3 de junio de 2021

La oración de todas las cosas 26: la pluma del escritor

 La pluma del escritor

 Pierre Charles S.J.

 He visto a los monjes budistas escribiendo con estilete sobre láminas de hojas de palma. En mi juventud he llegado a ver viejos notarios que usaban todavía plumas de ave y, hasta 1914, se ponían a disposición del público, al lado del tintero, en las grandes bibliotecas inglesas. En el colegio empleábamos todavía la pluma de un pavo, mango minúsculo de madera o de ebonita. Hoy podemos escoger entre todos los tipos de estilográficas. Tú, Señor, para escribir en el polvo aquellas palabras misteriosas de las que no sabemos nada, no tenías más que el dedo: digito scribebat in terra. Es algo prodigioso la escritura, esta invención de algún iletrado anónimo y que representa la única victoria sobre el tiempo. Podemos ya confiar pensamientos a la memoria de las cosas. Serán contemporáneos de todos los lectores, aun después de cuarenta siglos.

Pero no quiero divagar esta tarde sobre maravillas. No quiero entregarme a los éxtasis ante este pequeño truco genial que es un alfabeto escrito. Estoy cansado esta tarde. Las alas de mi espíritu están pesadas como las de un pavo. No sólo no quiero hablar, ni escuchar a los filósofos, sino ni siquiera a poetas. Quiero más bien dialogar al azar con mi pluma. Está aquí, prisionera de mis dedos. La necesito cada día, como un cojo a su bastón o un miope a sus gafas. Sólo ella conoce los secretos de mis vacilaciones, de mis borrones, de mis correcciones, de mis arrepentimientos y hasta de estos dibujos absurdos que le fuerzo a trazar maquinalmente cuando se hace esperar la palabra que busco o cuando rehusa abrirse mi pensamiento.

Es paradójica la pluma. No conoce el alfabeto. No ha estudiado nunca nada. Ignora el latín y el griego; no sabe que hay una diferencia entre la prosa y la poesía. Símbolos químicos, ecuaciones algebraicas, fórmulas geométricas, nunca ha entendido nada de todo esto. El hecho evidente es que la pluma, que lo escribe todo, es una iletrada, una iletrada total; y que quedará así hasta el fin de los tiempos. Extraño parece confiar encargos de redacción a un iletrado. ¿No es tan absurdo como murmurar confidencias a un sordo o hacer cantar a los mudos? Y, con todo, al pensarlo, veo que la pluma me presta servicios precisamente porque es iletrada. Sólo necesito su docilidad. Es instrumento. Me toca a mí el saber, porque es mi pensamiento lo que ella escribe. Si tuviera ideas propias, una ortografía propia y preferencias de estilo, deberíamos ponernos de acuerdo cada instante y perderíamos el tiempo en discutir. Pero, buen instrumento, puede prolongar mis dedos sin estorbar mi espíritu. Vamos a escribir griego: lo hará, porque no gusta de otra cosa que servir. Y si escribimos hebreo o árabe, no protestará porque la lleve de derecha a izquierda o que comience por la última página. Y si escribimos japonés, estará bien dispuesta a correr de arriba a abajo, en columna vertical. Al dejarla sobre la mesa no protesta; y cuando dibujo torpemente caricaturas, las ejecuta como si fueran obras maestras. 

Hay, con todo, un pequeño detalle sobre el cual soy exigente. Vigilo de muy cerca su punta. No puede ser ni demasiado fina ni demasiado gruesa. Debe deslizarse sin resistencia; pero no tolero que sea remisa. Debe obedecer a la presión más pequeña. Ella asegura el contacto con el papel y regula la afluencia de la tinta, sin una mancha ni un blanco. Y basta que no tenga a mano la pluma familiar para que me abandone todo deseo de escribir.

Es toda una parábola muy sencilla, Señor, la que me cuenta la pluma. No necesito que me hable en términos filosóficos de la causa instrumental y de la causa principal. Sólo con mirarla en la punta de mis dedos adivino cuál debe ser mi papel en tus manos.

No he de oponer mi pensamiento al tuyo. El poema divino que es mi vida, Tú lo compones: yo no he de hacer otra cosa que escribirlo. El mensaje que he de transmitir no es el mío: es el tuyo. Ante tu sabiduría, yo tampoco soy más que un iletrado. No conozco las palabras de la gracia ni el léxico del santuario. No porque procedan de mí, mis discursos tendrán un valor de resurrección y podrán desafiar a la muerte; sino porque vienen del Espíritu. Mi primera tarea es ser discípulo; es decir, dócil y fiel. Yo también, a condición de guardar el contacto total contigo, puedo anunciar una esperanza que no ha nacido en mi, y sembrar verdades que no he inventado yo. Necio, Deus scit. Puedo hablar una lengua misteriosa que ignoro – linguis loquentur novis– como la pluma escribe el griego del cual no sabe una palabra. ¿No nos has repetido que debíamos permanecer contigo y que, por este mismo hecho, Tú estaríais en nosotros?

Pero esto no es todo, aún. Tengo que realizar una doble adaptación en mi persona de cristiano. Debo adaptarme a tu acción para recibir; y debo adaptar mi acción al prójimo para ser una punta que toca a los hombres. La porción más difícil de mi tarea no es, tal vez, la de entenderme contigo, como no es especialmente ardua la fabricación de un mango de pluma. Tú eres siempre el mismo: infinitamente bueno y fiel en tus promesas. La punta es la delicada; esta acción que debo ejercitar sobre los hombres. Porque ellos son fantásticos, caprichosos, cambiantes, a veces muy estúpidos, impedidos por prejuicios, tullidos por la pereza o poblados de pánico. No basta decirles cosas verdaderas; es necesario hacérselas comprender y hacérselas admitir, a través de su sueño, sus vértigos o sus furores. Ni podemos siquiera escoger la masa, eliminar los más duros, y contentarnos, como hacemos demasiado a menudo, con predicar a convertidos. Tu Evangelio es para todos: omni creaturae. ¿Por qué milagro de tacto, de discreción, de seducción, llegaré a entenderme y a adaptarme, en medio de la barahúnda tumultuosa? Comprendo que muchos hayan decidido que para acabar tu obra sobre la tierra bastaba con orar mucho. Pero tu mandato es más urgente que estos métodos. La pluma no puede hacer entrar en sí misma la punta bajo pretexto de recogerse mejor. Y, por otro lado, para actuar con los hombres caprichosos y estúpidos basta con conocerles bien y amarles. Y esto me es posible porque todos sus caprichos, su necedad, sus violencias, los encuentro en mi. Son todos mis semejantes, y mi acto de caridad no debe cambiar de clima para alcanzarles.


Añadido mío:

“Tenemos que aprender a amar a nuestro mezquino prójimo con nustro mezquino corazón”. Hugh Auden.

¡Qué fácil sería amar al prójimo si fuese magnánimo, aunque nosotros fuésemos mezquinos! O amarle si nosotros fuésemos grandes de espíritu, aún siendo ellos miserables. Pero no. No puede ser así. Por eso tenemos que aprender la dura y difícil tarea de amar a nuestro mzquino prójimo con nuestro mezquino corazón.

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