19 de abril de 2013

Mi trayectoria personal en lo político y religioso (Continuación de la entrada de la semana pasada)


En el último post, hablando de Gramsci, hice referencia a mi pasado comunista que me hacía conocer la estrategia marxista, y dije que en un próximo post hablaría de ello. Pues aquí estoy.

Yo estudié el Bachillerato en el Colegio del Pilar. Pero al acabar 6º de Bachillerato, el último año antes del Preuniversitario, me “recomendaron” que dejase el colegio. Era un buen estudiante pero de un comportamiento disciplinar insoportable. Fui a hacer el “Preu” a la academia Dobao-Díaz Guerra. Corría el año 1968. Allí tuve como profesor de filosofía a Luis Gómez Llorente, que llegó a ser Vicepresidente primero del Congreso de los Diputados en la primera legislatura del postfranquismo. Gómez  Llorente era uno de los principales ideólogos del PSOE, escorado a la izquierda de este partido, que, por supuesto, no se privaba de transmitir su ideología a sus alumnos de la academia, a mí entre ellos. Yo era por aquel entonces, y gracias a Dios sigo siéndolo, un idealista que buscaba un mundo mejor. Creí ver, en la ideología de extrema izquierda algo que podría ayudar a traer ese mundo mejor. Y abracé esa ideología con ardor, como todo lo que hago en la vida.

Hice en cinco años la carrera de ingeniería del ICAI, dónde tenía poco ambiente y menos tiempo aún para dar salida a mis ideales políticos. Al acabar la carrera, en 1973 me casé y empecé a trabajar en una empresa de nombre Dimetal SA, situada en uno de los polígonos industriales de Torrejón de Ardoz. Y allí sí que empecé a llevar la práctica mis ideas. Me afilié a CCOO y, junto con otros compañeros, instauramos en Dimetal el primer Comité de Empresa al margen del Sindicato Vertical para el que nos negamos a celebrar elecciones. Yo era el camarada ingeniero, una de las cabezas más visibles del movimiento sindical de la empresa. Fui suspendido de empleo y sueldo durante 21 días y coloqué una corona de flores del Comité de Empresa de Dimetal en la pared del colegio de abogados en la manifestación por las víctimas del atentado del despacho de abogados laboralistas de Atocha en el año 1977. También fui detenido y pasé una noche en los sótanos de la DGS el 1º de mayo de 1976.

Paralelamente a este proceso, mi cristianismo, que fue ardiente en mi niñez y mi primera juventud, se fue apagando, sin desaparecer del todo, pero convertido en un casi extinto rescoldo. Sólo creía en el mito de un Jesús revolucionario que, según pensaba, de haber vivido en el siglo XX hubiese sido un activista marxista.

Fue en este periodo revolucionario donde empezaron a brotar mis dudas sobre la ideología marxista. Y lo hicieron en dos frentes. El primero en el de la praxis revolucionaria y el segundo en el aspecto intelectual. Empiezo por este segundo.

En la carrera de ingeniería, en los tiempos en que yo la hice, sólo se estudiaban voltios, amperios, estructuras y máquinas eléctricas. Nada de economía o gestión de empresas. Por eso, años después de acabar la carrera, llevado por mi inquietud intelectual, decidí saber algo de economía de forma autodidacta. Me compré “el Samuelson” y me lo empollé de principio a fin. A medida que lo leía, se iba formando, vagamente al principio, pero con más nitidez cada vez, la idea de que el comunismo no podía generar otra cosa que miseria. Al principio intentaba negarme a mí mismo mis conclusiones pero, poco a poco, se iban haciendo más y más evidentes y mi inteligencia no podía dejar de convencerse de ello. Me di cuenta de que el comunismo era un absoluto fracaso económico años antes de que se hiciese notorio y patente.

Por otro lado, había algunas cosas de la praxis que me molestaban crecientemente. El Partido Comunista era, por aquellas fechas, la única fuerza política que se enfrentaba, activamente y de forma real, a la Dictadura. Cierto que el PSOE también tenía sus gestos, pero nada realmente activo y eficaz. Y yo creía –y creo– en la democracia. Por aquel entonces surgió el llamado Eurocomunismo, movimiento que decía aceptar –y aceptaba– el juego democrático. Su principal exponente internacional era Enrico Berlinguer, en Italia (compatriota de Antonio Gramsci). Santiago Carrillo en España se unió con entusiasmo a este movimiento mientras el francés Georges Marchais lo aceptaba con reticencias. En Portugal, dónde parecía que la Revolución de los Claveles había creado un caldo de cultivo para las tesis, tradicionales, no gramscianas de implantación marxista, el líder comunista Álvaro Cunhal rechazaba de plano el eurocomunismo. Esas eran las posturas oficiales. Pero era habitual oír cosas como: “¡Cuidado!, no sea que a fuerza de decirlo nos acabemos por creer las tesis eurocomunistas de Beeeeeerlinguer” –y al pronunciar este nombre se imitaba el balido de un cordero. A mí esto no me gustaba nada, porque yo sí creía de verdad en la democracia. Por supuesto, estaba terminantemente prohibido leer nada del reaccionario sicario del imperialismo capitalista Alexander Solzhenitsyn, que no hacía sino propalar –según afirmaba la dirección del Partido– mentiras y falsedades sobre el paraíso comunista soviético.

Pero lo que causó mi definitiva ruptura fue un incidente muy concreto. La empresa había despedido a dos trabajadores por cuestiones que ya no recuerdo. Amenazamos con una huelga y ambos trabajadores fueron readmitidos. Cuando expresé mi satisfacción por esta readmisión, otro de los cabecillas sindicales se me quedó mirando con perplejidad y me dijo:

-Tomás, no has entendido nada.
-¿Qué es lo que no he entendido? –le pregunté extrañado.
-Lo que nos hubiese gustado es que no les hubiesen readmitido y que en la huelga que hiciésemos como protesta por ello, hubiesen echado a cuatro o cinco más. Que esto hubiese dado lugar a otra huelga mayor en la que echasen a diez o doce y pudiésemos llevar la huelga a los camaradas de otras empresas del polígono. Que en esta huelga hubiese habido más despidos y se hubiese sumado todo Torrejón. Que también aquí hubiese habido nuevos despidos y el movimiento se extendiese a todo Madrid y, luego, a toda España, para acabar en la huelga general revolucionaria. Ya sé que esto es el cuento de la lechera, pero ese es nuestro objetivo y no la readmisión de estos dos. No te olvides de esto.

No lo olvidé. Unos meses más tarde me fui de Dimetal. Ya estaba totalmente convencido de que sólo el libre mercado podía crear riqueza y de que el marxismo no buscaba el bien de los trabajadores sino, como ellos decían, “crear las condiciones objetivas para la huelga general revolucionaria” e instaurar la dictadura del proletariado, aunque la situación hiciese necesaria la pantomima beeeeerlingueriana del eurocomunismo. Naturalmente, el objetivo era la instauración del paraíso comunista, pero para ello no quedaba más remedio que pasar por la dictadura del proletariado, para acabar con las fuerzas reaccionarias. En donde esas dictaduras han existido, las fuerzas reaccionarias han acabado siendo todas, menos el propio Partido. E incluso en él había que hacer purgas para extirpar las malas hierbas. A pesar de mi ya casi absoluto desencanto, en Junio de 1977, casi como un acto de reconocimiento a la lucha por la democracia del PC, voté a este partido en las primeras elecciones democráticas. Nunca más he votado a un partido de izquierdas. Ese mismo año, en Septiembre, empecé el MBA del IESE y, al acabar, inicié una nueva carrera profesional. Mi época de tonto útil había terminado. Además, como he sido cocinero antes que fraile, no hay marxismo que me la de con queso, aunque se disfrace de lo que quiera y quiera hacer creer que eso es agua pasada. Jamás será agua pasada. Habrá momentos históricos en que estén mimetizados, aparentemente inexistentes, pero su estrategia será siempre la misma, sea cual sea la táctica.

¿Y de mi idealismo? Intacto. Sigo queriendo, más que antes, contribuir a un mundo mejor. Pero partiendo del ser humano. De cada ser humano, con cara y ojos, no de ideas abstractas sobre la humanidad. La engañifa del marxismo es que dice querer a la humanidad, pero cada ser humano particular le importa tres pitos. Si hay que sacrificar a millones para avanzar hacia ese supuesto paraíso, hágase, sin importar los medios. Y así se ha hecho en la historia. Yo quiero cambiar, en primer lugar, mi propio corazón. Y, sin esperar a que este cambio se produzca, porque entonces no empezaría nunca, quiero hacer la vida de los que me rodean un poco mejor. Quiero transmitir en las empresas en las que trabajo y a los jóvenes y directivos a los que formo, que una de las formas de hacer el mundo mejor es que, en las empresas donde estén o lleguen a estar, creen mucha riqueza para accionistas, empleados, clientes, proveedores, sociedad en general, etc. y actúen de una manera justa. Que se puede hacer ganar mucho dinero a la empresa y ganarlo uno mismo y, al mismo tiempo, hacer el bien. Que no es sólo que se pueda, sino que existe lo que llamo una espiral virtuosa en la que si todos los componentes de la empresa encuentran satisfacción en trabajar en ella, se atrae talento y la empresa gana más. Pero que cuando uno gana mucho dinero personalmente, aunque sea de una manera honesta y benéfica, sigue estando obligado a ayudar a los más necesitados. Los marxistas desprecian esta manera de entender lo de “hacer el mundo un poco mejor”. En su jerga dicen que eso es ser un despreciable “pequeñoburgués”. Pero a mí esto me llena la vida y creo que siembro buen rollo a mi alrededor y que esto acelera, en una realimentación positiva, mi cambio interior.

Pero también me he ido dando cuenta de que ni mi cambio interior ni su reflejo en el mundo que me rodea son posibles con mis propias fuerzas. En paralelo he ido encontrando al verdadero Cristo. No al supuesto Cristo revolucionario, sino al Cristo que me ama –a mí y a todos los hombres– gratis y sin límites. Por lo que soy, no por lo que hago. Al Cristo que perdona sin límites. Al Cristo que llama a cada ser humano diciendo, “venid a mí los que estéis fatigados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. Al Cristo que alaba a Dios y le da gracias porque ha revelado estas cosas a los sencillos y se las ha ocultado a los soberbios. Y he encontrado a ese Cristo a través de la Iglesia. De una Iglesia imperfecta y pecadora, formada por seres humanos imperfectos y pecadores, pero que refleja el rostro de ese Cristo y se lo da a sus hijos, uno de los cuales soy yo. Y no puedo dejar de darle gracias a Dios por haber obrado en mí la maravilla de esta transformación.

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