27 de junio de 2012

Frases 27-VI-2012


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

El hombre no puede vivir en la desesperación, aunque como tesis y programa la afirme. La vivencia de la desesperación puede ser muy honda y verdadera, mas nunca hasta el extremos de ser desesperación la existencia... la realidad humana no puede estar constituida en la desesperación. [...] Un hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico... la necesidad de creer, esperar y amar pertenece constitutiva e ineludiblemente a nuestro ser. Somos nuestras creencias, nuestras esperanzas y nuestras dilecciones, y con ellas contamos, sabiéndolo o no, en la ejecución de cualquiera de los actos de nuestro vivir personal. (Las cursivas son de Laín Entralgo)

Pedo Laín Entralgo, La espera y la esperanza. 

20 de junio de 2012

Frases 20-VI-2012

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.




La fe es el fundamento de lo que se espera [...]


Epístola de san Pablo a los hebreos, 14, 1


17 de junio de 2012

Historias de otros mundos 10. La isla amurallada


El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el décimo. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.

La isla amurallada

La historia anterior, la de la isla del valle profundo, la escuché hace años en una taberna del puerto de Oslo de labios de un viejo marino. No es raro oír este tipo de historias de islas extrañas o mares procelosos en boca de los viejos lobos de mar obligados a estar en tierra por la edad o la salud. Pero sí me llamó la atención que nada más acabar el relato, otro viejo marino recordase una historia que era, en alguna forma, el polo opuesto a la anterior. Trataba de una isla amurallada. Paso a contarla con la mayor fidelidad que mi memoria me permita.

Había en un desconocido continente, un rey que poseía inmensos dominios de una riqueza imposible de describir. Su dinastía se extendía hacia el pasado ilimitadamente y nadie podía recordar a ningún monarca que no hubiese sido su ascendiente por línea directa. Todos los reyes de la dinastía habían sido siempre bondadosos, leales y justos con sus súbditos. Sus posesiones se extendían más allá de los límites que se habían podido conocer hasta entonces. Cada día salían jinetes, cabalgando en veloces corceles, hacia los cuatro puntos cardinales, para llegar más allá de los límites alcanzados por los anteriores. Siempre volvían contando historias fabulosas sobre las inmensas riquezas que habían encontrado en sus exploraciones y trayendo consigo ricas muestras de las mismas. Hablaban de minas de los más exóticos y valiosos metales y piedras preciosas, de campos de una asombrosa fertilidad donde se cultivaban las plantas alimenticias y decorativas más variadas, de animales exóticos de formas nunca vistas y de brillantes colores, de ganados con reses extrañas que producían carnes sabrosísimas, miles de tipos de leche y lanas de todas las texturas y colores. Sus relatos causaban la admiración de la corte y una profunda satisfacción en el rey. Pero lo que más satisfacía al soberano era la fidelidad que le guardaban súbditos que nunca le habían visto ni a él ni a ninguno de los reyes anteriores de su dinastía. Las historias sobre la bondad del rey circulaban de boca en boca más rápidas que los más veloces jinetes. La verdad es que, aunque todos los días salían de cada rincón del reino hacia la capital caravanas con enormes riquezas, éstas se producían con tal abundancia que todos podían vivir espléndidamente. El rey correspondía a estos envíos mandando sellos de lacre con la insignia real que eran atesorados por las gentes de todas las partes del reino como el más preciado bien.

Pero un día, un mensajero que venía del este, anunció al rey que había llegado a un límite infranqueable de su reino. No eran enemigos, a los que se podría fácilmente derrotar, ni montañas, que se podrían escalar, lo que ponía un límite al reino. Era una inmensa extensión de agua con un fuerte sabor salado que llegaba más allá de donde la vista alcanzaba. Sus súbditos de allí, le llamaban mar. Con unos extraños artefactos, parecidos a enormes cáscaras de nuez en las que cabían muchos hombres, podían adentrarse en el mar hasta donde alcanzaban a ver la tierra firme, pero no más allá. Algunos barcos –así llamaban a las grandes cáscaras de nuez– se había aventurado más lejos, pero el mar se embravecía de una manera indomable fuera de esos confines, destrozando las embarcaciones y reduciéndolas a astillas. Los pocos náufragos que habían podido regresar de alguna de esas aventuras, hablaban con espanto de las inmensas montañas de agua, coronadas de nieve, que se formaban en alta mar, de los iracundos vientos que allí soplaban y de los terribles monstruos que poblaban esas aguas. Sin embargo –siguió contando el explorador– las noticias eran buenas. Nunca en toda su vida –decía el explorador con un extraño brillo en los ojos, que no era codicia, sino que recordaba más bien a la emoción– había visto nada más maravilloso que el sol saliendo de la inmensidad del mar. Jamás había oído arrullo tan dulce como el de sus olas al romperse. No recordaba sensaciones tan maravillosas como la de flotar desnudo en el mar mecido y acariciado por las olas. Ni las más caudalosas cataratas podían compararse al grandioso espectáculo de una tempestad del mar, cuando éstas se acercaban a tierra. Por otro lado, el amor que profesaban al rey los habitantes de la costa era superior, si cabe, al de cualquier otro de sus súbditos. Por si fuera poco, habían inventado la pesca. Usando sus embarcaciones y unos curiosos utensilios parecidos a enormes telas de araña de gruesa cuerda que llamaban redes, extraían del mar unos extraños animales con variadísimas, delicadas y exquisitas carnes que nada tenían que ver con las de los ganados terrestres. Peces, los llamaban. La riqueza que producían estos peces era inmensa. Como muestra de lo que decía, traía un cofre en el que había muchos de esos animales conservados en un tipo de piedra preciosa nunca vista que llamaban hielo y que era gélida como el más frío invierno e irisada como el más precioso diamante. Abrió el cofre y, para su asombro, allí no había más que un agua maloliente en la que flotaban los cadáveres podridos de los peces.

La cólera del rey no se hizo esperar. No era el hecho de que las riquezas del mar hubiesen desaparecido o se hubiesen podrido por el camino lo que más le enfurecía. Nunca había sido especialmente avaricioso. Además, seguro que acabarían encontrando la forma de hacer llegar esas riquezas en buen estado. Lo que le hacía encolerizarse hasta echar espuma por la boca era el hecho de que hubiese un límite para su reino, aunque hubiese en ese llamado mar más belleza y riqueza que en todo el resto de sus posesiones. Preso de una ira desconocida en un monarca hasta entonces magnánimo y ecuánime, mandó cortar la cabeza a toda la expedición por la osadía de traerle tan terrible noticia. La conmoción fue terrible, pues nunca antes se habían producido ejecuciones. No habían apenas terminado éstas, cuando llegaron exploradores provenientes del oeste, del norte y del sur. Todos venían maravillados, todos contaban historias similares y todos los peces que traían estaban también podridos, flotando en un agua nauseabunda donde se suponía que debían encontrarse las maravillosas joyas. El rey mandó cortar la cabeza a todos menos a uno de los expedicionarios que venía del oeste, para que pudiera servirle de guía, pues se proponía viajar a esos confines de la tierra para ver con sus propios ojos lo que le contaban.

Tras meses de febriles preparativos, el séquito del rey partió hacia el oeste, siguiendo siempre la ruta del sol. En cada sitio por el que pasaban, sus habitantes se sentían conmocionados por la visita del rey. Nunca un rey había salido de la capital y era la primera vez que podían verle. Pretendían agasajarle con todo tipo de fiestas y fastos, pero él, impaciente por llegar a su destino los despreciaba. Más de uno, que le importunó excesivamente con su afán de agasajarle, acabo pagando su insistencia con la cabeza. El viaje fue largo y dejó tras de sí una estela de desconcierto y resentimiento por el comportamiento desconsiderado y cruel del rey. Pero un día, al sobrepasar una suave loma, apareció el mar. Caía el crepúsculo y el sol estaba a punto de hundirse en la inmensidad del horizonte. Un olor difícil de describir que recordaba vaga y lejanamente al de la tierra reseca, mojada tras unas gotas de lluvia, invitaba a llenar los pulmones con ese aire. El mar refulgía con miles de tonalidades doradas que titilaban como si tuviesen vida. Poco a poco, el sol se fue hundiendo en el mar. La luz se hacía más y más tenue y los tonos dorados viraban lentamente hacia el color del oro viejo. Cuando desapareció el sol, todavía había un resplandor naranja que teñía las pequeñas nubes que surcaban el cielo cerca del horizonte de un color rosa oscuro. El cielo se fue volviendo más y más violeta, mientras una suave brisa acariciaba el rostro del rey, haciendo flotar su larga y sedosa cabellera. Al fin, cayó la negra noche cuajada de estrellas. Algo más tarde, apareció una luna plateada, redonda, inmensa, que rielaba temblorosa en el mar. Dicen algunos de sus cortesanos que a lo largo de ese rato, asomaron lágrimas a los ojos del rey. Un cierto aire mágico parecía haberse adueñado de él y una expresión risueña suavizaba su severo rostro. Pero, de repente, la dureza volvió a su semblante y, nuevamente, su ceño, torvamente fruncido, revelaba su impaciencia y su furia contenida.

Acamparon casi en lo alto de la loma, fuera de la vista del mar. Pero tras un par de horas de descanso, la impaciencia del rey les hizo ponerse en camino y un reducido grupo descendió hacia la costa en el más absoluto de los incógnitos. Llegaron al borde del mar siendo todavía noche cerrada. El ruido del mar era, como lo habían descrito los exploradores, un dulce y cadencioso arrullo que llenaba el silencio de un amanecer que se anunciaba próximo. El susurro del mar flotaba sobre un impresionante silencio. Parecía como si toda la creación se hubiese quedado muda de asombro para escuchar el canto del mar. La tregua del silencio duró poco. De una manera lenta pero constante, como en un crescendo, se fue desarrollando una febril actividad que daba lugar a una sinfonía de los más variados sonidos. Todo empezó con un unas voces sincopadas que se empezaron a oír mar adentro, a lo lejos. “Booooo... GA” –decían– a la vez que se escuchaba un chapoteo como de algo –muchos “algos”, sería mejor decir– que golpeaban el agua. Un ejército de luciérnagas se iba acercando desde el horizonte. Al principio las voces invisibles y los golpes venían de lejos, pero poco a poco se fueron acercando y llenando el aire, hasta venir de todo el mar. Las luciérnagas se transformaron en linternas de velas sujetas por largas pértigas que salían de unos cascarones de madera. Al tiempo, empezó a hacerse la luz del amanecer y la vista comenzó a vislumbrar una gran cantidad de barcos que se acercaban a la orilla. De tierra empezaron a llegar una muchedumbre de mujeres de cimbreantes cinturas con grandes cestos de mimbre en la cabeza, mientras cantaban mil diferentes canciones, todas ellas acompasadas, aunque con diferentes cadencias, al ritmo de los remos y de las voces de los navegantes. Enormes aves blancas, como atraídas por algo que intuían iba a ocurrir, volaban en círculos sobre las mujeres emitiendo graznidos que podían parecer extraños pero que armonizaban con el conjunto. Sobre los cestos, a la luz del alba, refulgían blancas e irisadas piedras preciosas que lanzaban destellos azulados. El amanecer descubrió una playa que se extendía a derecha e izquierda hasta donde la vista alcanzaba. En ella alternaban franjas de arena con rocas rectangulares ligeramente cóncavas y llenas de agua. Varias mujeres se acercaron a cada roca y volcaron en ellas los brillantes que llevaban sobre la cabeza. El ruido de las piedras preciosas al caer sobre la roca era como el de millones de copas de fino cristal, golpeados por innumerables cubiertos de plata. El rey se acercó a coger una de esas piedras con sus manos y un frío glacial le recorrió todo el cuerpo. Soltó la gema presa de la mayor admiración. Cuando los barcos encallaron en la playa, justo en las franjas de arena entre cada roca, los hombres se lanzaron a tierra y con el ritmo sincopado de sus voces sincronizaban ahora los tirones de las cuerdas que utilizaban para tirar de las embarcaciones. Los barcos fueron así arrastrados junto a las rocas. Al deslizarse sobre la arena emitían un sonido áspero pero sutil, como si alguien reclamase silencio con la boca. Entonces, otros hombres, desde las embarcaciones, sacaron enormes telas de araña que abrieron para dejar caer de ellas, sobre las joyas de las rocas, una inmensidad centelleante de pequeños animales de plata que saltaban, dando coletazos y retorciéndose. Debían ser los llamados peces y efectivamente, su brillo de mil colores no tenía paralelo ninguno con nada que el rey pudiera haber visto antes. Miles de las aves blancas que habían aparecido se cernían ávidamente sobre los peces con unos graznidos ensordecedores, mientras un ejército de hombres y mujeres, agitaban todo su cuerpo y blandían enormes estandartes de telas de colores para espantarlos. El rey alargó la mano para coger alguno de los peces, pero tan pronto como los agarraba, húmedos y deslizantes, se sacudían enérgicamente hasta escurrirse de entre sus dedos como si tuviesen un encantamiento que los hiciese inasibles. Miraban a través de unos ojos vítreos y frescos, en el que el rey pudo ver reflejada su figura. En seguida, las mujeres empezaron a volver a llenar los cestos, esta vez de una mezcla de peces y hielo, y los llevaron sobre sus cabezas con un exquisito y cimbreante equilibrio, siempre acompañadas por los espantapájaros, a unos edificios de la costa donde mucha gente llegaba desde tierra adentro. Una algarabía de voces se alzaba de cada lonja en las que los hombres se desgañitaban  gritando los precios que estaban dispuestos a pagar por la mercancía. En la arena, una mujer joven y bella pinchó unos peces en unas estacas que puso inclinadas sobre unas brasas. Un olor indescriptiblemente delicioso llenó el aire. Con unos pinceles, untaba agua de mar en los peces que estaban sobre las brasas. El color del pez fue virando del color de la plata a un rojo intenso y brillante. Cuando uno de ellos acabó tomando un tono de oro oxidado, la mujer lo tomó por la cabeza y la cola con dos dedos de cada mano y lo comió dejando únicamente un esqueleto fino como una pluma. La joven, al ver la adusta cara de ese desconocido que parecía no haber visto comer un pez en su vida, le tendió el siguiente con una sonrisa tan encantadora que hizo que el rey no pudiese hacer otra cosa que cogerlo devolviéndole la sonrisa. Después, le enseñó, cariñosa y solícita, a comer el pescado. Nunca había sentido en su paladar un sabor tan delicioso, tan suave y sabroso a la vez, tan evocador de mundos desconocidos y profundos como ése. No supo si fue por la sonrisa, por el intenso color verde de sus grandes ojos, por la ternura con que le enseñó a comer el pescado, por su sabor o por el conjunto de todas esas sensaciones, pero el rey quedó desde ese momento profundamente enamorado de la joven.

Pero un momento más tarde, el rostro del monarca se volvió pétreo y la sonrisa se borró de sus labios. Hizo una seña a uno de los hombres que le acompañaban. Éste sacó una trompeta de debajo de su manto y, soplando en ella, produjo un sonido estruendoso, pero profundo y aterciopelado, que obligó a hombres y mujeres a guardar un silencio que podía palparse en el ambiente. Hasta los pájaros enmudecieron. Sólo el mar parecía no prestarse al silencio. Una lejana trompeta respondió a la llamada de la primera y enseguida, el ejército apareció sobre la loma que flanqueaba la playa tierra adentro. El rey se despojó de la capa en la que se refugiaba su incógnito, dejando al descubierto toda la brillantez de su manto lleno de brocados de oro. Todo el mundo supo entonces que se trataba del soberano, y cayó rostro a tierra. El monarca avanzó majestuoso hacia el mar con parte de su séquito. Cuando llegaron a la orilla, siguieron andando decididamente, como si el mar no supusiera para ellos ningún obstáculo para ellos. Pero a los pocos metros hubieron de detenerse al llegarles el agua a la altura de la boca. Una ola les cubrió entonces a todos y tuvieron que ser salvados de morir ahogados por unos cuantos hombres que se lanzaron desnudos al mar. La gente estaba muda de asombro y de estupor por lo que estaba pasando, sin apenas tiempo para darse cuenta cabal de ello. Antes de que nadie pudiese reaccionar, el rey dio media vuelta y con su herida dignidad y sus empapados ropajes, subió a donde se encontraba su campamento, más allá de las lomas, donde no se veía el mar. Una delegación de sus súbditos de la costa vino a explicarle que sólo estando desnudo podía flotarse en el mar y aprender a nadar. Se ofrecieron a enseñarle y a llevarle a navegar en los barcos hasta donde éstos podían llegar. Pero el rey fue sordo a sus peticiones. Sólo el hecho de pensar en despojarse de sus ricos ropajes para aprender a nadar, le hacía hervir de indignación. Pidió que le trajesen a la mujer que le había enseñado a comer pescado. Cuando se la trajeron, el soberano, se inclinó ante ella y la pidió en matrimonio. Ella aceptó y se celebró una sencilla ceremonia en la que el monarca y su nueva esposa no dejaron de mirarse a los ojos con una sonrisa en ellos y en los labios. Pero el rey pidió a su nueva esposa que le dejase sólo ese día y esa noche para meditar sobre la determinación a tomar. De nada sirvieron sus ruegos para que le dejase acompañarle en sus cavilaciones, el monarca insistió en su necesidad de absoluta soledad.

Durante todo ese día y esa noche nadie le vio, pero sus más allegados aseguraban que del interior de su tienda salían gritos de ira e indignación, alternando con sollozos y suspiros y, en algún momento, un susurro que bien podría ser una plegaria. La reina no dejó en todo ese tiempo de caminar alrededor de la tienda, acariciándola con la palma de su mano abierta, como intentando suavizar los sufrimientos de su esposo y atemperar su decisión. A la mañana siguiente apareció el rey, pálido y demacrado. Llamó a los notarios reales y dijo: “He tomado una determinación. Posiblemente la más importante de mi vida”. Hizo una larga pausa en la que se podía cortar el aire. Miró a su esposa con una sonrisa indescriptiblemente triste, como si adivinase su inútil desvelo y continuó. “El mar no existe –dijo– que se haga un muro de cien metros de alto todo alrededor de mi reino para reducir al mar a la nada”. La reina se desmayó con un gemido.

Dicho esto, dio la orden de partida hacia la capital del reino. Su esposa del mar fue su reina y su inseparable compañera desde ese día, pero nunca más la sonrisa volvió a asomarse a los labios ni a los ojos de la pareja real. Ya en la capital, se despachaban todos los días mensajeros para informar al rey de la marcha de las obras del muro. Junto con el avance de las obras, llegaban noticias de que el hambre y la tristeza se adueñaban de todos los habitantes de la costa. De nada sirvieron las súplicas de la doliente reina. Aunque el rey la trataba con una triste y solícita ternura, permanecía sordo a sus ruegos. En ningún momento pensó el rey en revocar su orden de construcción del muro, sino que cada día le imponía un ritmo más y más febril, hasta que pronto estuvo terminado. Pero desde los montes más altos del reino, con unos artefactos que permitían ver en la distancia, aún se podía divisar el mar. En vano le pedía su mujer que le permitiese ir a uno de esos montes a ver su añorado océano. En su inútil deseo de agradarla y de evitar su creciente melancolía rey construyó en sus jardines un gran estanque con nenúfares en los que hacía navegar embarcaciones y donde nadaban ánades de vivos colores. Pero no había peces y ni la vista podía recrearse en el horizonte, ni ningún ruido parecido al oleaje se dejaba oír. Pronto se empezaron a organizar peregrinaciones multitudinarias a las montañas desde las que se divisaba el mar y que estaban vedadas a la infortunada reina. De nada servía que se penase con la muerte ir a esos montes a ver el mar. A pesar de los miles de ejecuciones sumarias que se producían a diario, las peregrinaciones aumentaban de día en día. Entonces, un día, el rey proclamó un terrible edicto. “Como el mar se resiste a cumplir mi orden de dejar de existir –proclamó–, para obligarle a ello, se construirá una enorme cúpula que cubrirá todo el reino”.

Nadie se atrevió a intentar hacer reflexionar al rey sobre la monstruosidad de su orden. Una tiranía sanguinaria y vesánica se había apoderado de él hasta el punto de hacer ejecutar a todo el que le contradijese. Por eso, muchos aplaudieron su decisión y todos los días, miles de heraldos recorrían todo el país proclamando que el mar no existía. Unos meses más tarde, la reina murió, tras una larga agonía de pena y añoranza. Pero la construcción de la cúpula siguió avanzando día a día, sin pausa. La tecnología prosperó enormemente gracias a tan ingente obra y muchos vivían de ella a costa del dinero del rey, por lo que para mucha gente la cúpula parecía una bendición. Pero lo cierto es que los ingresos del rey disminuían continuamente, porque la tierra cada vez producía menos. El día que se puso la piedra de clave de la cúpula, la noche, oscura y eterna, se cernió sobre todo el reino. Hasta entonces se había mantenido ficticiamente un remedo de día mediante un complejo sistema de espejos distribuido por todo el país. Pero ese día, todo vestigio de luz acabó, como también se gastó, ese mismo día, la última moneda del tesoro real y empezó una hambruna como nunca la había habido. La propia familia real murió de hambre en la más absoluta pobreza. Sólo algunos míseros seres humanos pudieron sobrevivir aquí y allá alimentándose de pequeñas briznas de hierba que brotaban donde una grieta de la cúpula dejaba pasar un rayo de luz.

Pasaron largos siglos, y por la falta de cuidados de mantenimiento, la cúpula se empezó a resquebrajar. La materia prima de que estaban hechos los ladrillos de la construcción era material orgánico, por lo que los restos de la cúpula servían de fertilizante del suelo al mismo tiempo que la luz pasaba por agujeros cada vez más grandes. También el muro se empezó a agrietar. En recónditos parajes se habían guardado intactos los saberes necesarios para la pesca y el cultivo de la tierra. Otra vez empezó a crearse riqueza, otra vez se fundó un reino con su capital en mitad de la isla y otra vez se inició una dinastía de reyes bondadosos que creían sus dominios ilimitados.

El viejo marino que contó esta historia dijo habérsela oído a su padre que a su vez la oyó del suyo, que a su vez... Parece que el origen de la historia se remontaba a un lejanísimo antepasado suyo que la leyó en un viejo pergamino que encontró en una botella en medio del mar en una de sus travesías. El pergamino había sido escrito por uno de los descendientes de la casta que había mantenido vivos los secretos de la pesca y la agricultura. En él se decía que habían escrito millones de pergaminos, lanzados al mar en millones de botellas. El documento terminaba con una angustiosa pregunta. “¿Qué pasará –se preguntaba el copista– el día que un rey de la nueva dinastía descubra el mar?” Yo, por mi parte, me he limitado a contar esta historia sin poner ni quitar nada de lo que mi memoria me dicta como verdadero.

14 de junio de 2012

Frases 414-VI-2012

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.




¡Oh, incredulidad, ceguera de los soberbios
que torpemente escupen sobre todo lo bello,
ingenio de los necios, castillo del cobarde,
lecho del perezoso!

¿¿¿??? Chapman.


No sé quien es el tal Chapman. A mí sólo me suena Colin Chapman, ex director deportivo de la marca de Fórmula 1 Lotus. Evidentemente, no es el autor de la frase.

Necesito puntualizar esta frase que no hace justicia a muchos no creyentes, ateos o agnósticos que tal vez busquen más que muchos sedicentes creyentes. El Papa en su viaje a Alemania tuvo duras palabras hacia estos “creyentes” y dijo que había muchos ateos más religiosos que estos que han hecho una religión a su medida en la que se sienten muy cómodos. Creo que es de justicia esta puntualización y la hago.



10 de junio de 2012

Mercado,economía de libre mercado y capitalismo


Tomás Alfaro Drake

En esta entrada interrumpo hasta la semana que viene, la serie de relatos que, bajo el título genérico de "Historias de otros mundos" vengo publicando.

Introducción

Soy un defensor del capitalismo. Como suena. Aunque suene a políticamente incorrecto. Soy tambbién católico, como se puede ver con sólo echar un vistazo a este blog. Y a menudo me encuentro con católicos como yo que tienen una visión cerrada sobre la economía de libre mercado y el capitalismo. Y, naturalmente, discuto amigablemente con ellos. Estas líneas son fruto de una de esas discusiones recientes. Con ellas pretendo aportar una mayor claridad semántica para los términos mercado, libre mercado, economía de libre mercado, liberalismo, empresa, empresa libre, capitalismo, etc. Creo que intentar definiciones conceptuales de estos términos es ponerle puertas al campo, por lo que no será ese el método que siga. Intentaré otro tipo de “definición” que he llamado “procesal”, que se basa en un proceso. Porque la tesis que planteo es que el capitalismo es la culminación, naturalmente abierta a seguir evolucionando, de un proceso coevolutivo entre la naturaleza humana, con su trigo y su cizaña, y la satisfacción de sus necesidades materiales. Pero sostengo, como parte de la tesis, que este proceso ha sido también éticamente positivo. Dado que la tesis que planteo para la “definición procesal” ya toma partido ético sobre el tema, no podré obviar estos aspectos en dicha definición.  Me parece, además, que no sería deseable obviarlos. Espero, eso sí, ser lo más breve y conciso posible.

Las sociedades primitivas

En las sociedades tribales primitivas, el reparto de la caza no se hacía por un proceso de mercado, sino mediante un sistema de niveles jerárquicos/rituales en los que la mayor parte se la llevaba el jefe y, de ahí para abajo, cada miembro recibía una ración menor. Si no llegaba para todos, los miembros más bajos de la jerarquía morían o emigraban. Esto constituía un sistema de autorregulación de la población que la tribu era capaz de mantener. El sistema era duro, injusto e inhumano (juzgado con los criterios de hoy, a los que hemos llegado después del largo proceso que estamos definiendo). Se esperaba de un buen jefe que consiguiese mucho alimento para que la tribu fuese mayor y más poderosa. Si un jefe no conseguía aumentar la población que podía mantener, muy probablemente fuese sustituido porque, si no, la tribu entera perecería vencida por otra más poderosa.

Los primeros mercados

Pero las sociedades primitivas aisladas tal vez no hayan existido nunca. Y ese sistema jerárquico y pacífico, aunque cruel e injusto, no valía para el intercambio entre tribus diferentes. Seguramente, el primer sistema de intercambio intertribal fuese la ley del más fuerte, en la que la tribu más poderosa saqueaba y, tal vez, eliminaba a la menos poderosa. Si la tribu vencida era capaz de sobrevivir y volver a producir los bienes que apetecía la poderosa, tal vez la dejasen sobrevivir. Incluso, podrían dejar a la tribu vencida algo de los bienes objeto de saqueo, para que pudiesen sobrevivir y seguir proveyendo a la vencedora esos bienes. Podía ser incluso que se condenase a tributo o esclavitud a la tribu vencida. Sin embargo, esta tribu, hoy vencida podía ganar fuerza y ser vencedora mañana. Todo esto obligaba a dedicar una parte fundamental del PIB (perdón por el anacronismo) a la guerra.

Pero, seguramente, pronto se hizo evidente que el sistema de guerra y saqueo era muy costoso. Sería mucho mejor un intercambio libre. A mí me sobra de lo que a ti te falta y te apetece y a ti de lo que a mí me falta y me apetece. Cambiemos cromos pacíficamente. En la medida de que esto fuese así, sería posible destinar a la guerra un porcentaje menor del PIB y dedicar el resto a crear bienes que intercambiar. La aparición del comercio fue, por tanto, una bendición para la humanidad. Porque el comercio, además del intercambio de productos, permitía el intercambio de ideas, soluciones a problemas y cultura. Al permitir que cada tribu se concentrase en hacer aquello que mejor sabía hacer, aumentaba la cantidad de riqueza global y, por supuesto, el bien común. Pero para que esto fuese posible, el sistema de intercambio debía ser justo. Aún suprimiendo totalmente el saqueo (Aclaración: creo que en este proceso coevolutivo, nunca se cierra una etapa y se abre otra, sino que siempre coexisten todos los sistemas. Lo que varía es la mezcla ente todos ellos), la fuerza constituiría un elemento importante en la relación de intercambio. Si una tribu era más fuerte que otra, la simple muestra de esta mayor fortaleza, hacía que el intercambio fuese más ventajoso para el fuerte. Pero, que duda cabe, este proceso hacia un mercado muy imperfecto era también éticamente positivo. En la medida en que el intercambio fuese más justo, menor sería la necesidad de mostrar la fuerza y, por tanto, menor la parte del PIB necesaria para las actividades bélicas. En un momento de este proceso aparecen dos cosas, el concepto precio y el concepto dinero. No pretendo ahora entrar en el interesantísimo tema de la aparición del dinero y su evolución, pero también en él hay una historia de coevolución de la naturaleza humana y los instrumentos económicos. Es por tanto, muy importante definir qué es un precio justo.

El problema del precio

Me voy a permitir un salto de muchos siglos, hasta el siglo XIV. En estos siglos el problema del precio se fue convirtiendo en algo conceptual que requería dos cosas: definir qué elementos de la vida real influían en la formación del precio y juzgar si el resultado de esos procesos era justo. Fue este último motivo el que movió el intelecto de los dominicos y otros, ya desde santo Tomás, hasta el siglo XVIII, sobre todo en la escuela de Salamanca, a definir el proceso de formación de precios y su justicia.

Evidentemente excede a estas líneas un análisis exhaustivo de la evolución y conclusiones de este pensamiento, pero creo éstas que pueden resumirse en varios puntos.

  1. El precio de las cosas no está intrínsecamente definido, sino que es el fruto de muchas estimaciones (estimaciones, en este contexto, es el parecer y la apetencia de cada persona o grupos de personas que están interesadas en comprar o vender algo).
  2. En la fijación del precio no interviene directamente el coste.
  3. Si la transacción comercial se hace al precio que surge de la combinación libre de estas estimaciones y de la libertad de las partes implicadas, el precio es justo.
  4. La alteración de ese precio por los motivos que sean, generan, casi siempre, empobrecimiento injusto de unos que tienen derecho a ese precio a costa de otros que son beneficiarios de dicha modificación. Es decir, atentan contra la justicia conmutativa. Pero, además, generan carestía en influyen negativamente en la justicia distributiva y en el bien total y común. Estas actuaciones son, por tanto, generalmente, injustas.

El libre mercado

Estas conclusiones, con diferencias de matices entre unos pensadores y otros, son generalizables a todos los componentes de la escuela de Salamanca y de la escolástica tardía. Algunas citas, como la que se adjunta a continuación, escandalizarían a muchos oídos de hoy:

Y no se diga que su actuación es correcta porque es conveniente al bien común que el trigo se venda en tiempo de escasez al mismo precio que en tiempos de abundancia; que actuando así, los pobres no se verán gravados y podrán comprar el trigo cómodamente, porque, insisto, ésa no es razón. Especialmente cuando sabemos que en tiempos de escasez y hambre los pobres raramente compran el trigo al precio tasado y que, por el contrario, sólo lo compran a ese precio los poderosos y ministros públicos a quienes los dueños del trigo no pueden resistir en su pretensión[1].

La clave de este pensamiento estriba en la libertad de los estimadores y de las partes contratantes. Pero esta libertad no es algo automático. A mi modo de ver para que esta libertad exista no basta con la ausencia de coacción o de amenaza de la fuerza. Hacen falta ciertos requisitos adicionales, algunos de los cuales me atrevería a enumerar, seguramente sin ser exhaustivo.

a)      Seguridad jurídica del respeto de los bienes adquiridos o vendidos en la transacción.
b)      Igualdad de oportunidades del acceso a la información y transparencia de la misma.
c)      Que no exista la posibilidad de creación artificial de escasez para alterar el precio.

Creo que es imposible el cumplimiento perfecto de estos requisitos, y otros que podrían enumerarse. No obstante, sí que es factible un muy razonable grado cumplimiento de los mismos que haga que el precio de las transacciones producidas por estos mercados sean más parecidos al precio justo que el derivado de cualquier intervención externa, la haga quien la haga y por muy buena que sea la voluntad de quien la hace. Ni que decir tiene que si quien interviene lo hace desde la ignorancia y sin buena voluntad, sino siguiendo sus propios intereses, las consecuencias serían todavía peores. No obstante, es no solo posible, sino probable –y, de hecho ocurre–, que ciertos actores del mercado intenten manipular su mecanismo para que les favorezca. Esto es algo que debe intentar evitarse y, el intento de evitar esto es lo que, a mi juicio, justifica una supervisión del mercado por algún organismo que tenga autoridad sancionadora y que pueda hacer cumplir las sanciones que se deriven de esa manipulación. Pero, más allá de esos límites, la supervisión perjudica al mercado. El libre mercado es otro paso más en esa coevolución de la naturaleza humana y los sistemas económicos que ésta va creando. Y el libre mercado es bueno.

La economía de libre mercado

A menudo se habla del mercado como si fuese un ente, cuando en realidad hay una infinidad de mercados, eso sí, interrelacionados todos entre ellos de una manera más o menos directa. Existe el mercado del petróleo Brent, el del petróleo West Texas, el de la lana neozelandesa, el de los bonos basura de las empresas eléctricas estadounidenses o el de trabajo de personas sin cualificación para la industria maderera de Benín. Cuando existe un tejido de mercados interconectados, con un alto grado de libertad, que marcan los precios para casi cualquier tipo de intercambio, se dice que ese tejido es una economía de libre mercado. Es otra etapa de esta coevolución y, la economía de libre mercado es buena porque da, para caso todo un precio de referencia que puede considerarse justo. Sin embargo, lo que es válido para cada mercado –que el precio que sale de él es justo– puede no serlo para el resultado final del conjunto de la economía de libre mercado. Puede que haya disfunciones sistémicas que hagan que emerjan resultados contrarios al bien común que deban ser corregidas. La sociedad, en su conjunto, puede decidir buscar sistemas de intervención que corrijan esos efectos no deseados. Un ejemplo típico de esto puede ser la distribución de la riqueza y el sistema de impuestos progresivos y protección social que corrija estos atentados al bien común. Pero inmediatamente después de decir esto debo hacer tres puntualizaciones.

La primera, que en general (no siempre), cuanto más extenso y profundo sea el ámbito de la economía de libre mercado, la distribución de la renta es mejor que la que crearía cualquier otro sistema.

La segunda, que la inmensa mayoría de las intervenciones en el sistema es a costa de disminuir su eficiencia. Nada que objetar. La sociedad puede optar por disminuir su eficiencia (y por tanto el bien total) por una búsqueda de un mayor bien común. Pero si por mejorar en algo el bien común empeoramos en mucho el bien total, al final iremos, también, contra el bien común. Ambos bienes, común y total, están estrechamente relacionados. No hay bien común si no hay un cierto novel de bien total y, por otra parte, si el bien común está seriamente dañado, repercutirá negativamente en el bien total. Además, conviene darse cuenta de que en sistemas muy complejos la capacidad del ser humano para prever las consecuencias de sus intervenciones suele ser muy deficiente y, a menudo, se logran resultados contrarios a los objetivos propuestos.

La tercera puntualización se refiere al hecho de que la intervención en los sistemas de economía de mercado es un proceso que, cuando se empieza, suele llevar a intervenciones en cadena que crean hábito y, al final, enredan a la economía en una tupida maraña que la lleva a una gran ineficiencia con in claro deterioro del bien común y total.

Liberalismo

A mi modo de ver el liberalismo es una ideología, cosa que no es la economía de libre mercado. Esa ideología, como casi todas las ideologías, eleva al rango de general e incuestionable algo que no lo es. El liberalismo como ideología afirma que el mercado es siempre perfecto y que, por tanto, toda regulación y toda forma de intervención es siempre innecesaria, perjudicial y, en última instancia, siempre injusta.

Diría que el liberalismo es a la economía de libre mercado lo que el racionalismo a la razón.

La empresa libre.

Por supuesto que, en ese proceso de coevolución de la naturaleza humana con la actividad económica, la economía de libre mercado da lugar a la aparición de empresas. Y eso mucho antes de la revolución industrial. Siempre ha habido personas que han asumido el riesgo de contratar a otras, comprar determinados bienes, comerciar con ellos o transformarlos añadiéndoles valor y revenderlos con la esperanza de que el precio de mercado de venta fuese mayor que la suma de los precios de mercado de los recursos utilizados en la transformación y el comercio de esos bienes. Por supuesto, el empresario asumía el riesgo de que eso no fuese así y, en vez de ganar dinero, perderlo. Si el poner en marcha una empresa era algo que podía hacer libremente cualquiera y todos los precios de los recursos que utilizaban o vendían eran justos, es decir, fijados por el mercado libre, el beneficio que obtenían era también justo, con independencia de su cantidad. Además, este proceso creaba riqueza, no sólo para el empresario, sino para los que trabajaban en la empresa y para la sociedad en general que disponía de productos que le hacían la vida mejor y que antes no podía tener. A la hora de elegir en qué actividad emprender, uno de los factores más importantes era el nivel de beneficios que se creía poder obtener en esa actividad. Pero no era el único. Lo que el emprendedor sabía hacer, sus gustos o preferencias y aficiones por determinados productos, la cercanía geográfica a su lugar de residencia, y un largo etc. eran también otros factores importantes. Sin embargo, precisamente por ser la búsqueda del beneficio el motivo fundamental de emprender, y habiendo libertad para ello, encontrar un “filón de oro” era equivalente a atraer a la competencia y, por tanto, hacer que los precios y los beneficios bajasen para bien de los usuarios de los mismos. Mucho antes de la aparición del capitalismo, existía un tejido de empresas que hacían que la prosperidad de las zonas donde más las había fuese mayor y el reparto de las rentas, mejor. Aumentaba de esta forma el bien total y el bien común.

Estas empresas tenían una serie de rasgos comunes.

a)      Solían ser relativamente pequeñas.
b)      Solían estar circunscritas a áreas geográficas reducidas.
c)      Eran de mano de obra intensiva, por lo que para su funcionamiento no necesitaban grandes acumulaciones de capital.
d) No tenían grandes economías de escala. Consecuentemente si una empresa hacía el doble de producto, sus costes, prácticamente se doblaban.

El capitalismo

Así las cosas, se produce la llamada 1ª revolución industrial. La inteligencia humana descubrió formas de producir trabajo usando energías diferentes de la energía animal o manual. Eso tuvo varios efectos:

1)      Era enormemente útil para fabricar determinadas mercancías, abaratando sus costes. Sin embargo, no lo era para otras. Aunque esta sustitución del hombre por la máquina pudiera hacer creer que iba a dejar sin empleo a muchas personas, no ocurrió así, porque la mayor cantidad de bienes que se podían fabricar y estaban al alcance de más gente, hacía que la demanda de mano de obra aumentase.
2)      Hacía aparecer economías de escala, lo que permitía producir ciertas mercancías a costes muy bajos y en gran cantidad. Debido a la competencia, estos costes bajos acaban repercutiéndose en el precio, lo que redunda en un mayor bienestar para la gente.
3)      La mano de obra era necesaria en los lugares donde se lleva a cabo esa producción en masa, por lo que era necesaria la concentración geográfica de esa mano de obra.
4)      Hacía aparecer la necesidad de grandes cantidades de capital.

Ciertamente esto tuvo, en los comienzos de la era industrial efectos nocivos.

a)      La mano de obra tenía que desplazarse del campo a los centros de producción, normalmente situados en las ciudades, lo que daba lugar a aglomeraciones humanas en condiciones lamentables. Pero no debe olvidarse que la vida del campo era también durísima, se trabajaba de sol a sol y, si las cosechas eran malas se producían hambrunas. El mito de la sociedad bucólica rural preindustrial es falso.
b)      El trabajo se hacía monótono y repetitivo. Apareció el hombre esclavo de la máquina.
c)      Las economías de escala hacían que muchos productos debiesen fabricarse en grandes cantidades para ser económicamente viables, lo que requería grandes cantidades de capital que hicieron necesaria la creación de mercados de capitales como la bolsa y la aparición del sistema bancario.
d)     Se perdía en parte la figura del empresario para dar lugar a la sociedad anónima en el sentido literal de la palabra.

Esto hizo que apareciese una nueva ideología, el comunismo, que abogaba por que la propiedad de los bienes de producción fuese de propiedad estatal, en vez de privada. No hace falta que diga en qué ha acabado esta ideología.

Sin embargo, a partir de ese momento, y en un proceso que visto en perspectiva y sin miopía no ha parado desde hace más de un siglo, ocurre:

a)      Que las condiciones de vida mejoran, las ciudades y las viviendas se hacen cada vez más dignas.
b)      Que se estabilizan los ingresos de las familias, haciéndose menos dependientes de la climatología y los desastres naturales.
c)      Que las jornadas laborales se reducen y el trabajo se hace más humano cada vez.
d)     Que aparece una clase media. El reparto de la renta se hace cada vez más igualitario, aunque aparezcan algunas personas inmensamente ricas.
e)      Que aparecen empresas de ámbitos supranacionales que llevan sus centros de producción a dónde pueden obtener mayor rentabilidad.
f)       Que gracias al fenómeno anterior, países que antes no podían soñar en tener un tejido de industrialización, empiezan a tenerlo.
g)      Que, debido a los dos fenómenos anteriores, las economías de los países emergentes crecen más deprisa que las de los países desarrollados, lo que inicia un proceso de mejor distribución de la riqueza entre países. Ciertamente, este proceso no se da en todos los en los países. Pero me atrevería a decir que  los países en los que no se da son únicamente aquellos en los que se produce una combinación de los siguientes cuatro factores, interrelacionados todos entre sí. 1º Corrupción. 2º Populismo. 3º Inseguridad jurídica. 4º Islamismo.
h)      Que aparece un tipo de trabajo intelectual, absolutamente sin precedentes, que llega a enormes cantidades de personas y que supone un salto cualitativo importante en la dignificación del trabajo.
i)        Que los trabajos más mecánicos se enriquecen en contenido (círculos de calidad, etc.) y las condiciones de trabajo de las fábricas se hacen más dignas.
j)        Que se produce el acceso a la propiedad de las empresas a esa clase media, a través de su inversión en acciones.
k)      Que se empieza a producir un crecimiento sin precedentes en la población de los países industrializados. Ciertamente, este proceso, se ha revertido en estos países en las últimas décadas, pero este es un tema que excede al objetivo de estas líneas.

Desgraciadamente, esta tendencia secular, no se produce de forma armónica, sino que se alternan momentos de crecimiento espectacular con crisis que producen grandes sufrimientos. Pero la tendencia es claramente la expuesta en los puntos anteriores. La ideología comunista no para de decir que esas crisis acabarán con el sistema, pero, hasta ahora, no ha sido así, mientras que el sistema comunista sí ha sufrido el colapso que vaticinaba para el capitalismo. Sin embargo, como ideología, sigue subyaciendo en el subconsciente colectivo.

Desde hace unas décadas se ha venido produciendo la 2ª revolución industrial, la revolución de la información y el conocimiento. Esto ha supuesto nuevos retos al capitalismo, a la par que una profunda transformación de la que todavía estamos en los albores. Pero si hay algo que la caracteriza es la rapidez de los cambios en cualquier ámbito de la economía.

Todo esto da lugar a un sistema de una complejidad creciente, que está trayendo y traerá nuevos problemas y respuestas que son difíciles de vislumbrar. Sólo hay dos respuestas imposibles: la vuelta atrás y responder a la complejidad con la simpleza.

Permítaseme un símil. Comparemos la historia de la humanidad con una vida human. Creo que la humanidad está en el equivalente a una vida humana de 19 años. Nos acabamos de sacar el carnet de conducir, nos estamos emancipando tal vez más de lo que podemos, etc. A un hijo de 19 años no se le puede educar en el hiperproteccionismo, sino en la responsabilidad. No se le puede decir que vuelva al comportamiento de los 12 años. No se le puede decir que lo que le pasa es malo, sino que lo tiene que encauzar y controlar. Hay que mirarle con benevolencia y ayudarle a entenderse. Si, como dice Benedicto XVI queremos ser minorías creativas, esta es la actitud. El capitalismo es parte de ese proceso de desarrollo. Si se me permite, es como el coche. Son muchos los jóvenes que hacen un uso incorrecto del coche. Indudablemente, el coche causa muchas muertes. Pero decir que el coche es malo ni es verdad no arregla nada. Desde luego que hay que buscar la manera de incrementar su seguridad activa y pasiva, pero eso no hace al coche malo.

Conclusión

Dije, al principio de estas líneas, que pretendían dar una serie de definiciones “procesales” a términos como mercado, libre mercado, economía de libre mercado, liberalismo, empresa, empresa libre, capitalismo, etc. Creo que se ha logrado hacer un intento de ello que pueda servir de base de discusión. Sostenía que este proceso, aunque no exento de problemas es, visto con la necesaria perspectiva, éticamente positivo. Creo que es difícilmente negable.

También dije que me gustaría ser breve y conciso. No sé si lo he logrado, pero para no estropearlo más, lo dejo aquí, aún sabiendo que quedan muchas cosas por decir. Sin embargo, me gustaría acabar con una frase de Walt Whitman:

“Está en la naturaleza de las cosas que de todo fruto del éxito, cualquiera que sea, surgirá algo para hacer necesaria una lucha mayor”.

Me caben pocas dudas que el proceso coevolutivo que culmina en el capitalismo es un éxito material y moral del que, sin duda alguna, surgen cosas que requieren una lucha mayor. Pero continuando el proceso, con afán de superación, no con un paralizante sentimiento de culpa histórica. Al contrario, con orgullo de lo logrado aunque sin autocomplacencias. Ninguno de los procesos artificiales que se han basado en ese complejo de culpa han llevado a otro sitio que no sea el desastre.


[1] Luis de Molina, De Iustitia et iure, disputa CCCLXIV, punto 3, pp. 383 -384.

6 de junio de 2012

Frases 6-VI-2012

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.




El mundo no se ha formado por un encuentro casual de los átomos; las fuerzas y las leyes que tienen su origen en la inteligencia infinita, han sido la causa de este orden.

Ludwig van Beethoven



3 de junio de 2012

Historias de otros mundos 9: La isla del valle profundo


El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el noveno. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo, los relatos y cuentos de Oscar Wilde.

La isla del valle profundo


Un extraño relato llegó hace años a mis oídos. Al parecer lo contó una mujer que decía venir de una isla, que no sabía situar en ninguno de los siete mares. Era una pequeña pero extraña isla. Tenía un único valle central rodeado de inmensos farallones de roca viva, casi lisos que se perdían entre las nubes que siempre cubrían el valle. Ningún río nacía dentro de ese circo de acantilados. Pero todos los días, puntualmente, cuando la luz tomaba un tinte violáceo, antes de que la noche lo convirtiera en negrura, una lluvia, mansa pero espesa caía sobre el valle. Miles de hilos de agua regaban los cultivos y todos sus habitantes tomaban en vasijas el agua necesaria para el día siguiente. No había ningún lugar donde el agua se remansase, ni jamás se había sentido la necesidad de almacenarla porque nunca, en todo el horizonte al que alcanzaba la memoria histórica de ese pueblo, había fallado la lluvia vivificadora. El agua de la lluvia, desaparecía por un inmenso agujero que había en el centro del valle. Cien personas cogidas de la mano y con los brazos extendidos no lograban abarcarlo. Cataratas de agua, que en su descenso por el valle habían tomado un intenso color bermellón, se precipitaban por él durante todo el día, con un estrépito ensordecedor un par de horas después de haber empezado a llover, hasta convertirse en mansos y casi silenciosos hilos de agua poco antes de que empezase la nueva lluvia. Cuando el rugido del agua que caía se acallaba, se oía, procedente de lo más hondo del agujero un lejano y profundo ruido, cadencioso, acompasado, tranquilizador, sedante. Era como una salmodia repetida una y otra vez, que aquietaba el espíritu inundándolo de una paz inefable. Al mismo tiempo, del agujero salía un viento que traía un olor extraño, indefinible, pero no por ello menos evocador. Evocaba espacios inmensos, lejanías inimaginables. En el valle había también unas extrañas cosas –las llamaban caracolas–, con una forma que recordaba a la concha de un caracol, pero sin bicho dentro y algo más puntiagudas. Si se pegaban al oído producían, tenuemente, un sonido como el que surgía del agujero.

Un día, uno de los más brillantes jóvenes del pueblo que habitaba el valle empezó a preguntarse qué habría más allá de las inmensas paredes de roca. Nadie, ni entre los más ancianos y sabios, fue capaz de darle una idea, ni siquiera vaga, de lo que había del otro lado. Lo que al principio era sólo una leve curiosidad, fue tomando cuerpo en la mente del joven hasta convertirse en un pensamiento obsesivo. Por fin, decidió escalar el risco, para ver que había más allá. Buscó compañeros para semejante aventura pero fue incapaz de convencer ni siquiera a uno de sus amigos. Parte de la tribu se opuso radicalmente a su loca aventura y hubo que reunir al Consejo de Ancianos para ver si se le autorizaba a abordarla. Poco faltó para que se produjese una de esas querellas que degeneraban en violencia. Al final, por un solo voto de diferencia, se le concedió la autorización y se evitó por poco un estallido de furia homicida. Por fin, una mañana, cuando el cielo tomó el color rosa pálido inmediatamente anterior a la formación de la claridad lechosa del día, el joven inició el ascenso. Sólo un reducido grupo de personas le acompañó hasta la base del acantilado. Se despidió de ellos y, sin volver la vista atrás ni una sola vez, inició el ascenso.

Sería largo relatar la dureza del mismo y los enormes peligros que tuvo que arrostrar en él. Muchas veces su pie resbaló y se encontró colgado sobre el abismo sujeto tan sólo por sus dedos a un pequeño saliente de la roca. Cuando caía la noche y llegaba la lluvia, la roca se convertía en un cristal resbaladizo en el que a duras penas podía uno sujetarse. Antes de entrar en el denso mar de nubes que siempre cubría el valle, echó una mirada, la primera y la última, hacia abajo. La vista del valle desde esa altura era un espectáculo grandioso. Se veía a los hombres moverse como un hormiguero. Parecía que el hormiguero tuviese una voluntad propia, cuando sólo era un conjunto de voluntades individuales. Mil distintos tonos de verde formaban como un tapiz de una belleza inexplicable. Viviendo en el valle uno era incapaz de ver esa belleza. Pero la magnífica visión no le hizo olvidar su objetivo. Con un suspiro se adentró entre las nubes. Un resplandor blanquecino que parecía venir de todas partes le cegaba durante el día, pero durante la noche se convertía en la más negra oscuridad que nunca hubiese sentido. Una oscuridad que le envolvía amenazadora. No había lluvia dentro de las nubes, pero las paredes estaban perpetuamente empapadas y, a veces, un viento huracanado le zarandeaba como si fuese una brizna de paja. Afortunadamente, el acantilado se hizo un poco menos vertical y aparecían recovecos en los que era posible incluso acurrucarse. Poco a poco, el acantilado se iba haciendo más y más horizontal, hasta que llegó a hacerse plano. ¡Había llegado a la cima y estaba despejada de nubes!

Al llegar a la cima, era noche cerrada, oscura como boca de lobo. No podía dormir de excitación esperando el rosado resplandor que anunciase el día gris. Sentado en el suelo, miraba a lo lejos en la negrura esperando ver los primeros signos de la aurora, mientras aspiraba una brisa salobre que no podía definir. El astro de fuego no se hizo anunciar. Apareció en el horizonte el primer rayo, rasgando la negrura como si fuese un tenue velo de seda. Tuvo que apartar los ojos de él, cegado. Cuando recuperó la vista, miró en otra dirección y lo que vio le dejó sin respiración. La vista se perdía en una distancia sin límites. Lejos, muy lejos, el cielo de arriba se fundía en una tenue línea con otro cielo que estaba abajo y que empezaba justo donde acababa la isla. Un anillo amarillo dorado separaba el cielo inferior de la verdura salvaje de la isla. En el cielo superior había algunos jirones blancos. Era como si el algodón de las nubes del valle se hubiese deshilachado y algunos jirones se hubiesen esparcido aquí y allá. El cielo de arriba era de un azul claro intenso y el de abajo tenía un tinte más verdoso. También en el cielo inferior había nubes blancas. Formaban como arcos de circunferencia que abrazaban la isla de una forma discontinua. Aparecían de repente, avanzaban hacia la isla hasta que morían suavemente en el anillo dorado. Hacia adentro, el valle parecía un enorme caldero con un blanco e hirviente caldo en su interior. La pendiente hacia el cielo inferior era suave y empezó a descender. Se adentró en una selva de árboles inmensos que explotaban en mil formas inimaginables, entrelazándose entre sí. La luz del sol pasaba entre ellas, filtrándose, descomponiéndose para formar una gama increíble de colores y reagrupándose luego en blancura luminosa, rielando, temblando, vibrando. Unos sonidos jamás oídos que provenían de pájaros, hojas y viento, se combinaban asombrosamente. La luz y el sonido creaban una atmósfera que lo inundaba todo y se adentraba en el alma de una forma inexplicable con palabras.

Cuando terminó de atravesar la selva y llegó a lo que de lejos parecía una cinta amarillo-dorada, quedó sorprendido. Era de una extraña materia en la que las pisadas quedaban impresas pero se iban borrando poco a poco. También eso pasaba en el valle con el barro, pero no era barro. Era como... no sabía definir como qué era, ¿tal vez como un oro color mate molido? Pero lo que le causó una impresión cercana al mareo fue la inmensidad del cielo azul verdoso que tenía delante, visto desde su misma altura. Lo que visto desde arriba parecían nubes, eran en realidad ondas en el cielo que venían de no se sabe dónde y, al acercarse a la cinta amarilla se coronaban de blanco, se derrumbaban sobre sí mismas haciendo un ruido cadencioso que recordaba al del agujero del valle o al de las caracolas. En seguida se dio cuenta que era exactamente al revés. El ruido del agujero o el de las caracolas era ese mismo ruido, pero oído de lejos y como difuminado. Después, las nubes, cada vez más pequeñas, venían a morir mansamente en la cinta de oro mate. Avanzó, andando sobre el oro molido notando cómo le hacía ásperas caricias en la planta de los pies. Cuando llegó al límite donde las nubes morían, se detuvo. Aquello parecía agua. Pero, ¿podía haber tanta agua en el mundo? Hasta mucho más allá de donde alcanzaba su vista, llegaba la inmensidad del agua que en el valle sólo corría en finos hilos hasta que caía por el agujero. ¿Sería el cielo de arriba también de agua? ¿Qué la sujetaba arriba? ¿Se comunicaría el agua del cielo de abajo con la del de arriba a través de la línea que se divisaba a lo lejos? ¿Sería la lluvia del valle, el agua del cielo de arriba que caía por agujeros hechos en lo que quiera que la mantuviese arriba? ¿Quién abría esos agujeros cada día? ¿Quién había hecho ambos cielos? Demasiadas preguntas sin respuesta. Se mareo, se tumbó y se quedó dormido.

No supo cuanto durmió, pero se despertó sobresaltado. El agua se había acercado a él y le lamía suavemente. Se puso de pie de un salto y retrocedió aterrorizado. Pero, al cabo de un rato desapareció el miedo, sustituido por la curiosidad. El lametón del agua había sido suave, como una caricia. Avanzó y metió los pies en el agua. Una sensación de frescor le subió desde los pies hasta la cabeza. Nunca había sentido nada tan delicioso. Cuando la primera nube moribunda llegó a sus pies, sintió la caricia más suave y tierna que nunca hubiese experimentado. Dio otro paso... y otro... y otro más. El agua le iba cubriendo cada vez más. Las nubes de agua blanca le golpeaban las piernas, el abdomen, el pecho. Era como un masaje maravilloso. Una sensación de éxtasis empezó a fluir a través de él. Siguió avanzando, más allá de donde se formaban los arcos de nubes y, de repente, una onda de agua le alzó y sus pies perdieron el contacto con el fondo. Nuevamente el pánico le dominó y nuevamente retrocedió aterrado hasta sentir la seguridad del oro bajo sus pies. El agua le llegaba hasta la parte alta del pecho cuando pasaban las ondas de agua y en ese punto se sintió seguro. Desde esa seguridad, cuando pasó la siguiente onda, levantó los pies. Ahora que no tenía miedo, notó una maravillosa sensación de ingravidez. ¡Estaba volando en el cielo de agua! Poco a poco aprendió a volar en el agua. La alegría le invadía por todos los poros. Pasó horas sin salir del agua, aprendiendo a volar en ella. No volaba, simplemente flotaba, abandonado todo esfuerzo. No tenía ni la más mínima sensación de frío ni de calor. El agua parecía estar hecha para que los hombres flotasen en ella. ¿O serían los hombres los que estaban hechos para flotar en el agua? No lo sabía, pero allí se estaba bien. Pasó todo el día y toda la noche flotando en el cielo de abajo. El misterio de la negrura del agua al caer la noche le pareció profundamente hermoso, más aún que su transparencia durante el día. Por fin, ya entrado el nuevo día, salió del cielo. Al cruzar otra vez la cinta de oro molido se detuvo para saborear un baño en los rayos del astro de fuego que presidía el cielo y se asombró al percatarse de una figura como la suya, recortada en negro sobre el oro mate y como pegada a sus pies. Cuando saltaba, la figura se alejaba de él, pero al caer de nuevo a tierra, volvía a estar bajo sus pies. No importaba cuan por sorpresa saltase, decidiendo en el último momento la dirección, la negra figura parecía adivinar sus intenciones. Llegó al borde de la cinta de oro y se adentró nuevamente en la selva. Había allí todo tipo de frutos comestibles, jugosos y dulces al paladar. Era especialmente maravilloso comer esos frutos después de un paseo por la selva disfrutando de su sinfonía de luces y ruidos.

Pasaron días y días, no supo cuántos, entre baños en el cielo de abajo, en los rayos del astro de fuego, sinfonías del bosque, y degustación de los innumerables tipos de frutos, pero un día empezó a pensar en su gente. Sus amigos, sus padres, aquella chica con la que había cruzado una mirada diferente de las demás. Y añoró a su pueblo. Tenía que volver para contarles lo que había descubierto. Con una mezcla de sentimientos, se arrancó a sí mismo de tanta maravilla y volvió a cruzar la selva, ascendiendo hasta el borde del caldero de nubes. Con un titánico esfuerzo de voluntad se adentro es ese mar lechoso, tan distinto del que había abandonado hacía unas horas. Las dificultades del descenso eran enormemente mayores que las de la ascensión pero, afortunadamente, había dejado picas y grandes escarpias clavadas en la pared que le hacían posible un descenso que de otra forma hubiera sido suicida. ¡Cómo le hubiese gustado flotar en ese mar de nubes como lo hacía en el de abajo! Muchas veces tuvo la tentación de volver, para quedarse en la cinta de oro molido, el cielo de agua y la selva. Pero si el recuerdo de lo que dejaba atrás le tentaba a volver, tenía un hambre insaciable de contar a su pueblo su descubrimiento.

Cuando salió del mar de nubes por debajo y volvió a contemplar el panorama de campos verdes cuidadosamente trabajados de su mundo, le invadió una sensación de alegría. Volvía a casa. Llegó a su aldea. Le recibieron con extrañeza. Con una sorpresa entreverada de incredulidad, pero sin demasiada alegría, como si hubiesen perdido ya la esperanza de volver a verle y hubiesen empezado a olvidarse de él. Debía haber pasado mucho más tiempo del que creía. Se dio cuenta de que sus congéneres tenían la piel más clara que la suya. Su piel había virado del color de un claro café con leche al del chocolate. Cuando empezó a contar su experiencia, se encontró con miradas de conmiseración y extrañeza, como si estuviesen oyendo a alguien que había perdido el sentido de la realidad. Con una paciencia infinita, el Consejo de Ancianos le explicó que no podía ser verdad lo que contaba. No había más que dos elementos abundantes, la tierra y el aire. Y en ninguno de ellos se podía flotar, como la experiencia se encargaba de demostrar. El agua y el fuego del astro no podían existir, en las cantidades que él contaba, como para poder bañarse en ellos. Lo de la negra figura era una sencilla estupidez, le retaban a que la hiciese aparecer y no pudo hacerlo. Le dieron un tiempo para pensar cómo demostrarles que era cierto lo que decía, sin lo cual le tomarían por loco o idiota. Transcurrido el tiempo él sólo pudo balbucear, ¡Os aseguro que he flotado abandonado en el agua y que me han acariciado los rayos del astro de fuego, que he jugado con mi figura negra y que he oído y visto el conjunto de luces y sonidos más maravilloso del mundo! ¡Además, se de dónde procede el sonido del agujero y el de las caracolas! ¡Yo he flotado, yo he flotado! Repetía, mirando a los ojos a uno y otro, secuencialmente, intentando transmitir su certidumbre al Consejo. Le declararon únicamente idiota, lo que le libró de ser internado.

Pero de tanto repetir su historia aquí y allá, acabó convenciendo a un grupo de jóvenes de que se fuesen con él y experimentasen ellos mismos la veracidad de lo que les contaba. Una noche, iniciaron la escalada por las mismas clavijas que había colocado en su primera ascensión. Cuando regresaron, todos contaban maravillados las mismas historias, con el mismo o mayor entusiasmo que el primer aventurero. También fueron declarados idiotas. Pero la idiocia oficial parecía haberse convertido en una enfermedad contagiosa, porque cada vez más hombres y mujeres, jóvenes, niños y viejos emprendían la aventura del viaje, por caminos ya trillados, para experimentar de primera mano lo que contaban los idiotas que regresaban.

Los hombres aprendieron a construir enormes y profundas balsas donde almacenar el agua de la lluvia para poder flotar en ella cuando les ahogaba la añoranza del cielo de abajo. No era lo mismo que flotar en ese cielo. Uno se hundía más en el agua de las balsas y, además, ésta no tenía el sabor ni exhalaba el olor salobre del agua del cielo de abajo. Pero era, de todas maneras, muy reconfortante. También hicieron inmensas explanadas en las que hacían arder enormes piras que remedaban los rayos del astro de fuego y, en la noche, hacían aparecer temblorosas figuras negras con las que jugar. Por su parte, las mujeres  aprendieron a fabricar extraños artefactos con conchas, huesos de animales y cañas, que situados en el extremo de una cuerda y haciéndolos girar manejándola desde el otro extremo, producía un conjunto de sonidos parecidos a los de la selva. Al principio sólo obtuvieron una burda imitación. Pero poco a poco fueron aprendiendo a encontrar sonidos diferentes y a modular su tono y volumen por la forma de manejar la cuerda. Cuando varias de ellas se ponían de acuerdo con distintos instrumentos, encontraban la manera de hacer un único sonido compuesto de muchos diferentes. El resultado era distinto del de la selva, más complejo, más polifónico, más variado en ritmos y timbres. A diferencia de las balsas de agua y las hogueras, que eran pobres remedos del cielo de abajo y del astro de fuego, el sonido que estos instrumentos producían superaba enormemente el efecto de los ruidos de la selva, si bien no era posible conseguir el juego de luces que allí se producía. Tampoco fue nadie capaz de hacer ni siquiera una pobre imitación del oro molido de la cinta. El sonido producido por las mujeres tenía efectos verdaderamente inexplicables. Muchos hombres y mujeres lloraban al oírlo y decían que era de plenitud. Otros parecían entrar en un éxtasis profundo, otros acompañaban al sonido con sus voces, entrelazándolas con él y entre sí de miles de formas asombrosas y evocadoras, mientras otros movían sus cuerpos acompasadamente de una forma extraña, a veces ingrávida, sutil y vaporosa, a veces dando enormes saltos. Cuando en el valle surgía una disputa que no podía ser resuelta de ninguna manera, bastaba una sesión de este sonido para que la armonía volviese a reinar. Todos parecían entender mejor las posturas de los otros y conceder menos importancia a lo que antes les parecían cuestiones irreductibles y, al final, siempre se llegaba a un punto de encuentro que dejaba a todos más felices de lo que hubieran sido si hubiesen logrado sus objetivos. Generalmente entonces se celebraban banquetes de amistad y camaradería precedidos de baños en las balsas y de juegos con las negras figuras temblorosas.

Llegó un momento en el que únicamente el Consejo de Ancianos se había resistido a emprender el viaje. Pero como la vida humana tiene un término, los ancianos del Consejo fueron muriendo de uno en uno. Para pertenecer al Consejo era imprescindible no haber hecho el viaje, por lo que las plazas vacantes quedaban sin cubrir. Cuando murió el último de los ancianos, el pueblo entero, con enorme veneración y respeto, tomó los cuerpos embalsamados de todos ellos y los llevaron al cielo de abajo. Cuando llegaron allí, construyeron una balsa de troncos, depositaron en ella las momias de los ancianos y se las ofrecieron al cielo. Una corriente hizo que se alejasen de la isla hasta perderse de vista. Desde entonces, todos los muertos eran entregados en ofrenda al cielo de abajo, con la esperanza de que, a través de la lejana línea en que se unían los dos cielos, llegasen al de arriba y, desde allí, cuidasen al pueblo de la isla. La mujer que contó esta historia aseguraba que ella era de esa isla. Un día cayó a tierra como muerta. La dieron, efectivamente, por muerta y la pusieron en la balsa del viaje a la inmensidad. Cuando despertó estaba en medio del cielo de abajo, sin nada, absolutamente nada a su alrededor y el cielo de arriba por dosel. Un extraño pez de madera lleno de hombres, la recogió y la llevó a una tierra extraña y desconocida. Ella contaba y contaba a todo el mundo su historia, pero siempre la tomaban por trastornada y nunca nadie se dignó a salir en busca de la isla del valle profundo. Se dice que la mujer murió hace muchos siglos, pero la historia no ha parado de repetirse durante todo ese tiempo. Quizá sea sólo por su extrañeza. Que sea o no verdad es algo que yo no puedo atestiguar. A mí me la contó un viejo marino en el puerto de Oslo.