16 de octubre de 2021

El Gatopardo

 Este verano he vivido una experiencia que se podría llamar una revelación literaria. Estaba pasando unos días en Portugal, en casa de uno de mis hijos y en la mesilla de noche de la habitación en que me habían instalado había un ejemplar de la novela “El Gatopardo”, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Por supuesto, en su día en el cine, y alguna vez más en televisión, vi la película de Visconti basada en esa novela. Siempre me pareció una buena película a la que, sin embargo, notaba como si le faltase algo, no sabía decir qué. También tenía en la memoria la metamorfosis de la famosísima frase de esa novela “es necesario que algo cambie para que todo siga igual”. Digo metamorfosis porque durante muchos años la había tenido así en mi memoria, hasta que hace unos pocos años me enteré de que la frase era, o así lo leí en alguna parte: “Es necesario que todo cambie para que todo sea igual”. De una forma u otra, la frase suena a una expresión de escepticismo y hasta de cinismo. Pero la siguiente fase de la metamorfosis de esta frase, así como de su sentido, estaba todavía por venir.

Así, con una sensación de futilidad, porque despreciaba lo que ignoraba, en un momento muerto de mi estancia en casa de mi hijo, con sensación de “déjà vu”, abrí la novela con la idea de leer sólo sus primeras frases, ojearla y hojearla. Desde las primeras líneas, fui fulminado por el estilo, barroco sin llegar a ser confuso, de la escritura. Como consecuencia, dediqué más tiempo del previsto de mi estancia como invitado a la lectura de la novela. Cada página que pasaba me hacía admirarme más de la estética de la escritura pero, sobre todo, de la profundidad de sus reflexiones. Está escrita como si un narrador, con acceso a lo más profundo de los anhelos, decepciones, escepticismo de su protagonista, el Gatopardo, Príncipe de Salina, miembro de la más rancia y antigua aristocracia siciliana, nos contase sus más íntimos pensamientos. El gatopardo, además de prestar su nombre, con mayúscula inicial, al Príncipe, es la figura heráldica de la familia. El magnífico traductor[1] se siente obligado a darnos una explicación de este apelativo, que en el original italiano es gattopardo. Dice:

“Según el Diccionario de la Real Academia, ‘gatopardo’ –del italiano gattopardo– es otro nombre de la onza. Sin embargo, el Vocabolario della lingua italiana, de N. Zingarelli, nos aclara que se trata de un ‘felino de formas elegantes, similar al gato doméstico pero mucho más grande’. El término surge, según describe A. Vitello (I Gattopardi de Donnafugata), de una ‘corrupción dialectal’ de la palabra ‘leopardo’ en boca de ‘los campesinos de Torretta y de Palma, feudos de Lampedusa’… Llamamos, pues, ‘gatopardo’ a ese ‘gatopardesco animal’ que de la naturaleza pasa a la heráldica, de allí a la literatura y luego, junto con el adjetivo derivado, al acervo cultural e ideológico de nuestra época”.

Tuve que dejar la novela en casa de mi hijo porque era de un cuñado suyo, pero tan pronto como llegué a mi casa de Ruiloba la pedí por Amazon y la devoré casi del tirón en un par de días. A lo largo de mi vida he leído mucha menos novela de la que debiera haber leído. Durante cinco décadas, desde mis veinte años, he preferido orientar mis lecturas hacia cosas que pudiesen esclarecer mis ideas sobre este extraño mundo. Creía, falsamente, que las novelas no contribuían a ello. Pero, a pesar de esta carencia, he leído bastante novela. Diría que buena novela. Se me vienen a la cabeza títulos como “Don Quijote de la Mancha”, “La Iliada” y “La Odisea”, “La Eneida”, “La divina comedia” –si se les puede llamar novelas– “La familia de Pascual Duarte”, “Las guerras de nuestros antepasados”, “Madrid, de Corte a checa”, “Cien años de soledad”, “Rayuela”, “La casa de los espíritus”, “Conversación en la catedral”, “El llano en llamas”, “De dioses héroes y tumbas”, “Un día en la vida de Iván Denisovich”, “Crimen y castigo”, “Sin destino”, “Rojo y negro”, “El señor de los anillos”, “En busca del tiempo perdido”, “1984”, “Fahrenheit 451”, “The heart of the matter”, “El guardián en el centeno” y otras más que ahora no soy capaz de recordar. Tuve que dejar inacabada, por no ser capaz de terminarla, “Ulises” –algún día tendré que darme otra oportunidad–. Sé que me quedan en el tintero muchas y muy buenas novelas, entre las que pronto leeré, espero, “El cuarteto de Alejandría”, “Doctor Zhivago” (a día de hoy ya he leído Doctor Zhivago y la primera parte del “cuarteto”) y, si me atrevo, “Los hermanos Karamazov”. Pueden parecer muchas, pero si se ponen en relación con el número de años tocan a menos de una cada dos años, aún contando con las que se me puedan haber olvidado. Tras esta enumeración, que ha sido fruto de una larga introspección, me da más miedo del que me daba antes de hacer esta introspección, decir lo que voy a decir. Sin embargo, lo digo. Creo que es la mejor novela que he leído nunca. Puede que esté condicionado por el síndrome de que lo más reciente es lo que más brilla, pero creo que no (hoy, dos meses después, sigo pensándolo).

En muchas de las grandes novelas que he citado, especialmente “En busca del tiempo perdido”, no pasa nada en ellas. No hay acción. Son pura introspección contada con un estilo incomparable. Ésta tiene un equilibrio exquisito entre la acción, que tampoco es trepidante, ni mucho menos, y la introspección, y su estilo no es menos delicioso que el de aquéllas. Y eso es lo que le falta a la película “El Gatopardo” llevada al cine por un genio como Visconti. Es imposible llevar al cine esa profunda introspección.

Cuando empecé a leer la novela, pensé que había sido una lástima no haber sabido de ella hasta mis setenta años, tres menos de los que tenía el Gatopardo al morir. Sin embargo, a medida que la leía, se adueñaba de mí la idea de que tal vez la providencia había jugado sus cartas para que así fuese. No sé cómo habría entendido la novela si la hubiese leído a los treinta, cuarenta o cincuenta años, pero no creo que me hubiese causado una impresión tan profunda como la que me ha causado. Y hubiese sido una pena. Con esto no quiero decir que quien lea estas líneas deba esperar a los setenta años para leerla. Ni mucho menos, le recomiendo entusiastamente su lectura inmediata.

“El Gatopardo” es la única novela de su autoe, fuera de obras de menor valor. Su publicación fue póstuma. Los amigos más íntimos del autor, a quienes éste iba leyendo su novela a medida que la escribía, no la comprendían ni poco ni mucho. El autor murió en 1957. Ese mismo año había terminado de escribir la novela. Estando en vida la presentó a las editoriales Mondadori y Eunaudi, que la rechazaron. Fue finalmente publicada en 1958, sin que Lampedusa llegase siquiera a saberlo, por la editorial Feltrinelli, gracias al terrible crítico literario Giorgio Bassani que tuvo acceso, por pura casualidad, al manuscrito y se convirtió en su valedor. La novela se convirtió, desde su misma publicación, en un éxito sin precedentes. Después se produjo una batalla intelectual sobre qué partes del manuscrito era voluntad de su autor que se publicasen y cuáles no. La versión de la Editorial Anagrama que he leído es la versión que, finalmente, ha quedado sancionada como “auténtica”.

La novela se desarrolla sobre el tapiz de fondo de la conquista de Sicilia por los camisas rojas de Garibaldi, que se produjo en 1860, en el proceso de unificación de Italia conocido como el “Risorgimento”. Cuenta diversos episodios aislados de la vida del noble siciliano Fabrizio, Príncipe de Lampedusa, bisabuelo del autor, a quien éste cambia el título nobiliario por Príncipe de Salina y le asigna el símbolo heráldico del gatopardo, del que toma el nombre la novela y el protagonista. El autor se basa en recuerdos y relatos de familia sobre este singular personaje, transmitidos oralmente, así como en fragmentos de su diario y escritos del P. Pirrone, el jesuita “propiedad de la familia”. Su trama principal se extiende en seis partes desde 1860 hasta 1862, año en el que Garibaldi es derrotado en la batalla de Aspromonte por las tropas del nuevo rey de la Italia unificada, Víctor Manuel II, para evitar que asaltase por la fuerza la ciudad de Roma, último bastión restante para la total unificación de Italia. En esos años, el compañero más fiel del Príncipe fue su perro, Bendicò, tan estúpido como fiel, con el que estableció un curioso compañerismo y que al Príncipe le parecía como un reflejo canino de su estirpe. En la séptima parte el narrador, que penetra los más profundos pensamientos del Gatopardo, nos cuenta la muerte de éste como si la estuviese viviendo desde dentro de su mente. La octava cuenta, de forma magistralmente simbólica, el eclipse total, decenios más tarde, de la estirpe Salina.

Sobre ese fondo de dos años se desarrolla explícitamente la filosofía vital del Príncipe Salina que, de alguna manera es reflejo de la filosofía vital del pueblo siciliano, con el que el Gatopardo tiene una relación casi feudal. Así se va reflejando el carácter indolente, fatalista, de un pueblo que, por haber sufrido todas las mareas de la historia rompiendo sobre él, considera que nada importa realmente demasiado y que lo mejor para que la historia pase a su lado, es ponerse de perfil para ofrecerle la mínima resistencia. Es magistral la conversación que tiene con un enviado del gobierno de la nueva Italia para ofrecerle ser senador de la nueva nación. Los argumentos para rechazar ese ofrecimiento, absolutamente incomprendidos por el político piamontés que viene a ofrecérselo, están narrados de forma sencillamente magistral. En ellos queda patente la lucidez y clarividencia del Gatopardo sobre la decadencia de su clase, la de su familia, la del pueblo siciliano y la suya propia, a pesar de ser una persona de una fuerza vital portentosa.

Con la figura del Príncipe Salina contrasta, y es coprotagonista con él, la de su sobrino, Tancredi. Hay entre ellos una relación de inmenso cariño mutuo, no exento de cierta amable ironía por parte del joven. Relación de cariño que el Gatopardo no tiene ni con su mujer ni con ninguno de sus siete hijos o hijas, entre los que no ve a ninguno que pueda perpetuar la fuerza de su linaje. Tancredi es la otra cara del carácter siciliano. Astuto sin malicia, encantador y valiente, inteligente y despilfarrador, hijo de la hermana del Gatopardo que casó con un noble que quemó toda su fortuna de golpe, no en pequeñas dosis como el resto de la nobleza siciliana. Tancredi sabe cabalgar sobre los acontecimientos para que le lleven al destino que él mismo busca. De él, y no del Gatopardo es la frase que antes dije que estaba a mitad de metamorfosis. Porque la frase tampoco dice “Es necesario que todo cambie para que todo siga igual”, como yo creí en una primera fase de su metamorfosis, sino “si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”, que presenta un matiz sutilmente diferente a la versión anterior. Además, en boca de Tancredi, la frase no tiene ni el más mínimo sentido cínico. Al revés, está cargada de esperanza un poco ingenua. Se la dice a su tío para justificar, ante él y ante los de su clase, la decisión que ha tomado de unirse a Garibaldi. Y, el Príncipe no sólo le “compra” la frase, sino que hace de ella su norma de conducta, llegando a recomendar a sus feudatarios de Donnafugata que voten sí en el amañado referéndum que se llevó a cabo para refrendar la anexión de Sicilia a la nueva Italia. Y el resto de la nobleza siciliana la “compra” también, en su mayoría, porque el prestigio del Gatopardo la avala. Efectivamente, Tancredi se alista con las fuerzas de Garibaldi antes de que éstas desembarquen en Sicilia para apoyar a la facción que quiere que el nuevo régimen sea una nueva monarquía liberal, distinta de la borbónica absolutista, en vez de una República. Es, forzando un poco la comparación, como un Agustín de Foxá, noble y falangista, pero Tancredi, a diferencia de Foxá, con éxito político personal. Con el éxito que éste hubiese tenido si la falange hubiese conseguido que la guerra civil española hubiese sido tan sólo una escaramuza sin apenas derramamiento de sangre, pero con su victoria. Porque eso fue la conquista de Sicilia, una escaramuza sin importancia. El pueblo siciliano se unió pasiva y escépticamente a los garibaldinos tan pronto como estos desembarcaron, sin apenas derramamiento de sangre. Una de las pocas gotas de sangre derramadas, fueron las de Tancredi, sin la más mínima gravedad, pero que le dieron una aureola de heroicidad que realmente no existió en toda la breve guerra, si guerra puede llamarse a esa conquista de Sicilia. La habilidad de Tancredi hace también que logre casarse con la bellísima Angelica, hija del tosco pero astuto, alcalde de Donnafugata. Bella e inteligente, a la que tan sólo un año de estancia en un colegio para señoritas de Florencia le ha dado una pátina de clase que, unida a su belleza, es capaz de deslumbrar a la más rancia nobleza siciliana. Bella e inteligente, pero, además –¿o, sobre todo?– inmensamente rica por los negocios, no siempre confesables, de su tosco y astuto padre. Sin embargo, entre éste y el Gatopardo, el menosprecio mutuo se empieza a transformar en una especie de extraña simbiosis. En esta relación, el uno aprende del otro un poco de su elegancia y, en sentido contrario, el otro empieza a apreciar el espíritu práctico y directo del primero, aunque ambos sean alumnos bastante torpes en su aprendizaje. Con su aureola de héroe, su nobleza y su dinero –o el de su mujer–, Tancredi inicia una exitosa carrera política de la que apenas habla la novela, ya que se produce en los años vacíos de la misma, entre 1862 y 1883, en que muere el Príncipe Salina. En uno de los párrafos de la novela que fueron desechados en la batalla intelectual sobre su exacta extensión (pero que se incluyen como anexo en la edición reseñada) aparece otra frase que nos delata la astucia política del sobrino del Gatopardo:

“Tancredi aún era demasiado joven para aspirar a un cargo político concreto, pero su dinamismo y su dinero fresco lo hacían indispensable en todas partes; militaba en la muy rentable franja de la ‘extrema izquierda de la extrema derecha’, estupendo trampolín que le permitiría realizar más tarde acrobacias admirables y admiradas; pero sabía enmascarar la intensa actividad política con una indiferencia y una levedad de expresión que le granjeaban la simpatía de todos”.

La quinta parte es como un paréntesis en la historia principal. Nos cuenta un drama rural siciliano, afortunadamente con final feliz. El drama tiene lugar en la familia del P. Pirrone, el jesuita “propiedad de la familia” Salina, nacido en un pequeño pueblo muy pobre, cercano a Palermo. Cada varios años el buen jesuita obtenía un permiso de su patrón y protector para ir a ver a su familia. Es en una de esas visitas en las que arbitra en una terrible cuestión de honor siciliano que se resuelve sin sangre y de forma casi cómica gracias a su bondadosa astucia. En esta parte el P. Pirrone, hombre del pueblo injertado infructuosamente en la aristocracia siciliana, hace una crítica social de esta clase, ante un cazurro de su pueblo que no entiende nada y que se queda dormido escuchándole. Es una crítica descarnada pero exenta de resentimiento y sazonada, en cambio, de comprensión y hasta de compasión. Esta parte es, sin duda, una joya literaria.

Pero lo más importante de la novela es la séptima parte, la muerte del Príncipe. Es el magistral epílogo y recapitulación de una vida. El Príncipe la ve como un río que ha discurrido, al revés de como lo hacen los ríos terrenales, lenta y majestuosamente al principio, para ir acelerando su marcha, hasta convertirse en una estruendosa catarata por la que se escapa el tiempo. El río de su vida se ha abierto camino bajo las inmutables, frías y fiables estrellas –en Príncipe es un astrónomo y matemático autodidacta, con cierto reconocimiento en la comunidad científica– y sobre el lecho de un devenir humano caótico, violento e imprevisible, lleno de acciones, luchas y proyectos. El Gatopardo sabe perfectamente inútiles todos estos afanes para frenar la decadencia, física y de clase, e incapaces de transformarse en algo útil para Sicilia y mucho más aún, para cualquier fin trascendente. Ahora, a pesar del estruendo de la catarata, o precisamente por él, sueña con que su agua se evaporará para ascender hasta los astros. Toda su vida –nos dice el narrador que lee su mente y nos cuenta sus cavilaciones– ha sido un anhelo por ascender a las estrellas y, ahora que oye el estruendo de la catarata, ve a la mujer joven que le ha cautivado toda su vida, que no es otra que la muerte[2], y que, por fin, viene para llevarle con él junto a las impasibles estrellas.

Pero en ese proceso se nos enumeran los momentos en los que su vida ha sido realmente vida y se calcula para nosotros su duración. Y la voz del narrador nos desvela el pensamiento del Príncipe: “ ‘Tengo setenta y tres años, aproximadamente habré vivido, vivido, un total de dos… o a lo sumo tres años’. ¿Cuántos habían sido los años de dolor, de tedio? El cálculo era fácil; todo el resto: setenta años”. Esta terrible confesión de alguien privilegiado, que lo ha tenido todo en la vida, me recuerda a la anotación que Abderramán III, primer califa de Córdoba dejó escrita en su minucioso diario al final de sus días:

“He reinado más de cincuenta años, en victoria o paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación, he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce”2.

Y me pregunto, ¿qué es lo que hace que hombres que lo han tenido todo hayan sido tan profundamente infelices? Tengo mi respuesta, pero dejo que cada uno intente responder a esta pregunta.

La octava y última parte, ya en 1910, es como el tiro de gracia para la estirpe de Salina. Decadencia final, sancionada por el acto simbólico de Concetta, hija del Gatopardo, solterona y amargada, de tirar a la basura la cabeza disecada y ya comida por las polillas del perro Bendicò que, al parecer, el Gatopardo hizo disecar. “Unos minutos después, lo que quedaba de Bendicò fue arrojado en el rincón del patio que el basurero visitaba cada día: mientras caía desde la ventana, recobró por un instante su forma: hubiera podido verse danzar en el aire a un cuadrúpedo de largos bigotes, que con la pata anterior derecha levantada, parecía imprecar. Luego todo se apaciguo en un montoncito de polvo lívido”. Fin de la novela. Este final fue presenciado por el propio autor, cuando tenía catorce años. Tal vez por este final y por el paralelismo del perro con la estirpe Salina, ya señalada, el autor dice, en una carta escrita a su amigo el Barón Enrico Merlo di Taglavia: “Atención: el perro Bendicò es un personaje importantísimo y es casi la clave de la novela”.



[1] Editorial Anagrama, 2019, traducción de Ricardo Pochtar.

[2] Un día, hace muchos años, cuando todavía estaba en la juventud madura de los treinta y pico años, yo también tuve un encuentro en sueños con la muerte. Me desperté con el recuerdo del sueño grabado en mi mente con una nitidez que no ha perdido ni un ápice en los, más o menos, treinta y tanto años transcurridos desde ese día. No obstante, el sábado 24 de Junio del 2.000 –esa fecha si la recuerdo perfectamente– decidí poner por escrito ese nítido recuerdo de mi sueño. Lo añado a continuación:

Sábado, 24 de Junio del 2000

A mi muerte

He visto a la muerte y me ha sonreído. No la reconocí al pronto. Era un pacífico duermevela del amanecer cuando apareció ella. Una bellísma mujer de mi edad. Pálida como el marfil, su rostro quedaba enmarcado por una rubia y también pálida melena que caía recta sobre sus desnudos hombros. Vestía un elegante y sobrio traje negro que resaltaba la esbeltez de su talle y le llegaba hasta justo encima de las rodillas, dejando ver unas piernas esbeltas. No sé por qué, sus rodillas me llamaron poderosamente la atención. Siendo normales, tenían algo de extraordinario que no sé definir. El traje, sin mangas, se unía entre atrás y delante con sencillas hebillas de plata sobre las suavemente marcadas clavículas. Sus brazos de un delirante marfil blanco, verticales a lo largo de su cuerpo, contrastaban con su negrísimo vestido. Y su sonrisa. Amiga de amar, amante. Me sentí inmediatamente atraído por ella. Transmitía paz, sosiego, deseo de seguirla. Así se lo dije –llévame contigo. Su sonrisa se hizo aún más tierna y atractiva. Yo todavía no la había reconocido. Creo que fue entonces cuando lo hice. Llévame contigo –repetí, esta vez sabiendo lo que pedía. Entonces ella, sin dejar de sonreír, con una voz profunda y suave, me habló. “No puedo –me dijo– todavía tienes muchas cosas que hacer aquí”. Después se difuminó de mi sueño.

Han pasado bastantes años desde entonces y su recuerdo vuelve, de cuando en cuando, nítido a mi memoria. He procurado hacer muchas cosas. Supongo que muchas no serán las que tenía que hacer, no tengo la receta. Pero he aprendido que la ternura de esa mujer es sólo el reflejo del amor de quien la envía. Me quedan, supongo, aún más cosas por hacer y, aunque no sepa cuáles, sé que todas ellas tienen que ver con el anuncio del amor de quién la envía. Ninguna voz me dice qué tengo que hacer, pero sí noto algo que me guía. Supongo que nunca acabaré de hacerlo, pero ansío ser llamado por Él y que ella venga a buscarme. Por eso, “si debiera morir y dejaros con vida, no quedéis como tantos, eternamente afligidos, que hacen durar el luto en polvo triste y lloran. Os ruego, por el contrario, que volváis a la vida y sonriáis, infundiendo ánimo a vuestro corazón y a vuestras manos temblorosas para consolar a otros corazones. Completad mis tareas inacabadas y quizá pueda así consolaros1. Pero acabad, no mi tarea, sino las vuestras y a vuestra manera. Sabed, sin embargo, que sólo hay una Tarea. El que asigna a cada uno su papel en Ella, me ha llamado a la Vida. Como un amigo del alma me ha dicho: “Ven a mí, tú que estás cansado, que yo te aliviaré”. Te explicaré el por qué de todo lo que ha ocurrido porque tenía que ocurrir y tú no has entendido. Haré que tu corazón arda con mis palabras. Me ha dicho:

“Tu corazón, ya terciopelo ajado,

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado.

 

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero”3

 

Durante todo el presente eterno de Cristo.

 

1 Del poema “Turn again to life” de Mary Lee Hall

2 Leído el el libro “Locos egregios” de José Antonio Valléjo Nágera.

3 Del poema “Elegía a Ramón Sijé” de Miguel Hernández.

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