Leo en el diario
El País el siguiente artículo:
EL PAÍS 9 de
Marzo del 2015
Debemos limpiar nuestras estanterías
Adnan Ibrahim es profesor de Filosofía en la
Universidad de Viena e imán en la mezquita de al Shurah.
Felix Marquardt es cofundador del Global Forum
for Islamic Reform.
Mohamed Bajrafil, doctor en Lingüística, es imán
en la mezquita de Ivry-sur-Seine.
Traducción de María Luisa
Rodríguez Tapia.
Como musulmanes, nuestra
primera y lógica reacción ante las atrocidades cometidas en nombre de nuestra
región es de incredulidad, indignación y un impulso natural de distanciarnos de
sus autores. “Estos actos salvajes”, “ese John el yihadista” —el tristemente
famoso verdugo de los rehenes del Estado Islámico (EI), identificado
recientemente como el londinense Mohamed Emwazi— “no tienen nada que ver con el
islam”, exclamamos. Aunque esta actitud es comprensible, resulta sospechosa
desde el punto de vista intelectual y es completamente irresponsable. ¿Estaría
alguien de acuerdo si se dijera que las Cruzadas no tuvieron “nada que ver” con
el cristianismo? La verdad, hay demasiados entre nosotros que parecen
indignarse más por unas caricaturas de un periódico que, en definitiva, carecen
de importancia, que por la abominable caricatura que pintan de nuestra religión
grupos como el EI y Boko Haram. Y, si bien es posible que los problemas
sociales y económicos o las humillaciones a manos de los cuerpos de seguridad
sean factores que contribuyen a la radicalización de nuestros jóvenes —como
parece haber sucedido en el caso de Emwazi—, no sirven para explicarla en toda
su dimensión.
Por suerte, cada vez son más
los musulmanes que dicen: “Medina, El Cairo, tenemos un problema”. Cada vez son
más los que exigen reformas. ¿Pero qué quiere decir esa palabra? Por supuesto,
son absolutamente necesarios la renovación del pensamiento islámico y un nuevo
impulso a la relectura de los textos (ijtihâd). Hasta que no se emprenda
un esfuerzo serio en este sentido, los musulmanes continuarán en manos de las
interpretaciones literales y obsoletas de nuestras escrituras sagradas.
La libertad, la igualdad de
derechos para todos los ciudadanos, el Estado de derecho, el sufragio
universal, la responsabilidad y la separación de poderes (entre Estado y
religión) son nuestros principios como musulmanes del siglo XXI. Con ellos en
mente, recordemos las palabras del estudioso paquistaní, reconocido
mundialmente, Muhammad Khalid Masud: “En el pasado, los juristas musulmanes
eran muy conscientes de la necesidad constante de resolver las contradicciones
entre las normas sociales y las normas legales. Adaptaban sin cesar las leyes a
las costumbres y los criterios de la gente. La base normativa de las
instituciones y conceptos como familia, propiedad, derechos, responsabilidad,
criminalidad, obediencia civil, orden social, religiosidad, relaciones
internacionales, guerra, paz y ciudadanía han cambiado de manera considerable
durante los dos últimos siglos”. Así que pongámonos manos a la obra.
Pero no basta con la
interpretación. Debemos examinar con detalle, espíritu crítico y honestidad los
textos que constituyen el núcleo de las enseñanzas en los centros educativos
más prestigiosos de nuestra fe.
En lugar
de prestar atención a los ideales nos hemos aficionado al victimismo, debemos contraponer la frase
mencionada más arriba de que los actos violentos de terrorismo no tienen “nada
que ver con el islam” con la veneración que algunos de nuestros más
distinguidos y respetados eruditos muestran por libros como Min Haj el
Talibin, del prestigioso jurista Araf el dine el Nawawi, que recomienda
lapidar a los adúlteros, o Es sarim el maslul ala chatim el rasul, de
Ibn Taymiyya, o la obra de Taqi al-Din al-Subki’s Es seyf el maslul ala men
sabba al rasul, dos títulos que pueden traducirse más o menos como
“Desenvainamos la espada contra aquel que habla mal del profeta”. Las
detalladas recetas que contienen sobre cómo castigar la blasfemia, la apostasía
y el adulterio sirven de base no solo para que el EI y Boko Haram puedan
asegurar que su corriente del islam es absolutamente rigurosa, sino para muchos
Estados musulmanes conservadores.
No cabe duda de que, durante
siglos, se persiguió, esclavizó o asesinó a muchos pueblos en nombre de Cristo.
Bartolomé de las Casas, en su Brevísima relación de la destrucción de las
Indias, narraba las atrocidades cometidas por los españoles contra la
población indígena en los primeros decenios de colonización de las Indias
occidentales, y protestaba alegando que los nativos eran humanos y, por
consiguiente, no había que matarlos ni esclavizarlos... al contrario que los
africanos. Ahora bien, con posterioridad, sin prisa pero sin pausa, la reforma
religiosa y los valores de la Ilustración permitieron que los cristianos se
deshicieran de esas prácticas.
A comienzos del siglo XX,
muchos conservadores europeos pensaban que la obra del “intelectual” francés
Joseph de Gobineau Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas era
un libro de “ciencia”. Desde entonces ha pasado a las secciones de “historia” o
“antropología” en las bibliotecas. Ya es hora de que varios elementos
importantes de las enseñanzas clásicas del islamismo sigan el mismo camino.
Más en general, ¿no ha llegado
el momento de que los musulmanes, que pensamos —con razón— que nuestro profeta
era un hombre de vanguardia, reivindiquemos nuestro papel como modernizadores
de las normas culturales y sociales?
Tenemos que estudiar cómo es
posible que algunos sectores de nuestras comunidades, como la organización
británica de defensa de los musulmanes CAGE, que tuvo muchos tratos con Emwazi,
estén alentando a nuestros jóvenes a considerarse víctimas y diciéndoles que la
brutalidad policial, los judíos, Estados Unidos, Israel, la pobreza o incluso
la “sociedad” tradicional son los culpables de que el joven se transformara en
John el yihadista.
Gran
parte del conservadurismo se remonta a costumbres preislámicas beduinas en lugar de prestar atención a
los ideales originales y universales de nuestra religión —la misericordia, la
libertad y la justicia—, nos hemos aficionado al victimismo y las teorías de la
conspiración y nos hemos enfrascado en discusiones sobre los medios (y el
atuendo) apropiados para alcanzar esos ideales. Nuestra decadencia se debe
precisamente a esta confusión que muchos de nosotros tienen entre los fines y
los medios del islam, a nuestra incapacidad colectiva de mantener la
convergencia inicial entre la fe y la moral, que constituye la base genuina de
una conciencia saludable: la espiritualidad. La religión, sin ese espíritu
ético y moral, no significa nada. Y si no significa nada, no tiene sentido.
¿No ha llegado el momento de
que entablemos un debate sincero sobre dónde está el límite entre religión y
cultura? Las dos están entrelazadas, desde luego, pero, si un musulmán marroquí
no es inferior a otro saudí, ni superior a un belga, ¿no debemos suponer que la
religión consiste en los elementos que tienen en común entre ellos en su
interpretación y práctica del islam, mientras que todo el resto (vestimenta,
relación con sus respectivos reyes, etcétera) es cultura? Gran parte del
conservadurismo que hoy se asocia con el islam se remonta en realidad a las
costumbres preislámicas de los beduinos, que nuestro profeta, un auténtico
innovador, se esforzó en abolir. Muchos tópicos y muchas teorías de la
conspiración populares entre nuestros jóvenes proceden directamente de la
concepción del mundo, tergiversada y antioccidental, de numerosos Gobiernos en
el mundo árabe. Vivimos en una época en la que tres de cada cuatro musulmanes
no son árabes; solo dos de los 22 países pertenecientes a la Liga Árabe pueden
presumir de ser verdaderas democracias; se traducen cuatro veces más libros al
griego (alrededor de 10 millones de hablantes) que al árabe (aproximadamente
350 millones de hablantes). ¿No deberíamos reconocer que el arabocentrismo
histórico de nuestra religión se ha convertido en un lastre y que los
musulmanes que no son árabes son tan legítimos y respetables como los que lo
son? Aquellos de entre nosotros que desean convencer al mundo de que ciertas
costumbres falocráticas como el sistema de tutela masculina, la prohibición de
que las mujeres conduzcan o la imposición del niqab son ontológicamente
“islámicas” necesitan que otros musulmanes les digamos, antes que nadie: no es
así.
Y hago a continuación mis comentarios
Debo decir,
desde el principio, que los autores del artículo al que estoy respondiendo me
producen un inmenso respeto por su valentía y honestidad intelectual. Entiendo
que son musulmanes religiosos que rechazan frontalmente las brutalidades que se
hacen en nombre de su religión y buscan con honestidad intelectual una manera
de conciliar los valores occidentales en los que viven (uno es profesor en la Universidad
de Viena e imán en la mezquita de Al Shurah, otro es cofundador del Global
Forum for Islamic Reform y el tercero es, doctor en Lingüística, es imán en la
mezquita de Ivry-sur-Seine). Pero me temo que ese intento de conciliación tiene
mucho de quimérico. Nada me gustaría más que ser corregido si en mi
razonamiento hay errores fundamentales que lo invaliden. Porque sería para mí
una fuente de esperanza estar equivocado.
Los autores
hablan de “las interpretaciones literales y obsoletas de nuestras escrituras
sagradas”. Hasta
donde yo sé, el Corán es un libro increado, que estaba en la mente de Alá desde
la eternidad y que fue dictado literalmente al Profeta a los largo de su vida a
partir del 610. Por tanto, es difícil sostener que sus textos sean
interpretables de otra forma que literalmente. Las escrituras judías y
cristianas no fueron dictadas literalmente por Dios a los autores sagrados. Muchos
autores fueron “inspirados” por Dios a lo largo de muchos siglos. Un término,
“inspirado” que indica que sobre esa inspiración divina ellos tejieron un
relato en el que había cosas propias de su mentalidad y de la cultura en la que
estaban inmersos. Además, se admite una progresividad de la didáctica divina al
“inspirar” a estos autores. Por tanto, las cosas que se dicen en las escrituras
judías, adoptadas por los cristianos, en las que hay atrocidades que en nada
son inferiores a las que aparecen en el Corán, así como sus contradicciones
evidentes, pueden –y deben– ser interpretadas a la luz de principios
superiores. Para los judíos esos principios superiores están en los libros
proféticos –desde Isaías hasta Malaquías. El código moral alcanzado por estos
profetas es, sin lugar a dudas, el más elevado que haya habido en la historia
de la humanidad en las fechas en que vivieron. Para los cristianos, los
principios superiores bajo cuya luz hay que juzgar las Escrituras, están en el
Evangelio y el Nuevo Testamento en general, en el que no se puede encontrar una
sola incitación a la violencia y sí muchas al perdón, a la misericordia y al
amor a los enemigos. Y, por supuesto, esos principios están en la vida y obras
de su Maestro y fundador, Jesús. Pero este recurso a principios superiores no
existe ni en el texto del Corán, ni en el de los Hadices ni en la vida del
Profeta.
Es cierto que hay pasajes del
Corán que hablan de misericordia y de paz. Como cuando la Sura 2, 257 dice: “Nada de violencia en religión. El camino verdadero se
distingue bastante del error”. Pero, ¿qué se puede decir cuando el mismo Corán, en la
Sura 9, 5 (por elegir uno
de los pasajes de parecido tenor) dice: “... matad a los
idólatras dondequiera que los halléis, hacedles prisioneros, sitiadles y
asechadles; pero si se convierten, [...], dejadles tranquilos”? Veamos lo
que dice el Corán por boca del Profeta cuando, llamado la atención acerca de
las contradicciones en el texto afirma en la Sura
2,
100: “Nosotros no abrogaremos ningún versículo de
este libro ni haremos borrar uno sólo de tu memoria, sin reemplazarlo por otro
mejor o igual. ¿No sabes que Alá es Omnipotente?”. Es decir, que Alá es
Omnipotente hasta para decir hoy una cosa y mañana la contraria y la última
anula a la primera. Esta respuesta coránica ha dado pie a graves y, a mi
entender, insolubles problemas para el Islam. En su vilipendiado discurso de
Ratisbona, el Papa Benedicto XVI decía que “Ibh Hazn llega a decir que Dios
no estaría condicionado ni siquiera por su misma palabra y que nada lo
obligaría a revelarnos la verdad. Si fuese su voluntad, el hombre debería
practicar incluso la idolatría”. Esta Omnipotencia de Alá para
contradecirse (que ni cristianos ni judíos atribuyen a Dios) mete al Islam en
un callejón sin salida. Porque como al ponerse el Corán por escrito no se
situaron las suras ni las aleyas en orden cronológico, no sé sabe que versículo
es anterior y posterior, lo que ha dado lugar al problema llamado del abrogado
y el abrogante. Pero, peor aún. Un Dios capaz de contradecirse a sí mismo es un
Dios que desecha la lógica. Por eso el Islam, tras un breve escarceo con
Aristóteles, incluso traducido de forma sesgada, tuvo que rechazarlo y, con él,
el uso de la razón, porque la primera premisa de la lógica es el principio de
no contradicción. El Islam no pudo llevar a cabo la impresionante síntesis
tomista entre fe y razón natural. Y no pudo porque le es imposible en su
esencia de la concepción de Alá.
Pero dejemos de
lado el Corán momentáneamente y vayamos a la enseñanza del Profeta con su vida,
reflejada o no en ese libro. El artículo al que me refiero dice: “Más en
general, ¿no ha llegado el momento de que los musulmanes, que pensamos —con
razón— que nuestro profeta era un hombre de vanguardia, reivindiquemos nuestro
papel como modernizadores de las normas culturales y sociales?” Pero lo que ocurre es que en
el Corán se afirma, y el profeta lo ratifica con su vida, la inferioridad de la
mujer frente al hombre y su dominio sexual sobre ella, el uso del burka por
aquellas, la licitud del saqueo de caravanas en las que el Profeta participaba
y se llevaba un quinto del botín, el permiso para tener más mujeres que el
resto de los musulmanes, la bendición para casarse con su nuera, mujer de su
hijo adoptivo Zaid, haciendo que éste la repudiase, etc. Véase la muestra:
“Los hombres son superiores a las mujeres a causa de
las cualidades por medio de las cualidades por medio de las cuales Alá ha
elegido a éstos por encima de aquéllas. Las mujeres virtuosas son obedientes y
sumisas […] Reprenderéis a aquéllas cuya desobediencia temáis; las relegaréis a
lechos aparte, las azotaréis. Pero tan pronto como ellas os obedezcan, no les
busquéis camorra”. Sura 4, 38
“Vuestras
mujeres son vuestro campo. Id a vuestro campo como y cuando queráis”. Sura 2, 223
“¡Oh
profeta! Prescribe a tus esposas, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes
que dejen caer su velo hasta abajo; así será más fácil obtener que no sean conocidas
ni calumniadas”.
Sura 33, 59
“Te interrogarán sobre el botín.
Respóndeles: El botín pertenece a Alá y a su enviado”. Sura 8, 1
“Si teméis no ser equitativos respecto a
los huérfanos, no os caséis, entre las mujeres que os gusten, más que con dos,
tres o cuatro. Si teméis aún
ser injustos, no os caséis más que con una sola o con una esclava”.
Sura 4,3
“¡Oh profeta! Te está permitido casarte con las
mujeres que hayas dotado y con las cautivas que Alá haya hecho caer en tus
manos; con las hijas de tus tíos y de tus tías, paternos y maternos, que hayan
emprendido la huida contigo, y con toda
mujer fiel que haya dado su alma al profeta, si el profeta quiere casarse con
ella. Es una prerrogativa que te otorgamos sobre los otros creyentes”. Sura 33, 49 y 51.
“Alá no ha hecho que vuestros hijos
adoptivos sean como vuestros propios hijos”.
Sura 33, 4
“¡Oh
Mahoma! Tú has dicho un día a este hombre: Guarda a tu mujer y teme a Alá; y tú
ocultabas en tu corazón lo que Alá iba a exponer pronto a la luz del día. Tú
has temido a los hombres y, sin embargo era más justo temer a Alá. Pero cuando
Zaid resolvió repudiar a su mujer, nosotros la unimos a ti en matrimonio, a fin
de que no sea para los creyentes un crimen casarse con las mujeres de sus hijos
adoptivos después de su repudiación. Y la sentencia de Alá se cumplió”. Sura 33, 37
Pero la historia nos cuenta
otras cosas que, aún no estando en el Corán, forman parte de la vida del
Profeta. Mientras que Jesús rechazó expresamente dejarse proclamar rey, Mahoma
se hizo con el poder político en Medina nada más llegar allí. No mucho más
tarde mandó pasar a cuchillo a una de las tres tribus judías que vivían allí (a
las otras dos las había expulsado de Medina). Poco después de la muerte de su
primera esposa Khadija, con la que estuvo casado 25 años de forma monógama,
tomo por mujer a Aisha con la que consumó el matrimonio cuando ella tenía 9
años y él 52. En el año 629 ordena una expedición militar a Muta para
conquistarla e implantar en ella el Islam. Aunque fracasa, señala el camino
para que unos años más tarde Omar, el 2º Califa inicie las guerras de conquista
por Siria (Antioquía es conquistada en el año 642) y el norte de África
(Cartago en el 644). La marea conquistadora musulmana no empezará a bajar hasta
la derrota en Poitiers por Carlos Martel en occidente (732) y el primer fracaso
en la toma de Viena por los turcos otomanos (1529).
Francamente,
decir, como se dice en el artículo al que replico, que el
“profeta era un hombre de vanguardia” y que eso permita a los musulmanes moderados reivindicar el “papel como modernizadores de las normas
culturales y sociales”, o que la cruel y terrible práctica de la ley
Islámica se “remonta a costumbres preislámicas beduinas
en lugar de prestar atención a los ideales originales
y universales de nuestra religión —la misericordia, la libertad y la
justicia”, me parece un poco ingenuo o tergiversador. Me
temo que los musulmanes radicales pueden justificar su conducta basándose en el
Corán y en la vida de Mahoma con muchos más motivos que los moderados, por
mucho que esto me duela. Por
tanto, me parece que los autores no podrían mantener su postura ante los
musulmanes radicales y violentos cuando dicen que “aquellos de entre nosotros que desean convencer al mundo de que ciertas
costumbres falocráticas como el sistema de tutela masculina, la prohibición de
que las mujeres conduzcan o la imposición del niqab son ontológicamente ‘islámicas’ necesitan que otros
musulmanes les digamos, antes que nadie: no es así”. No podrían hacerlo
usando el texto coránico ni, mucho menos los Hadices o la vida del Profeta.
Dicen los autores del artículo al que puntualizo: “No cabe
duda de que, durante siglos, se persiguió, esclavizó o asesinó a muchos pueblos
en nombre de Cristo”. No
cabe duda. Los
cristianos hemos hecho muchas cosas deleznables a lo largo de la historia en
nombre de Cristo. También hemos hecho –y seguimos haciendo– muchísimas buenas
y, aunque en esto de la bondad y la maldad no existe la ley de la compensación,
hemos hecho inmensamente más cosas buenas que malas. Pero hay una cosa
indiscutible. Cuando hemos hecho cosas malas en nombre de Cristo, lo hemos
hecho tomando el nombre de Cristo en vano. Porque, aunque sea un Papa quien las
pueda haber promovido, no ha podido hacerlo invocando una sola línea del
Evangelio ni del Nuevo Testamento. Y las que hemos hecho buenas en nombre de
Cristo, ha sido siguiendo el ejemplo de su vida y de sus mandatos de devolver
bien por mal. No pueden decir lo mismo los musulmanes. Su balance es extraordinariamente
negativo y los que hacen el mal en nombre de Alá y su Profeta pueden apoyarse
en muchos pasajes del Corán y en el ejemplo del Profeta.
Dicen los autores: “La
libertad, la igualdad de derechos para todos los ciudadanos, el Estado de
derecho, el sufragio universal, la responsabilidad y la separación de poderes
(entre Estado y religión) son nuestros principios como musulmanes del siglo
XXI”. Me temo que esto no es así. Me parece magnífico que los autores
veneren todos esos principios. Pero, lo siento, no son principios musulmanes.
Son principios que encuentran sus raíces en el auténtico mensaje cristiano, y
que sólo existen en los países de cultura cristiana o en los que los han
importado de ellos. Ciertamente, la Iglesia, formada por hombres, no siempre ha
estado a la altura de esos ideales, aunque haya sido, a pesar de todo, la
institución que ha preservado los valores cristianos que están en la base de
esos ideales.
Por otro lado, es muy sorprendente, para un libro
increado y eterno que siempre haya suras que Alá le dicta a Mahoma las cosas
que a él le convienen, en el momento justo en el que le convienen. Por tanto,
todo esto me lleva a pensar que el Islam es una religión que, a pesar de la
extraordinaria buena voluntad de musulmanes como los autores, no admite
reformas. Me temo que es irreformable en su esencia. Para reformarlo hasta el
límite de que en esa religión cupiesen esos ideales, habría que cambiarla desde
sus cimientos. Y, entonces, dejaría de ser el Islam.
Pero admitamos que esa reforma fuese posible.
Desde luego, no sería desde la Cátedra de Filosofía en la Universidad de Viena o desde el
Global Forum for Islamic Reform (organismo que no he sido capaz de encontrar) o
desde la mezquita de Ivry-sur-Seine, desde donde se podría llevar a cabo esa
reforma. Tendrían que ser los musulmanes que viven en países musulmanes
conviviendo con la cultura musulmana más o menos radical los que la llevasen a
cabo. Y tengo muy pocas dudas de que esa reforma, si fuese posible, no podría
realizarse sin inmenso derramamiento de sangre de los propios musulmanes
reformadores mártires. Y, sinceramente, tampoco veo que entre los millones de
musulmanes bondadosos que viven inmersos en el radicalismo haya ninguna
vocación de martirio. Aunque reconozco el valor de los autores para escribir
este artículo, hasta ahora, los únicos que están siendo llevados como ovejas al
matadero son los cristianos de esos países.
Por eso creo que el mejor signo
de buena voluntad de los autores sería pedir a los gobiernos de los países
musulmanes que promoviesen el camino hacia la reciprocidad. Es decir, que la
implantación de templos cristianos y su libertad de acción en esos países fuese
la misma que ellos gozan en sus mezquitas de Al Shurah (que no he sido capaz de
encontrar, pero que imagino que estará cerca de Viena donde el imán de esta
mezquita es profesor de Filosofía) y de Ivry-sur-Seine, cerca de París, donde
otro de los autores es profesor de lingüística. Creo que sería un primer paso.
Tampoco estaría mal que pidiesen que en las Universidades de esos países se
impartiesen cursos de filosofía griega y occidental, desde Platón y
Aristóteles, hasta Husserl y Bergson. Sin embargo, me temo que esto sería visto
como una provocación y hasta es posible que si los autores de este artículo
pidieran esto estuviesen poniendo en peligro sus vidas.
Por tanto, y con gran dolor de
mi corazón, no soy capaz de apoyar la visión positiva y optimista de los
autores. Reconozco que están cargados de una buena voluntad digna de elogio,
pero no puedo compartir su punto de vista. Ojalá me equivoque o mi juicio parta
de ideas erróneas que me puedan ser rebatidas. Nada me gustaría más.