XXVII. IN ARUNDINETO
En el cañaveral
Pierre Charles S.J.
También las cosas se han convertido en presa de los
moralistas. Diríase que todo su papel consiste en servir de pretexto para
lecciones. La violeta, piensa uno, no es otra cosa que un símbolo de modestia;
la hiedra, un ejemplo de fidelidad. Su único valor sería de orden pedagógico;
reemplazarían a los predicadores cuando éstos, sin poder más, se callaran. El
encanto que vierten en el alma, su simple belleza fresca, el semblante virginal
que Dios les ha dado, todo esto no perece suscitar más que poesía. La religión
quedaría fuera. Y, con todo, el cristiano no es solamente un hombre honrado de
bien disciplinado querer. Es, ante todo, el amigo de Dios, contento de la obra divina,
y que apoya en ella todo el ímpetu de su adoración. ¿No fue San Agustín quien
dijo?: no tienen tu Espíritu, Señor, aquellos a quienes algo desagrada de
vuestra creación.
He oído este atardecer, al ponerse el sol, el rumor
de las cañas al borde de tranquilos estanques. El mundo entero cantaba muy
dulcemente en su murmullo, mientras la superficie del agua se rizaba al paso de
la brisa. Habían brotado todas, en línea recta, unas al lado de otras,
siguiendo las leyes misteriosas de su naturaleza; y tenían el aspecto de
parecerles bien estar allí juntas. Señor, Te alaban por su sola presencia, por
esta música extraña que emitían sus tallos al acariciarse sin violencia.
Reconocían un servicio en su tarea; desempeñaban su papel de simples plantas de
agua con el candor inocente de las cosas que proceden de Ti y que jamás se
rebelaron contra su destino. Tímidas aves acuáticas se deslizaban en el dédalo
de los tenues follajes, y toda tu creación, como resguardada de las violencias
de los hombres, dejaba oír, en este rincón perdido, la música sin palabras de
tu gloria serena. ¿Y no podría yo, yo que Te conozco, recoger y hacer con ella,
no una oración trivial, sino una exaltación de gozoso reconocimiento? No quiero
recordar, junto a esas cañas, las ventajas de la condescendencia que cede sin
romperse, ni sobre los inconvenientes de la fragilidad que se quiebra a los
choques; ni sobre la unión que, al parecer, da la fuerza; ni sobre todas las
abstracciones simbólicas para las que estas humildes plantas, que lo ignoran,
sirven de pretexto. Me parece que basta, al hombre agitado que soy yo,
contemplar tu obra, y que esta contemplación será ya una plegaria. Sin ruido de
palabras advierto que me endulza el alma, me la hace más receptiva, y que la
bienaventuranza de los pacíficos me invade por contagio. Yo adopto en el
silencio el ritmo de tu Espíritu; porque, sí, es Él quien ha ordenado todas
estas cosas en el santuario del mundo y es algo de su infinita nobleza lo que
ellas cuentan a los corazones atentos. No se ríe a carcajadas,
contorsionándose, al pasearse por las galerías de los museos de arte; pero, ¿qué
son nuestros cuadros más famosos al lado de tus obras? ¿Qué nuestras estatuas
griegas en sus zócalos y pedestales, al lado de tu creación santísima, por la
que yo no debería caminar sino en silencio? No porque el hombre se parezca a
una caña, aunque sea una caña que piensa, me detengo esta tarde a la orilla de
este estanque, sino porque las cañas son semejantes a cañas. No es a mí a quien
busco en ellas, sino a ellas solas. Yo quiero, no encontrarme, sino perderme,
sabiendo bien que en el fondo mismo de esta contemplación sin discurso, en lo
más íntimo de tu criatura, encontraré el amor eterno y misterioso del cual
todos dimanamos. Porque las miro en silencio, siento que unas como cadenas de
egoísmo lentamente se aflojan en mi; siento que una especie de peso aplastante
dulcemente se me aligera. Dejando cada cosa en su sitio y en su oficio, siento
que, sin esfuerzo, me descubro a mi mismo en mi sitio y en mi rango y que
empieza a establecerse una fraternidad divina y tierna entre tu obra y mi alma.
Tu gracia no nos viene solamente por las palabras y por los libros. Regiamente,
nos invita por todas las cosas que Tú has creado, cuya suerte regula tu insomne
Providencia.
Lo que nos falta, Señor, es amar simplemente tu
obra. Lo que nos pasa es que queremos utilizarla demasiado para nuestros fines;
seguimos cortando, después de siglos, las cañas para quemarlas cuando se secan
o para arrancarles, como antaño, los cálamos del escritor –calamus scribae–
o las flechas de los famosos arqueros de Creta. Pero el amor se mueve en una
óptica bien distinta. Contempla y se detiene en el objeto de su contemplación;
se complace en él y en él le parece todo bien. ¿Para qué sirve amar las cosas
de Dios?, preguntan los inconsiderados. Se podría igualmente preguntar para qué
sirve la verdad o para qué sirve Dios mismo.
Enséñame, Señor, a respetar las cosas, a quererte en
ellas, a disolver todos los instintos de vandalismo destructor que surgen en mi
como sacudidas salvajes, y a quedar contento de tu obra, no porque me pueda ser
útil, sino porque Te tiene a Ti como principio y como origen.
Además, las cañas, las miraste Tú mismo con tus ojos
mortales. El profeta dijo de Ti que no las quebraríais cuando estuviesen
rajadas, y nuestra liturgia, al hablar de la gloria de los mártires, la compara
a las centellas que crepitan y que corren en los cañaverales secos. Dieron a
tus manos una caña, como cetro irrisorio, durante la noche de agonía, y se hincaron
las espinas en tu cabeza a los golpes de esta caña dócil. Se asoció a la obra
de la Redención. Sería inaudito que no tuviera que hacer oír nada a mi corazón
de cristiano.
Añadido mío:
El cristianismo, y su hermana mayor, el
judaísmo, son las únicas religiones que ven el mundo material como algo bueno.
No en vano el primer libro de la Biblia, el Génesis, desde el capítulo uno, al
narrar la creación, afirma en cada acto de creación de Dios: “Y vio Dios que
era bueno”. Sin embargo, a veces, los cristianos olvidamos esa bondad
intrínseca y esencial del mundo material, cegados por las consecuencias
nefastas que el pecado original ha tenido sobre él y sobre nosotros, los seres
humanos. La obra que extracto aquí, me fue dada por las monjas clarisas de Lerma
(ahora Iesu Communio), que siguen manteniendo una firme creencia en la bondad
del mundo material, a pesar del pecado original, y en su destino de santidad.
Lo
que viene a continuación es un extracto textual de una obra que lleva por
título “La promesa del cosmos (Hilvanando algunos textos de san Ireneo) escrita
por Juan José Ayán Calvo y editada por la facultad de Teología de san Dámaso.
Los textos entre comillas son directamente de san Ireneo.
Todo
el mundo material es verdadero y consistente, hecho por Dios para disfrute de
los justos.
Los habitantes del Reino de los justos son
sacerdotes que hacen de toda la creación un templo y una ofrenda. “Los
discípulos del Señor, dotados de carácter sacerdotal, adquieren una condición
sagrada y vienen a ser la expresión del culto dado a Dios, con bienes de la
tierra, como sacrificio de sí y de la creación sujeta a ellos”.
…
las criaturas anhelan que los santos las tomen y bendigan con ellas al Señor.
Toda la creación anhela convertirse en una permanente oblación de acción de
gracias (eucaristía) a su Hacedor. La oblación, el cosmos entero [La
naturaleza]; los oferentes, los habitantes del cosmos renovado, sacerdotes.
…
uno de sus retos de la teología de la creación [de la naturaleza] es proclamar
la belleza del cosmos “porque es una palabra de salvación que no podemos dejar
que perezca”.
El
cosmos [la naturaleza] es el hogar que Dios, en su sabiduría, bondad y
gratuidad, ha regalado al hombre y ha querido compartir con él. El hogar es
ámbito de familia donde se hace posible crecer y madurar derramando confianza,
esperanza y amor. Como hogar de salvación que es, no permanece ajeno a las
vicisitudes de quienes lo habitan.
El
cosmos [la naturaleza] es, sobre todo, Eucaristía, fiesta y regocijo de la
creación, la que manifiesta de forma espléndida y eficaz la vocación y destino
de todo el cosmos a una plenitud insospechada. La Eucaristía rememora
continuamente la riqueza y grandeza a que está abierto el cosmos [la
naturaleza], así como el poder de Dios sobre el mismo.
El
cristiano tampoco debiera tener una visión miope del cosmos [de la naturaleza] como
si fuera simplemente un inmenso almacén destinado a su uso, mucho menos a su
abuso. El cosmos [la naturaleza] es el hogar; y el hogar se cuida, no
simplemente por una ética ecológica, sino porque con él se comparte un destino
salvífico. El cosmos [la naturaleza], con su sentido y dinamismo, con su hablar
trinitario, con su vocación, no enajena, no aleja de Dios, sino que nos invita
a vivir en santidad, en coherencia con el destino que compartimos, un destino
que no se puede comprender sin la gracia que siempre nos precede y nos culmina:
¡A Dios gracias!
Gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, el hombre
entra en la verdadera posesión del mundo, como quien no tiene nada y lo posee
todo.
Concilio Vaticano II,
Gaudium et Spes, 37.
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