16 de junio de 2021

La oración de todas las cosas, 27: En el cañaveral

 XXVII. IN ARUNDINETO

En el cañaveral 

Pierre Charles S.J.

 

También las cosas se han convertido en presa de los moralistas. Diríase que todo su papel consiste en servir de pretexto para lecciones. La violeta, piensa uno, no es otra cosa que un símbolo de modestia; la hiedra, un ejemplo de fidelidad. Su único valor sería de orden pedagógico; reemplazarían a los predicadores cuando éstos, sin poder más, se callaran. El encanto que vierten en el alma, su simple belleza fresca, el semblante virginal que Dios les ha dado, todo esto no perece suscitar más que poesía. La religión quedaría fuera. Y, con todo, el cristiano no es solamente un hombre honrado de bien disciplinado querer. Es, ante todo, el amigo de Dios, contento de la obra divina, y que apoya en ella todo el ímpetu de su adoración. ¿No fue San Agustín quien dijo?: no tienen tu Espíritu, Señor, aquellos a quienes algo desagrada de vuestra creación.

 

He oído este atardecer, al ponerse el sol, el rumor de las cañas al borde de tranquilos estanques. El mundo entero cantaba muy dulcemente en su murmullo, mientras la superficie del agua se rizaba al paso de la brisa. Habían brotado todas, en línea recta, unas al lado de otras, siguiendo las leyes misteriosas de su naturaleza; y tenían el aspecto de parecerles bien estar allí juntas. Señor, Te alaban por su sola presencia, por esta música extraña que emitían sus tallos al acariciarse sin violencia. Reconocían un servicio en su tarea; desempeñaban su papel de simples plantas de agua con el candor inocente de las cosas que proceden de Ti y que jamás se rebelaron contra su destino. Tímidas aves acuáticas se deslizaban en el dédalo de los tenues follajes, y toda tu creación, como resguardada de las violencias de los hombres, dejaba oír, en este rincón perdido, la música sin palabras de tu gloria serena. ¿Y no podría yo, yo que Te conozco, recoger y hacer con ella, no una oración trivial, sino una exaltación de gozoso reconocimiento? No quiero recordar, junto a esas cañas, las ventajas de la condescendencia que cede sin romperse, ni sobre los inconvenientes de la fragilidad que se quiebra a los choques; ni sobre la unión que, al parecer, da la fuerza; ni sobre todas las abstracciones simbólicas para las que estas humildes plantas, que lo ignoran, sirven de pretexto. Me parece que basta, al hombre agitado que soy yo, contemplar tu obra, y que esta contemplación será ya una plegaria. Sin ruido de palabras advierto que me endulza el alma, me la hace más receptiva, y que la bienaventuranza de los pacíficos me invade por contagio. Yo adopto en el silencio el ritmo de tu Espíritu; porque, sí, es Él quien ha ordenado todas estas cosas en el santuario del mundo y es algo de su infinita nobleza lo que ellas cuentan a los corazones atentos. No se ríe a carcajadas, contorsionándose, al pasearse por las galerías de los museos de arte; pero, ¿qué son nuestros cuadros más famosos al lado de tus obras? ¿Qué nuestras estatuas griegas en sus zócalos y pedestales, al lado de tu creación santísima, por la que yo no debería caminar sino en silencio? No porque el hombre se parezca a una caña, aunque sea una caña que piensa, me detengo esta tarde a la orilla de este estanque, sino porque las cañas son semejantes a cañas. No es a mí a quien busco en ellas, sino a ellas solas. Yo quiero, no encontrarme, sino perderme, sabiendo bien que en el fondo mismo de esta contemplación sin discurso, en lo más íntimo de tu criatura, encontraré el amor eterno y misterioso del cual todos dimanamos. Porque las miro en silencio, siento que unas como cadenas de egoísmo lentamente se aflojan en mi; siento que una especie de peso aplastante dulcemente se me aligera. Dejando cada cosa en su sitio y en su oficio, siento que, sin esfuerzo, me descubro a mi mismo en mi sitio y en mi rango y que empieza a establecerse una fraternidad divina y tierna entre tu obra y mi alma. Tu gracia no nos viene solamente por las palabras y por los libros. Regiamente, nos invita por todas las cosas que Tú has creado, cuya suerte regula tu insomne Providencia.

 

Lo que nos falta, Señor, es amar simplemente tu obra. Lo que nos pasa es que queremos utilizarla demasiado para nuestros fines; seguimos cortando, después de siglos, las cañas para quemarlas cuando se secan o para arrancarles, como antaño, los cálamos del escritor –calamus scribae– o las flechas de los famosos arqueros de Creta. Pero el amor se mueve en una óptica bien distinta. Contempla y se detiene en el objeto de su contemplación; se complace en él y en él le parece todo bien. ¿Para qué sirve amar las cosas de Dios?, preguntan los inconsiderados. Se podría igualmente preguntar para qué sirve la verdad o para qué sirve Dios mismo.

 

Enséñame, Señor, a respetar las cosas, a quererte en ellas, a disolver todos los instintos de vandalismo destructor que surgen en mi como sacudidas salvajes, y a quedar contento de tu obra, no porque me pueda ser útil, sino porque Te tiene a Ti como principio y como origen.

 

Además, las cañas, las miraste Tú mismo con tus ojos mortales. El profeta dijo de Ti que no las quebraríais cuando estuviesen rajadas, y nuestra liturgia, al hablar de la gloria de los mártires, la compara a las centellas que crepitan y que corren en los cañaverales secos. Dieron a tus manos una caña, como cetro irrisorio, durante la noche de agonía, y se hincaron las espinas en tu cabeza a los golpes de esta caña dócil. Se asoció a la obra de la Redención. Sería inaudito que no tuviera que hacer oír nada a mi corazón de cristiano.

 

Añadido mío:

 

 El cristianismo, y su hermana mayor, el judaísmo, son las únicas religiones que ven el mundo material como algo bueno. No en vano el primer libro de la Biblia, el Génesis, desde el capítulo uno, al narrar la creación, afirma en cada acto de creación de Dios: “Y vio Dios que era bueno”. Sin embargo, a veces, los cristianos olvidamos esa bondad intrínseca y esencial del mundo material, cegados por las consecuencias nefastas que el pecado original ha tenido sobre él y sobre nosotros, los seres humanos. La obra que extracto aquí, me fue dada por las monjas clarisas de Lerma (ahora Iesu Communio), que siguen manteniendo una firme creencia en la bondad del mundo material, a pesar del pecado original, y en su destino de santidad.

 

Lo que viene a continuación es un extracto textual de una obra que lleva por título “La promesa del cosmos (Hilvanando algunos textos de san Ireneo) escrita por Juan José Ayán Calvo y editada por la facultad de Teología de san Dámaso. Los textos entre comillas son directamente de san Ireneo.

 

Todo el mundo material es verdadero y consistente, hecho por Dios para disfrute de los justos.

 

 Los habitantes del Reino de los justos son sacerdotes que hacen de toda la creación un templo y una ofrenda. “Los discípulos del Señor, dotados de carácter sacerdotal, adquieren una condición sagrada y vienen a ser la expresión del culto dado a Dios, con bienes de la tierra, como sacrificio de sí y de la creación sujeta a ellos”.

 

… las criaturas anhelan que los santos las tomen y bendigan con ellas al Señor. Toda la creación anhela convertirse en una permanente oblación de acción de gracias (eucaristía) a su Hacedor. La oblación, el cosmos entero [La naturaleza]; los oferentes, los habitantes del cosmos renovado, sacerdotes.

 

… uno de sus retos de la teología de la creación [de la naturaleza] es proclamar la belleza del cosmos “porque es una palabra de salvación que no podemos dejar que perezca”.

 

El cosmos [la naturaleza] es el hogar que Dios, en su sabiduría, bondad y gratuidad, ha regalado al hombre y ha querido compartir con él. El hogar es ámbito de familia donde se hace posible crecer y madurar derramando confianza, esperanza y amor. Como hogar de salvación que es, no permanece ajeno a las vicisitudes de quienes lo habitan.

 

El cosmos [la naturaleza] es, sobre todo, Eucaristía, fiesta y regocijo de la creación, la que manifiesta de forma espléndida y eficaz la vocación y destino de todo el cosmos a una plenitud insospechada. La Eucaristía rememora continuamente la riqueza y grandeza a que está abierto el cosmos [la naturaleza], así como el poder de Dios sobre el mismo.

 

El cristiano tampoco debiera tener una visión miope del cosmos [de la naturaleza] como si fuera simplemente un inmenso almacén destinado a su uso, mucho menos a su abuso. El cosmos [la naturaleza] es el hogar; y el hogar se cuida, no simplemente por una ética ecológica, sino porque con él se comparte un destino salvífico. El cosmos [la naturaleza], con su sentido y dinamismo, con su hablar trinitario, con su vocación, no enajena, no aleja de Dios, sino que nos invita a vivir en santidad, en coherencia con el destino que compartimos, un destino que no se puede comprender sin la gracia que siempre nos precede y nos culmina: ¡A Dios gracias!

 

 

 

 

 

Gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, el hombre entra en la verdadera posesión del mundo, como quien no tiene nada y lo posee todo.

 

Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 37.

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