XXVIII. SITIENTI FERTE AQUAM
Llevad agua al sediento
Pierre
Charles S.J.
Las letanías del agua están llenas de majestad. En
el agua del bautismo he llegado a ser tu hijo. Era allí donde me esperaba el
Espíritu Santo. Bien debo algún respeto a este elemento que escogiste para que
en él renaciéramos y que sería aún el supremo adiós que me dé tu Iglesia cuando
sobre mi tumba el hisopo eche, con tu bendición, las últimas gotas de agua
bendita. Agua fue lo que derramaste en una amplia jofaina, la noche de la Cena,
cuando, sujetándote un lienzo, inauguraste esta extraña liturgia que sublevó a
san Pedro. Agua fue lo que se hizo traer Pilato delante de todo el pueblo para
lavarse las manos y llamarse inocente; todo como en el Jordán, mientras Juan te
bautizaba para cumplir toda justicia, cuando el Padre te proclamaba objeto de
sus complacencias.
Sin duda que el agua se ha convertido en algo bien
trivial desde que la civilización la ha domesticado. Las canalizaciones, las
cañerías de plomo, los grifos, las duchas, las botellas, corren el riesgo de
quitarle el misterio. Como todo lo que nos sirve dócilmente ha perdido a
nuestros ojos su prestigio. Hasta ha cesado de ser uno de los famosos cuatro
elementos después que los químicos la han descompuesto.
Es necesario vivir en los países abrasados; es
necesario atravesar los desiertos aplastados por el sol para comprender lo que
significa este vaso de agua fresca, del cual Tú dijiste que no quedaría sin
recompensa, y para adivinar el sentido profundo de tus extrañas palabras: “El
que tenga sed, venga a mí y beba”.
Porque sólo los que tienen sed, sed obsesiva y
dolorosa, saben todo lo que oculta la simple respuesta del agua fresca. Para
conocerla es necesario sentir su falta. Señor, ¿necesitaríamos, también, para
comprenderte estar faltos de Ti? Todos estos cristianos, que ya no Te esperan
porque creen tenerte, ¿no aportan a tu Iglesia, aun con sus virtudes reales,
algo de la satisfacción siempre un poco crasa y burguesa de los que poseen? Se creen
provistos de Ti como están provistos de sus títulos. Te poseen como poseen sus
inmuebles. Formas parte de su activo, con la gracia hoy y el cielo mañana. No
existe el más mínimo anhelo en su seguridad. Nadie tiene verdaderamente sed
ante las ánforas llenas. Se bebe a placer cuando se desea para humedecer la
boca, negligentemente y sin advertirlo. Conozco, Señor, cristianos que hacen lo
mismo con tus sacramentos, tu misterio, tu Iglesia, tus promesas y hasta con tu
persona. Ya no hay un tormento, ni uno solo, en su virtud. Y yo sé que el mismo
peligro me acecha. No es el de la vida fácil –estos cristianos son puntuales y
muy observantes–, sino el de la vida plácida. Para saber lo que eres, ¿no se precisa
tener dolorosa necesidad de Ti? Sí, vuelvo a estos grandes desiertos, donde
todos los itinerarios están marcados por los puntos del agua; donde se sabe que
perder la pista es encontrar la muerte; y donde una fuente, que brota a la
sombra de las palmeras, en el oasis de la etapa, es más magnífica que los esplendores
de una corte real. Es ella la que polariza durante toda la marcha el esfuerzo
de bestias y personas; antes de que se la den a uno, atrae... y, con todo, es
el agua ordinaria a la que nuestra sed abrasada da un tal precio.
Tengo miedo, Señor, de que mi esperanza, que debería
ser una especie de deseo infinito, no se transforme también en una simple
garantía de seguridad. Tengo miedo de que mi fe, que debería ser el alba
prodigiosa de un día nuevo, no se reduzca a una firma de conformidad debajo de
una fórmula. Tengo miedo de que mi fidelidad consista mucho menos en
acompañarte en tus extrañas aventuras de Redentor que en guardarte en mi casa
plácidamente. Como quería san Pedro establecerse en morada perpetua en el
Tabor. Bonum est nos hic ese –decía él–: se está muy bien aquí. No
vayamos más lejos. No tenía sed de nada, en absoluto. Sólo se trataba ya de no
moverse.
Has llamado a Ti a los sedientos. Sólo puedes atraer
a los insatisfechos. Para los otros no eres más que un agua insípida. Beberán
de ella, tal vez, porque es un rito; pero no sabrán jamás la maravilla total
que contiene. Tu ausencia es una lección para todos lo que creemos no tener que
comprender lo que eres. La sed que se renueva sin cesar Te da a Ti una frescura
eterna. Tengo miedo de estar demasiado satisfecho de Ti, Señor, satisfecho, es
decir, colmado, cerrado a todo acceso ulterior, sin apetito, sin necesidad, sin
malestar; contento de lo que soy y no arriesgando nada para el porvenir
ilimitado. En el fondo, el agua es siempre la misma; es mi sed eternamente
renovada la que le da su juventud eterna. Viene cada día con un mensaje
inédito, porque mi sed nunca es dos veces la misma. Tú Te entiendes, Tú, el
Inmutable, en no ser siempre la misma verdad. Cuando he observado toda la ley, hay
aún algo en mi que grita: quid adhuc mihi deest?, ¿qué me falta
todavía?, porqué, más allá de mis obligaciones, tengo sed de una generosidad
sin límites. Y cuando lo he dado todo, me pregunto todavía si no hay en algún
rincón escondido algo que podría aún ofrendar. Bendito seas por haber guardado
en nuestras almas esta sed del amplius de lo que falta todavía al don
total, y de habernos conservado el malestar de lo que podría ser mejor y se ha
quedado en el camino sin saber bien por qué. A tu perfección ilimitada debe
corresponder en nosotros un deseo sin medida; si no, nunca llegaremos a
ponernos plenamente de acuerdo. Señor, guarda en mi este perpetuo malestar, la
preocupación de no haber realizado hasta el fin mi acto de caridad. Después de
todo, nada grande se ha hecho en tu obra sino por aquellos que llevaron hasta
las fronteras inaccesibles el empuje de su generosidad total. No querían ellos
solamente observar consignas y ponerse de acuerdo con leyes. Para ellos, la ley
era su sed. No se pararon en el camino. No creyeron que te poseían: Tú, que
eres la pregunta infinita. No creyeron que había medio de encontrar un equilibrio
definitivo entre sus deseos y tus dones, porque Tú quieres recoger más allá de
tus siembras y ofreces mucho más de lo que nosotros deseamos. Haz, Señor, que
tenga sed; concédeme que tenga mucho miedo a los días que se cierran sobre sí
mismos. Sé que es duro vivir perpetuamente en el dolor de lo mejor que ha de
venir: esperar siempre el agua viva, porque mi sed nunca es dos veces la misma y
porque el agua que ayer me la apagó no puede nada contra mi sed de hoy. Quiero
seguirte el rastro como el ciervo altivo que corre al agua de las fuentes; y si
muero en el camino, mi deseo será tu gloria y tal vez, también, mi mérito.
Añadido
mío:
Al leer lo anterior no ha podido dejar de venírseme
a la memoria esta poesía de Luis Rosales:
De cómo el hombre que se pierde llega siempre a Belén…
De noche, cuando la sombra
de todo el mundo se junta,
de noche, cuando el camino
huele a romero y a juncia.
De noche iremos, de noche,
sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente
sólo la sed nos alumbra.
O esta otra:
Mira mi vida de vagabundo errante[;]
que busca.
Mira compasivo mi nostalgia[;]
de Ti.
De ese mundo que eres Tú[;]
y del que soy.
Mira mi caminar, mira mi marcha[;]
sin rumbo.
Sin otro rumbo que tu Rostro[;]
nunca visto.
Mira mi desorientada derrota[;]
sin norte.
Sin otro norte que mi sed inextinguible[;]
de Ti.
Sin más brújula que un ardiente deseo[;]
que busca.
Hacia Ti voy, hacia ese mundo tuyo[;]
del que soy.
Camino, corro, lloro, río, ando, anhelo[;]
sin norte.
Con sólo tu norte, en busca de algo[;]
nunca visto.
Sé Tú mi rumbo, mi norte, hacia ese mundo tuyo[;]
del que soy,
sin brújula,
sin norte,
sin rumbo,
sin tiempo.
Llévame a tu lado.
Esta
sed de náufrago necesitado es la pobreza de los pobres a los que el Magnificat
dice que serán colmados de bienes. Al saciado el al que dice que será despedido
vacío.
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