En el último
post, hablando de Gramsci, hice referencia a mi pasado comunista que me hacía
conocer la estrategia marxista, y dije que en un próximo post hablaría de ello.
Pues aquí estoy.
Yo estudié el Bachillerato
en el Colegio del Pilar. Pero al acabar 6º de Bachillerato, el último año antes
del Preuniversitario, me “recomendaron” que dejase el colegio. Era un buen
estudiante pero de un comportamiento disciplinar insoportable. Fui a hacer el
“Preu” a la academia Dobao-Díaz Guerra. Corría el año 1968. Allí tuve como
profesor de filosofía a Luis Gómez Llorente, que llegó a ser Vicepresidente
primero del Congreso de los Diputados en la primera legislatura del
postfranquismo. Gómez Llorente era uno
de los principales ideólogos del PSOE, escorado a la izquierda de este partido,
que, por supuesto, no se privaba de transmitir su ideología a sus alumnos de la
academia, a mí entre ellos. Yo era por aquel entonces, y gracias a Dios sigo
siéndolo, un idealista que buscaba un mundo mejor. Creí ver, en la ideología de
extrema izquierda algo que podría ayudar a traer ese mundo mejor. Y abracé esa
ideología con ardor, como todo lo que hago en la vida.
Hice en cinco
años la carrera de ingeniería del ICAI, dónde tenía poco ambiente y menos
tiempo aún para dar salida a mis ideales políticos. Al acabar la carrera, en
1973 me casé y empecé a trabajar en una empresa de nombre Dimetal SA, situada
en uno de los polígonos industriales de Torrejón de Ardoz. Y allí sí que empecé
a llevar la práctica mis ideas. Me afilié a CCOO y, junto con otros compañeros,
instauramos en Dimetal el primer Comité de Empresa al margen del Sindicato
Vertical para el que nos negamos a celebrar elecciones. Yo era el camarada
ingeniero, una de las cabezas más visibles del movimiento sindical de la
empresa. Fui suspendido de empleo y sueldo durante 21 días y coloqué una corona
de flores del Comité de Empresa de Dimetal en la pared del colegio de abogados
en la manifestación por las víctimas del atentado del despacho de abogados
laboralistas de Atocha en el año 1977. También fui detenido y pasé una noche en
los sótanos de la DGS el 1º de mayo de 1976.
Paralelamente a
este proceso, mi cristianismo, que fue ardiente en mi niñez y mi primera
juventud, se fue apagando, sin desaparecer del todo, pero convertido en un casi
extinto rescoldo. Sólo creía en el mito de un Jesús revolucionario que, según
pensaba, de haber vivido en el siglo XX hubiese sido un activista marxista.
Fue en este
periodo revolucionario donde empezaron a brotar mis dudas sobre la ideología
marxista. Y lo hicieron en dos frentes. El primero en el de la praxis
revolucionaria y el segundo en el aspecto intelectual. Empiezo por este
segundo.
En la carrera de
ingeniería, en los tiempos en que yo la hice, sólo se estudiaban voltios,
amperios, estructuras y máquinas eléctricas. Nada de economía o gestión de
empresas. Por eso, años después de acabar la carrera, llevado por mi inquietud
intelectual, decidí saber algo de economía de forma autodidacta. Me compré “el
Samuelson” y me lo empollé de principio a fin. A medida que lo leía, se iba
formando, vagamente al principio, pero con más nitidez cada vez, la idea de que
el comunismo no podía generar otra cosa que miseria. Al principio intentaba
negarme a mí mismo mis conclusiones pero, poco a poco, se iban haciendo más y
más evidentes y mi inteligencia no podía dejar de convencerse de ello. Me di
cuenta de que el comunismo era un absoluto fracaso económico años antes de que
se hiciese notorio y patente.
Por otro lado,
había algunas cosas de la praxis que me molestaban crecientemente. El Partido
Comunista era, por aquellas fechas, la única fuerza política que se enfrentaba,
activamente y de forma real, a la Dictadura. Cierto que el PSOE también tenía
sus gestos, pero nada realmente activo y eficaz. Y yo creía –y creo– en la
democracia. Por aquel entonces surgió el llamado Eurocomunismo, movimiento que
decía aceptar –y aceptaba– el juego democrático. Su principal exponente
internacional era Enrico Berlinguer, en Italia (compatriota de Antonio
Gramsci). Santiago Carrillo en España se unió con entusiasmo a este movimiento
mientras el francés Georges Marchais lo aceptaba con reticencias. En Portugal,
dónde parecía que la Revolución de los Claveles había creado un caldo de
cultivo para las tesis, tradicionales, no gramscianas de implantación marxista,
el líder comunista Álvaro Cunhal rechazaba de plano el eurocomunismo. Esas eran
las posturas oficiales. Pero era habitual oír cosas como: “¡Cuidado!, no sea que a fuerza de decirlo nos acabemos por creer las
tesis eurocomunistas de Beeeeeerlinguer” –y al pronunciar este nombre se
imitaba el balido de un cordero. A mí esto no me gustaba nada, porque yo sí
creía de verdad en la democracia. Por supuesto, estaba terminantemente
prohibido leer nada del reaccionario sicario del imperialismo capitalista
Alexander Solzhenitsyn, que no hacía sino propalar –según afirmaba la dirección
del Partido– mentiras y falsedades sobre el paraíso comunista soviético.
Pero lo que
causó mi definitiva ruptura fue un incidente muy concreto. La empresa había
despedido a dos trabajadores por cuestiones que ya no recuerdo. Amenazamos con
una huelga y ambos trabajadores fueron readmitidos. Cuando expresé mi
satisfacción por esta readmisión, otro de los cabecillas sindicales se me quedó
mirando con perplejidad y me dijo:
-Tomás, no has
entendido nada.
-¿Qué es lo que
no he entendido? –le pregunté extrañado.
-Lo que nos hubiese gustado es que no
les hubiesen readmitido y que en la huelga que hiciésemos como protesta por
ello, hubiesen echado a cuatro o cinco más. Que esto hubiese dado lugar a otra
huelga mayor en la que echasen a diez o doce y pudiésemos llevar la huelga a
los camaradas de otras empresas del polígono. Que en esta huelga hubiese habido
más despidos y se hubiese sumado todo Torrejón. Que también aquí hubiese habido
nuevos despidos y el movimiento se extendiese a todo Madrid y, luego, a toda
España, para acabar en la huelga general revolucionaria. Ya sé que esto es el
cuento de la lechera, pero ese es nuestro objetivo y no la readmisión de estos
dos. No te olvides de esto.
No lo olvidé.
Unos meses más tarde me fui de Dimetal. Ya estaba totalmente convencido de que
sólo el libre mercado podía crear riqueza y de que el marxismo no buscaba el
bien de los trabajadores sino, como ellos decían, “crear las condiciones
objetivas para la huelga general revolucionaria” e instaurar la dictadura del
proletariado, aunque la situación hiciese necesaria la pantomima
beeeeerlingueriana del eurocomunismo. Naturalmente, el objetivo era la
instauración del paraíso comunista, pero para ello no quedaba más remedio que
pasar por la dictadura del proletariado, para acabar con las fuerzas
reaccionarias. En donde esas dictaduras han existido, las fuerzas reaccionarias
han acabado siendo todas, menos el propio Partido. E incluso en él había que
hacer purgas para extirpar las malas hierbas. A pesar de mi ya casi absoluto
desencanto, en Junio de 1977, casi como un acto de reconocimiento a la lucha
por la democracia del PC, voté a este partido en las primeras elecciones
democráticas. Nunca más he votado a un partido de izquierdas. Ese mismo año, en
Septiembre, empecé el MBA del IESE y, al acabar, inicié una nueva carrera
profesional. Mi época de tonto útil había terminado. Además, como he sido
cocinero antes que fraile, no hay marxismo que me la de con queso, aunque se
disfrace de lo que quiera y quiera hacer creer que eso es agua pasada. Jamás
será agua pasada. Habrá momentos históricos en que estén mimetizados,
aparentemente inexistentes, pero su estrategia será siempre la misma, sea cual
sea la táctica.
¿Y de mi
idealismo? Intacto. Sigo queriendo, más que antes, contribuir a un mundo mejor.
Pero partiendo del ser humano. De cada ser humano, con cara y ojos, no de ideas
abstractas sobre la humanidad. La engañifa del marxismo es que dice querer a la
humanidad, pero cada ser humano particular le importa tres pitos. Si hay que
sacrificar a millones para avanzar hacia ese supuesto paraíso, hágase, sin
importar los medios. Y así se ha hecho en la historia. Yo quiero cambiar, en
primer lugar, mi propio corazón. Y, sin esperar a que este cambio se produzca,
porque entonces no empezaría nunca, quiero hacer la vida de los que me rodean
un poco mejor. Quiero transmitir en las empresas en las que trabajo y a los
jóvenes y directivos a los que formo, que una de las formas de hacer el mundo
mejor es que, en las empresas donde estén o lleguen a estar, creen mucha
riqueza para accionistas, empleados, clientes, proveedores, sociedad en
general, etc. y actúen de una manera justa. Que se puede hacer ganar mucho
dinero a la empresa y ganarlo uno mismo y, al mismo tiempo, hacer el bien. Que
no es sólo que se pueda, sino que existe lo que llamo una espiral virtuosa en
la que si todos los componentes de la empresa encuentran satisfacción en
trabajar en ella, se atrae talento y la empresa gana más. Pero que cuando uno
gana mucho dinero personalmente, aunque sea de una manera honesta y benéfica,
sigue estando obligado a ayudar a los más necesitados. Los marxistas desprecian
esta manera de entender lo de “hacer el mundo un poco mejor”. En su jerga dicen
que eso es ser un despreciable “pequeñoburgués”. Pero a mí esto me llena la
vida y creo que siembro buen rollo a mi alrededor y que esto acelera, en una
realimentación positiva, mi cambio interior.
Pero también me
he ido dando cuenta de que ni mi cambio interior ni su reflejo en el mundo que
me rodea son posibles con mis propias fuerzas. En paralelo he ido encontrando
al verdadero Cristo. No al supuesto Cristo revolucionario, sino al Cristo que
me ama –a mí y a todos los hombres– gratis y sin límites. Por lo que soy, no
por lo que hago. Al Cristo que perdona sin límites. Al Cristo que llama a cada
ser humano diciendo, “venid a mí los que
estéis fatigados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de
mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras
vidas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. Al Cristo que alaba a
Dios y le da gracias porque ha revelado estas cosas a los sencillos y se las ha
ocultado a los soberbios. Y he encontrado a ese Cristo a través de la Iglesia.
De una Iglesia imperfecta y pecadora, formada por seres humanos imperfectos y
pecadores, pero que refleja el rostro de ese Cristo y se lo da a sus hijos, uno
de los cuales soy yo. Y no puedo dejar de darle gracias a Dios por haber obrado
en mí la maravilla de esta transformación.
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