Tomás Alfaro Drake
Introducción
El 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.
Más sobre la filosofía del encuentro: Ámbito y entreveramiento.
Entro ahora en el meollo de la filosofía del encuentro[1]. Trataré de abordar su aspecto más fundamental; el análisis de esa forma suprarracional de conocer la realidad, de esa forma de trepar hacia el “arriba”. El ser humano puede conocer la realidad como un conjunto de objetos separados de él mismo, que es el sujeto. La realidad se puede conocer desde una relación sujeto-objeto, en la que el sujeto está como fuera de ella y la analiza y disecciona desde una atalaya privilegiada, como viendo los toros desde la barrera. Este proceso de conocimiento por objetivación es extremadamente eficaz para dominar la realidad, para utilizarla, para construir artefactos, para crear tecnología, pero no para alcanzar sus capas más profundas. Con esta forma de conocimiento nos quedamos siempre en la superficie de las cosas. Es muy pobre desde el punto de vista de la intuición de las esencias. Y si lo aplicamos a las personas es un método sencillamente miserable.
Todo ser tiene una parte que no es reductible a objeto. Esa parte es tan real como la objetivable[2] y mucho más rica. Es lo que podemos llamar su parte ambital, de ámbito[3]. Los ámbitos son, hablando en imágenes, esponjosos. La parte ambital no se puede conocer con la relación sujeto-objeto. Para conocer algo de forma ambital, nuestro propio ámbito tiene que entreverarse[4] con la parte ambital del otro ser. Este entreverado de partes ambitales de distintos seres es algo que los engrandece mutuamente. El entreverado de realidades ambitales no es un juego suma cero, es un juego creativo en el que el ámbito de la realidad resultante es mayor que la suma de los ámbitos entreverados, elevándolos hacia la dimensión “arriba”. Sin que pierdan su individualidad, sin mezclarse en confusión, manteniéndose a una distancia de perspectiva, se produce una unión íntima. Pero para conocer de esta manera se tiene que renunciar al “privilegio” de ser sujeto y ponerse en igualdad de categoría ambital con lo que antes era sólo objeto. No todas las realidades ambitales tienen el mismo valor, aunque pertenezcan a la misma categoría de ámbito. Un vaso de agua tiene una realidad ambital menor que el mar. Un piano tiene una realidad ambital mayor que un sofá. Además, la realidad ambital del piano, se enriquece al entreverarse con una persona en un encuentro piano-pianista. Hay infinidad de maneras de entreverado de dos ámbitos y la búsqueda de la mayor riqueza de entreverado es la creatividad. El piano tiene un menor valor ambital como simple mueble en la decoración de una casa que como instrumento musical tocado por un pianista o usado para componer por un compositor. Tampoco el ámbito resultante del entreverado piano-pianista es el mismo si el pianista es un virtuoso que si es un principiante tocando “no me mates con tomate”. A esto se refería Luigi Pereyson en una cita de un artículo anterior al hablar de la antítesis sujeto-objeto, subjetividad-objetividad. Recuerdo esa cita.
“Con el concepto de entreveramiento el subjetivismo queda definitivamente superado; es más, se puede decir que el concepto de entreveramiento nace precisamente para eliminar el subjetivismo y para desembarazar para siempre el camino de la antítesis entre subjetivismo y objetivismo”. [...]. “Conocer y poseer la verdad no es posible sin comprometerse, sin tomar partido, sin exponerse personalmente; y esto no sucede sólo en la filosofía entendida como formulación de la verdad, sino en cualquier entreveramiento que sea digno de este nombre por mínimo e insignificante que sea ya que, en cada proceso de conocimiento siempre se encuentra comprometida la verdad y el entreveramiento más exiguo posee por sí mismo un valor ontológico” [5].
Una persona siempre tendrá una mayor riqueza ambital que una cosa. Más aún, el ser humano es el único ser material que tiene capacidad de crear entreveramientos con otros ámbitos. Es el único ámbito activo, o si se prefiere, el único ámbito creativo. Es, en definitiva, persona. Un piano puede pasarse mil años con una partitura encima y nunca dejarán de ser un objeto grande de madera y metal y un conjunto de papeles manchados. Sólo el ser humano puede entreverarse con ambos creando música. La renuncia a la disparidad de categorías sujeto-objeto para igualarse en la categoría de ámbito es una operación enriquecedora para las dos partes, pero no exenta de riesgos, porque al entreverar mi ámbito con otro ámbito, de alguna manera, me entrego a él, le pertenezco, pierdo mi independencia. De esta forma de conocimiento nacen el amor y la contemplación de la belleza. En este sentido, el ser humano puede amar a las cosas, pero las cosas no pueden amar al ser humano ni amarse entre sí.
Consecuencias del conocimiento por entreveramiento de ámbitos.
El conocimiento por entreveramiento de ámbitos es menos eficaz, desde una óptica utilitarista que el conocimiento sujeto-objeto. Pero el éxito absoluto en el conocimiento sujeto-objeto, con exclusión del entreveramiento de ámbitos, lleva ineludiblemente al encierro en la torre de hierro del único-sujeto-del-mundo. A la pérdida del paraíso jubiloso de la belleza y del amor. Louis Pawels, expresa esto de forma magnífica en su libro “Las últimas cadenas”[6]. Dice:
“La reflexión moderna tiene poco que ver con la emoción estética. Es más imprecadora que jubilosa. Y sin embargo, las obras maestras son siempre, en definitiva, himnos de agradecimiento. ¿Tiene la belleza un sentido? No podemos prescindir de ella, pero ese sentido sobrepasa nuestro entendimiento.
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Hemos erigido lo útil en valor supremo. Pero, la utilidad suprema, esa que toca el alma, ¿no es precisamente la belleza?”
A esa torre de hierro que construimos cuando reducimos el mundo a puro objeto y nos constituimos nosotros en único sujeto, le llama Ferdinand Ebner la “Muralla China”. En el momento que la construimos, hemos perdido el paraíso.
Ya se ha dicho que la persona es el único ámbito activo. Y lo es, porque tiene la capacidad única de entreverarse con los ámbitos de otros seres, produciendo el fenómeno del encuentro. Entreverar mi ámbito con el de otro ser implica renunciar libremente a mi condición de sujeto y negarme, con la misma libertad, a objetivar al otro ser. Es ponerme en igualdad de categoría de ámbito. Esto implica riesgo y esfuerzo. Si alguien decide dedicar su vida a ser violinista, el violín ha dejado de ser un simple objeto para él. Tiene que aprender a obtener de él el mejor sonido que pueda darle. Pero para eso, tiene que entregarle su vida. Sin embargo, la libertad, que es condición sine qua non del entreveramiento, no quiere decir ausencia de normas. El futuro violinista estará ineludiblemente abocado al fracaso total si decide que él tocará en violín como le dé la gana. El violín debe afinarse de una determinada manera, el arco tiene que tener una cierta tensión, hay una técnica de interpretación. Existen, en fin una inmensa cantidad de normas que se deben respetar. Pero esas normas, no quitan libertad. Al contrario, dan libertad. La libertad de poder llegar a expresar música. Si pretendemos jugar al ajedrez moviendo las fichas como nos dé la gana, no hay libertad, simplemente hemos matado el juego.
Ya he dicho antes que no todos los ámbitos tienen el mismo valor. El violinista tiene un ámbito más valioso que el violín, pero no puede tratar al violín como un mero objeto. No puede definir unas ecuaciones que expresen la forma de obtener del violín el mejor sonido y luego enseñárselas a un alumno. No, el violinista tiene que entreverarse con su violín. Y si quiere transmitir su entreveramiento con el violín a un alumno, tiene que convertirlo en discípulo. Tiene que entreverarse con él. Aparece entonces un nuevo fenómeno, que es la creatividad. Hay millones de formas de entreveramiento. Buscar libremente la más enriquecedora es la creatividad. Además, el proceso de entreveramiento, no acaba nunca. Nunca se puede decir, ya está, ya lo sé todo. Y, desde luego, cabe la posibilidad de que nunca consiga ser un violinista a la altura de mi Stradivarius. Pero en la medida que la creatividad del violinista le lleve a un entreveramiento profundo y rico, las dos realidades salen ganando. No es un juego suma cero. En este entreveramiento, ya empieza a aparecer un fenómeno nuevo: el amor. Entre sujeto y objeto puede haber control, dominio, utilización, pero no amor. El entreveramiento del violinista con su violín y con las partituras que interpreta con él, hace nacer el amor a la música. El entreveramiento maestro-discípulo es, sin duda, muy similar al amor padre-hijo. El entreveramiento es, ya en este estadio, un misterio.
Cuando los ámbitos que se entreveran son personas, la libertad, el riesgo, la profundidad, la creatividad y el misterio del entreveramiento son de una calidad cualitativamente superior al entreveramiento entre persona y cosa. Entonces, no sólo me entrevero yo con la otra persona, sino que soy entreverado por ella con sus propias formas de entreveramiento. Aparece entonces el amor con nuevas dimensiones. La dimensión interpersonal, con sus vertientes, paterno-filial, de amistad y conyugal, y la dimensión comunitaria. Los ámbitos humanos son, desde el principio, ámbitos sexuados. Es importante la distinción que hace Julián Marías entre los adjetivos sexual y sexuado.
“Desde hace muchos años vengo utilizando una distinción lingüística del español que me parece preciosa: los dos adjetivos ‘sexual’ y ‘sexuado’. La actividad sexual es una reducida provincia de nuestra vida, muy importante, pero limitada, que no empieza con nuestro nacimiento y suele terminar antes de nuestra muerte, (pero que está) fundada en la condición sexuada de la vida humana en general, que afecta a la integridad de ella, en todo tiempo y en todas sus dimensiones” [7].
La naturaleza humana es sexuada –hombre y mujer– y una de las formas de amor interpersonal, la conyugal, tiende a la unión de estas dos formas de la naturaleza humana. Isabel Allende, en su novela “El plan infinito” tiene una frase que me parece fundamental: “el amor es la música y el sexo es el instrumento”. Dos cosas importantes se desprenden de las citas anteriores: Primera, el amor conyugal tiene que ser entre hombre y mujer y, segunda, que el sexo está al servicio del amor. ¿Se puede imaginar que alguien en su sano juicio utilice un violín para jugar al tenis? A buen seguro que perdería el partido y rompería el violín. El entreveramiento entre realidades ambitales, más aún si los dos ámbitos son personales, no es una labor de un rato, ni de una temporada, ni de una época de la vida. Es una aventura de entrega creativa que dura toda la vida. Así, la amistad, el amor entre padres, hijos y hermanos o el amor conyugal, son algo para toda la vida. Puede haber hijos que no quieran a sus padres, se puede romper o enfriar una amistad o se puede estropear el amor conyugal, pero eso no deja de ser un fracaso que, lejos de hacer falsa la necesidad de que el amor sea vitalicio, la reafirma.
Sin embargo, el entreveramiento entre realidades ambitales, más aún si ambas son personas, no es una mezcla inorgánica, no es una fusión. Las dos realidades siguen manteniendo su identidad en el proceso. Es un juntos, entreverados, pero no revueltos. Se mantiene lo que los filósofos del encuentro llaman una distancia de perspectiva desde la que el yo y el tú se miran íntimamente entreverados, pero sin confundirse, contemplándose. El proceso de entreveramiento no exige, como la relación sujeto-objeto, que la realidad con la que se entrevera sea precisa y perfecta como una máquina. Un reloj que no da bien la hora no sirve para nada. Sin embargo, en la relación entre ámbitos las peculiaridades y hasta los defectos de las partes pueden dar lugar a juegos creativos de entreveramiento que sean enriquecedores. Se pueden llegar a amar los defectos. Este amor de entreveramiento es radicalmente distinto de esa relación de utilización y dominio sujeto-objeto, de usar cuando me es útil y tirar después, que ha llegado a recibir también, equívocamente, el mismo nombre de amor.
Naturalmente, uno puede entreverarse consigo mismo. Nace así un sano amor por uno mismo. Hay un amor por uno mismo que es tan falso como el utilitario amor interpersonal sujeto-objeto. Uno puede utilizarse a sí mismo como objeto, para satisfacción de uno mismo como sujeto. Si se hace esto, se establece una relación paranoide con uno mismo que acaba en odio. Acabamos odiándonos a nosotros mismos. El yo objeto empieza a odiar al yo sujeto, que a su vez le desprecia. O el yo sujeto hace un objeto de culto del yo objeto, quedando esclavizado por el inútil intento de la eliminación de cualquier imperfección en el mismo. Esto acabará en odio del sujeto al objeto y, probablemente en autodestrucción. Pero si uno entrevera consigo mismo distintas partes de su realidad ambital, aparece un amor maduro a uno mismo. Nos amamos a nosotros mismos como somos. Nos aceptamos, nos desarrollamos. Nos amamos a nosotros mismos como amamos al prójimo. Y el amor de entreveramiento con nosotros mismos hace que, sin dejar de ser nosotros mismos, aparezcan múltiples distancias de perspectiva que nos enriquecen. En el ser humano el proceso suele ser el siguiente: Primero descubro al tú desde la desvalidez y lo utilizo sin consciencia de ello. Poco a poco va apareciendo la consciencia del yo que, casi automáticamente, se hace sujeto, transformando al resto del mundo, personas y parte del yo incluidos, en objeto. Ahí, en este estadio, nos podemos quedar toda la vida. Viviremos en un falso amor al mundo, al prójimo y a nosotros mismos que jamás nos hará felices. Pero, lo mismo que el burgués gentilhombre de Molière hablaba en prosa sin saberlo, también nosotros, de una manera inconsciente, sin tener ni idea de la filosofía del encuentro, podemos empezar a descubrir el entreveramiento entre el yo y el tú. Podemos empezar a descubrir el amor maduro, auténtico, al mundo, al prójimo y a nosotros mismos. Y este amor da plenitud.
[1] Lo que digo a continuación se basa en cosas leídas en diferentes libros de Alfonso López Quintás y en algunas conferencias suyas a las que he asistido. Creo que refleja una línea evolutiva cuyo escalón anterior es Romano Guardini, pero no podría seguir más atrás la génesis de estos pensamientos de forma detallada. Aparece aquí el término entreveramiento del que ya dije algo en un artículo anterior
[2] “Objetivar”, en la terminología usada aquí, no es convertir en objetivo algo subjetivo, sino reducir un ser a su calidad de objeto.
[3] Tampoco el término “ámbito” tiene el significado corrientemente aceptado. Se refiere a una parte del ser que, siendo real, no se puede reducir a objeto.
[4] Entreveramiento es otro término propio de este pensamiento filosófico. Es bastante intuitivo, apela a una mezcla íntima entre la parte ambital de dos seres, pero no sujeta a una pauta fija, geométrica o matemática, sino flexible y creativa. Recuérdese, que ya ha aparecido este termino en una frase anterior de Luigi Pereyson.
[5] Luigi Pereyson. La primera parte de la cita es de “Filososfía y verdad”. La segunda de “Verdad y entreveramiento”
[6] Louis Pawels, “Les dernières chaînes”. Éditions du Rocher, 1997. Ignoro si hay traducción al español.
[7] Julián Marías, Antropología metafísica. El paréntesis es mío, el cambio de letra de “sexual” y “sexuada” está en el original.
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