CAPÍTULO V
BAUTISMO Y AYUNO
El relato anterior, estuvo protagonizado fundamentalmente por Andrés y Pedro, con algún pequeño apunte aquí y allá de Jacob y Juan. Pero a partir de ese momento, uno de los primos de Alcimo, que supe que se llamaba José, que era discípulo del Bautista, tomó la palabra y luego todos se fueron turnando para irme contando la historia de las primeras semanas de la vida pública del rabbí.
- Al día siguiente de marcharse Andrés en busca de Simón –comenzó José su relato–, un día de la luna de Kislev de cielo plomizo y viento cortante, Juan estaba metido hasta la cintura en el agua fría y turbia, cerca de una de las riberas. Todo su pelo estaba empapado de agua helada. Una muchedumbre de personas tiritando de frío y azotada por el viento, se agolpa a su alrededor intentando ser bautizado cada uno antes que el de al lado. El parecía no sentir el menor frío. Nosotros, tras varias horas en el agua, al borde de la hipotermia, intentábamos poner orden en el caos. Hacía un rato, el Bautista había tenido uno de sus raros momentos de dulzura en los que exhortaba con suavidad a la gente a la bondad. Cuando hablaba bajo, se hacía a su alrededor un silencio expectante. La gente dejó de empujarse para ser bautizada y empezaron a preguntarle:
- ¿Qué tenemos que hacer? –le preguntaban.
- El que tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y el que tenga comida, que haga lo mismo.
Y unos publicanos:
- ¿Y nosotros? ¿Qué tenemos que hacer nosotros?
- No exijáis nada fuera de lo fijado.
- ¿Y nosotros? –gritaron unos soldados herodianos.
- No uséis la violencia, no hagáis extorsión a nadie y conformaros con vuestra paga.
De repente, su vista se posó sobre un grupo de saduceos altivos y su poderosa voz volvió, tonante, a su terrible mensaje:
- ¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar del juicio inminente? Dad frutos que prueben vuestra conversión. Ya está puesta el hacha en la raíz de los árboles y todo árbol que no dé fruto va a ser cortado y echado al fue...
Bruscamente, en mitad de una sílaba, la voz de Juan se paró en seco y su vista se quedó fija, como petrificada, en un punto de la ribera opuesta, corriente abajo del sitio donde estaba bautizando. Un hombre alto y robusto, aunque menos que él, de pelo también completamente negro, pero con una llamativa barba pelirroja y una saya blanca que le llegaba hasta los pies, se acercaba con el agua por los tobillos. En el momento en que Juan cortó la sílaba, una bandada de palomas echó a volar desde una gran roca que había justo detrás de él. En medio de un cielo nublado y plomizo, un repentino rompimiento de gloria se abrió entre las nubes y los “dedos de Dios” cayeron a lo lejos, detrás de ese hombre. Mientras, una de las palomas, volando contra el viento, se mantuvo en equilibrio, con un fuerte batir de alas, justo sobre su cabeza. El tiempo parecía detenido en una eternidad. Se cortaba el silencio. Las aguas turbulentas y agitadas del Jordán se volvieron de repente mansas y cristalinas alrededor de los pies de ese hombre y, al contrario que las del Nylós cuando la mancha de sangre se iba extendiendo desde el cayado de Moisés, fueron la transparencia y placidez de las aguas las que extendieron en un círculo, centrado en ese hombre, que acabó alcanzando a Juan.
- Ese hombre... ese hombre... mi sueño... es él– balbuceó éste.
Entonces Juan gritó, con la voz más poderosa que nadie le hubiese oído nunca, pero lenta, ceremonial, solemnemente:
- Ése es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. A ése me refería cuando dije: ‘Detrás de mí viene uno que ha sido colocado delante de mí, porque existía antes que yo’. Yo mismo no lo conocía; pero la razón de mi bautismo era que él se manifestara a Israel. Yo he visto como el Espíritu ha bajado desde el cielo como una paloma y ha permanecido sobre él. Yo mismo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y permanece sobre él, ése es quien bautizará con Espíritu Santo”. Y como lo he visto, doy testimonio de que él es el Hijo de Dios.
Al decir estas últimas palabras, su mirada, ardiente y retadora, se posó sobre los saduceos a los que estaba anatemizando en el momento de la aparición de Jesús. Ellos, también con lentitud, se llevaron las manos a sus vestiduras, cerca de su cuello, y con un movimiento rápido y fuerte, se las rasgaron, tras lo cual, dieron media vuelta y se fueron.
El viento arreció y su bramido, hace un momento silencioso, se hizo ensordecedor. Se oyó a lo lejos el rodar del trueno. Jesús empezó a caminar hacia Juan por el círculo de aguas claras, con el rompimiento de gloria siempre a sus espaldas. Agua por las rodillas, agua por la cintura, agua por el pecho, agua por el cuello. Andaba contracorriente, con el agua por el cuello como si el Jordán no estuviese fluyendo con fuerza. Poco a poco, otra vez el agua al pecho y a la cintura. La muchedumbre le abrió dócilmente un pasillo por el que pasó. Llegó frente a Juan. Se miraron profundamente a los ojos durante un largo instante y éste hizo ademán de arrodillarse. Pero Jesús se lo impidió. Cruzaron unas palabras en un susurro que nadie pudo oír. Parecía que mantuviesen una conversación interrumpida hace años. Era como si Juan se negase a bautizar a Jesús y siguiese intentando arrodillarse ante él, mientras éste intentaba convencerle de que le bautizase. Al cabo de un rato Juan se irguió. Aunque le sacaba casi una cabeza, y a pesar de su aspecto de oso salvaje, la figura de Jesús parecía mayor que la suya, como si una grandeza oculta superase a la de Juan, manifestándose de forma misteriosa. Juan tomó aire, como quien se prepara para hacer un esfuerzo muy superior a sus fuerzas y, temblando como una hoja –de emoción, no de frío–, hizo, como había hecho miles de veces en las últimas semanas, el rito del bautismo. Puso su mano izquierda en la nuca de Jesús, su mano derecha en su frente y le sumergió de espaldas. Cuando Jesús salió del agua, Juan no sabía que decirle. No se atrevía a repetir la fórmula que siempre decía al oído de los bautizados. Fue Jesús el que acercó sus labios al oído de Juan y le murmuró algo. Algo que nunca hemos sabido qué fue.
Y entonces se oyó. Muchos de los que estaban allí dijeron que fue sólo el silbido del viento y el murmullo del agua, unidos al lejano rugido de los truenos. Otros muchos afirmaron que fueron palabras nítidas y claras. Matías y yo –Matías, que era el que estaba al lado de José, asintió con la cabeza cuando le miré– te podemos asegurar que se oyó una voz grave, profunda y solemne, venida de mucho más lejos que el agua, que el viento, que los truenos o, incluso, que el rompimiento de gloria. La voz dijo:
- Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.
En ese preciso instante los saduceos, que habían llegado a lo alto de un pequeño promontorio al lado de la orilla, se dieron la vuelta y dirigiendo una mirada de odio hacia Juan, escupieron al suelo, se arrancaron un puñado de sus barbas y siguieron su camino con las palmas de las manos ostentosamente colocadas sobre sus oídos.
En ese momento interrumpí el relato y dirigiéndome a Jesús le pregunté:
- ¿Realmente se oyeron esas palabras?
Él se volvió hacia José y Matías, y a su vez, les preguntó:
- ¿Qué oísteis vosotros?
- Yo oí claramente lo que acaba
de decir José –aseguró Matías con contundencia–, tan claro como que ahora es de
día –y señaló a la ventana–, pero hubo tanta gente que me dijo que todo eran
imaginaciones que, a veces, dudo y no sé qué pensar.
- Pues no dudes en los momentos de oscuridad de lo que has visto claro en los de luz –le contestó Jesús lacónicamente, mirándonos a todos.
Tras unos instantes de silencio, José se calló y fue Matías el que continuó con el relato:
- Después de ser bautizado, Jesús se irguió en toda su altura y, mirando fijamente a los ojos de la multitud, dio una lenta vuelta en redondo sobre sí mismo. Después volvió a cruzar el río salió por la otra orilla y ascendió lentamente el pequeño promontorio que bordeaba el Jordán. Al llegar arriba, se volvió y miró otra vez a todos. La expectación era inmensa, nadie respiraba. El viento se había calmado de golpe. Sobre un profundo silencio que parecía pertenecer a otro mundo, se oía únicamente el aleteo de las palomas que seguían volando sobre el río. ¿Qué iba a pasar? ¿Lanzaría Jesús una proclama? ¿Anunciaría la rebelión contra el opresor? Si lo hubiese hecho, todos los que estábamos allí le habríamos seguido enfervorecidos. No hizo nada de eso. Se dio la vuelta de nuevo y empezó a bajar por el otro lado de la colina. Su cuerpo fue desapareciendo poco a poco a medida que descendía. Cuando su cabeza desapareció, se cerró el rompimiento de gloria, se espesaron las nubes, volvió a levantarse un viento huracanado y empezó a llover torrencialmente. Todos corrimos a refugiarnos en las tiendas o en las numerosas cuevas de las rocas de la orilla en que Juan bautizaba. Todos menos Juan. Juan se quedó de pie, con la cabeza alzada al cielo, los brazos en cruz, soportando el azote del agua que el viento convertía en tantos latigazos como gotas. Cantaba a voz en grito himnos de alabanza a Dios que salían de su boca atropelladamente. No eran himnos de la tradición, nada que estuviese escrito en la Torah. Era un cántico nuevo al amor infinito y la inmensa misericordia de Elohim, de una belleza y una alegría inauditas hasta entonces en todas las Escrituras. Al cabo de un día, las trenzas de la cabellera y la barba de Juan se deshicieron y su largo pelo flotaba en el viento huracanado, siguiendo sus torbellinos, arremolinándose como una inmensa bandera negra deshecha en jirones. Llovió durante cuarenta días. El Jordán se desbordó con furia. Traía árboles arrancados, animales muertos, todo lo que había arrasado a su paso. La gente, salvo los discípulos de Juan y alguno que otro más, se dispersó. A duras penas pudieron apartar a Juan hasta un lugar en que las tumultuosas aguas del río no se lo llevasen hasta el mar de la Sal. En esos cuarenta días, no dejó de cantar ni un minuto y jamás repitió una sola estrofa. Tampoco comió nada. Bebía del agua de la lluvia y, a duras penas, podíamos darle algo de leche de cabra varias veces al día. Siempre de pie, firme como una roca, con los brazos en cruz, y el pelo al viento, como si una fuerza sobrenatural le habitase, desafiaba a la tempestad a pesar de su debilidad creciente a medida que pasaba el tiempo. En el día treinta y nueve, volvió Andrés. Cuando llegó, se quedó espantado. Juan era sólo una cruz de huesos recubierta de pellejo y pelo que milagrosamente se mantenía en pie. Su canto poderoso había quedado reducido a una especie de salmodia, apenas audible y absolutamente ininteligible. Su cuerpo ardía consumido por la fiebre. Sus ojos parecían hundidos en una calavera. El vestido de piel de camello, antes lleno por un cuerpo fuerte y musculoso, colgaba ahora como un pingajo puesto de cualquier manera sobre un espantapájaros, el pelo ya sin viento que lo mantuviese en el aire, colgaba fláccido hasta el suelo, donde se confundía con el barro.
- Me contaron –continuó Andrés– todo lo sucedido desde el día siguiente de irme. Les oí con un cierto aire de incredulidad. En realidad, yo nunca había creído en la misión de Juan y no esperaba que viniese el soñado Ungido al que Juan quería servir de heraldo. Mucho menos aún podía creer que, si viniese, se limitase a dejarse bautizar por Juan y desaparecer. Desmonté de uno en uno todos los argumentos con los que intentaban convencerme de que algo sobrenatural había ocurrido. ¿Las supuestas voces del cielo? Imaginaciones, autosugestión. ¿La lluvia? No había nada de extraño en eso. Era invierno y, en esa estación se producían esporádicamente lluvias torrenciales en el bajo Jordán. Que ésta hubiese sido un poco más fuerte y un poco más persistente que otras, no probaba nada. ¿Los cantos de Juan? Era un hombre que había estudiado las Escrituras febrilmente durante muchos años y, aunque no hubiese cantos así en ellas, el lenguaje era el mismo. ¿Que si hacía más énfasis en la misericordia de Dios? Había muchos pasajes en los Libros Sagrados que hablaban de esa misericordia, aunque se encontrasen escondidos entre otros de furia, ira, venganza y ferocidad. ¿La resistencia sobrehumana de Juan? Siempre había sido un hombre de una fuerza y vitalidad extraordinarias y, simplemente, había tirado de ellas. Yo sólo sabía que había traído a Simón para ver a un hombre lleno de ardor que tal vez pudiera liberarle de su melancolía y, ¿con qué se encontraba? Con una piltrafa humana. Eso sí era innegable. Eso sí era una decepción. Lo demás... idioteces. Entraba en lo probable que Simón se sintiese defraudado y se sumergiese otra vez en el estado catatónico del que parecía estar saliendo poco a poco.
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