Lo
que viene a continuación no pretende aspirar a la categoría de teoría. Una
teoría es algo que plantea una tesis que pretende dar razón de un fenómeno
observado y que pueda ser aceptada o refutada por la observación de los hechos.
Pero, a veces, determinadas imágenes pueden, sin intentar explicar un fenómeno,
dar alguna ligera orientación para entenderlo un poco mejor. Esto es lo que
pretendo con las siguientes líneas. Por otro lado, aunque nunca haya leído nada
similar a lo que escribo, no me cabe duda de que no será del todo original.
Nada hay nuevo bajo el sol.
El
fenómeno sobre el que pretendo arrojar una pequeña luz con mi imagen, es el de
la situación actual de la historia. Vivimos una época de confusión y
controversia, en la que cualquier convencimiento sólido es inmediatamente
contestado desde muchos frentes. Muchas teorías –esta vez teorías que realmente
pretenden serlo– mutuamente excluyentes, circulan como si todas fuesen ciertas,
causando perplejidad. La misma idea de verdad
está en crisis. No existe la verdad,
se dice, existe mi verdad, que es
tan válida como la de cualquier otro. Más aún, una misma persona puede sostener
una cosa y la contraria como verdad sin la menor incomodidad intelectual. Por
consiguiente, la idea de una ética universalmente válida es desechada
inmediatamente y la existencia de un Absoluto, un Dios, o como quiera
llamársele, es sistemáticamente puesta en cuestión. A esta época en que vivimos
se le llama postmodernidad. Por otro lado, la humanidad cuenta con unos medios
materiales muy superiores a los que nunca haya tenido antes a su alcance.
Medios que se usan muchas veces para el bien y otras, por maldad o insensatez,
para el mal. Desde la energía atómica, hasta la economía de libre mercado o desde
el Estado hasta las tecnologías de la
información o internet, son ejemplos de estos medios ambivalentes. Y a menudo
se alzan voces que piden regulaciones más o menos drásticas para estos medios.
Peticiones que son contradictorias con esa negación de una ética universal que
parece ser uno de los puntos más universalmente aceptados por esta sociedad.
‘Alguien tendría que controlar esto’, se oye a menudo decir, invocando a alguna
impersonal, abstracta e indefinida instancia suprema. Y esta petición de
supervisión se le oye decir a la misma persona que un minuto antes afirmaba que
a él nadie le podía decir que su conducta no era buena ni lo que tenía que
hacer.
Ante
este estado de cosas, existen dos posturas extremas en las que se encuadran,
con matizaciones, la práctica totalidad de las personas, salvo algunas
excepciones. Estas dos posturas se pueden etiquetar, con cierto simplismo, como
arcaísmo y futurismo.
Los
alineados con el arcaísmo piensan que cualquiera tiempo pasado fue mejor. Puede
ser que añoren la Edad Media o la antigua Grecia o Roma o, incluso las brumosas
épocas anteriores a cualquier tipo de civilización en la que los hombres –piensan–,
vivían en armonía con la naturaleza como buenos salvajes, antes de que la
sociedad les corrompiera. Para nuestra cultura postmoderna, la Grecia clásica o
Roma, gozan de una aureola. También el salvajismo tiene un aura de romanticismo
que le da un cierto atractivo. No así la Edad Media, sobre la que nuestra época
ha arrojado la imagen de oscurantismo e incultura. Por eso, para reivindicar un
poco, sólo un poco, a este tipo de arcaizantes del medioevo, quiero romper una
lanza a favor de la Edad Media. Si esa visión de oscurantismo pudiera ser
parcialmente cierta para la Alta Edad Media, la de los primeros siglos
posteriores a la caída del Imperio Romano –incluso para estas épocas el cliché
es exagerado y ahí están para atestiguarlo el pequeño renacimiento carolingio o
el reino normando de Sicilia– es, sin embargo, totalmente falso para la Baja
Edad Media. En estos siglos floreció la filosofía escolástica, con figuras como
san Alberto Magno o santo Tomás de Aquino, nacieron las Universidades y se
construyeron las catedrales góticas, por citar algunas cosas admirables de
aquella época. Pero los arcaizantes de cualquier tipo ven su pasado favorito,
sea cual sea, como una época dorada, ignorando ciegamente las enfermedades que
diezmaban a la población periódicamente, las hambrunas, la elevadísima
mortandad infantil y la bajísima esperanza de vida, etc. Probablemente, si
pasasen un mes en ese pasado de oro, contarían los días que faltaban para
“volver a casa”, si es que no veían este sueño truncado por la muerte.
Por
otro lado, los futuristas quieren ver ya
un mundo, que creen que llegará ineludiblemente en el futuro, en el que todo
funcione a la perfección. No me refiero con futuristas únicamente a aquellos
que piensan que ese futuro idílico vendrá de la mano de un sistema ideológico
pergeñado en nuestros días. También están los que creen en ese futuro perfecto de
un forma más o menos difusa, se lamentan de que no sea realidad ya, aquí y
ahora, y piden que una autoridad indefinida y casi angélica regule las cosas
para que sea así. Unos y otros se rasgan las vestiduras ante cualquier fallo o
perversión que puedan percibir en el uso de esos medios ambivalentes de los que
hablábamos antes y, tomando la parte por el todo, ven sólo lo negativo del
mundo actual, coincidiendo en esto con los arcaizantes. Son impacientes.
Quieren que ese futuro perfecto que creen llegará ineludiblemente, en virtud
del dios progreso o del dios supervisión, llegue ya. Se les puede aplicar la
letra de la canción de Queen: “I want it all, and I want it now”.
Es
a esta realidad a la que pretendo aplicar mi modesta imagen. Yo veo la historia
de la humanidad como la historia de la vida de un ser humano. Y en esa vida,
creo que el momento que estamos viviendo puede parecerse a los 18 años de un
joven inmaduro de una familia próspera de un país desarrollado. Como todos los
símiles, éste no admite ser retorcido hasta sus últimas consecuencias sin caer
en absurdos. Pero esto no lo convierte en absolutamente inútil. Este chico de
18 años, tiene un dinerete, mucho más del que tenía hacía unos años. Desprecia
la experiencia de sus padres y, por supuesto, su autoridad y sus reglas. Lo que
no impide que cuando hay un problema busque que le saquen de él. Tiene coche, o
se lo manga a sus padres para salir de copas. Por supuesto, conduce
imprudentemente para impresionar a la chica a la que quiere epatar para, si es
posible, llevársela a la cama. Cree hoy una cosa y la defiende con vehemencia
para, al día siguiente, cambiar de opinión, no por convicción, sino por aquello
de, “¿dónde va Vicente? Donde va la gente”. Como se ve, una conducta muy
parecida a la que caracteriza a nuestra sociedad postmoderna.
Y,
¿cómo debe un padre educar a un chico de esa edad? También entre los padres de
un chico así predominan dos corrientes opuestas. Unos añoran los años de su
niñez. Si pudieran, darían marcha atrás en el tiempo para volver a ellos. Pero
como no pueden, intentan encorsetar a su hijo en una serie de normas de
obligado cumplimiento y les agobian con ellas. Protestan contra la indisciplina
y contra la resistencia de su hijo a esas normas. Ponen puertas al campo y, al
final, consiguen que unas normas, que en principio pudieran ser buenas, se
tornen contraproducentes para la educación del chico. Otros, se agarran a la
ficción de que su hijo ya es suficientemente maduro para hacer lo que quiera y
se convierten en padres permisivos que pasan de toda norma, mientras ven cómo
su hijo se desbarranca por caminos sin retorno. Creo que ni una ni otra es la
postura correcta. Me parece que la postura correcta del padre de un chico de
esa edad es comprender su situación y amarle en esa situación, aceptándole como
es y orientándole de una manera inteligente y progresiva (que no progresista o
“progre”). Alabar sus éxitos con más énfasis con los que se le hacen ver sus
errores, sin dejar de mostrárselos. Razonar con simpatía (en el sentido
etimológico de la palabra) el origen de esos errores y llevarle a sacar
conclusiones por sí mismo. Potenciar poco a poco su independencia bajo una
supervisión atenta pero aparentemente distante. Desde luego que para esto hace
falta mucha paciencia positiva, pero… tal vez no haya otra vía.
Es
evidente que un joven de 18 años un poco insensato, un poco alocado, disperso
en sus juicios éticos y de valor, como lo son muchos de los especímenes de hoy
en día, tiene ante sí un futuro incierto. Es posible, y hasta tal vez sea lo
más probable, que con los años siente la cabeza y se haga sensato y, con el
tiempo y la edad suficiente, puede que hasta alcance una cierta dosis de sabiduría.
Pero no es imposible, ni tiene una probabilidad insignificante, –ni siquiera
para un chico bien llevado– que acabe metido en serios problemas que le
destrocen la vida. Por supuesto, ese es el riesgo que corre también la
humanidad.
¿Por
qué me resulta útil esta imagen, a pesar de sus limitaciones. Por dos razones,
una inmediata y otra que requiere mayor explicación, explicación que dejaré
para el final. La inmediata es que me hace amar mi tiempo, aunque haya muchas
cosas en él que no me gustan. No me gusta la postmodernidad ni, mucho menos, el
relativismo moral que lleva consigo, ni otras muchas cosas que esta sociedad
lleva aparejada. Sin embargo, gracias a esta imagen, soy capaz de amar el
tiempo que me ha tocado vivir. Esto me permite hacer mías las palabras del
cardenal Eugenio Pacelli, pronunciadas en 1935, antes de ser Pío XII en uno de
las encrucijadas más dramáticas de la historia: “Doy
gracias a Dios cada día por haberme hecho vivir en las circunstancias
presentes. Esta crisis, tan profunda y universal, es única en la historia de la
humanidad. El bien y el mal se han enfrentado en un duelo gigantesco. Nadie
tiene, pues, derecho a ser mediocre”.
La especie que constituye la base
de las sociedades humanas ha recibido el nombre científico, puesto por ella
misma, de Homo Sapiens. A mi juicio, es un nombre inmerecido, como una medalla
dada antes de ganar la carrera. Ciertamente es la única especie cuyos
individuos están dotados de una inteligencia que les hace capaces de pensar. Eso
les daría el derecho a llamarse Homo Putans, pero el título de Homo Sapiens,
hay que ganárselo y me temo que nuestra especie todavía no acredita merecer ese
título.
Y esto me lleva a la segunda
razón por la que me gusta esta imagen, la que decía que requería una
explicación. Y esta explicación arranca precisamente de una de las muchas
limitaciones de la propia imagen. Un niño, o un joven de 18 años o, incluso, un
adulto de 40 –a los 40 y a los 60 y a los 80, también nos vienen bien personas
que nos ayuden a ver claro el camino de la vida o nos ayuden en él–, tiene o puede
tener un padre, una madre o un consejero que le ayude inteligente y
amorosamente a buscar su camino. Pero, si pensamos en la humanidad como ese
joven de 18 años, ¿quién es ese padre, madre o consejero?
Una primera respuesta podría ser
que siempre, en cualquier época, ha habido personas que han tenido una visión
más perspicaz de su tiempo y han servido de guías para sus congéneres. Pero
esto, que tiene una parte de verdad, no es más que una parte de la misma.
Porque, siendo cierto que en toda época ha habido esos líderes, no lo es menos
que esos líderes eran hombres de su tiempo y, muy a menudo, su lectura del
signo de sus tiempos era tan errada o más que la de sus coetáneos. Eso cuando
no buscaban abiertamente su propio beneficio a costa de sus contemporáneos,
llevándoles, por una u otra causa, a situaciones mucho peores. Podría pensarse
también que, al menos en la actualidad y en algunos países, esa guía podría
venir de la democracia. Tampoco esto me parce más que una pequeña parte de la
verdad. Creo, como decía Churchill, que “la
democracia es el peor sistema de gobierno, después de que se hayan descartado
todos los demás”. Pensar que sea la democracia la que eduque al ser humano
a superar cada etapa vital es confundir la causa con el efecto. La democracia
es el fruto de la manera de ser de una época, no es la que forja esa época.
Además, como ya dijo Polibio hace muchos siglos, la democracia, que es el
gobierno del pueblo, degenera muy a menudo en la oclocracia, que es el gobierno
de los peores. Creo que la democracia es un buen sistema para que una humanidad
de 18 años se tolere a sí misma, pero no para que madure. Estas dos respuestas
a la cuestión que nos ocupa, que no son falsas sino tan sólo parciales e
insuficientes, podrían llamarse respuestas inmanentes.
La educación de un joven de 18
años tiene una parte inmanente, es decir, que viene de su propia reflexión,
pero la mayor parte es trascendente y superior, en el sentido de que viene de
fuera de él, le trasciende, y procede de alguien con más experiencia y sabiduría
que él. Pues lo mismo ocurre, me parece, con la etapa de los 18 años de la
humanidad. En su camino hacia el Homo Sapiens está guiada en parte por una fuerza
inmanente, que procede de la inteligencia del Homo Putans. Pero, necesariamente,
esa inteligencia debe estar orientada
por una inteligencia trascendente, superior, sabia. Pudiéramos llamarla una
metainteligencia. No querría dedicar ni una línea a determinadas visiones de
esta metainteligencia, basadas en la ciencia ficción. Sin embargo, no puedo
dejar de hacerlo, porque periódicamente rebrotan películas de enorme éxito
taquillero que pretenden presentar la posibilidad de una metainteligencia
extraterrestre. Y aunque no se tienen de pie, influyen tal vez más de lo debido
en el imaginario popular. La última es la recientemente estrenada Prometheus,
que, a su vez hunde sus raíces en otro éxito, “Avatar”, que a su vez bebe en
“Contact” y, seguramente, en un largo etc. Descartadas estas respuestas continuemos.
Porque creo que la aportación de esa metainteligencia es, con mucho, la más
importante en ese progreso. Hasta el punto de que, sin ella, la humanidad
caminaría en círculos. Así lo creían los griegos con su visión cíclica de la
historia. La gran revolución cultural del judaísmo fue, precisamente, el
descubrimiento del carácter lineal y finalista de la historia, orientada por un
Dios que era el Alfa y el Omega. He ahí la buscada metainteligencia.
Y esta es la segunda cosa que me
gusta de mi imagen. Pide un Dios que revele al hombre ese camino de la
historia, como el chico de 18 años pide, aunque parezca rechazarla, una
autoridad sabia. Y, más allá de la gran revelación judía de un Dios que da
dirección a la Historia, el cristianismo mantiene que ese Dios, ha entrado en
la Historia para formar parte de ella y para darle su dirección desde dentro,
siendo, además del Dios trascendente, el Sabio inmanente por antonomasia. Y,
más aún, que ese Dios encarnado no sólo señala el camino a esa humanidad, tenga
la edad que tenga, sino que, a través de un organismo, en parte inmanente y en
parte trascendente, la Iglesia, mantiene esa comunicación con Dios y nos
suministra su luz y su fuerza. Y nos asegura que las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella, la Iglesia y la Humanidad, es decir, que el joven de
18 años que es ahora la humanidad no acabará despeñándose en el abismo. Esta es
la segunda razón por la que me gusta esta imagen, y no me parece una mala
razón.
Pero, ahora, hagamos unos
números. Si, como parece, el Homo Putans apareció hace entre 30.000 y 40.000 años,
esto significaría que un año de la vida del hombre-historia equivaldría
aproximadamente a 2.000 años de la humanidad. Supongamos que la edad a la que
un ser humano alcanza una cierta sabiduría –suponiendo que eso ocurra a alguna
edad– puedan ser los 50 años (que cada uno haga la estimación que le parezca
oportuna, pero que, por favor, no la haga –la estimación– antes de los 60).
Esto nos querría decir que, para alcanzar esa sabiduría y que el Homo Putans
alcance un estadio que pueda parecerse al Homo Sapiens, a la humanidad le
quedan 64.000 años[1].
¿Qué esperamos poder ver de esta maduración en los 80 años que pueda durar
nuestra vida? Escasamente un 0,1% de ese lapso de tiempo. Es decir, que tenemos
que ser humildes y tener mucha paciencia con nuestra especie. Pero mucha menos
de la que tiene Dios cuando nos dice que 1.000 años son un día en su presencia.
Creo que fue Hegel el que habló de la paciencia positiva de la historia. Fuese
o no fuese él quien lo dijo, me gusta la idea. Y si le llamamos la paciencia
positiva de Dios, me gusta aún más. Así que, los arcaístas deberían pensar
menos en ese pasado supuestamente dorado y los futuristas del “I want it all,
and I want it now”, ya pueden empezar a tomárselo con calma. Sin embargo, tras
alcanzar esa edad Sapiens, habrá, espero, largos años de vivir en esa sabiduría
alcanzada en comunión con Dios. Aunque hay dos frases inquietantes de Cristo en
el Evangelio. Una la que dice que el día y la hora (del fin de los tiempos) no
la sabe ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre. Otra cuando se pregunta con
cierto tono de angustia: “Cuando vuelva
el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en el mundo?”
Pero
ser humildes y pacientes no significa, ni mucho menos, ser pasivos. Hay dos
cosas que sí podemos hacer para que la edad del Homo Sapiens llegue lo antes
posible e, incluso, para que la pregunta de Cristo tenga una respuesta afirmativa.
La primera tiene una mezcla de inmanencia y trascendencia. Indudablemente,
nosotros hoy somos una célula de ese joven de 18 años que es la humanidad.
Seamos una célula que tire hacia la maduración. Y para no equivocarnos en ello,
busquemos la luz y la fuerza en esa Iglesia que ese Dios encarnado nos ha
regalado, aunque también ella esté necesitada de purificación en su faceta
inmanente. La segunda es totalmente trascendente. Recemos a ese Dios, también
con la luz y la fuerza que nos da esa Iglesia, por la evolución de ese joven
durante los próximos 128.000 años, para que el chico de 18 años llegue a ser un
noble y fuerte anciano de 114 años lleno de sabiduría y con muchos años por
delante aún a esa edad, acompañado de la siempre joven Madre y Maestra. Y que
cada uno de nosotros lo veamos todo, desde el Alfa hasta el Omega, y antes y
después del Alfa y el Omega, y los Alfas y Omegas paralelos al de nuestra
historia, todo ello, reflejado en el rostro de nuestro Dios, Cristo.
Que
así sea.
[1] Un fallo de esta imagen está, a
mi modo de ver, en que yo atribuyo una edad de unos 12 o 13 años, cuando todavía
no se cuestiona la autoridad del padre, a la humanidad de la Edad Media. Si
esto fuese así, los últimos 600 años de historia equivaldrían a 5 de un ser
humano, lo que no respeta la proporción, establecida anteriormente, de 2.000
años de historia por cada año humano. ¡Qué le vamos a hacer!Ya dije que esta
imagen tenía muchas limitaciones.
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