa de la prodigalidad
del rey, vayamos a pasar necesidad. Además –seguía pensando con mucha lógica–
por muy pródigo que fuera el rey, no podía
mirar con malos ojos a aquellos administradores que le pidiesen sus
dones con mesura.
Dicho y hecho. Era un hombre enormemente eficaz, por lo
que empezó a racionar la entrega de bienes. No limitaba mucho los bienes que
repartía, ni lo hacía con poca equidad. Pero, inevitablemente, siempre
restringía un poco más lo que entregaba a los demás que lo que guardaba para su
familia. Y, también inevitablemente, había ciertos favoritismos a la hora de
restringir más o menos los dones a unas u otras personas. De ninguna manera
podía decirse que tuviese mala voluntad. Simplemente se dejaba llevar por un
sentimiento muy humano; el de ver mejor las necesidades de los que tenía más
cerca y, puestos a ahorrar, era más fácil decir que no a los que estaban más
lejos. Aunque al principio no era nada grave, poco a poco, la situación se iba
deteriorando. Las noticias volaban de una comarca a otra. Nuestro administrador
sabía de comarcas que ahorraban más que la suya y pensaba que iba a perder la
estima del rey por ser demasiado pedigüeño. Entre dimes y diretes, los
administradores iban entrando en una dinámica de competencia en el ahorro que
empobrecía a la gente. Además, algún administrador –no el de Fobos, que era,
como hemos dicho, un buen hombre– le había cogido el gusto, se decía, a ser el
más rico de la comarca y a que el resto de la gente viniese a rendirle
pleitesía y a adularle para conseguir un reparto de los dones del rey que le
favoreciese más. El de Fobos solo quería ahorrar para el rey y, claro está,
ganarse su estima siendo el mejor administrador del reino. O, al menos, uno de
los mejores. Ni demasiado pródigo, como se decía de algunos ni demasiado
avaricioso y vanidoso, como se rumoreaba de otros. En el justo medio estaba la virtud
y el administrador de Fobos buscaba afanosamente ese punto medio. No estaba del
todo satisfecho consigo mismo, porque nunca estaba seguro de estar en ese áureo
equilibrio. Pero lo intentaba con su mejor voluntad. Sin embargo, parecía como
si ese punto de equilibrio se deslizase continuamente hacia abajo. Con el
tiempo, la situación se iba haciendo insostenible. La gente lo pasaba mal, a
pesar de que los graneros reales estaban llenos a rebosar.
Así estaban las cosas cuando el rey llegó de improviso a la
comarca. El administrador se dijo:
- Seguramente
el rey me felicitará. No le he pedido mucho, no he favorecido demasiado a mis
parientes y vivo yo mismo con bastante austeridad. He buscado un sabio
equilibrio entre el bien de mi gente y el de mi rey.
Lleno de orgullo, salió al encuentro de su rey en los
límites de su comarca. El viaje hacia la capital no fue agradable para el
administrador. El pueblo mostró una fría indiferencia al paso de la comitiva y
a veces a, pesar de las órdenes del administrador de que la policía sofocase
todo signo de protesta, se produjo algún incidente desagradable. Pero ni una
sola vez miró el soberano por las ventanillas insonorizadas de la carroza.
Parecía no fijarse en lo que pasaba en las calles. Cuando llegaron a palacio,
el administrador dio cuenta al rey de su gestión. Esperaba la felicitación real
pero el soberano mantenía un aire adusto y severo. Cuando terminó sus
explicaciones el rey le espetó con brusquedad:
-
Administrador miedoso y desconfiado, ¿quién te ha dicho que a mí me importaba
cuánto me pedías?
- Nadie,
señor –le respondió humildemente el administrador.
- Y, ¿quién
te ha dicho que a mí me importara tu austeridad?
- Nadie,
señor –volvió a decir con humildad el administrador.
- Y, ¿no te
dije yo que a nadie en tu comarca habían de faltarle mis dones?
- Así me lo
hicisteis saber con toda claridad –reconoció el administrador con sinceridad,
mientras bajaba la cabeza avergonzado.
- Mira por
esta ventana –le dijo el rey al administrador acercándose a una de las grandes
vidrieras de palacio– y dime qué ves. ¿Ves acaso a gente satisfecha que rebose
de alegría por la abundancia de mis dones? ¿Qué ves?
- No, señor
–dijo con un hilo de voz apenas audible el pobre administrador–, veo más bien
un pueblo triste, cansado y apesadumbrado al que yo he hecho trabajar de sol a
sol para conseguir unas migajas que no son ni la milésima parte de lo que
tendrían si yo te lo hubiera pedido.
- Administrador
miedoso y desconfiado –insistió el rey–, tú has venido conmigo desde las fronteras
de esta comarca hasta aquí. ¿Dirías que el pueblo me quiere?
- No, señor,
diría que no –el pobre hombre no sabía que hacer para esconderse del
interrogatorio al que le estaba sometiendo el rey, pero aguantaba estoicamente
el chaparrón–. Sólo unos pocos súbditos os aclamaban, bastantes se han atrevido
a abuchearos, a pesar de que la guardia les golpeaba duramente, y la inmensa
mayoría se limitaba a miraros con indiferencia.
- Y, dime
aún, administrador indigno, ¿quién crees que tiene la culpa de eso?
- Yo, señor,
y sólo yo –la voz del administrador parecía apunto de quebrarse de pena y
vergüenza.
- ¿Y por qué
lo hiciste entonces? –A partir de aquí, la voz del rey empezó a adquirir
sutiles tintes de ternura y compasión.
- Tuve miedo,
señor. Oí rumores de que no erais tan rico como se decía y me dio pánico el
futuro. Creí además que, si era así, agradeceríais, en el fondo, que cuidásemos
de vuestros bienes.
- ¿Te fiaste,
entonces, más de la palabra de los charlatanes maliciosos que de la mía?
- Sí, señor,
así ha ocurrido.
- Y, supongo
que esos de los que te has fiado más que de mí, habrán hecho por ti más de lo
que he hecho yo, ¿no? –no había ironía en la voz del monarca y la misericordia,
era ya palpable en ella.
- No, señor,
nada han hecho por mí esos charlatanes. He desconfiado de vos sin motivo y no
sabéis como lo siento. Perdón, señor, perdón –el administrador había percibido
el eco de la compasión en las palabras del rey, por lo que, aunque su voz
seguía siendo apenas audible, se atrevió a levantar los ojos hacia el rostro de
su rey.
- Entonces,
voy a darte instrucciones y cuando las hayas cumplido vuelve y te diré lo que
voy a hacer contigo.
No era un tono amenazante el de esta última frase. Era más
bien cariño lo que se traslucía en el tono del soberano. El administrador se
dio cuenta entonces del poder, la fuerza y la luz que emanaban del rostro de su
señor. Al mismo tiempo percibió en su mirada algo que podía ser ternura y
misericordia. Las instrucciones fueron claras. Debía recorrer la comarca entera
abriendo todos los graneros, anunciando que había sido él quien los había
mantenido cerrados, pidiendo perdón al pueblo, y proclamando la grandeza y
generosidad del rey. Así lo hizo nuestro administrador, con gran energía,
entusiasmo y alegría y, cuando volvió al palacio, se encontró con una inmensa
muchedumbre aclamando al rey y recibiendo de él sus dones en una abundancia sin
precedentes. Al lado del rey había un inmenso pájaro Roco. Era como un águila
blanca, pero sus alas medían más de una legua y en su lomo cabía una
muchedumbre. Podían estos pájaros remontarse majestuosamente, con unas pocas
batidas de sus poderosas alas, hasta una altura similar a la de las palomas del
rey. En su lomo había ya una abigarrada muchedumbre de personas y otras muchas subían
por inmensas escalas. Cuando el administrador se presentó al rey, éste le
sonrió y le abrazó con ternura de padre diciéndole:
- Mi pequeño
y miedoso administrador. Tú no te acuerdas, pero no es la primera vez que esto
ocurre. Siete veces se ha repetido este proceder tuyo, a pesar de que las siete
he hecho lo que voy a hacer ahora. Vosotros, mis súbditos, tenéis una flaca
memoria y pensáis en unos términos distintos que los míos. Sé que vivís en un
mundo que, sin mí, sería de escasez y de penuria. Lo sé porque he mandado a mi
hijo, el heredero a que viva entre vosotros como uno más. Ha sufrido en su
carne vuestras mezquindades, vuestras envidias, vuestras maldades y, a pesar de
todo, os quiere y me lo ha contado y me ha transmitido su compasión por vosotros.
Esta vida os hace egoístas y mezquinos y me atribuís a mí estas miserias
vuestras, en vez de acoger con agradecimiento mis dones gratuitos. Pero yo os
conozco por mi hijo, y por él os quiero como sois.
El administrador rebuscó en lo más profundo de su memoria
y allí encontró un vago recuerdo de una escena similar a la que estaba
viviendo, sucedida hacía tanto tiempo que se perdía en la niebla de su mente
brumosa. No tenía más de quinientos años y, aunque sabía que su recuerdo
formaba parte de esos quinientos años, le parecía como si se remontase a eones
y eones atrás.
- Sé
–continuó diciendo el rey– que volveréis a olvidar la lección hasta setenta
veces siete, pero espero que repetida y repetida, cada vez quede grabada un
poco más en vuestra memoria. Para ayudaros, cada vez que la historia se repite,
os monto a todos los hombres de la comarca a lomos de uno de mis muchos pájaros
Roco, a fin de que podáis ver desde lo alto todo mi reino con sus inmensos
recursos de todo tipo. Comprenderéis que no tenéis que tener miedo, pero
olvidaréis otra vez. Lo sé y a pesar de todo, o quizá precisamente por eso, me
inspiráis una inmensa misericordia y os quiero como a un hijo enfermo. Mira,
todo el pueblo ha subido ya, sube tú también, abre bien los ojos y procura
grabar en tu memoria lo que veas.
Se dice que el administrador y todos los demás se
prometieron poner por escrito, tan pronto como bajaran de lomos del pájaro Roco,
lo que hubieran visto durante el viaje. Pero es lo cierto que cuando bajaron
estaban como sumidos en un sueño. Se apresuraron, sin ser conscientes de ello,
a escribir su sueño en un largo libro. Sabían vagamente que lo que estaban
escribiendo era sólo un pálido reflejo de las riquezas del rey y los inmensos
signos de amor hacia sus súbditos que divisaron desde las alturas.
Cuando despertaron del sueño, tenían al lado el libro. Era
un libro que habían visto innumerables veces en su vida y del que les habían
hablado desde niños. Incluso, algunos, lo habían leído. Pero nunca le habían
prestado demasiada atención. Era un libro que llevaba un título en una lengua
que tan sólo algunos eruditos conocían. Parece ser que en el lenguaje de Fobos
el título significaba la Buena Noticia. Era, tan sólo, el Evangelio.
Te seguire leyendo estos relatos, me estan gustando. No siemrpe dejo un post, per oesta vez para que veas que te sigo te lo dejo.
ResponderEliminarSaludos y feliz puente.
Hola Pedro, soy Tomás:
ResponderEliminarMe alegro de que te gusten. Todavía quedan 7. Sé que eres uno de mis seguidores y te lo agradezco.
Un abrazo.
Tomás