Recuerdo una
exitosa serie de televisión de los años 70, protagonizada por Peter Strauss y
Nick Knolte. Se llamaba “Hombre rico, hombre pobre” y estaba basada en una
novela del mismo título de Irwin Shaw. Contaba la historia de dos hermanos, Rudolph
y Thomas (Rudy, Peter Strauss, y Tom, Nick Knolte) Jordache desde 1945 hasta
1968. Hijos de un emigrante alemán, un amargado panadero de los barrios más
pobres de Nueva York, Rudy perseguía el éxito sin escrúpulos y consiguió fama,
dinero y poder. Tom, en cambio, era un hombre impulsivo y violento que
pretendió hacerse boxeador y acabó en la delincuencia y en el desastre. Sin
embargo, respondiendo al tópico de los ricos malos –sobre todo si son hombres
de negocios– y los pobres buenos, Tom era de una gran humanidad mientras que
Rudy era frío, calculador y cruel. No recuerdo cómo acababa la serie. Pero, en
cualquier caso, no es de esa serie de lo que quiero hablar. El recuerdo de la
misma me ha llevado a pensar en el hombre viejo y el hombre nuevo de los que
nos habla san Pablo en su epístola a los colosenses:
“…
despojaos del hombre viejo y de sus acciones y revestíos del hombre nuevo que,
en busca de un conocimiento cada vez más profundo, se va renovando a imagen de
su creador”.
Todos tenemos
dentro de nosotros, coexistiendo en lucha, un hombre viejo y un hombre nuevo, y
es nuestra misión en la vida ir transformando al viejo en nuevo. Seguro que hay
cientos de interpretaciones y exégesis de estos dos personajes internos. El
propio san Pablo nos dice algo de cada uno de ellos. Del nuevo, está escrito
más arriba que tiene que irse renovando a
imagen de su creador. Y, un poco más abajo, san Pablo nos dice en qué
consiste esa renovación:
“Sois
elegidos de Dios, pueblo suyo y objeto de su amor; revestíos, pues, de
sentimientos de compasión, de bondad, de humildad, de mansedumbre y de
paciencia. Soportaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga motivos de
queja contra otro. Del mismo modo que el Señor os perdonó, perdonaos también
vosotros. Y por encima de todo, revestíos del amor que es el vínculo de la
perfección. Que la paz de Cristo reine en vuestros corazones; a ella os ha
llamado Dios para formar un solo cuerpo. Y sed agradecidos. Que la palabra de
Cristo habite en vosotros con toda riqueza; enseñaos y exhortaos unos a otros
con toda sabiduría, y cantad a Dios con un corazón agradecido salmos, himnos y
cánticos inspirados. Y cuanto hagáis o digáis, hacedlo en nombre de Jesús, el
Señor, dando gracias a Dios Padre por medio de él”.
También nos habla san
Pablo, unas líneas más arriba, de lo que son las acciones del hombre viejo de
las que debemos huir:
“¡Lejos
de vosotros todo lo que signifique ira, indignación, malicia, injurias o
palabras groseras! No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre viejo…”.
Con todo esto, he
urdido una idea propia de lo que son el hombre viejo y el nuevo que llevamos
dentro. Puede que no coincida con lo que otros muchos más doctos que yo hayan
podido decir o que sea una repetición de lo ya dicho por éstos. No lo sé. Pero,
no obstante, me atrevo a hacer mi propia reflexión.
El hombre viejo
cree que se le debe algo. Se lo deben los demás, el mundo o, incluso, si cree
en Dios, se lo debe Dios. Muchos han dejado de creer en Dios porque piensan que
no les ha dado eso que se les debe y que, en última instancia, Dios debía darles
en el momento en el que ellos lo pidiesen. ¿A qué se cree que tiene derecho el
hombre viejo? Generalmente a tener los bienes, sean del tipo que sean, que está
acostumbrado a tener o que desea. Ha olvidado que eso que cree tener en
propiedad le ha sido dado, que no tiene nada que no le haya sido dado, aunque
él haya puesto también un esfuerzo para conseguirlo. Precisamente por esto, lo
considera suyo y, si lo pierde o lo ve en peligro, le sobreviene la ira, la indignación, contra Dios, el
mundo o los demás. Y entonces puede caer en la malicia y el engaño para conseguirlo o en las injurias y palabras groseras para insultar o despreciar a quien
cree que no le da lo que le es debido o mira por encima del hombro con
desprecio o palabras groseras a quien cree que tiene menos bienes que él.
El hombre viejo,
además, odia sus límites. Le desaniman, le enfurecen, le deprimen, le vuelven
envidioso con aquellos que cree que no tienen esos límites que él siente. El
que es más rico o más feliz que él. Su voracidad para alejar esos límites puede
crecer desmesuradamente. Y si cree en Dios, piensa que Él tiene la obligación
de quitarle esos límites. En última instancia, le gustaría carecer de límites.
En una palabra, ser Dios. Y el no conseguirlo, le encoleriza o le deprime. El
hombre viejo, aunque pueda ser pobre, es, en el sentido evangélico de la
palabra, “rico”. De los que es más difícil que se salven que que un camello
pase por el ojo de una aguja. ¿Quién no tiene un hombre viejo así dentro, más o
menos desarrollado?
El hombre nuevo,
en cambio, sabe que todo es gracia. Que todo le ha sido dado. Que incluso la
capacidad del esfuerzo para conseguir lo que ha conseguido, ha sido un don, un
préstamo, y que no tiene derecho a exigir que nada sea suyo. Cada día hace un
acto de desapropiación de lo que tiene. Renuncia a ello y, después, le pide a
Dios que, si es su voluntad, le restituya todo o parte de lo que le ha
entregado. Es pobre, en el sentido evangélico. Cada día “vende” todo lo que
tiene, se lo da a los pobres y sigue a Jesús. Y si algo le es restituido, da
gracias por eso y olvida lo que no le ha sido devuelto. ¡Ufffff! ¡Qué difícil!
¡Imposible! Sí, totalmente imposible sin la gracia de Dios. Por eso está
siempre en busca de un conocimiento cada
vez más profundo, se va renovando a imagen de su creador, en un proceso de
toda una vida con avances y retrocesos contínuos. Y sabe que esa renovación no
puede hacerla él solo. Necesita la gracia de Dios y la mendiga cada día en la
oración. El hombre nuevo, sea rico o pobre, es pobre en el sentido evangélico.
La oración del
hombre nuevo y evangélicamente pobre, tiene que consistir en pedirle a Dios que
le enseñe a amar sus límites en vez de detestarlos. A amarlos y sobrellevarlos
como la cruz de Cristo, a la que tiene que amar. Tiene que pedirle a Dios que
crucifique al hombre viejo en esos límites que detesta y que, al mismo tiempo,
haga que el hombre nuevo resucite con Él. Esto se dice o se piensa muy fácilmente
cuando no nos sentimos estrujados contra nuestros límites. ¡Pero qué difícil
cuando nos aprietan y nos rozan, como un zapato pequeño y malo para un
peregrino! Por eso, como en todo, conviene entrenarse en las pequeñas presiones
contra nuestros límites para ser capaz de rezar así cuando la presión alcance
límites insoportables.
Hay innumerables
tipos de límites, pero me atrevería a agruparlos en cuatro tipos: los primeros
serían los límites de tipo material y económico. Los segundos los de tipo intelectual
y fisiológico; escasa inteligencia, errores de juicio, pérdida de prestigio,
enfermedad, vejez, decrepitud, física y mental, muerte, etc. Los terceros
serían todos aquellos que nos impiden hacer que la gente a la que queremos o de
la que dependemos se comporte como nos gustaría. Los cuartos son de tipo moral;
ser incapaces, aun deseándolo con toda el alma, de la perfección moral de obrar
siempre de la forma correcta por falta de voluntad.
No creo necesario
describir más los primeros. Ahí están todas las cosas que nos gustaría tener y
no podemos, todos los esfuerzos y angustias para llegar a fin de mes, el paro,
etc. Todos queremos tener trabajo, que nos paguen más, que nos toque la
lotería, etc., para poder libarnos de esos límites. Y está bien quererlo. Pero
la mayoría de las veces las cosas no son en este sentido como nos gustarían y
nos podemos sentir agobiados. Pero el hombre nuevo tiene que llegar, no sólo a
aceptar esos límites con fair play,
sino a amarlos. ¿Amarlos? Imposible. Totalmente para nosotros, pero no para
Dios obrando en nosotros. Y esa tiene que ser la oración del hombre nuevo, sin
que, por supuesto, eso le lleve a la renuncia de poner todos sus medios humanos
para alejar esos límites en la medida de lo posible. Pero amándolos, porque son
ellos los que nos llevan a buscar a Dios y a acercarnos a Él. Sólo con la ayuda
de Dios podremos.
El hombre nuevo
tiene también que amar el segundo tipo de límites. Los del cuerpo o la mente. El
filósofo francés Emmanuel Mounier en su libro, “El personalismo”, dice:
“No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi
cuerpo; […], por su envejecimiento me enseña la duración, por su muerte me
enfrenta con la eternidad. Hace sentir el peso de la esclavitud, pero al mismo
tiempo está en la raíz de toda consciencia y de toda vida espiritual. Es el
mediador omnipresente de la vida del espíritu”.
San
Juan Pablo II es un maestro de aprender a amar este tipo de límites. En 1985,
cuando cumplió 65 años, en plenas capacidades físicas y mentales, escribió la
siguiente oración:
“Señor,
hace ya sesenta y cinco años que me diste el don inestimable de la vida y,
después de mi nacimiento, no has cesado de llenarme de tu gracia y de tu amor
infinito. A lo largo de estos años se han entretejido grandes alegrías,
pruebas, éxitos, fracasos, enfermedades, duelos… como le ocurre a todo el
mundo. Ayudado por tu gracia y tu auxilio, he podido triunfar de estos
obstáculos y avanzar hacia ti. Hoy me siento rico en mi experiencia y en el
gran consuelo de haber sido colmado de tu amor. Mi alma te canta su
reconocimiento.
Pero
cada día veo a mi alrededor ancianos a los que envías fuertes pruebas: sufren
parálisis, incapacitación, senilidad, y a menudo no tienen fuerza para rezarte.
Otros han perdido el uso de sus facultades mentales y no pueden alcanzarte a
través de su mundo irreal. Veo la vida de esas personas y me digo: «¿y si fuese
yo?» Entonces, Señor, hoy mismo, mientras estoy todavía en posesión de todas
mis facultades motrices y mentales, te ofrezco por anticipado mi aceptación de
tu santa voluntad, y desde ahora quiero que si una u otra de esas pruebas me
llegan, pueda servir para tu gloria y para la salvación de las almas. También
desde ahora te pido que sostengas con tu gracia a las personas que tengan la
ingrata tarea de prestarme su ayuda.
Si
un día, la enfermedad invadiese mi cerebro y aniquilase su lucidez, desde
ahora, Señor, mi sumisión está delante de ti y se seguirá de una silenciosa
adoración. Si un día, un estado de inconsciencia prolongada tuviera que
destruirme, yo quisiera que cada una de esas horas que tenga que vivir sea una
serie ininterrumpida de acciones de gracias y que mi último suspiro sea también
un suspiro de amor. Mi alma, guiada en ese instante por la mano de María, se
presentará ante ti para cantar eternamente tus alabanzas. Amen”.
Esa es la actitud
del hombre nuevo. Crucificado en esos límites, acercarse a la cruz de Cristo y
a su resurrección. ¡Qué difícil! ¡Imposible sin la gracia! Por eso hay que
pedirla en oración. Con la gracia, esos límites, a menudo terribles, pueden ser
el camino hacia Dios. Ese fue el camino que nos enseñó san Juan Pablo II.
Pero también se encuentra
en este tipo de límites todas aquellas cosas que nos impidan tener el prestigio
y/o respeto que creemos merecernos. Todos somos dignos de respeto, pero me
estoy refiriendo al respeto de sentirnos demasiado importantes o, incluso,
envidiados. Aspirar a más prestigio o respeto del que merecemos. Es muy
ilustrativo de estos límites el salmo 131 (130) que dice:
“Señor,
mi corazón no es altanero, ni mis ojos engreídos. Nunca perseguí grandezas […]
que me superan, sino que aplaco y modero mis deseos; estoy como un niño en
brazos de su madre. ¡Espera, Israel, en tu Señor, ahora y siempre!”
¿Y el tercer tipo
de límites? ¡Cuántos padres sufren terriblemente por el comportamiento de sus
hijos! Ven, sin poder hacer prácticamente nada, cómo se adentran en caminos sin
salida o que les van a acarrear enormes dificultades en la vida. Y piensan: “He
hecho todo lo que he sabido y estaba en mi mano para educarles en el bien y la
cosa acaba en esto. ¿Qué he hecho mal, en qué me he equivocado?” Y hasta pueden
aumentar su sufrimiento con esta angustia. Puede ser también que queramos
ayudar a una persona a la que queremos y que seamos impotentes para hacerlo. Y
esto, claro, crea sufrimiento. O tal vez ese límite lo encontramos en esa
persona a la que hemos ayudado innumerables veces y que, cuando somos nosotros
los que necesitamos su ayuda, nos dejan en la estacada. Tal vez estos puedan
ser también los hijos. O ese jefe que nos hace la vida a cuadros. Amar estos
límites es, si cabe, todavía más difícil. Por eso hay que pedirlos más.
Están, por último,
los límites de tipo moral. Querer hacer el bien y que no podamos, que hagamos
aquello que no queremos, que sabemos que está mal. Otro santo, esta vez san
Pablo, nos indican el camino a seguir para amar estos límites.
“Pero
yo soy un hombre acosado por apetitos desordenados […] y no acabo de comprender
mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. […] Y bien se
yo que no hay en mí […] cosa buena. En efecto, querer el bien está a mi
alcance, pero hacerlo no. Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que
aborrezco. […] ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que es
portador de muerte? ¡Tendré que agradecérselo a Dios, por medio de Jesucristo,
nuestro Señor!” (Romanos
7, 14-25)
“Precisamente
para que no me sobreestime, tengo un aguijón clavado en mi carne, un agente de
Satanás encargado de abofetearme para que no me enorgullezca. He rogado tres
veces al Señor para que apartase esto de mí, y otras tantas me ha dicho: ‘Te
basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad’.
Gustosamente, pues, seguiré presumiendo de mis debilidades, para que habite en
mí la fuerza de Cristo. Y me complazco en soportar flaquezas, oprobios,
necesidades, persecuciones y angustias, porque cuando me siento débil, entonces
es cuando soy fuerte”.
(2 Corientios 12, 7-10)
Probablemente sean
estos límites morales los que más duelan a nuestra conciencia. Al fin y al
cabo, los otros límites no son, en general culpa nuestra, no nos son directamente
achacables, pero los morales… nos dejan la conciencia herida. Pero, ¿es la
conciencia o nuestro amor propio el que queda herido? Hace años leí, no recuero
dónde una oración que decía:
“Líbrame,
Señor, de la perfección que yo quiero darme y ábreme a la santidad que Tú
quieras concederme”.
Porque la
santidad, el bien moral, no es algo que se logre a base de puños, sino que es
algo que nos es dado. Dice el salmo 51:
“Crea
en mí, ¡oh Dios!, un corazón limpio, renueva dentro de mí un espíritu firme”.
El corazón limpio
de las bienaventuranzas, el que nos hará ver a Dios, es un regalo que hay que
buscar en el sitio adecuado. Y, ¿cuál es ese sitio? Lo expresa maravillosamente
una conversación entre san Francisco de Asís y el hermano León, que se reproduce
en el libro “Sabiduría de un pobre” de Éloi Lecrerc. Dicen:
“-¡Hermana
agua! –gritó Francisco acercándose al torrente–. Tu pureza canta la inocencia
de Dios.
Saltando
de una roca a otra, León atravesó el torrente. Francisco le siguió. Tardó más
tiempo. León, que le esperaba de pie en la otra orilla, miraba cómo corría el
agua limpia con rapidez, sobre la arena dorada, entre las masas grises de las
rocas. Cuando Francisco se le juntó, él siguió con su actitud contemplativa.
Parecía no poder desatarse de ese espectáculo. Francisco le miró y vio tristeza
en su rostro.
-Tienes
aire soñador –le dijo simplemente Francisco.
-¡Ay,
si pudiéramos tener un poco de esta pureza –respondió León–, también nosotros
conoceríamos la alegría loca y desbordante de nuestra hermana agua y su impulso
irresistible!
Había
en sus palabras una profunda nostalgia, y León miraba melancólicamente el
torrente, que no cesaba de huir en su pureza inaprensible.
-Ven
–le dijo Francisco, tomándole del brazo.
Empezaron
los dos otra vez a andar. Después de un momento de silencio, Francisco preguntó
a León:
-¿Sabes
tú, hermano, lo que es la pureza de corazón?
-Es
no tener ninguna falta que reprocharse –contestó León sin dudarlo.
-Entonces
comprendo tu tristeza –dijo Francisco–, porque siempre hay algo que
reprocharse.
-Sí
–dijo León–, y eso es, precisamente, lo que me hace desesperar de llegar algún
día a la pureza de corazón.
-¡Ah!,
hermano León; créeme –contestó Francisco–, no te preocupes tanto de la pureza
de tu alma. Vuelve tu mirada hacia Dios. Admírale. Alégrate de lo que Él es.
Él, todo santidad. Dale gracias por Él mismo. Es eso, hermanito, tener puro el
corazón. Y cuando te hayas vuelto así hacia Dios, no vuelvas más sobre ti
mismo. No te preguntes en dónde estás respecto a Dios. La tristeza de no ser
perfecto y de encontrarse pecador es un sentimiento todavía humano, demasiado
humano. Es preciso elevar tu mirada más alto, mucho más alto. Dios, la
inmensidad de Dios y su inalterable esplendor. El corazón puro es el que no cesa
de adorar al Señor vivo y verdadero. Toma un interés profundo en la vida misma
de Dios y es capaz, en medio de todas sus miserias, de vibrar con la eterna
inocencia y la eterna alegría de Dios. Un corazón así está a la vez despojado y
colmado. Le basta que Dios sea Dios. En eso mismo encuentra toda su paz, toda
su alegría y Dios mismo es entonces su santidad.
-Sin
embargo, Dios reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad –observó León.
-Es
verdad –respondió Francisco–. Pero la santidad no es un cumplimiento de sí
mismo, ni una plenitud que se da. Es, ante todo, un vacío que se descubre, y
que se acepta, y que Dios viene a llenar en la medida en que uno se abre a su
plenitud. Mira, nuestra nada, si se acepta, se hace el espacio libre en que
Dios puede crear todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por nadie. Él
es el Señor, el Único, el Solo Santo. Pero toma al pobre por la mano, le saca
de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su
gloria. Dios se hace entonces el azul de su alma. Contemplar la gloria de Dios,
hermano León, descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que
somos o podemos llegar a ser, gozarse eternamente de lo que Él es. Extasiarse
delante de su eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa de su
misericordia indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el
Espíritu del Señor no cesa de derramar en nuestros corazones, y eso es tener un
corazón puro, pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños ni poniéndose en
tensión.
-¿Y
cómo hay que hacer? –preguntó León.
-Es
preciso, simplemente, no guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo, aún esa
percepción aguda de nuestra miseria; dejar sitio libre; aceptar ser pobre;
renunciar a todo lo que pesa, aún al peso de nuestras faltas; no ver más que la
gloria del Señor y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso basta. El corazón se
hace entonces ligero, no se siente ya él mismo, como la alondra embriagada de
espacio y de azul. Ha abandonado todo cuidado, toda inquietud. Su deseo de
perfección se ha cambiado en un simple y puro querer de Dios.
León
escuchaba gravemente, mientras andaba delante de su padre. Pero, a medida que
avanzaba, sentía que su corazón se hacía ligero y que le invadía una gran paz”.
***
Como decía santa
Teresa de Lisieux (los santos son ejemplos de muchas cosas pero tal vez de la
que más sea la forma de amar sus límites):
“Lo
que le agrada a Dios de mi pequeña alma es que ame su pequeñez y su pobreza,
que tenga una infinita confianza en su misericordia”.
Ahí está la clave
para superar todos los límites. En el reconocimiento humilde de nuestra
incapacidad, de nuestra insignificancia, de nuestra pobreza y poner estas
debilidades delante del Señor para que Él sea fuerte en nosotros. En pedirle
que nos baste su gracia. Pedirlo sin descanso, como la viuda pedía justicia al
juez inicuo (Cfr. Lucas 18, 1-8) o como el hombre que pedía dos panes al amigo
a horas intempestivas (Cfr. Lucas 11, 5-10). Hay que rezar a tiempo y a
destiempo pidiendo esas cosas. El amor a esos límites. El Espíritu Santo. “¿Quién, si un hijo le pide pan, le dará una
piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo
malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más, vuestro Padre
dará el Espíritu Santo a quien se lo pida?”. (Lucas 11, 11-13). Normalmente,
Dios no nos quitará los límites. Ni nos lo ha prometido ni sería bueno para
nosotros. En cambio, si se lo pedimos, nos convertirá en hombres nuevos y transformará nuestros límites en caminos
hacia Él. Nos pasará lo que dice el salmo 84:
“… dichoso
el que encuentra en ti su fuerza y peregrina hacia ti de buena gana. Al pasar
por el valle del llanto lo convierte en manantiales, la lluvia de otoño lo
cubre de bendiciones. Camina animoso para ver al Señor en Sión”.
No puedo por menos
que terminar esto con un refrán muy típico español que ha popularizado
recientemente Mariano Rajoy en el Parlamento: “¡Consejos tengo que para mí no tengo!” En fin, habrá que
entrenarse.