XIX. HORTUS CONCLUSUS
Pierre Charles S.J.
Para designar la morada eterna de los elegidos hemos tomado una vieja palabra persa, adoptada ya por los griegos, y decimos el Paraíso. El Paraíso de los antiguos sátrapas del Irán es un jardín plantado de árboles y clausurado contra todas las invasiones indiscretas, un jardín de sombra y de flores, de sol y de surtidores. Yo quisiera hoy, Señor, pasearme contigo por ese jardín. Me parece que podríamos aprender aquí muchas cosas útiles, aunque no fuera más que un paseo lento y dejándonos invadir por el silencio pacífico.
¿Por qué tan a menudo he dejado fuera de mi piedad todas esas emociones profundas que, mejor que sermones laboriosos, serían capaces de hacerme un alma cristiana? ¡Un jardín! Lo he considerado como algo profano, olvidando el jardín de Getsemaní, y el de los orígenes del hombre, y el del Cantar de cantares con los lánguidos perfumes que allí dispersa el viento del Sur. Hay toda una invitación discreta que emana de este mundo de flores, de árboles, de pájaros o de hojas muertas; jardín de otoño o de primavera, jardín todo bañado de sol o goteante bajo la lluvia, el jardín de los niños y el de los Cartujos y el de los viejos que vienen aquí a sentarse en silencio.
En las calles, en los caminos, me siento zarandeado; pero allí, detrás del vallado o la muralla, a lo largo de los senderos solitarios, muchos de mis cuidados obsesivos llegan a disolverse en la paz. Los viejos paganos habían poblado los jardines de divinidades y de genios. Nosotros los hemos suprimido. Sólo sobreviven en los mármoles, en rincones de céspedes, en tazas de fuentes. Pero hay una idea verdadera en todos esos errores antiguos, y nosotros la hemos tal vez sacrificado indebidamente. ¿Tu Espíritu, Señor, no vive en la frescura de los bosques –in aestu temperies– y no se ocupa de nutrir los pájaros que, bajo la enramada, claman a su Creador? Y en el silencio de los grandes jardines, ¿no puedo oír tu llamada como el primer hombre?
Porque en los jardines, los caminos no acaban en ninguna parte. Se cruzan y serpentean, pero vuelven todos al punto de partida, a la puerta de la morada. Como mi vida, Señor, como mi vida, de la cual Tú eres el alfa y omega, que ha comenzado por Ti y que debe acabar para Ti. Cualesquiera que sean los rodeos de mis obras y los meandros de mis caprichos. (No puedo por menos que insertar aquí el link a mi libro, en papel o kindle, “El largo y tortuoso camino”: https://www.amazon.es/El-largo-y-tortuoso-camino/dp/1980475806 ) En este jardín, donde continúo mi paseo solitario, me siento invadido por emociones tiernas y fuertes que me guardan o me rehacen la salud espiritual. El hombre que en todas las partes de la tierra ha saqueado tanto tu obra, aquí, al menos, se ha limitado a cultivarla. La ha tratado con dulzura y respeto, y ella ha respondido como responden tus criaturas cuando no se las violenta. La respuesta encantada de los vergeles en primavera, y la respuesta grave madura de los vergeles en otoño; y la respuesta del humilde huerto de legumbres que se trabaja día y noche para que dé cebollas, y berzas, lechugas y perejil; y las respuestas de los arriates de flores, que no se cuidan de ser miradas y cuya belleza sencilla ignora la coquetería, y basta la respuesta de esta vegetación espontánea que llamamos la mala hierba, porque no nos ha pedido permiso para crecer y de la que sólo Tú fuiste su jardinero; la respuesta de la madreselva en el bosque y de la margarita obstinada en el césped.
Tú mismo te apareciste, la mañana de la resurrección, a Magdalena bajo las apariencias de un jardinero, y los viejos Padres de la Iglesia sostuvieron, en el siglo II, contra todos los herejes de entonces que querían hacer de tu cuerpo sólo una apariencia, que tus disfraces no eran de engañifa, y puesto que habías escogido mostrarte como jardinero en este encuentro solemne, lo eras verdaderamente: horticultor paciente que debe contar con el suelo, la lluvia, los pájaros, los insectos y los merodeadores; horticultor ingenioso que hace rendir el ciento por uno a todos los granos que caen de su mano en el surco de las almas generosas; horticultor glorioso, ufano de sus cosechas y que no desdeña ni siquiera las grandes paletadas de estiércol al pie de las higueras estériles.
Porque nada
hay más exigente que el cultivo de un jardín, ya que todo vuelve a sus formas
salvajes desde el momento en que el jardinero le deja a él solo. Un poco como
yo, Señor, un poco como todos nosotros, aún los más graves y los más dignos,
prontos a caer otra vez en el egoísmo espontáneo desde el momento en que tu
gracia nos abandonara a nuestra pereza nativa y a nuestras pequeñas astucias
mediocres. Es nuestra suerte, a la vez muy difícil y muy noble; es nuestro
terrible y magnífico quehacer de hombres y de cristianos, crecer y
perfeccionarnos, no siguiendo nuestros sueños, sino la línea, muy recta, de
nuestra naturaleza: esta naturaleza que nos conviene no menospreciar ni odiar,
sino respetar como el gran don divino. Tú dijiste que solamente los necios van a
buscar racimos en las zarzas y a recoger higos en los cardos; y en las primeras
páginas del Génesis vemos que cada planta recibió la orden muda de producir
frutos según su especie –in genere suo. Tú no quieres de mi, Tú, el
sabio horticultor, otra cosa sino que sea un hombre; Tú no Te extrañarás si el
fruto de mis obras lleva la marca de mis tanteos, de mis incertidumbres, de mis
miedos y de mis torpezas. No soy una flor de invernadero; me has dejado crecer
a pleno viento, al choque de todas las pruebas, y batido por todos los
contratiempos, por las decepciones, por las angustias, como una pobre planta
que debe florecer luchando y que nunca está segura del mañana. Señor, ten piedad
de nosotros todos, porque es una gran paradoja estar enraizados en la tierra y
tener que subir hacia el cielo; es un problema arduo, cuando uno mismo es para
sí casi un extranjero, preparar correctamente unas obras que corresponden a lo
que somos, y cuando uno mismo no sabe si es vid o zarza, higuera o cardo, hacer
madurar los frutos que el jardinero da por descontados y espera... Pero no
estamos solos y Tú estás con nosotros y nos ayudas a crecer –incrementum dat–,
y mi gran reposo consiste en saber que Tú nos conoces -nescio, Deus scit– y que, en la sencillez de la conformidad, bajo
el gesto del horticultor, podemos encontrar cómo realizar nuestro ser y nuestro
deseo.
Añadido mío:
Al leer esta lección del Papa, asociaciones de ideas incontrolables me han hecho echar mano de tres poemas de autor desconocido (al menos para mí) que, con mi manía de ser urraca, copié hace años. Los dos primeros podrían llamarse “Oración ante un jardín” el tercero, algo así como “¡Qué difícil es ser hombre!” Ahí van:
I
Veo a través de la ventana
al castaño, al ciprés y al abedul mecerse.
El ciprés, parsimonioso y grave,
se cimbrea batiendo con su tronco el tiempo,
bajo continuo marcando ritmos poderosos.
Cada rama del abedul posee un movimiento
propio
de batuta diestramente dirigida.
Horizontales compases se mezclan con otros
verticales
en aparente caos asíncrono nunca repetido,
señalando entradas, tuttis, pianos,
síncopas extrañas que se unen y confunden
sin resolverse nunca entre ellas mismas.
El castaño, mientras tanto, hace temblar sus
hojas
en un trémolo de cuerdas anhelantes
que anuncian sucesos ineludibles, inmediatos.
Un pájaro vuela de una rama a otra
con un batir de alas certero, preciso,
acompasado,
como si supiera exactamente lo que hace.
Yo, absorto Beethoven sordo en el silencio,
oigo la muda sinfonía en mi cabeza.
Sé que el viento la produce y la sustenta
y sé que cada átomo del aire
obedece al Director Supremo.
Algo como un éxtasis me envuelve
y arranca de mí la oración como un fluido.
“Director de átomos de aire
que sostienen pájaros seguros,
que mueven céfiros pensantes,
que mecen ramas de árboles que suenan en
silencio
–el castaño, el ciprés, el abedul sonoros–,
que crean música cósmica e inexpresable.
Sé Tú, Director sabio y bondadoso
quien dirija los acordes de mi vida.
Dame las entradas y salidas,
los ritmos, los timbres, las alturas.
Para mí, para mi orquesta, para siempre.
II
Fuiste tú, Cortázar, Julio, lo
recuerdo,
entre famas, cronopios, manueles
y rayuelas,
el que me hiciste ver la música
en el viento.
En un texto tuyo, escondido donde
no recuerdo,
el viento movía hojas de armonías
silenciosas.
Estoy ante el mismo cristal de
una ventana
donde hace meses, cuando el otoño
se moría de cansancio,
me extasié en oración
contemplativa
con pájaros, ramas, árboles,
sonidos mudos.
Ha pasado el invierno, aquí está
la primavera.
El ciprés ha aguantado
inexpugnable
fríos, heladas, vendavales
turbulentos.
Sigue igualmente serio, no ha
cambiado.
Del abedul no sabría que decirte
pero el castaño estalla en solemnes
pirámides floridas.
Y las ramas, troncos y pájaros de
todos
hoy también, como entonces
ocurriera,
se mueven en céfiros pensantes
misteriosos.
No me enseñaste tú, Julio
Cortázar,
a rezar al que crea la música que
tú también oíste.
No me enseñaste tú, Él fue mi
solícito maestro.
Pero tú me pusiste en el camino y yo, te lo agradezco.
III
Lunes Santo. Cuenca. Desde lo
alto de la ciudad contemplando la hoz del Huécar con Cuenca abajo, a la
derecha.
¡Qué envidia me dan los pájaros
cantando a la luz de la mañana!
Con tan sólo cantar, ya Te dan
gloria.
Envidio también la lagartija,
que calienta su cuerpo al sol
mientras Te alaba,
porque Tú hiciste frías
su sangre y sus entrañas.
Se me escapa el alma cuando veo
a la trucha cimbreándose en el
río.
Para nadar nació
y nadando Te bendice.
¿Y yo? ¿Yo?
¿Cómo, con qué debo alabarte?
¿Cómo Te cantaré?
¿De qué aires, soles, aguas
deberá beber mi lengua para saber
ensalzarte con mi vida?
¿Tal vez me basta con sólo
contemplar y darte gracias?
¿Tal vez es suficiente remontarme
desde el pájaro a tu Nombre?
¿Basta con eso o hace falta
la laboriosa acción
transformadora?
Duda, la duda siempre lacerante.
¿Dónde está la sencillez perdida?
¿Se apagan con la muerte las
preguntas?
¡Oh Capitán! ¡Mi Capitán! ¡Dios mío...!