No soy muy aficionado a los
asuntos políticos. Los sigo con un interés que no nace de ellos mismos, sino de
un deseo de no encontrarme en fuera de juego ante esos temas. Esto hace que no
entre en los detalles. Pero, mira por donde, puede ser que esto me dé una mayor
perspectiva. Porque los vaivenes del día a día son, no ya árboles, sino hojas
que te impiden ver el bosque. Y el sensacionalismo de la prensa, en su ánimo de
vender, hace de ella una lente deformadora de la realidad y descontextualizadora.
Más vale el zoom hacia atrás que el microscopio.
Pero no siempre ha sido así en mi
vida. En mis veintitantos años, allá por la transición, yo era comunista sin
carné, pero militaba en CCOO, con carné. Luchaba en primera línea –si bien como
soldado de infantería–, engañado por la táctica eurocomunista, por la
democracia. Estoy completamente curado de ese mal, pero no reniego, ni me
avergüenzo de la experiencia que me dio. Cuando luchaba por la democracia
estaba convencido de dos cosas. La primera, que con la democracia, se acabaría
la corrupción. La segunda, que con la democracia se acabaría inmediatamente
ETA. Es obvio que me equivoqué de medio a medio en ambas.
En tiempos de Franco, había
corrupción, que duda cabe. Recuerdo el caso MATESA. Pero es una realidad
innegable que, comparada con la que hay ahora, la corrupción de entonces era
una broma. Prácticamente todos los casos se podían resumir en una frase que
decía a menudo un amigo mío: “Al amigo el culo, al enemigo por el culo y al indiferente,
la legislación vigente”. La corrupción era amiguismo, no maletines.
Me creeré que se ha acabado ETA
cuando entregue las armas, cosa que hoy, más de treinta años después de la
Constitución, todavía no ha ocurrido.
Quien haya llegado hasta aquí en
este artículo, creerá que voy a defender el régimen anterior a la democracia.
Pero no es así, sino todo lo contrario. A pesar de todos mis errores, creo
profundamente en la democracia. Creo en ella de una manera un tanto cínica,
como Churchill cuando decía que la democracia es el peor de los sistemas
políticos, después de haber descartado todos los demás. Pero este cinismo es
compatible con mi profundo respeto por ella. Porque la culpa de los vicios de
la democracia la tiene la razón oscurecida del hombre por el pecado original,
no la propia democracia. Esta profunda fe mía en la democracia, a pesar de los
desaguisados que hace el hombre con ella, la podría extender a otras
realidades, como el capitalismo o la Iglesia.
Ya en el siglo II a. de C. el
historiador y político griego Polibio afirmó que uno de los mayores peligros de
la democracia era degenerar en la oclocracia, o gobierno de los peores. Y me
temo que eso es lo que está ocurriendo ahora con la generalidad de la clase
política. Cabría preguntarse cuáles de los políticos actuales podrían vivir o
han vivido alguna vez en su vida de otras ocupaciones, mejor de lo que viven de
la política. Creo que sólo una minoría podría responder que sí a esta pregunta.
Claro, si la política se convierte en una ocupación para gente que no es capaz
de ganarse la vida mejor de otra forma, es imposible librarse de la oclocracia.
Sin embargo, hace unas semanas fueron duramente criticadas unas palabras de la
actual alcaldesa de Madrid, Ana Botella, en las que decía que no era partidaria
de la existencia de las juventudes de los partidos. Que los jóvenes aprendan primero
a ganarse la vida antes de dedicarse de lleno a la política, venía a decir.
Naturalmente, todo el mundo la criticó enormemente. Pero el hecho de que la mayoría
de los políticos no sabrían vivir mejor o no lo han hecho nunca fuera de la
política, no equivale a decir que ningún político podría. Esto es una
simplificación inaceptable. Los hay que sí podrían y de facto, lo han hecho.
Entre ellos, está el actual Presidente del Gobierno, Mariano Rajoy y, creo, una
buena parte del gabinete actual. No así la mayoría de los ministros con los que
nos han regalado los gobiernos del PSOE en las anteriores legislaturas. ¿Hace
falta nombrar a la auténticas perlas cultivadas de la ignorancia, la
incompetencia y la incapacidad para hacer nada fuera de la política?
Pero aún peor que la oclocracia,
aunque suele ir unida a ésta, es la sinvergüenzocracia que etimológicamente
significaría el gobierno de los sinvergüenzas. Uno puede saber ganarse la vida
holgadamente y ser un sinvergüenza de tomo y lomo. Pero es más fácil que
alguien que no sabría ganar un duro profesionalmente y se mete en política para
medrar, caiga en la sinvergonzonería. Y también eso ha pasado con el PSOE. Sin
negar una buena dosis de sinvergüenzas en el PP, la historia reciente ha hecho
evidente que los gobiernos del PSOE, a más de incompetentes, han batido records
de corrupción y de sinvergonzonería. Por eso, no puedo evitar que me salga
espuma por la boca cuando veo a Rubalcaba dando lecciones del daño que la
vergonzosa actuación de Bárcenas está haciendo a España y pidiendo la dimisión
de Rajoy con la intención, mal disimulada, de poder volver a donde nunca debió
estar; al gobierno.
Ciertamente, la democracia
requiere una regeneración para evitar su degradación en oclocracia o
sinvergonzocaracia. Pero eso no significa que la dictadura sea mejor. A pesar
de mi pasado antifranquista, y contracorriente de los vientos que corren por
España entre los políticos más corruptos e incompetentes, debo decir que el
franquismo fue una dictadura muy especial. Nada que ver con otras dictaduras,
como el nazismo, el fascismo, las dictaduras comunistas, el castrismo, el
chavismo, el pinochetismo o el videlismo, por citar algunas. Las dictaduras que
ha padecido España, incluido el franquismo y la de Primo de Rivera –que mereció
el nombre de “dictablanda”–, no han tenido, ni de muy lejos, la crueldad y
criminalidad de la inmensa mayoría de las dictaduras. Ciertamente, en los primeros
años de la dictadura franquista la represión fue muy dura. Sin embargo, con el
tiempo, sin dejar de ser dictadura, se ablandó notabilísimamente. Y, en ella,
con mayoría aplastante, los ministros eran competentes y honestos. Tengo muchos
amigos para los que esto es carta de presentación suficiente para añorar esa
época. No es mi caso. La mejor de las dictaduras es peor que la peor de las
democracias. Porque, si citamos otra vez a Polibio, mientras que la democracia
degenera en la oclocracia, que es penosa, las dictaduras (Polibio las llama
monarquías, no como el concepto actual de monarquía, sino en el sentido
etimológico griego del gobierno absoluto de uno sólo) degeneran en tiranías,
que no son penosas, sino espeluznantes. Más, no es que las dictaduras degeneren
en tiranías, sino que suelen nacer, ya desde el principio, como tiranías y
además, en tiranías oclocráticas. Combatí a la dictadura de Franco en su día y
no voy a reivindicarla ahora. Y aunque me equivoqué de medio a medio en las
consecuencias de la democracia, no la añoro lo más mínimo. Pero tampoco haré de
ella el escarnio al que la condenan muchos de los más corruptos e
incompetentes.
No sabría decir en qué podría
consistir la regeneración de la democracia, pero creo que algunas cuestiones elementales
ayudarían a ello. La primera sería que para acceder a la política, en cualquier
escalón, sea necesario haber acreditado que uno es capaz de ganarse la vida
mejor de lo que sea su sueldo en ese escalón. Un corolario de esta medida sería
el de impedir la actividad política a alguien, digamos, menor de treinta o
cuarenta años, salvo casos excepcionalísimos. La segunda sería que todo ente
público –partidos políticos incluidos– que tuviese un presupuesto superior a un
umbral determinado tuviese obligatoriamente que ser auditado. Entiendo que las
empresas estén obligadas por ley a ser auditadas, lo que es incomprensible es
que los organismos públicos, que administran dinero ajeno, no lo estén. La
tercera sería que lo que va a hacer Rajoy, según dice, el lunes –colgar en la
web su declaración de renta y patrimonio– fuese un requisito estándar para todo
político. La cuarta, que hubiese algún tipo de control de signos externos que
determinase la adecuación de la forma de vida de cada político o, por lo menos,
de los más señalados, con sus ingresos declarados. La última, y tal vez la que
a la gente en general le parezca extraña, es que los políticos, o al menos los
que tienen una alta responsabilidad, y una vez cumplidos los requisitos
anteriores, ganasen más. Ignoro la cifra exacta que gana Rajoy, pero estoy
absolutamente seguro de que no le llega a la suela del zapato a lo que gane un alto
directivo, por no decir un presidente, de cualquier empresa del IBEX 35. Y si
hace su trabajo honestamente y no lo hace escandalosamente mal, debería ganar,
con luz y taquígrafos, algo de ese orden, porque su responsabilidad no es
menor. Es propio de una ética popular farisaica exigir a los gobernantes que
ganen poco pero que asuman responsabilidades enormes. Esto atrae indefectiblemente
a los peores, que en seguida aprenden a transformar sus responsabilidades en
ocasiones de lucro –hay mucha gente incapaz que es listísima para esto–, y
acelera la instauración de la oclocracia y de la sinvergonzocracia.
Alguien podrá decir que la
implantación de estas medidas sería cara. Sin duda. Pero ese alto coste habría
que compararlo con el inmenso coste oculto del despilfarro y los latrocinios
propios de la oclocracia y la sinvergonzocracia unidas. No me cabe duda de que
los primeros serían mucho menores que los segundos. Las empresas están
sometidas a esos controles y no creo que haya nadie que opine que deban
quitarse por caros. Y, sin duda, si se aplicasen también al sistema político,
redundaría en el bien de la democracia y de España. Debemos hacer de la
democracia –el peor de los sistemas políticos después de haber descartado todos
los demás– un sistema lo menos malo posible o, si nos quitamos la careta de
cinismo, un sistema lo mejor posible. Los ciudadanos se lo merecen y no merecen,
en cambio, que tantos políticos y gobernantes practiquen con ellos la política
del champiñón: Tenerles en la oscuridad, echarles mierda encima y comer de
ellos.
Leía ayer un artículo de James C. Schopf, profesor americano, que ha publicado que en que en las sociedades corruptas, (como la nuestra) la democracia incrementa la corrupción, porque multiplica los centros de poder que se ven involucrados en la compraventa de favores.
ResponderEliminar¿Como es posible que la gente vote de nuevo a los mismos corruptos convictos y confesos, y obtengan mayorías?
Esta democracia me tiene desencantado, ha derivado en una partitocracia en cierto modo hereditaria, corrupta, que poco a poco con sus artes demagógicas, va controlando y axfixiando al ciudadano, y su obsesión es copar todo el poder: Legislativo, ejecutivo y judicial. Lo poco que que queda es la libertad de expresión.
¿Habría posibilidad de implantar una aristocracia hasta que vuelvan los valores éticos, por no decir mejor los valores cristianos?
Abrazos
Juan
Querido Juan:
ResponderEliminarLamento no estar de acuerdo con James C. Scopf, al que no he leído, pero si se eligen otra vez a los mismos políticos corruptos, como ha ocurrido en Andalucía tras los ERE's, la culpa no es de la democracia, sino de la calidad moral de los ciudadanos. La aristocracia de la que hablas, el gobierno de los mejores, está muy bien en un mundo utópico, pero esos aristócratas se corromperían pronto y caeríamos en la oligarquía. Ya lo dijeron los clásicos que, en algunas cosas, tenían razón.
Un abrazo.
Tomás