Esta semana he estado revuelto con el hecho de que
el decano de la facultad de Geografía e Historia de la UCM quiere cerrar
(canjear por un espacio de 10 m2 sin ventanas, que viene a ser lo mismo) la
capilla de esa facultad. Dicen que es porque necesitan su espacio para aulas.
Mucha gente puede pensar: “qué cosa más
razonable querer tener más aulas en un facultad y, si para ello hay que cerrar
la capilla, pues, ¡qué le vamos a hacer!”. Pero eso de que el cierre de la
capilla es para dar más espacio a la docencia es mentira. Varias cosas lo hacen
evidente. La primera es que ese cierre se había acordado años antes en una
junta de facultad sin hablar de la necesidad de aulas. No se pudo llevar a efecto
por el claro sectarismo de esta medida. Sólo después de este fallido intento se
empezó a hablar de la necesidad de espacio como causa del cierre. Pero, por
curiosidad, entre en la propia web de esa facultad y me encontré, ¡oh sorpresa!
Con que el número de alumnos de
Geografía e Historia ha bajado desde 4.256 en el curso 2011-2012 hasta 3.948 en
2013-2014. Como no hay nada previsible que haga creer que esta tendencia vaya a
cambiar, es difícil de entender que necesiten más aulas. Así pues, la excusa de
la necesidad de aulas es, sencillamente, una mentira para cosmetizar la
realidad. Se quiere quitar la capilla por motivos ideológicos.
Una segunda razón aducida por la UCN es que hay
estudiantes musulmanes que tendrían también derecho a un lugar de oración en la
universidad. Son varios los argumentos que hacen esta idea peregrina y hasta
peligrosa.
Peregrina porque el número de estudiantes musulmanes
es ridículamente pequeño.
Peregrina y mucho más importante porque el Islam
nunca ha hecho nada positivo por cultura y la civilización occidental. Es, en
cambio, totalmente innegable que las raíces de la cultura y civilización
occidental son inequívocamente cristianas. Y esto es algo que en una facultad
que dice ser de historia, debería enseñarse, porque es, sencillamente historia.
Pero, hoy en día, la historia también se ha ideologizado. Pero es un hecho que las
universidades han sido fundadas en occidente, todas las de renombre, por la
Iglesia católica. En particular, la universidad Complutense, cuyo nombre ostenta
la que rectorea José Carrillo, fue fundada, por una bula pontificia en el año
del Señor de 1499. Es su lema afirma que Libertas
Perfundet Omnia Luce, es decir, que la libertad ilumina todas las cosas. Por tanto, si no es
espacio lo que falta, y la UCM cree que la libertad ilumuna todas las cosas, se
debería dejar que los alumnos que se adhieren a esas raíces de nuestra
civilización y nuestra cultura, tengan un sitio donde celebrar la raíz de las
raíces: la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
Peregrina, y esto es todavía más importante, por un principio tan
evidente como el de reciprocidad. Cuando en una céntrica calle de El Cairo o
Ryad pueda haber una iglesia y su párroco pueda salir a la calle a intentar
llevar a quien quiera acogerla la luz del Resucitado, entonces el Islam
empezaría a poder reivindicar un lugar de oración en una universidad de un país
occidental. Pero la palabra reciprocidad es, sencillamente, blasfemia para el
Islam.
Peligrosa porque el Islam tiene todavía que demostrar
que tiene una influencia benéfica para la humanidad. Porque la cultura y la
civilización que tienen por base a esa religión vulneran de forma flagrante y
constante todos los derechos humanos más elementales. De hecho, varios países
con una tradición democrática más antigua y profunda que la nuestra, han
prohibido la construcción de mezquitas en su territorio. Pero en la reacción
ideológica de la izquierda marxista contra el cristianismo, los ideólogos de
esta tendencia prefieren aliarse con el Islam contra el cristianismo a
reconocerle a éste libertad de expresión y culto. Peligroso, muy peligroso.
Tampoco estaría de más que el Marxismo intentase
también demostrar que es una fuerza benéfica para la humanidad. Porque si se
mira la historia, cosa que debería hacerse en una facultad de historia, el
marxismo está teñido por la sangre, la miseria y la opresión de muchos cientos
de millones de seres humanos. Todavía ayer, el vuelo MH17, con sus 295 muertos,
fue derribado por un conflicto que tiene como origen los experimentos sociales
de reasentamiento de pueblos llevados a cabo por Lenin y Stalin, hijos
predilectos de Marx.
Lo de la capilla no es más que un pequeño capítulo
en el desarrollo de este odio ideológico al cristianismo. Este odio arranca ya
desde el mismo Marx. “La religión es el
opio del pueblo” dijo este eximio pensador. Lo que es la religión es y, en
particular el cristianismo, es una barrera contra ideologías que desprecian al
ser humano y lo instrumentalizan. Y Marx se dio cuenta. Un segundo (o tercer) capítulo
de este odio ideológico hay que buscarlo en la estrategia ideada por Antonio
Gramsci en los primeros años 30 del siglo pasado. Hombre de inteligencia
penetrante y lúcida, Secretario General del PC italiano, se dio cuenta de que
el marxismo era incapaz de vencer al capitalismo ni por la sola competencia
económica, ni tampoco militarmente, a pesar de las divisiones de Stalin. Ideó
entonces una estrategia basada en la manipulación y la toma de los resortes
intelectuales –universidades y medios de comunicación principalmente– por
infiltración en ellos. Una infiltración sutil e inteligente. No se trataba
principalmente de que los periodistas, universidades e intelectuales se
hiciesen comunistas, tarea imposible, sino de que no siéndolo, actuasen como
“tontos útiles” y “compañeros de viaje” (ambas expresiones son de puro cuño
gramsciano). Si para ello había que usar la mentira de forma sistemática y
machacona, pues se usaba. Una mentira repetida un número suficientemente grande
de veces y por personas y medios con alto poder de influencia llegaría a ser
considerada como verdad por la gente de a pie. Se trataba, con ello, de minar
las bases de la cultura y la civilización occidental en su misma raíz. Si no
podemos ganar quedándonos con lo construido por la civilización occidental, ganemos
por el método de tierra quemada. Hagamos tabla rasa para empezar desde cero. Y,
naturalmente, si se trataba de minar las bases de la civilización occidental, a
Gramsci no le cabía la menor duda de que su mayor sustento era la Iglesia
católica. Por tanto, ésta era el objetivo. Si alguien piensa que exagero o que
soy un paranoico, le recomiendo que se informe un poco sobre los llamados
“Cuadernos de la cárcel” que son varios miles de páginas que Gramsci escribió
en la prisión de Mussolini, antes de morir, en las que explica esa estrategia.
No se encuentran publicadas por dos motivos. Porque son muchas páginas,
bastante desordenadas, en las que se habla de muchas cosas mezcladas y porque
conviene mantener ocultas cartas marcadas que se van a usar. Pero tal vez esto
debiera estudiarse en una facultad de historia.
Por eso he estado revuelto esta semana pasada. Este
estar revuelto se ha traducido en ir todos los días a Misa en el pasillo de
delante de la capilla, ya que esta se cerró con nocturnidad la noche del lunes
al martes y se cambió la cerradura. Y creo que lo más importante que se puede
hacer para evitar este proceso, uno de cuyos pequeños capítulos es el incidente
de la capilla, es rezar por tres cosas. La primera, para que Cristo Resucitado,
fuente del cristianismo y base de la civilización occidental, se cuide de ella
como Él quiera. Segunda para que los propios cristianos sepamos comportarnos
realmente como tales y demos el ejemplo que deberíamos dar siempre y que a
menudo no damos. Tercera por que la inteligencia de los que odian
ideológicamente al cristianismo se ilumine con la luz que nace de ese Cristo
resucitado. Por esto, me da un poco de cargo de conciencia la dureza de lo
escrito anteriormente, pero creo que sólo la verdad nos hace libres y sólo la
libertad que nace de la verdad es la que puede iluminar todas las cosas, como
reza el lema de la UCM.
Tras esto, quiero escribir sobre algunas ideas que
se me han venido a la cabeza en estos días de Misas y oración para intentar
salvar del cierre la capilla de la facultad de Geografía e Historia de la UCM.
En la homilía del lunes 14 de Julio, el sacerdote dijo que, proponiendo a
Cristo como Salvador del mundo, los católicos no hacíamos mal a nadie sino que,
al contrario, hacíamos mucho bien. Por una serie de asociaciones de ideas que
espero que más adelante queden claras, se me vino a la cabeza Gertrud Von Le
Fort.
Gertrud, nació en 1876 en una familia alemana de origen
francés hugonote. Se crió en un ambiente protestante profundamente religioso.
Su madre le había inculcado la lectura de dos libros: la Biblia y la “Imitación
de Cristo” de Tomás Kempis. Quizá
esta última lectura, extraña en un protestante, la puso en camino hacia el
catolicismo. Estudió filosofía y teología en universidades protestantes, Heildelberg
principalmente. Pero su camino hacia la Iglesia católica estaba trazado. A los
cincuenta años, en 1926, se convierte sacramentalmente. ¿Pudo influir en su
conversión la de Edith Stein, compatriota suya y filósofa como ella, bautizada
en 1922, proveniente del judaísmo y del ateísmo, con la que mantuvo una
relación epistolar? Caben pocas dudas al respecto. Dos años antes de su
conversión sacramental, Gertrud escribe, como un regalo al mundo, para celebrar
anticipadamente su bautismo, los “Himnos a la Iglesia”. La traducción
del alemán al español les ha hecho perder, seguro, buena parte de su fuerza
expresiva. Pero aún así impresionan profundamente. Son poesías filosóficas en
las que el alma expone las dificultades de su búsqueda, sus preguntas, sus
miedos, sus renuencias y renuncias, y la Iglesia responde. En el último himno,
la voz de la Iglesia Eterna se hace oír por tu pluma.
“Pero
cuando un día se inicie
el gran fin de todos los misterios,
cuando el
Escondido surja como un relámpago
en las tremendas tempestades
del amor desencadenado,
cuando su
regreso suene como tormenta
por el universo,
y dé gritos de júbilo la soterrada añoranza
de su creación,
cuando los
globos de los astros estallen en llamas
y surja de su ceniza la luz liberada,
cuando.. [...],
cuando...[...],
cuando...[...],
cuando...[...]:
Entonces el revelado levantará
mi cabeza
y, ante
su mirada, mis velos se alzarán en fuego,
y yo estaré postrada
cual
espejo desnudo ante la faz de los mundos.
Y los astros reconocerán en mí
su luz glorificante
y los
tiempos reconocerán en mí lo que tienen de eterno,
y las
almas reconocerán en mí lo que tienen de divino,
y Dios reconocerá su amor en mí.
Y ya no
recaerá sobre mi cabeza ningún velo
como el
deslumbramiento de mi Juez.
En él se sumergirá el mundo.
Y el velo se llamará Gracia,
y la
gracia se llamará Infinitud...
y la Infinitud de llamará
Bienaventuranza.
Amén”.
Olegario González de Cardedal, en el prólogo a los “Himnos”
describe magníficamente el sentido con que fueron escritos. Dice:
“El libro de
Gertrud es una palabra dirigida a la Iglesia por alguien que está en camino
hacia ella y la saluda de lejos, tras haberla descubierto. Es el canto
alborozado de quien viene de una larga navegación, que ha avanzado muchas
millas entre la niebla, emitiendo largos gemidos sonoros con la sirena para
evitar choques y lanzando ráfagas de luz desde sus propios faros, para ver si
divisa tierra. Por fin la tierra aparece en su figura, espesor y luminosidad.
Es el saludo jubiloso de quien ya la ve real y se dispone a desembarcar en
ella, aun cuando todavía esté a una distancia. Esta es la situación vital en
que está escrito el libro. Saludo a la Iglesia católica de quien todavía no
pertenece a ella”.
No puedo sino recomendar fervientemente la lectura
de estas poesías. Gertrud murió en 1971.
¡Qué diferencia con tantos católicos de los que
hemos nacido en la tierra prometida de la Iglesia y sólo vemos en ella los
defectos, en vez de gritar ¡tierra! cada día llenos de alegría! Los que vienen
de la nave errante oteando con ansia la tierra, no se preguntan si la arena de
la playa será áspera o suave o si los frutos de los árboles serán más dulces o
más ácidos. Es tierra, es la anhelada salvación y la aprecian.
En 1931, Getrud escribe su novela “La última del cadalso”, en la que narra
el brutal asesinato, por parte de una revolución francesa sumida en el terror,
de quince de las dieciséis carmelitas del convento de Compiègne, tan sólo once
días antes de que fuese guillotinado Robespierre y acabase la fase más terrible
de terror que haya pasado la humanidad antes del nazismo. Posteriormente,
tomando como base esta novela, Georges Bernanos escribe su obra de teatro
“Diálogo de Carmelitas”, de la que años más tarde, Francis Poulenc sacó el
libreto para su ópera del mismo nombre. Ni que decir tiene que recomiendo
también fervientemente ver esta ópera.
Pero no son ni los “Himnos a la Iglesia” ni “La
última del cadalso” las obras que han hecho posible la asociación de ideas
que me lleva a escribir esto. Son dos obras, una continuación de la otra,
aunque escritas con veintidós años de diferencia, las que me llevan a escribir
esto. Son “El velo de Veronica” (1928) y “La corona de los ángeles” (1946).
Debo confesar que no he leído estos dos libros –cosa que espero subsanar
pronto– y que todo lo que escribo sobre ellos proviene del tomo VI de la
magnífica obra del jesuita Charles Moeller, “Literatura
del siglo XX y cristianismo” (cuya lectura, aunque ya me haga pesado
recomendando, también propongo), del capítulo dedicado a Gertrud Von Le Fort.
De hecho, citaré profusamente textos de este capítulo de ese libro.
Verónica, una joven con un ardiente sentimiento
católico tras una conversión juvenil, decide que sólo abrazando al mundo en
todas sus miserias, haciéndose pecado con él, será capaz de salvarlo. Se
enamora de Enzio, un joven estudiante y poeta alemán que cae en los brazos del
nazismo y que, a pesar de amar a Verónica con la mitad de su alma, la odia con
la otra mitad, porque representa lo que él más odia: el mundo de los valores
cristianos. Verónica, en su afán de hacerse pecado con el mundo para salvarlo a
través de Enzio, traspasa los límites que no pueden ser traspasados sin hacerse
un terrible daño espiritual y casi sucumbe, moral y físicamente, a la
perversión y la maldad creciente de Enzio. Pero no son ni Verónica ni Enzio los
que me han llevado a escribir esto, sino un personaje de la novela lleno de
nobleza. El tutor de Verónica. Profesor de filosofía de gran éxito, es un
hombre sin fe que ama vehementemente la civilización occidental y reconoce,
desde su falta de esa fe, las raíces cristianas de esta civilización y la
grandeza de esta religión. Ello no obstante, piensa, con enorme honestidad, que
la supervivencia de esa civilización es posible desde una cultura cristiana aún
desprovista de la fe sobrenatural. Pero la fuerza arrolladora del nazismo le va
haciendo ver la quimera de su creencia y su honestidad intelectual le lleva a
darse cuenta de ello con una trágica lucidez. A partir de ahora, y a riesgo de
resultar pesado, hilaré citas de este libro de Moeller que permiten seguir este
proceso.
Lleno de
respeto y de amor por la civilización cristiana, dispuesto a sumergirse
valerosamente en las profundidades de las cosas, pero desprovisto de fe
religiosa y de metafísica objetiva: así es como aparece este espíritu. ¿Cómo no
reconocer aquí todavía una de las actitudes más características de los pensadores
liberales, que llegan, en el ocaso, al umbral de una inmensa amenaza? El
profesor tiene conciencia de esta amenaza.
[…]
El profesor es
verdaderamente incapaz de comunicar a sus estudiantes el respeto al amor de una
cultura que vale por sí misma, aunque la religión que la ha creado haya dejado,
o casi dejado, de existir en el corazón de los europeos. Esta diferencia sutil
y trágica entre dos fuerzas de paganismo es lo que constituye la esencia del
divorcio entre dos generaciones, la del profesor y la de sus alumnos.
En realidad,
el profesor lo sabe muy bien: viven, él y los suyos, una especie de crepúsculo
del cristianismo. Nadie sabe si el sol saldrá mañana. En el momento en el que
Verónica le pregunta si el crepúsculo de la civilización cristiana va a durar
mucho, los ojos del profesor se fruncen un instante como si hubiera visto un
fantasma en pleno día.
[…]
Se repite la
pregunta: “un crepúsculo, ¿puede ser largo?”. El profesor, con esa
clarividencia valerosa y casi inhumana que, aquella tarde, llega a su
culminación, declara entonces que, por esencia, un crepúsculo no puede ser
largo, pues indica que “el sol ya se ha puesto”. Y añade que él mismo no es más
que un eco. […] No tiene la fe cristiana; pues ésta –lo siente, lo ve en
Verónica– es una fuerza capaz de hacer madurar los frutos. Comprende entonces
que los estudiantes que siguen a Enzio son más lógicos que él: para ellos, sus
clases representan una especie de museo del espíritu, el canto del cisne de una
civilización, pues, habiendo visto claramente que la civilización occidental se
ha nutrido de la fe cristiana, una vez establecida la falsedad de esta
religión, una vez demostrada su impotencia –y, como se recordará, uno de los
reproches de Enzio era el fracaso de Cristo en lograr la unión de los hombres–,
es preciso rechazarla y rechazar con ella el árbol que ha hecho crecer.
El profesor,
por su parte, quiere conservar los frutos, la civilización, la cultura, sin
tener su raíz, sin poseer la fe que los ha hecho crecer. Hay en ello una falta
de lógica que él ve cada vez más claramente. Es lo que hace que le diga a
Verónica, con una humildad y una lucidez que oprimen el corazón, que se puede
vivir algún tiempo en el crepúsculo, pero que él no puede habitarlo:
No, respondió por fin,
sencillamente; no tengo ese poder. El crepúsculo sólo puede transfigurar, pero
no hace que maduren los frutos. El respeto de la fe cristiana y el conocimiento
de su profundidad no podrían reemplazarla.
[…]
Había creído
poder seguir viviendo mucho tiempo de los reflejos de un sol que se había
puesto hacía ya mucho. Había soñado, un instante, que tal vez algunos de la
generación siguiente aceptarían salvar la herencia.
[…]
El respeto a
la fe cristiana, el conocimiento de su profundidad, han permanecido en el
corazón de la generación representada por el tutor de Verónica: por eso esta
generación podía apreciar aún el valor esencial, vital, de la cultura cristiana
de Occidente. Pero el respeto de la fe, el conocimiento de su profundidad, no
reemplazan, no pueden reemplazar a la fe misma.
[…]
Sólo la fe
cristiana puede salvar los valores vinculados a la civilización occidental. Se
puede vivir mucho tiempo de un crepúsculo, del perfume del vaso quebrado de la
sombra de una sombra; pero al cabo, todo se evapora, y el valor de quienes son
los testigos de esta civilización occidental no los librará de la destrucción.
[…]
Es entonces
cuando Verónica recuerda a su tutor la canción con que termina la “comedia” de
los personajes románticos. Aquella canción no decía: “Siempre me voy cuando me
voy” sino “Nunca me voy cuando me voy”: una esperanza brilla al otro lado de la
catástrofe. El profesor, entonces, entrevé “una manera de quedarse en la
separación”, una “posesión en el renunciamiento”, una “victoria en la derrota”.
Vislumbra una de aquellas relaciones lejanas con que asombraba siempre a sus
auditorios universitarios, y añade, hablando de esta catástrofe de amplitud
insospechada, a la que seguirá una nueva esperanza:
-¿Quiere usted decir que el dolor
y la muerte son las condiciones previas para la resurrección?
-Sí, respondió; así es. Mientras
existan en este mundo los sufrimientos y la muerte, habrá también en él
cristianos. Y mientras haya cristianos habrá resurrección.
[…]
… el
cristianismo existirá siempre en el corazón de ciertos hombres, porque siempre
habrá seres que acepten sufrir y morir con Cristo.
He aquí por
qué el profesor puede comprender que la cultura occidental que aparentemente
“se va”, “no se va”, como en la canción.
En realidad el
puente que debe permitir “pasar a la otra orilla” será el corazón de Verónica.
No es el profesor quien puede salvar la cultura amenazada por Enzio; es
Verónica, y sólo ella, la que puede proteger y salvar.
El abismo está
ahora totalmente descubierto: de una parte el crepúsculo de la civilización; de
otra, una mística inhumana, que nutre el odio en el corazón de Enzio con
relación a Verónica, a la que ama, sin embargo, más que a todo. […] Acabamos de
ver la amenaza que este odio hace pesar sobre el mundo entero. La paradoja ha
alcanzado su plenitud: la única salvación del mundo es el cristianismo; pero el
mundo rechaza al cristianismo; Enzio llega incluso a odiarlo en aquella a quien
ama. Ninguna fuerza mediadora puede interponerse entre estos dos mundos que se
aman y se odian. No obstante el grupo de los ángeles portadores de la corona
anunciaba una misteriosa reconciliación.
La primera novela “El velo de Verónica” se publica en 1928, cuando ya estaba escrito
Main Kempf, cuando ya el nazismo parecía una fuerza imparable, aunque todavía
le faltasen cinco años para hacerse con el poder absoluto. La segunda, “la corona de los ángeles”, escrita en
1946 ya ha visto la derrota del nazismo. Pero el problema subsiste. El nazismo
fue un ataque frontal, brutal, contra la civilización occidental y sus bases
cristianas. Pero la historia no ha terminado. Como siempre, si no se sacan de
ella las lecciones adecuadas, se repite bajo nuevos signos. Otra vez la
civilización occidental está siendo atacada en sus raíces. Esta vez de una
forma sutil y soterrada que se llama relativismo. Occidente no se salvó del
ataque del nazismo por la fuerza de la fe y del amor, sino por medio de una
terrible guerra. Pero la lección no se ha aprendido. La guerra no fue una victoria
definitiva de la civilización occidental y de sus valores cristianos. El
desprecio hacia éstos no ha parado de aumentar desde entonces. Y ante este
ataque soterrado, que mina toda determinación y toda capacidad de reacción, no
cabe, afortunadamente, una guerra que, en todo caso, sería otra vez una
solución errónea. Sólo cabe la respuesta de la fe, la oración y el amor. Sólo
esta respuesta puede preservar los frutos de esta civilización, de esta cultura,
frente a este neopaganismo travestido.
Por eso mi llamada a salvar la capilla de la
Facultad de Geografía e Historia de la UCM va dirigida a todos los que nos
movemos entre los extremos de la respetuosa increencia y la capacidad de dar la
vida por Cristo. Claroscuro, niebla luminosa, entre los que va deambulando
nuestra vida. Parafraseando a Solschenizin: La línea que
separa la fe de la increencia pasa por medio del corazón de cada ser humano.
[...] Mientras dura la vida de un corazón, esta divisoria se desplaza por él,
ora empujada por la sombra, ora atraída por la claridad. El mismo hombre, en
sus distintas edades, en distintas situaciones vitales, es un hombre totalmente
diferente. Unas veces está bajo una noche de luna, más o menos llena, otras bajo
el sol la fe, más o menos nublado.
Estos días, en las Misas de la puerta de la capilla, he tenido la
sensación de estar aportando un humilde granito de arena a la verdadera
salvación de esta civilización. Podrá
pensarse que estoy exagerando este pequeño incidente de la capilla de la
Facultad de Geografía e Historia de la UCM. No lo creo. Cada uno de nosotros
somos seres pequeños que sólo podemos hacer lo que podemos hacer, que es muy
poco. Pero si hacemos eso poco que podemos y tenemos que hacer, la gracia de
Dios puede hacer el resto. Alguien dijo alguna vez: “Da cada día un pequeño paso en la dirección correcta y estarás
marcando el rumbo a la humanidad”. ¡Vigilancia y calma! Decía el Señor al
rey de Judá a través de Isaías en las lecturas del martes. ¡Vigilia y paz!
Vigilia de oración. Vigilia de hacer eso poco que podemos hacer, aunque parezca
insignificante. Paz, porque entonces, hecho nuestro trabajo de siervo inútil, la
gracia puede hacer que los reproches de
Enzio al fracaso de Cristo en lograr la unión de los hombres” pierdan su
fundamento. No por el valor de ninguna acción, mía ni de nadie, sino por lo que
esa gracia de Dios quiera hacer con
ellas. No hoy ni mañana, sino cuando Él quiera. Entonces, la acumulación de
oraciones y de Eucaristías de tantos cristianos, unidos sus propios anhelos
humanos por la salvación del mundo a los de los no creyentes que aman esta
civilización, estallará. No importa que se acabe cerrando la capilla. Ni la más
minúscula oración se pierde nunca. Por eso lanzo estas llamadas que a alguno le
parecerán inútiles. Porque sólo así se puede alcanzar la masa crítica para que,
como ocurre con las bombas atómicas, estalle una de luz, y amor que salve a
Occidente y al mundo. ¿Soñador? ¿Ingenuo? ¿Alucinado? Puede, pero miro al mundo
y veo: La franja de Gaza, Siria e Irak, Rusia y Ucrania, todo el integrismo
islámico, Somalia, países como Venezuela que se precipitan al desastre sin
motivo para ello, corrupción, etc. (ojo, también veo muchas cosas muy buenas,
pequeñas y anónimas unas, grandes otras. No podemos caer en lo que Stephen Jay
Gould calificó como “La gran asimetría”: El 90% de las noticias se centran en
el 10% de las cosas malas. Eso nos daría una visión sesgada, falsa y derrotista
de la realidad. El fracaso de Cristo que escandaliza a Enzio tiene un mucho de
espejismo) y me digo que no hay otra solución a mi alcance. Prefiero pasar por
“soñador, ingenuo y alucinado” al desánimo, el derrotismo y la omisión de la pasividad.
Creo, volviendo a las palabras del sacerdote en la
homilía del lunes, que los cristianos, rezando a nuestro Dios por este mundo,
sólo no hacemos daño a nadie, sino que hacemos mucho bien a mucha gente. Acabo
con una poesía que leí hace años y que guarde, aunque no anoté quien era su
autor, que puede ser un buen broche final a lo dicho hasta aquí.
Aquí estoy, mi Dios.
Regando este desierto con mi
regadera.
Para que florezca.
Tú me lo has pedido
y Te hago caso.
Créeme si Te digo
que no entiendo.
Me quema la tentación
del desánimo y del tedio.
De lo patético y lo inútil.
Del abandono.
Pero sé que no.
Lo sé en lo más profundo.
Allí donde el alma y el cuerpo
se confunden,
allí,
confío en tus promesas.
Porque sé que la victoria es
tuya.
Tú.
Ni yo,
ni menos aún mi regadera,
sino sólo Tú,
convertirás en un vergel la
estepa
donde el narciso florecerá para
tu gloria.
Tu fidelidad eterna
llegará cuando Tú quieras.
Cuando tu sabiduría lo decida.
Y entonces,
cuando Engadí se llene de viñas,
cuando las aguas salobres,
podridas y estancadas,
rebosen de peces,
cuando las redes se rompan,
diré entonces:
“Yo estuve allí,
con mi Dios en la batalla”.
Me alzaré alto,
la frente erguida,
lleno de orgullo ajeno.
Diré; “en su misma copa
he estado bebiendo.
Luché junto a mi Dios
hombro con hombro”.
Y será entonces
tu gloria mi refugio.
Colgaré de la pared,
como un trofeo,
esa regadera que hoy me pide
el desánimo de la melancolía.