23 de octubre de 2021

El Evangelio escondido de Mattaj 9. Capítulo VI; Primer encuentro con Jesús

CAPÍTULO VI 

PRIMER ENCUENTRO CON JESÚS

- Pero dejadme, antes de proseguir, que os cuente mi viaje a Cafarnaum en busca de Simón –dijo Andrés antes de empezar a contar esa parte de la historia–. Cuando llegué a Cafarnaum, me encontré también con un panorama desolador. Simón estaba tan sólo un poco menos demacrado de lo que estaba Juan cuando regresé. Su negación a comer apenas lo poco que le llevaba su suegra, unida a su melancolía, le habían llevado a un estado lamentable. Cuando me vio, esbozó una leve sonrisa.

- Hermano –me dijo–, ¿te has enterado de lo de mi pobre Séfora?

- Por eso he venido hermano. Por eso y para darte un abrazo.

Nos abrazamos y Simón rompió a llorar amargamente en mi hombro. Era la primera vez en su vida que veía llorar a Simón. Yo sí había llorado muchas veces en su presencia y, cuando esto ocurría, Simón me miraba con un cierto desprecio –al decir esto, Andrés miró a Simón, pero no se percibía en su voz ni el más mínimo rastro de resentimiento, y Simón, a su vez asentía con la cabeza mientras le sonreía–. Aunque en esos casos Simón intentaba entender la causa de mi congoja, le resultaba imposible, como si en vez de ser hermanos fuésemos representantes de dos razas distintas que no tuviesen los mismos sentimientos innatos.

- Ahora te entiendo, Andrés –me dijo con voz entrecortada por los sollozos–, ahora a mí también me falta algo, ahora sé lo que es tener un agujero en el pecho, tener una herida sangrante e incurable en el corazón.

- Simón, yo ya he encontrado lo que buscaba –le dije mintiéndome a mí mismo al tiempo que le mentía a él–. Y creo que lo que yo he encontrado puede llenar también tu hueco y curar tu herida. Ven conmigo. Quiero que conozcas a Juan, es un hombre de Dios.

- No me hables de Dios, y menos de ningún hombre de Dios –me dijo con cólera–. Dios me robó a Séfora sin dejarme siquiera un hijo suyo –su cólera se transformó en amargura– y ningún hombre de ese supuesto Dios ni nada de este mundo me la podrá devolver nunca. Mi herida ni tiene cura, ni yo quiero que se cure. Sólo quiero morir y bajar a la fosa para siempre. Y si la muerte no viene ella misma pronto en mi busca, yo mismo iré al centro del lago y me echaré al agua para ahogarme allí. Si no lo hago ya es porque me falta valor, a mí, que nunca me ha dado miedo nada. Pero la desesperación va incrementando mi valor.

Yo me devanaba los sesos pensando qué podía hacer para convencer a mi hermano de que me acompañase. A Simón le animó un poco el reencuentro conmigo y volvió a comer casi con normalidad. Noemí le preparaba los platos que sabía que más le gustaban y, poco a poco, iba recuperando fuerzas. Pero, ninguna fuerza en el mundo era capaz de convencer a Simón de que me acompañase a donde estaba el Bautista, aunque yo lo intentaba todos los días infructuosamente. Un día, después de una comida que Simón había disfrutado especialmente, regada con un poco de vino, mientras Noemí recogía la mesa, lo intenté de nuevo.

- De verdad, Simón, ven conmigo. Juan es un hombre lleno de ardor y fuerza, contagioso en su ilusión, seguro que él es capaz de reconciliarte con Dios y hacerte olvidar a Séfora.

Nunca debí haber dicho semejante cosa.

- ¿Olvidar a Séfora? –dijo Simón levantándose de golpe e inclinándose hacia mí con los puños apoyados sobre la mesa y escupiendo fuego por los ojos–. Si supiese de alguien que pretendiera hacerme olvidar a Séfora, le ahogaría en el lago. Nadie, nunca, jamás, me hará olvidar a Séfora. De modo que ya puedes irte y decirle a tu Dios y a ese Juan, que dices que es un hombre suyo, que se vayan al infierno. ¡Y tú, ve con ellos! ¡Vete con tu Dios y con tu Bautista! ¡Déjame en paz!

Bajé los ojos, herido en lo más hondo por el exabrupto de Simón, pero Noemí saltó como una pantera.

- ¡Simón!, ya basta. Tú has perdido a tu mujer. Pero Séfora era también mi hija, mi única hija, mi niña. Yo sé lo que es perder al compañero de tu vida cuando tan sólo acabas de empezar a compartirla con él, pero tú no tienes ni idea del dolor que es perder a tu única niña. Te he cuidado como si fueses mi hijo. Tú eres ahora el único lazo que me une a este mundo. Si no quieres pescar, no pesques durante una temporada, pero desearte la muerte, despreciar a Dios, negarte a volver a rehacer tu vida, insultar a tu hermano, al que ya has expulsado una vez de tu lado, es algo que no voy a soportar sin decir nada. Ni tú ni yo olvidaremos nunca a Séfora mientras Dios nos de vida. Nadie nos pide eso, ni tenemos que hacerlo. Si a Andrés se le ha escapado decírtelo es porque lleva casi una luna buscando la forma de ayudarte sin que tú le dejes un solo resquicio. No sé si ese tal Juan podrá ayudarte a rehacer tu vida, pero creo que por tus hermanos, Andrés el primero, por tus socios, por mí y, sobre todo, por Séfora, tienes la obligación de intentarlo, de darle a Dios una oportunidad, de dejar de lamer tus heridas y contemplar tu dolor compadeciéndote a ti mismo.

Tras este arranque de indignación, Noemí siguió recogiendo la mesa como si no hubiera dicho nada, casi un poco avergonzada de su atrevimiento. Era una mujer callada, discreta, siempre dispuesta a ceder en cualquier discusión. Por eso, esta reacción dejó a Simón absolutamente desconcertado. Bajó los ojos y con una voz compungida, pero en la que se percibía determinación por primera vez desde la muerte de su mujer, contestó.

- Tienes razón, Noemí. Perdona mi egoísmo. No he sabido darme cuenta de tu sufrimiento, ni de tu abnegación, ni de tu cariño hacia mí. Tú también, Andrés, perdona este disparate de ahora y perdona también toda la incomprensión que he tenido hacia ti toda mi vida. Eres mi hermano del alma, has venido a buscarme para ayudarme y yo te he pagado, como a Noemí, con egoísmo e insultos. Mañana mismo saldremos hacia Judea, a ver a ese Bautista. Se lo diremos a nuestros hermanos pequeños y a los Zebedeos por si quieren acompañarnos.

Se levantó y nos abrazamos, por primera vez en nuestra vida, con auténtico cariño.

La pesquería no podía permitirse prescindir de un solo pescador, ni siquiera por unas semanas. A mí me hubiese gustado llevar a dos de mis otros hermanos, pero ninguno quiso. En su lugar vinieron Jacob y Juan. Ellos no querían, pero su padre les convenció.

- A ver si el Bautista os hace sentar la cabeza –les decía–, parece que tenéis en ella más violencia que espíritu de trabajo.

En vano intenté convencer a Zebedeo que fueran otros de sus hijos que nos acompañasen, porque Jacob y Juan me asustaban. Se mostró inflexible. Eran precisamente Jacob y Juan los que más penitencia necesitaban y, si el bautismo de ese tal Juan servía para algo, eran ellos los que debían recibirlo. Por tanto, serían ellos los que acompañasen a Simón y Andrés o no iría ningún Zebedeo. Los otros ocho que trabajaban en la pesquería eran trabajadores serios y concienzudos y, por añadidura, buenas personas. Los dos pequeños eran demasiado pequeños. No irían más que Jacob y Juan. Punto.

- Y tenía razón –continuó Jacob–. Nosotros éramos pendencieros. No había riña en la que no nos encontrasen. Fuera del trabajo, estuviésemos donde estuviésemos, siempre nos parecía que nos provocaban. Una mirada sostenida, una palabra un poco más alta de lo normal, un gesto de impaciencia, eran para nosotros ofensas que había que hacer pagar a su autor. Y cuando alguien no estaba dispuesto a dejarse achantar, saltaba la pelea. No nos importaba que a veces fuésemos nosotros los que más golpes recibiésemos. Al contrario, ese riesgo suponía un aliciente para nuestra violencia.

- Lo sé por experiencia –dije terciando en la conversación–. Jacob era de las pocas personas que no solía recular ante mis matones–. Cuando iba a recaudar a la pesquería de su padre, tú y Juan –le dije dirigiéndome a él– os poníais en la puerta y, si creíais que lo que exigía era injusto os insolentabais hasta insultarme. Varias veces mi gente os tuvo que dar un serio escarmiento. Entonces, el resto de vuestros hermanos, normalmente pacíficos, acudían en vuestra defensa y, a veces, la lucha tomaba proporciones de batalla campal. Recuerdo ese día en el que a mis matones se les fue la mano y dejaron medio muertos a varios de los vuestros. Lo recuerdo y os pido perdón de todo corazón por ello. Esta actitud vuestra exacerbaba el demonio de mi orgullo, y mi amor propio hizo que mis exigencias con vuestra pesquería se hicieran cada vez más desorbitadas. Un día, no sé si os disteis cuenta del cambio decidí que no merecía la pena un desgaste semejante cada vez que tocaba exigiros impuestos y, a partir de entonces, empecé a pediros sólo lo razonable.

- Naturalmente que nos dimos cuenta. Pero si no llega a ser por nuestro padre –hablaba Jacob–, la precaria paz que se estableció entre nosotros hubiese dado lugar a un conflicto mayor, porque pretendíamos provocarte para dejar patente ante todo Cafarnaum que te habíamos vencido y para que todo el mundo siguiese nuestro ejemplo. Pero nuestro padre nos lo impidió con una mezcla de súplicas y amenazas de echarnos de la pesquería.

- Lo sé –dije asintiendo–. Siento un enorme respeto por Zebedeo. Creo que veo en él al padre que me hubiese gustado tener. Es un hombre completamente hecho a sí mismo, humilde y pacífico, que más de una vez vino a hablar conmigo en son de paz a pedirme, casi a rogarme, que fuese justo. El venir a rogarme no le degradaba, al contrario. Su actitud no era servil, respiraba dignidad por todos los poros. Se veía que hacía eso, que sin duda le costaba, no por el negocio, sino por vuestro bien. Después de nuestra “tregua”, vino a verme para decirme que no tuviese en cuenta cualquier provocación que me hicieseis. “Ellos se sienten orgullosos –me decía– de que, por ese carácter violento, les llamen Boaerges, los Hijos del Trueno. Pobres –añadió– no saben que los violentos solo cosechan violencia y que, en cambio, los pacíficos acaban siempre por ser respetados”. Ni antes ni después de la tregua le hice caso. Si me hubieseis provocado o si hubierais intentado que vuestra actitud se hubiese generalizado, probablemente os hubiese matado. Espero que sepáis perdonarme. Seguro que vuestro padre lo hará cuando se lo pida. Hasta ayer, yo era otro hombre.

- Lo sabemos. Él nos lo ha dicho muchas veces. Ese hombre no es malo. Tiene un gran dolor que le amarga la vida. Un día se arrepentirá y encontrará la paz. Claro que te hemos perdonado. Nosotros y él. Ahora somos hermanos.

- Al día siguiente –continuó Andrés–, los cuatro nos preparamos para salir con el primer grupo nutrido que se dirigiese a Judea.

Efectivamente, era muy desaconsejable hacer el camino en grupos pequeños porque las bandas de salteadores suponían un peligro para los viajeros. Yo no tenía ese problema porque como publicano, viajaba siempre escoltado por un par de legionarios. Y, a pesar de que a veces transportaba importantes sumas de dinero, no había ninguna banda de salteadores que pudiese atreverse con dos legionarios. Desde que los romanos dominaban Palestina, las partidas de ladrones habían disminuido. Pero a pesar de que la cruz era el castigo que les esperaba a los ladrones que resultaban capturados y esto producía espanto entre ellos, esas bandas seguían infestando toda la región. Y las que continuaban en el negocio se habían vuelto más violentas y radicales. A menudo, no se conformaban con robar a sus víctimas, sino que las apaleaban o incluso las degollaban si creían que sus víctimas podían llegar a reconocerlos. A veces, lo hacían por simple sadismo.

 - Tuvimos que esperar unos días –prosiguió Andrés– a que hubiese una expedición con piquetes armados que saliese hacia Judea, pero, por fin, los cuatro partimos al encuentro del Bautista. El viaje fue una lección de humildad para Simón. Yo había recorrido varias veces toda Galilea y Judea, mientras que el viaje más largo que él había hecho, el único de su vida, era el que hizo de Betsaida a Cafarnaum. Y aún ese, no fue un viaje por tierra, sino una pequeña travesía del noroeste del lago. Se encontraba fuera de su elemento, como desvalido. Yo intenté cuidar de él con delicadeza, sin que se notarse. Pero él se daba cuenta, y le dolía su inferioridad. En cambio yo, a lo largo del viaje, fui recobrando la seguridad en mí mismo, me di cuenta de que no era inferior a Simón simplemente porque no me gustase la pesca. Simón, por su parte, iba saliendo poco a poco de su melancolía. El hecho de haberse sentido siempre fuerte le había hecho llegar a pensar que todo el mundo debía ser tan fuerte como él y que, por tanto, no hacía ningún mal a nadie por tratarle duramente.

- Es verdad –intervino Pedro–. En esos días, mi fragilidad, mi dependencia, hicieron que me diese cuenta de mi error y empezase a sentir ternura hacia las debilidades de los demás. Ternura. Ese había sido un sentimiento que sólo había experimentado al lado de Séfora, pero esos días, aunque de otra manera, volví a sentirlo y eso me reconfortaba. Pero, al mismo tiempo, empezaba a dudar de la sensatez de ir a encontrarse con ese profeta. Seguía resentido con Dios y con todo lo suyo. ¿Qué podría hacer por mí ese desconocido del que Andrés me contaba cosas que le recordaban demasiado a mí mismo? ¿Puede una madera abrirse con una cuña de su misma madera? Yo procuraba ocultar estos pensamientos a Andrés y demostraba una ilusión que no sentía por la fuerza de ese hombre con voz de trueno.

- Durante el viaje Jacob no tuvo ningún comportamiento violento –continuó Andrés–. La presencia de Simón le coartaba hasta impedírselo. Cuando empezamos el último día de marcha para llegar a nuestro destino, nos separamos de la comitiva. Vimos a lo lejos densos nubarrones, como de tormenta, y oímos lejanos truenos. A medida que avanzábamos el cielo se ponía más y más oscuro. En un momento dado penetramos, como quien atraviesa el telón de un escenario, en una auténtica cortina de lluvia agitada por el viento, que se iba haciendo más y más huracanado a cada paso. Ya anochecido, completamente empapados, decidimos guarecernos en una cueva que había en la tierra, cerca ya del lugar en el que había dejado a Juan bautizando hacía más de una luna. Era una cueva grande y había en ella diez o doce personas que venían justo de allí. Nos dijeron que no quedaba prácticamente nadie y nos contaron una extraña y contradictoria historia de un hombre bautizado por Juan, que tal vez fuese el Ungido, de unos truenos que parecían, o tal vez fuesen, voces del cielo, de una supuesta invocación a la lluvia hecha por Juan o por el supuesto Ungido, cuando éste se fue, de la extraña actitud del Bautista, de su ayuno, de sus cánticos interminables a la misericordia de Dios y de muchas cosas más a duras penas inteligibles entre las discusiones sobre los hechos presenciados y las opiniones contradictorias sobre su significado.

Así pasó la noche, y al rayar el alba, decidí dejar a Simón y a los dos Zebedeos allí y acercarme solo a ver qué era todo aquello. Al llegar y encontrar a Juan en tan lamentable estado, tomé inmediatamente partido por los que se negaban a aceptar que hubiese ocurrido algo sobrenatural. Pasé una buena parte del día en esa discusión con los otros discípulos de Juan. Serían las dos de la tarde y ya estaba a punto de irme a buscar a Simón y los otros, darles una explicación falsa, disculparme y regresar a Cafarnaum, cuando de repente, sin ninguna causa aparente, dejó de llover, se abrió el cielo, se despejaron las nubes y apareció el arco iris más asombroso que nunca hubiese visto. De hecho, había dos. Un arco que arrancaba del suelo, pasaba por encima del sol y acababa también en el suelo y otro que no era propiamente un arco, sino un círculo alrededor del sol. No era tanto el tamaño del arco y el círculo como la nitidez de los siete colores la que me pareció verdaderamente extraordinaria. Todos estábamos mirando al cielo tan extasiados que no nos dimos cuenta de que la débil salmodia de Juan se había detenido poco después de abrirse las nubes. Pero su voz, otra vez potente, nos devolvió a la realidad.

- Ese es el Cordero de Dios –dijo lacónicamente.

Nos volvimos hacia él y vimos que ya no tenía los brazos extendidos en cruz, sino que con el derecho señalaba hacia un punto en la otra orilla. Seguí con la vista la trayectoria de su dedo y vi a Jesús, andando por la otra orilla, río arriba, completamente ajeno a Juan. Estaba casi tan demacrado como él, pero su paso era firme y rápido, como si se dirigiese con decisión a algún sitio determinado. En ese momento, sin mediar una palabra más, una venda cayó de delante de mis ojos. Supe, con una certidumbre meridiana que, ahora sí, había descubierto lo que llevaba buscando durante toda mi vida. Todas mis dudas, toda mi apatía, toda mi amargura se disiparon por completo, de la misma forma que se habían disuelto las nubes hacía un momento, calentadas por el sol. Sin mirar ni a izquierda ni a derecha, sin decir una palabra ni a Juan ni a ningún otro de mis compañeros, eché a andar hacia ese Cordero de Dios que me atraía como un imán atrae a las limaduras de hierro. No me di cuenta de que Juan se había derrumbado, vencido después de cuarenta días por el cansancio y el ayuno, como si una fuerza sobrenatural le hubiese mantenido y, de repente, le hubiera abandonado. Uno de mis compañeros se acercó a mí por detrás y, poniéndome una mano en el hombro me dijo:

- ¿Vas a dejar a Juan ahora, que es cuando más te necesita?

Me volví y miré a los ojos a Juan. Brillaban con una alegría indescriptible que desmentía su derrumbamiento físico.

- Ve –me dijo con convicción–; mi hora ha pasado. Ha llegado la suya. Es preciso que yo mengüe para que él crezca. Ve.

Me sonreía, mientras que con una mano exangüe me hacía gestos de que partiese. Volví a darme la vuelta y seguí caminando hacia Jesús, que permanecía ajeno a esta escena y seguía caminando hacia su destino. Pero noté que otro de los discípulos de Juan me seguía. Sin volverme para ver quién era, me fui adentrando en las aguas del Jordán, que todavía bajaban tumultuosas y arrolladoras. Perdí pie y fui arrastrado aguas abajo, me debatí como pude, a punto de ahogarme, hasta que pude asirme a las raíces de un árbol que había sido arrancado de cuajo y arrastrado por las aguas y que se había quedado enganchado en la orilla por la copa. Trepando corriente arriba por ese árbol, llegué a la otra orilla. El que me seguía también lo consiguió, y nos ayudamos mutuamente en el empeño. Pude ver entonces que se trataba de José. Cuando alcanzamos la orilla, empezamos a correr para alcanzar a Jesús, que había seguido caminando corriente arriba. Nos acercamos él por detrás sin saber qué hacer ni qué decir. Nos limitamos a seguir andando a su paso, detrás de él, sin decir palabra. Fimos así durante unos minutos. De repente, Jesús se paró, se volvió hacia nosotros y nos preguntó:

- ¿Qué buscáis?

Nos quedamos sorprendidos, sin saber qué responder, pues le habíamos seguido por un impulso que era más fuerte que nosotros y que no podíamos racionalizar. Yo le contesté con otra pregunta, un tanto estúpida, por cierto.

- Rabbí, ¿dónde vives?

- Venid y lo veréis– nos respondió.

Se dio la vuelta y siguió andando. Nosotros le seguimos. Eran como las cuatro de la tarde. Jesús tenía, visto de cerca, un aspecto tan demacrado como Juan, como si él también hubiese ayunado. Pero era como si la fuerza que había abandonado a Juan se hubiese instalado, acrecentada, en él. Al cabo de un par de minutos de marcha encontramos una de tantas cuevas como había en esas laderas. Era grande, espaciosa y estaba vacía. Jesús entró en ella y nosotros le seguimos.

- Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza –nos dijo, y recostándose sobre la dura roca, se quedó profundamente dormido.

- ¿El Hijo del hombre? ¿Así se llamó a sí mismo? –interrumpí el relato con asombro.

Me extrañó el apelativo, porque la figura del Hijo del hombre es una fórmula que viene del profeta Daniel y hacía siglos que había caído en desuso para designar a nadie, ni siquiera al Ungido. En una de sus visiones, Daniel nos cuenta cómo cuatro bestias horribles profieren insultos y devoran el mundo. De pronto, un anciano de vestiduras y pelo blancos se sienta sobre un trono de fuego del que salen ríos de metal fundido. Entonces, ante miles de millares que lo servían, abre unos libros para juzgar a las bestias. Pero no es el anciano el que juzga, sino que el poder se le confiere a otro, con estas palabras:

Seguía yo contemplando estas visiones nocturnas y vi venir sobre las nubes a alguien semejante a un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido por él. Le fue dado poder, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino jamás será destruido.

Después de mi pregunta miré a Andrés y a José que asintieron con la cabeza. Luego miré a Jesús, esperando de él una explicación.

- La razón por la que me refiero a mí mismo como el Hijo del hombre no la puedes entender ahora. La entenderás en su momento. El reino al que se refiere Daniel es el Reino de los Cielos, que está llegando a la tierra, que nacerá de lo más profundo de vuestros corazones y que, una vez que nazca, jamás será destruido.

Me quedé perplejo ante la respuesta, pero no pude seguir pensando en ella porque Andrés continuó su relato:

- Jesús durmió durante todo ese día y la mañana del siguiente mientras nosotros hacíamos turnos para velar su sueño. Cuando despertó parecía totalmente recuperado, a pesar de su extrema delgadez.

- ¿Dónde has estado estos cuarenta días? –le preguntó José.

- En el desierto, preparándome para mi misión, ayunando, resistiendo el primer ataque del maligno.

Nos contó cómo en las desérticas, áridas y asfixiantes laderas que se desploman hacia el mar de la Sal, había pasado cuarenta días casi sin alimentarse. Tan sólo por las noches unas cuantas cabras y se le acercaban. Él llenaba el hueco de la palma de una mano con un poco de leche de cada ubre de cada cabra y lo sorbía. Después venían también los chacales y los leones y le lamían, refrescándole del calor. Y las cabras se recostaban junto a los leones que se alimentaban de los juncos resecos que crecían entre las rocas.

Yo, mientras ellos me contaban esto, me acordé de las palabras de Isaías.

Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se recostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará. La vaca pacerá con la osa y las crías de ambas se echaran juntas, y el león, como el buey, comerá paja.

Andres continuó:

- Y, ¿cómo te tentó Satanás? –le preguntó José con una curiosidad un tanto morbosa cuando se cercioró de que no iba a hablar de las tentaciones a las que había sido sometido.

Nos miró a los dos profundamente durante largo rato, sin decir nada, como si no estuviésemos preparados para entender las tentaciones a las que le había tendido Satanás. Luego nos dijo:

- Lo sabréis cuando llegue el momento apropiado.

Cuando cayó la noche, me acordé de repente de Simón. ¿Dónde estaría? ¿Qué estaría pensando de mi repentina desaparición? Como si Jesús estuviese leyendo mis pensamientos me dijo:

- A él le vi cuando Juan me bautizó –y señaló a José–, pero a ti no. ¿De dónde vienes? ¿Has venido sólo?

Le conté con todo con detalle mi historia, mis relaciones con mi hermano, el estado de ánimo de Simón, su viaje, todo. Jesús me escuchó sin interrumpirme. Sentí cómo una corriente de empatía me inundaba mientras contaba mi historia. ¡Cómo supo escucharme! Cuando acabé me preguntó:

- ¿Le has perdonado? –y la pregunta me produjo, a mí, Leví, que sólo estaba oyendo la historia, la misma sensación lacerante que sentí cuando me la hizo directamente hacía tan sólo unas horas.

- No lo sé –contesté, quedándome pensativo–, creo que sí, pero me queda un resentimiento en el fondo del alma que no sé si seré capaz de arrancar nunca de ella. Ayúdame tú a arrancarlo.

No me dijo nada. Después de una larga pausa continué:

- Además, pienso que si Simón no hubiese sido así conmigo, yo no te hubiera encontrado y no estaría ahora aquí, contigo –y al decir esto noté como si un sentimiento de ternura unido al agradecimiento hacia Simón empezase a nacer dentro de mí.

Jesús siguió sin decirme nada. Sólo me miró al fondo del alma y en ese mismo instante supe que llegaría a borrar completamente ese poso de resentimiento.

- Ve a buscar a Simón y a los otros y tráelos aquí –me dijo.

Me levanté y fui a buscar a mi hermano y al resto de mis compañeros de viaje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario