Tomás Alfaro Drake
Había
una vez un hombre cualquiera, como pudiéramos ser cualquiera de nosotros. Se
llamaba Pablo. Un día, otro hombre rico y generoso le regaló un coche. No
cualquier coche, no. Un potente Ferrari. Naturalmente, el coche era de gasolina
y así se lo hizo constar el hombre rico a Pablo.
-Ni
se te ocurra echarle gas-oil, aunque sea más barato –por aquél entonces el
gas-oil era todavía mucho más barato que la gasolina–. Te cargarías el coche.
Además, yo te pagaré la gasolina y los arreglos. Recuérdamelo cuando se te
estropee.
Y
a Pablo, agradecido, ni se le ocurrió echarle gas-oil.
Pero
el agradecimiento es una de las virtudes humanas menos comunes y, pasado algún
tiempo, Pablo empezó a pensar que quien le regaló el coche le había fastidiado,
porque si fuese de gas-oil, su uso le resultaría más barato, ya que la gasolina
la ponía él y sólo al final de cada mes le llegaba la transferencia con la que
el hombre rico le reponía los fondos que él adelantaba. Y, poco a poco, empezó
a desarrollar una inquina hacia quien le había regalado el coche.
De
repente, un día, Pablo se dio cuenta de que la calle, las carreteras, todos los
caminos estaban llenos de coches parados cuyos dueños le hacían señas. Y paró
para ver que querían esos hombres de él. Tal vez estuviesen pidiéndole ayuda.
Pero no, no le pedían ayuda. Al contrario.
-¿Por
qué eres tan tonto –le decían– como para echarle gasolina al coche? ¡Échale
gas-oil, hombre! Es mucho más barato.
-Sí
–les dijo– pero el problema es que el coche se estropeará y dejará de funcionar.
Además, a mí la gasolina me sale gratis –y les contó la historia del coche.
-¡Qué
idiotez! –le replicaron– el coche es de lo que tú quieras. ¿No eres tú el dueño
del coche? Pues entonces no tienes más que querer que sea de gas-oil para que
sea de gas-oil. Y la gasolina no te sale del todo gratis, tienes que adelantar
el dinero y pierdes los intereses. Además, ese que parece tan generoso, un día
no te pagará la gasolina del mes y te dejará colgado con ese gasto. O, peor
aún, te exigirá que le devuelvas lo que le ha costado la gasolina desde el
principio. Ya sabes cómo son los ricos. Por otro lado, ¿quién quiere un coche
para circular con él? Los coches no son para circular, sino para hacer una
timba de cartas en el capó, como hacemos nosotros, que nos lo pasamos
estupendamente. Nosotros también hemos tenido un rico que nos regaló el coche y
la gasolina, pero hace tiempo que le hemos dejado a dos velas y hemos preferido
esta vida tan divertida.
-Pero
es que yo quiero ir a pasar las vacaciones a la costa, para bañarme en el mar,
y necesito el coche para eso –les dijo Pablo.
-¡Otra
bobada! Ir a pasar las vacaciones al mar, pudiéndote quedar aquí jugando a las
cartas con nosotros.
Y
al decir esto se produjo un coro de risas, exclamaciones de aprobación y expresiones
de despreció hacia la estupidez del pobre Pablo. Incluso alguna voz parecía
expresar indignación por su osadía de pensar que ir a pasar las vacaciones a la
playa pudiera ser mejor que quedarse en la carretera jugando a las cartas con
ellos.
Sin
embargo Pablo, firme en sus trece, decidió seguir con el coche hacia la playa.
Pero a partir de ese momento empezó a darse cuenta de algo de lo que antes no
era consciente: de lo difícil que era circular por la magnífica autopista que
llevaba a la playa, debido a que, en todas partes, había coches parados que
obligaban a ir a menos de 20 Km/h esquivándolos. Y todos le hacían gestos
diciéndole, con tonos más o menos conminatorios y hasta violentos, que qué
demonios hacía circulando con el coche. A base de tanto oírlo y de lo incómodo
de conducir de esa manera y, también, por el coste de adelantar el pago de la
gasolina y por el sentimiento de inquina que había nacido en él hacia el que le
regaló el coche, en la siguiente gasolinera en que se paró, Pablo se dijo:
-Venga,
voy a echarle gas-oil.
Así
lo hizo y, naturalmente, a los pocos kilómetros, el coche se le paró. En
seguida vinieron a recibirle muchos de los dueños de los coches que estaban
parados en la autopista. Le daban palmadas en el hombro, le animaban; ‘¡Muy
bien!, ¡así se hace!’, le invitaban a unirse a su partida de cartas o de
dominó. Pablo se bajó y, aceptando su invitación, se puso a jugar con ellos a
las cartas. Pronto se le olvidó por completo el mar. Cierto que las cartas le
aburrían portentosamente y sus nuevos amigos pronto dejaron de ser simpáticos.
Pero… era lo que había. Tan sólo de cuando en cuando, tenía como una vaga y
lejana nostalgia de la línea del horizonte dibujando un arco tendido a lo
lejos, del ruido de las olas, de la sensación de caricia que éstas le producían
cuando se metía en ellas, del sol que estimulaba su piel, de la arena que
crujía bajo sus pies en sus paseos por la orilla. No eran más que retazos,
flashes apenas entrevistos en un momento u otro. La primera vez se lo comentó
al que parecía más agradable de sus nuevos amigos, pero éste lo comentó entre
risas al resto de sus compañeros, que estallaron en una sonora carcajada y le
hicieron objeto de toda clase de burlas. A partir de ese momento, se abstuvo de
volver a hacer ningún comentario.
Poco
a poco, imperceptiblemente, los flashes se fueron haciendo cada vez menos
frecuentes y los recuerdos más difuminados, pero, en cambio, una especie de
sabor metálico amargo, una vaga náusea, fue instalándose en el fondo de su boca,
hasta que se hizo crónico, al tiempo que los flashes desaparecieron por completo.
Había noches en que sentía una terrible e insostenible sensación de ahogo.
Pero, por la mañana, aunque la timba de cartas le aburría mortalmente, la
rutina hacía desaparecer la sensación de ahogo y se conformaba con eso. Un día
alguien le comentó su añoranza y se sorprendió a sí mismo mofándose de él tras
delatarlo a sus compañeros. Pero, curiosamente, eso le hizo pensar y refrescó
en él su añoranza. Volvió a recordar el mar, los espacios abiertos, la época en
la que circulaba por la carretera libremente, aunque fuese a 20 Km/h y
esquivando coches. Imaginó un mundo donde todos los coches circulasen
libremente, donde no hubiese coches por medio, donde todos los coches funcionasen
con la gasolina regalada. También empezó a fijarse en que, de vez en cuando,
algún coche desaparecía.
De
vez en cuando pasaba un coche con un altavoz. A través de éste, su conductor
hablaba del mar y de sus delicias. Decía que los coches tenían arreglo, que
existían talleres mecánicos que los arreglaban en un suspiro y que seguía
habiendo gasolina gratis disponible para todo el que quisiera. Era siempre
recibido con escepticismo y desprecio. A veces, estos conductores tenían que
soportar injurias y, de vez en cuando, hasta violencia física. Pero nada de
esto parecía disminuir ni un ápice su entusiasmo. Él mismo les hacía burlas y
les increpaba.
Una
noche en la que no podía dormir, presa del ahogo, vio como uno de los dueños de
los coches de alrededor vino con un mecánico. Ambos metieron la cabeza debajo
del capó abierto. Al cabo de un rato, cerraron el capó. El dueño del coche venía
con un bidón de gasolina –lo supo por su inconfundible olor– y, tras echarla en
el depósito con un embudo, ambos se montaron en el coche y se fueron. Pero
antes de irse, el dueño del coche le vio despierto y le tendió, sin decirle
nada, un papelito cutre y gastado en el que únicamente aparecía una dirección
de un punto kilométrico. A la mañana siguiente, nadie habló de él. La
ignorancia era la consigna. Sólo se permitía hablar, de forma general, de la
estupidez de todos los que se habían ido hacía tiempo, pero no se podía
mencionar a éste o aquél, que ayer estaban aquí y hoy se habían esfumado.
Un
día, unas semanas después, excusando una gestión que tenía que hacer, se
ausentó y fue hacia el punto kilométrico del papelito. Allí había, sobre el
tejado, una imagen de un coche con el capó levantado y, debajo, un cartel que
decía: TALLER MECÁNICO. Entró y se encontró a un hombre con mono de trabajo. Le
explicó el problema, del que el hombre parecía estar muy al corriente. Éste le
dio una lata de gasolina y, al caer la noche, fueron juntos a donde se
encontraba el coche. Tal y como le había visto hacer hacía unas semanas, abrió
el capó del Ferrari, ambos metieron la cabeza debajo, el mecánico desmontó unas
piezas del coche, sopló sobre ellas, las limpió con sus manos, sacó el gas-oil
del depósito aspirándolo, le dio unas instrucciones y cerró el capó. Después,
él mismo echó la gasolina del bidón en el depósito, ambos se montaron en el
coche y se fueron. Pero antes de irse, Pablo le tendió el papelito a uno que
estaba despierto.
Tras
dejar al mecánico en su taller, Pablo se acercó a una gasolinera y puso un
mínimo de gasolina. Había pasado varios años sin ponerle combustible y tenía
miedo de que el acuerdo del reembolso hubiese caducado. Por eso, ese mes,
avanzó poco, siempre esquivando coches y soportando que le estuviesen
continuamente diciendo que le echase gas-oil al Ferrari. Cuando llegó el final
de mes, vio, teniendo que reconocer que con asombro, que le llegó el reembolso
de la poca gasolina que había puesto. A partir de ese momento dejó de racionar
la distancia recorrida y la gasolina y empezó a avanzar tan rápidamente como se
lo permitía el atasco de coches parados. A medida que se acercaba al mar el
atasco empezó a ser cada vez menor y en la costa ya no había atasco en
absoluto. Se extasió con el horizonte, con el sol, con la arena de la playa
bajo sus pies, con las olas, con su sabor a sal, con la sensación de ésta
pegada a su piel. Reencontró a sus amigos de siempre. Recordaba con pena el
tiempo perdido con el coche parado y jugando absurdamente a las cartas o al
dominó con una gente que le aburría enormemente y, por supuesto, su
determinación de no volver jamás hacia atrás, fue aumentando.
Sin
embargo, empezó a recordar a aquellos conductores que iban por medio de los
coches parados, hablando por sus altavoces, contando lo que él estaba
disfrutando ahora. Y también empezó a sentir lástima por todas aquellas
personas varadas como ballenas fuera de su elemento, resentidos con aquél que
les regalaba coche y gasolina para que pudieran ir al mar. Tomó la decisión de
volver atrás, pero esta vez como uno de esos conductores. Se fabricó un altavoz
y partió. Empezó a anunciar el mar y sus delicias. También empezó a repartir
papelitos con la dirección del taller mecánico más próximo. Al principio
añoraba inmensamente el mar que había abandonado, pero poco a poco aprendió a
recordarlo cada vez con mayor nitidez. Además, había ciertos balnearios en los
que uno podía bañarse en agua salada y dónde había pequeñas playas en miniatura
y lámparas que simulaban la luz del sol. También se proyectaban películas de
ese mar, con sus playas, sus calas, su agua turquesa y hasta se expandía un
perfume que recordaba su olor a yodo.
Así
pasaron muchos años, hasta que un día, el GPS de su Ferrari, empezó a marcarle
una ruta nueva. Tuvo que atravesar un terrible desierto, pero había aprendido a
confiar en quien le había regalado el coche y no dudó ni un instante en seguir
el camino marcado por el GPS. Así llegó a la costa más maravillosa que había
visto nunca. Había un barco extraordinario, un velero de cinco mástiles, con
una tripulación excelentemente preparada, que le esperaba, junto con otras
personas, para zarpar hacia un destino maravilloso. La aseguraron que en el
barco y en el sitio al que iba, del que no volvería nunca, no necesitaría nada
de lo que tenía. Así pues, abandonó el coche y todas sus pertenencias y subió
al barco que zarpó. Quienes lo vieron partir dijeron que cuando llegó el día del último viaje y estaba al partir la nave que
nunca había de tornar, él se encontraba
a bordo, ligero de equipaje, casi
desnudo, como los hijos de la mar.
Sin
embargo, hay quien dice que alguna vez encontró una botella con un mensaje
dentro en el que se describía, con imágenes pobres, el más maravilloso en
indescriptible lugar imaginable. Debajo venía la firma: Pablo.
Quien
tenga oídos para oír, que oiga.
Qué historia tan maravillosa. Hay que ser uno mismo para llegar ligero de equipaje :)
ResponderEliminarHola mecánica automotriz, soy Tomás.
ResponderEliminarMe alegro de que te guste. Sí, hay que ser muy uno mismo para llegar ligero de equipaje y, en este mundo tan difícil es muy difícil no ponerse disfraces que se le acaben pegando a uno a la piel.
Bienvenido al blog porque creo que es tu primer comentario.
Un abrazo.
Tomás
Bonita historia, me encantan este tipo de historias, hay que decirl otodo escribes bastante bien, te sigo muy a menudos aunque n osiempre te deje comentarios.
ResponderEliminarSaludos.
Hola Pedro, soy Tomás
ResponderEliminarGracias por los elogios, Pedro. me alegro de que me sigas y, cuando te venga bien, dejes algún comentario.
Un abrazo.
Tomás
Muy buena la parábola! Felicidades y a seguir compartiendo letras enriquecedoras. Así nos ayudas a llegar a la playa y no detenernos en los juegos de cartas que Internet está plagado.
ResponderEliminar(No sé si me recuerdas, fui compañero de tu hijo Íñigo en el Colegio)
Hola Eduardo: ahí estamos todos, intentando no descuidarnos con las timbas y echarle gasolina gratis al coche, dando gracias.
ResponderEliminarNo me acuerdo, pero, un amigo de mi hijo es siempre un amigo mío.
Un abrazo.
Tomás
También a mí me ha encantado. . . y además me ha infundido más valor para ir contracorriente: Sigo teniendo tantos absurdos respetos humanos. . . Felicidades!
ResponderEliminarGracias Victoria: Comentarios como este son los que me hacen ver que merece la pena escribir mi blog. Todos tenemos respetos humanos. Lo importante es saberlo e irlos superando poco a poco, muy poco a poco, porquye tenerlos es natural e intentar superarlo de golpe es antinatural e inútil, porque se ve la antinaturalidad. Sólo la gracia permite que los vayamos superando y la gracia necesita paciencia. Se la ve actuar al cabo de años.
ResponderEliminarUn abrazo.
Tomás