Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que hay una cosa, y
sólo una, en la que estamos de acuerdo todos los seres humanos: Queremos ser
felices. Toda nuestra vida es un largo y tortuoso camino para lograr la
felicidad. La busca el ladrón cuando roba, creyendo que los bienes robados le
van a acercar a ella. La busca en drogadicto cuando empieza a adentrarse en los
siniestros caminos de la droga, creyendo que su falso bienestar se la va a
proporcionar. La busca el que trabaja compulsivamente en pos del éxito o,
simplemente, del prestigio profesional, esperando encontrarla en estas cosas.
La busca el que usa desordenadamente el sexo de cualquier forma que sea. La
busca el masoquista cuando busca que alguien le haga daño. La busca también, cómo
no, la gente normal, que lleva un vida corriente que no le llena del todo.
Todos la buscamos y el que diga que no, miente, como creo que no era del todo
sincero Einstein cuando, a la pregunta de un periodista sobre si era feliz,
respondió: “no, ni falta que me hace”. Si, seguro que a Einstein también le
hacía falta. Puede decirse que la búsqueda de la felicidad es el fin de toda
vida humana. Si somos sinceros con nosotros mismos, no podemos negar que es el
anhelo más profundo de nuestra alma.
Pero casi con la misma generalidad, el ser humano no conoce la felicidad plena.
Todos hemos tenido atisbos más o menos intensos y fugaces de ella, pero
siempre, después de esos momentos, se nos ha escapado. Incluso mientras los
experimentábamos decíamos: “Sí, pero… falta algo…”. Algunos seres humanos
parecen tener una vida bastante plena que les permite decir durante largos
periodos de su vida: soy feliz. Pero tampoco ese soy feliz les basta. Además,
un día, toda esa vida, que tenia apariencia de algo parecido a la felicidad, se
les ha derrumbado como un castillo de naipes. O, al menos, el miedo a que esto
ocurra empaña esa felicidad. Otros seres humanos parecen expertos en arruinar
cualquier brote de felicidad en su vida. En general, los seres humanos
parecemos unos bichitos que, queriendo ser felices por encima de todo,
parecemos expertos en labrarnos nuestra desgracia.
Desde que existen testimonios escritos del pensamiento humano, tenemos
constancia de que muchas de las mejores mentes de la humanidad se han
preguntado cómo alcanzar la ansiada felicidad. Y ahí, las recetas son
innumerables y, casi siempre, inútiles. Hasta tal punto ha sido así, que muchos
hombres, ratificados por muchos grandes pensadores han llegado a la conclusión
fatal: La felicidad no existe. Es un sueño inútil del corazón humano que hay
que matar. Más aun, hay que matar, aunque sea en el sentido figurado del
desprecio o el odio, al mensajero que nos dice que sí existe y que el conoce el
camino. Hay que matar, incluso, hasta a la esperanza de la felicidad sustituyéndola
por una “valiente” y “lúcida” desesperanza existencial para, desde ahí, ir
tirando por la vida, aunque sea con náusea. O suicidarse. Albert Camus decía
que la única decisión importante del ser humano era si suicidarse o no.
Pero, hay una cosa que, por lo dicho al principio, creo que resiste cualquier
prueba empírica: El ansia de felicidad forma parte de lo más esencial de la naturaleza
humana. Me parece, por tanto que la pregunta más racional y más inmediata sería:
¿De dónde nos viene ese ansia de felicidad que parece inalcanzable? ¿Podré
esbozar en estas breves líneas un intento de respuesta? No lo sé, pero no puedo
dejar de intentarlo.
Una cosa me parece clara. No nos puede venir por evolución. La evolución nunca
produce algo novedoso radicalmente distinto de lo previamente existente. Se
produce a pequeños pasos. Pero, el ansia de felicidad no existe en ningún grado
en ningún otro ser vivo. No hay una gradación de “cosas” que se hayan ido
transformando poco a poco, de especie en especie, hasta convertirse en el
anhelo de felicidad del ser humano. Si un chimpancé pudiese entender y hablar y
se le preguntase, ¿eres feliz? Nos contestaría algo así como: ¿mandeeee…?
Puede aducirse entonces que ese anhelo de felicidad es algo
inducido por la cultura, algo así como un subproducto de la misma. Pero,
entonces, la pregunta es, ¿de qué cultura? Porque es evidente que cada cultura
tiene su estilo propio que nace de su propia evolución y desarrollo. Pero el
ansia de felicidad es algo que trasciende a toda cultura. Ciertamente que las
distintas respuestas a la pregunta acerca de cómo lograr esa felicidad sí están
imbuidas de sustratos propios de cada cultura. Pero todas las culturas
coinciden en ese anhelo. Y me atrevería a decir que es el único elemento común
del que participan todas ellas. Por tanto, no me parece arriesgado decir que ese
anhelo es esencial a la naturaleza humana y previo a toda cultura. Creo que
cualquiera de los que leamos estas líneas compartimos ese anhelo con todo ser
humano, incluso con el primero que, allá por hace unos 30.000 años, se
preguntase qué era ese mundo en el que había sido arrojado a vivir y cómo podía
vivirse en él siendo feliz.
Y no se me ocurre ninguna otra cosa en este mundo que nos haya
inducido a todos los seres humanos a compartir este anhelo tan profundo y ambivalente.
Por un lado, el ansia de felicidad y, por otro, la sensación de que nada nos
permite obtenerla planamente. Si no nos ha venido por evolución desde dentro
del mundo material ni es fruto de un proceso cultural ni de nada que conozcamos
de este mundo, nos ha tenido que venir desde algún sitio que lo trascienda. Es
decir, esa ansia de felicidad es algo trascendente a este mundo. Parece lógico
decir que nos ha sido dado, puesto que, desde luego, los seres humanos no somos
capaces de darnos a nosotros mismos algo que trasciende a nuestro mundo. ¿Dado?
¿Por quién? ¿Para qué? He ahí dos preguntas difíciles.
Naturalmente, hay infinitas respuestas a estas preguntas. Pero voy
a intentar, con esta mayéutica de exploración racional de posibles respuestas,
encontrar alguna pista.
El primer par de posibles respuestas a estas preguntas es: Por
“algo” –un admirador de la serie de culto de la guerra de las galaxias podría
llamarle a este “algo” “la fuerza”– y para nada. Lo primero que debo decir de
esta posible doble respuesta es que es coherente. Es importante la distinción
entre algo y alguien. Lo que distingue a un “algo” de un “alguien” es su
intencionalidad. Si mañana, paseando por la calle, me cae un tiesto en la cabeza,
es evidente que el tiesto no tenía ninguna intención al caer sobre mi cabeza.
Simplemente, la ciega fuerza de la gravedad ha hecho que pasase así. Pero si
algún posible enemigo que desea mi muerte me ha visto venir calle abajo y ha
decidido que era un buen momento para matarme, bien ha podido tirar el tiesto
con la intención de acabar conmigo. Por tanto, si ese anhelo lo ha puesto en
los seres humanos un “algo”, es evidente que lo ha puesto sin ninguna
intención, es decir, para nada. Pero la coherencia no es condición suficiente
para la veracidad. Sigamos, por tanto analizando la primera parte de esa
respuesta: Por “algo”.
¿Puede un “algo” tener sentimientos? Es evidente que no. ¿Puede
“algo” que no tenga sentimientos inducir un anhelo en un ser humano el
fortísimo sentimiento del ansia de felicidad? También es evidente que no. Por
tanto, creo que no es arriesgado descartar esta respuesta. Parece razonable
pensar que lo que sea que ha puesto en nosotros ese anhelo de felicidad es un
“alguien”. Sin embargo, también podría ser coherente responder: por “alguien” y
para nada. A fin de cuentas yo, que soy alguien, como tal alguien, tengo
intenciones, pero eso no quiere decir que tenga una intención en todo lo que
hago. Puedo, sin ninguna intención, haber dado un manotazo por descuido al
tiesto del alfeizar de mi ventana y que este haya caído sobre la cabeza de
alguien, causándole serios daños. Ahora bien, si eso ocurre, y yo no soy un ser
malvado, intentaré, por todos los medios a mi alcance, aliviar lo que pueda del
daño causado. Y si no sólo no soy malo, sino que soy bueno, hasta me privaré de
algo para lograr el máximo alivio. Cuanto más bueno sea, más estaré dispuesto a
sacrificar para lograr ese alivio. Lo que no hay es neutralidad. Si, tras tirar
el tiesto por descuido, mi actitud es de indiferencia, se puede decir que estoy
actuando mal. Por tanto, la maldad o la bondad perseguida por un “alguien”
puede saberse por la intención de sus actos voluntarios o por la reacción ante
actos involuntarios.
Por tanto, ante la respuesta “alguien”, no cabe el para nada.
Luego, si es un “alguien”, como parece tras descartar razonablemente que sea un
“algo”, es lícito, razonable y hasta obligado, preguntarse para qué. Ahora
bien, ese anhelo de felicidad, si es inaccesible, imposible de satisfacer, es
una pesada carga, es, en palabras coloquiales, una putada. Por tanto, ese
anhelo, ¿nos ha sido dado para putearnos o para que podamos lograr colmarlo?
Porque, si quien nos ha dado esa profunda aspiración nos la ha dado para que no
podamos alcanzarla, podemos asegurar que ese alguien es perverso. Tendrían
razón entonces los que opinan que el hombre es una pasión inútil (Sartre) o que
la única cuestión existencialmente importante del ser humano e si suicidarse o
no (Camus).
Si ese ansia de felicidad tiene un origen trascendente, su
plenitud tiene que ser también trascendente. Y si quien nos ha dado ese anhelo
no es un ser perverso, entonces, tiene que darnos las claves y los medios de
alcanzar esa felicidad que ansiamos. Porque si esa felicidad es trascendente a
este mundo, es imposible que nosotros lleguemos a encontrar el camino y
alcanzar esa meta trascendente. De ahí la inutilidad de los intentos llevados a
cabo por la humanidad hasta ahora. Pero, si ese “alguien”, además de bueno, no
es estúpido, hará que los medios para alcanzar ese anhelo trascendente, sean
los mismos que los que nos ayudan a saciar, aunque sólo sea un poco, esa sed,
ya en este mundo en el que vivimos, a pesar de todas las trabas que encontremos
para ello.
Ahora bien, ¿qué es lo que creemos los católicos? Exactamente eso.
A ese alguien, le llamamos Dios. Creemos que Dios ha creado buenos al mundo y
al hombre. Así nos lo dicen las primeras líneas del manual de instrucciones
dado por ese Dios. Y ese manual de instrucciones nos permite conocer sus
intenciones y sus razones y encontrar el camino hacia la felicidad, terrena y
trascendente. Y ahondando ese se manual de instrucciones aprendemos que Dios ha
creado el mundo por amor. Los filósofos griegos, ya habían llegado mediante el
uso de la razón a la necesidad de una causa primera. No entendían, sin embargo,
por qué esa causa primera, que era por esencia autosuficiente, causó. No
necesitaba hacerlo. Y si no lo necesitaba, ¿por qué lo hizo? La causa estaba
precisamente en eso, en el amor. Pero ellos no podían llegar a esto porque no
podían aceptar que esa causa primera tuviese sentimientos y, por tanto que
amase. El manual de instrucciones de Dios nos deja ver que, no es que Dios
tenga sentimientos de Amor, es que ES AMOR. El amor es su esencia. Y es Amor
porque es relación. Por eso, el manual de instrucciones nos va preparando para
que entendamos esa relación. Dios, siendo Uno, es relación, y esa relación está
unida por la fuerza esencial del Amor. El manual de instrucciones nos desvela
esa relación, cuya mínima expresión es tres, los dos que aman y el amor
esencial que los une. Y nosotros le llamamos Trinidad. Y ese Amor esencial de
la Trinidad, es lo que crea de forma espontánea el mundo y al hombre, único ser
de la creación capaz de responder al Amor esencial de la Trinidad de Dios, con
amor. Y el manual de instrucciones nos dice que el hombre ha sido creado por
amor, para amar y que, sumiéndose en ese Amor con su amor, encontrará, ya en
este mundo, aunque de forma imperfecta, la felicidad para la que ha sido
creado. Y cuando se consume la unión perfecta con ese Amor, la felicidad será
plena.
Pero la condición sine qua non para poder amar es la libertad. Por
eso Dios no creó al hombre sólo bueno. Lo creó, además, libre para que pudiese
amar y dejarse amar. Y esa bondad en que lo creó, esa libertad y esa capacidad
de amar es lo que hace que el libro de instrucciones nos diga, ya desde el
principio que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. La felicidad
está, por tanto, en estar unidos LIBREMENTE a Él respondiendo LIBREMENTE a su
amor creador. Y escribo libremente con mayúsculas porque no hay amor sin
libertad. ¿Alguien podría amar a alguien porque se lo ordenase? “Tienes que
amarme por mis pistolas”. El que diga que sí, no sabe lo que dice.
Todo esto puede sonar bien, pero pueden parecer sólo palabras
bonitas. Porque todos los hombres, creo que sin excepción, constatamos la
existencia del mal y de su secuela, el dolor, la infelicidad y la frustración total,
con la muerte, de alcanzar esa ansiada felicidad. Ante esto, muchos seres
humanos han tirado la toalla: “No hay remedio –se han dicho– el mal es
inherente al mundo. No hay esperanza”. Y esto les ha hecho o rechazar la idea
de Dios o, peor aún, atribuir a Dios esa maldad, creyendo en un Dios malo y
perverso que nos hace sufrir sádicamente. Otros muchos hombres constatan que
junto al mal también existe el bien. Eso les ha llevado a creer en la
existencia de dos principios equivalentes, el del bien y el del mal, en
perpetua lucha –o armonía y complementareidad, según ciertas filosofías
orientales del yin y el yang que han ganado un gran predicamento en occidente–,
sin que ninguno tenga la posibilidad de prevalecer sobre el otro. En cualquiera
de los casos, la conclusión es: “esto es lo que hay, el mal existe y nada ni
nadie puede cambiar eso. Agua y ajo”. El taoísmo –filosofía madre del yin y
yang– hasta quiere ver en esta coexistencia del bien y del mal una especie de
juego suma cero, un equilibrio con cierta belleza. El budismo, como el
epicureísmo y el estoicismo griegos quieren ver en esta coexistencia la
posibilidad del ejercicio de una virtud que lleva a soportar el mal y el dolor
si no con alegría, sí, al menos, con indiferencia. Pero me parece bastante
evidente que, se disfrace como se disfrace, la existencia del mal y el dolor es
un escándalo para ese anhelo de felicidad que alguien ha puesto en nosotros. El
llamado problema del mal subyace debajo de todo esto y el hombre ha buscado
siempre encontrarle una respuesta. A decir verdad, sin encontrar ninguna
satisfactoria.
¿Qué nos dice el manual de instrucciones? Nos dice, en primer
lugar, que el mal no tiene el mismo estatus que el bien. El mundo y el hombre
han sido creados buenos. El mal se ha introducido en el mundo por la libertad
del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, libre y capaz de regir, por
delegación y en representación de Dios, las fuerzas cósmicas. Fue –nos revela
nuestro Dios– el mal uso que el hombre hizo de la libertad que le había sido
concedida al querer dominar el mundo por su cuenta, lo que desencadenó la
rebelión de esas fuerzas exteriores, la confusión de los medios, los fines y su
escala de valores, oscureciendo su inteligencia y debilitando su voluntad. Así
se introdujo el mal, el dolor y la muerte. El manual de instrucciones nos dice
también que Dios creó a otras criaturas libres, sin cuerpo material, mucho más
poderosas que el hombre. Y también algunas de esas criaturas, buenas en su
creación, usaron mal su libertad y buscaron que el hombre tropezara en la misma
piedra. Pero, y esto es lo importante, el manual de instrucciones nos dice que
el mal es vencible. No con las fuerzas del propio hombre, desde luego, sino por
la vuelta a la aceptación de nuestro papel subordinado a Dios en ello. Y
también desde las primeras páginas del manual de instrucciones de Dios, se nos
dice que se reestablecerá el equilibrio. “Pondré enemistad entre tú y la mujer
–le dice Dios a la serpiente– entre tu estirpe y la suya. Ella te aplastará la
cabeza y tú sólo la morderás en el calcañal”. Por lo tanto, existe la
esperanza. Y esto es una muy buena noticia. Pero, para aceptarla y hacer que se
pueda convertir en realidad, hará falta una virtud, distinta de la tan heroica
como inútil aceptación estoica –o budista o taoísta– del mal como un hecho.
Esta virtud se llama humildad. Pero, ¡ay!, el hombre parece preferir la heroica
aceptación o la rebelión abierta contra Dios, antes que la humilde aceptación
de su papel secundario de delegado. Y sólo así encontraremos la tan ansiada
felicidad. Porque Dios ES la felicidad. Y en esas estamos.
En esto, al menos en parte, el manual de instrucciones de Dios,
coincide con el pensamiento de los principales filósofos griegos. O, más bien
al revés. Es la inteligencia del hombre la que ha buscado una parte de la
solución de Dios, la parte que está a su alcance. Aunque de forma distinta,
Platón y Aristóteles han concluido que el mal no existe como tal –ellos dicen
que no tiene existencia ontológica–, sino que sólo lo percibimos porque es la
ausencia de un bien al que aspiramos. Nos lamentamos de la muerte porque
aspiramos a una vida sin fin, que es un bien. Si no hubiese vida no habría
muerte. Nos apenamos si nos roban, porque nos quitan algo que tenemos. No es
casualidad que en economía a las cosas se les llame bienes. El mal sería, por
tanto, la sombra proyectada por la luz del sol. Este razonamiento no se puede
hacer al revés. Nadie puede decir, razonablemente, que la vida se percibe
porque existe la muerte. O que percibo mi coche porque alguien me lo puede
robar. O que percibo el sol porque existe la sombra. Si alguien nos dijese eso
abiertamente, nos reiríamos de él. Ahora bien, a lo largo de la historia ha
habido quien ha sabido revestir un sinsentido así de un ropaje filosófico que
ha hecho “respetable” el sinsentido. Y demasiados ingenuos que lo han aceptado.
Así, la inteligencia del hombre, usada con lucidez, está acorde con lo que Dios
nos ha revelado. Como no podía ser de otra manera.
Pero que el mal no tenga existencia ontológica, no consuela de
nada. Nadie será feliz pensando que la desgracia no existe, que es sólo la
ausencia de felicidad. Queremos la felicidad, no ideas abstractas sobre ella. Y
el manual de instrucciones sigue. Su tema recurrente, contado de una u otra
manera, es cómo el hombre, a lo largo de la historia, ha preferido, en general,
el orgullo de la rebelión o la heroicidad de la aceptación estéril, a la
humildad de devolver el protagonismo a Dios. Y junto a esta lamentable
historia, una promesa, siempre una promesa, repetición con variaciones de la
buena noticia del principio del manual de instrucciones. El linaje de la mujer
aplastará la cabeza al mal. Dios tomará la iniciativa para poner las cosas en
su sitio.
Más he aquí una cosa sorprendente, acorde con la incoherencia que
viene de la mano de la rebelión. Generalmente quienes claman por la libertad
absoluta del hombre en todos los terrenos, son los que, para achacar a Dios su
maldad, le increpan por haber hecho al hombre libre. Rechazan a Dios porque no
es un dictador del bien. Parece que le piden que lo sea. “¿Cómo un Dios bueno
permite el mal? Que venga inmediatamente a arreglar las cosas”, se oye a
menudo, con estas u otras palabras. A arreglarlas, naturalmente, como a mí me
gustaría –porque todos hemos pedido eso alguna vez a Dios–. Es decir queremos
un dictador del bien, pero a nuestras órdenes, que seríamos los auténticos
dictadores. O sea que lo que queremos es un chico de los recados omnipotente,
al genio de la lámpara de Aladino. ¿Sería imaginable el guirigay que se
formaría si cada uno fuese el dictador de Dios, convertido en omnipotente chico
de los recados?
Pero Dios ni es un dictador del bien –respeta la libertad que nos
ha dado– ni, mucho menos, es el genio de nuestra lámpara de Aladino. Dios,
contra viento y marea, a pesar de nuestra vana pretensión, nos sigue mostrando
el camino con su manual de instrucciones que sigue prometiendo que el mal
desaparecerá si ponemos las cosas en el orden debido. Esa promesa, en el pueblo
judío, que fue el cauce privilegiado –no el único– a través del cual Dios nos
enseñó el manual de instrucciones, tomó cuerpo en una persona, el mesías. Un
día, ese mesías vendría a poner las cosas en su sitio y, entonces, se iban a
enterar los que le rechazasen. Y las promesas de ese mesías en el manual de
instrucciones se tradujo en una esperanza sectaria –el pueblo judío sería el
privilegiado– y espectacular, terriblemente espectacular y vengadora. Pero no
eran esos los planes de Dios. No faltan pasajes proféticos en el manual de
instrucciones en los que se presenta a un mesías pacífico y manso. Incluso el
profeta Isaías nos habla del siervo sufriente de Yavé, un mesías que salvará al
mundo por su dolor y su sacrificio, cargando con el pecado de los hombres. Pero,
¿quién quiere oír este tipo de profecías?
Sin embargo, los cristianos creemos que ese mesías vino. Y lo hizo
bajo esa forma de siervo sufriente anunciada 500 años antes por Isaías. Más
aún, creemos que fue el mismo Dios el que se hizo hombre para ser el mesías
enviado. Escándalo para los judíos. ¿Cómo Dios iba a hacerse hombre? Sin
embargo, la cosa no carece de lógica. La enorme brecha abierta por un hombre,
Adán que quiso asumir el papel de Dios, parece lógico pensar que sólo podría
cerrarse por otro hombre, pero capaz de saltar ese abismo infinito, es decir,
un segundo Adán que fuese Dios. O sea, Jesucristo, mesías y siervo sufriente en
cuyas llagas hemos sido curados. Más escándalo para los judíos. ¿Dios una
piltrafa humana colgada en la ignominia de la cruz para morir como un fracasado?
Locura para los griegos y romanos. Pero sabiduría para los que le aceptan. Sabiduría
que hace visible el amor de Dios, que nos manifiesta que Dios no es el
principio frío que descubrieron los griegos, a los que faltó sabiduría para
conocer la trinidad de Dios manifestada en el libro de instrucciones. Además, esa encarnación y esa muerte, dan un
mentís a los que piensan en un Dios malo que deja sufrir a los seres humanos en
medio de su silencio y de su indiferencia. El silencio de Dios queda ahogado
por el grito de amor de Jesucristo al morir en la cruz. Era necesario, sin
embargo que ese Hombre-Dios resucitara para terminar su obra. Y resucitando,
abrir una puerta para vencer a la muerte para todos y para alcanzar la felicidad
en medio de las miserias de este mundo. No la felicidad del placer pasajero,
sino la de la unión con ese Dios. No una unión que sea un antídoto contra el
dolor del mundo, pero sí algo que lo transfigura. Y, además, una esperanza
cierta en la felicidad, esta vez sí, totalmente plena y sin mancha, en la unión
con ese amor trinitario.
Y los católicos creemos algo todavía más grandioso. Que ese Hombre-Dios
no es sólo un recuerdo del pasado, sino que sigue vivo y que, a través de la
Iglesia fundada por Él, hace cierta su última promesa: “Sabed que yo estaré con
vosotros hasta el fin de los tiempos”. Así, lo podemos tener a nuestro lado,
dentro de nosotros. Cada día, podemos volver a acercarnos a Él cuando nos
alejamos. Se nos da Él mismo como alimento para ese largo camino que es
superior a nuestras fuerzas. Nos lo encontraremos sólos, abandonados a nuestras
fuerzas, en el lado de acá de la laguna Estigia de la muerte, cuando nos
enfrentemos con Caronte y con el can Cerbero. Él le hará callar y nos hará
caminar sobre las aguas de la estigia de la muerte.
¿Escándalo? ¿Locura? Que cada uno crea lo que quiera, pero es lo
único que da respuesta al problema del mal, del sufrimiento y del anhelo de la felicidad que ha atormentado a la humanidad desde que existe. ¿Preferimos la
“heroicidad” gratuita del nihilismo? Yo, desde luego, no. Elijo la humildad de
dejarme salvar por Jesucristo.