Tomás Alfaro Drake
Una de las cosas que más me sorprende de este mundo es la enorme influencia de Kant en el pensamiento “moderno”. Por algún motivo, Kant decidió que el espacio y el tiempo no tenían una existencia real. Eran simplemente unas categorías –como una especie de moldes– que sólo estaban en nuestra mente, y que nos permitían clasificar –o moldear– las cosas de una realidad que sería caótica e indescifrable sin ellas. El los llamó “a prioris”. El espacio era el “molde” de nuestra mente con el que dábamos forma a lo que nos decían nuestros sentidos externos sobre la ininteligible realidad, mientras que el tiempo era la “molde” mental con el que dábamos forma a lo que nos decían nuestros sentidos internos sobre ese caos. Gracias a esos artilugios, que sólo estaban en nuestra mente, podíamos entender una realidad exterior ininteligible. Para Kant, esos “moldes”, los “a prioris” del espacio y el tiempo, eran los mismos para todos los hombres. Naturalmente, sus seguidores extendieron el estatus de idea mental –de “a priori”– a toda la realidad. ¿Por qué iban a ser únicamente el espacio y el tiempo esas categorías que sólo existían en nuestra mente? Toda la realidad existía sólo en nuestra mente, era una mera idea. De ahí se derivó el nombre de idealismo para esa corriente filosófica. Algunos llegaron más allá todavía, diciendo que los “a prioris” eran distintos para cada ser humano. A fin de cuentas, si los “a prioris” no tenían una realidad externa, ¿por qué tenían que ser iguales para todos? Esto dio lugar a un tipo de idealismo más radical, el llamado idealismo psicológico. Pero volvamos a Kant. Por supuesto, si la realidad en sí misma no era cognoscible, todo el proceso metafísico que conduce, como una escalera de la lógica, desde el conocimiento, aún parcial, de esa realidad, al conocimiento de Dios, se esfumaba. Por consiguiente, Kant creía que no se podía llegar a conocer nada de Dios. Parece que no importa en absoluto que la moderna física haya descubierto que el espacio-tiempo sí que tiene una realidad física exterior a nosotros. Esto debería haber conducido a la humanidad racional a considerar a Kant como una figura de museo, considerando su pensamiento como irrelevante al hundirse su premisa mayor. Pero no, Kant sigue gozando de buena salud y sigue siendo un referente del pensamiento “moderno”.
Pero no es de la metafísica –o, por hablar con propiedad, de la no-metafísica– kantiana de lo que quiero hablar, aunque era necesaria esa aclaración para pasar a lo que me importa. Kant, que era un hombre de orden, se daba perfectamente cuenta de que al quitar la escalera metafísica, quitaba también todo soporte racional a la ética y, naturalmente, esto le sobrecogía. Por tanto, algo tenía que hacer. Efectivamente, tras escribir su “Crítica de la razón pura” y llegar a las conclusiones antedichas, tenía que encontrar cómo cuadrar el círculo y encontrar, fuera de la metafísica, una justificación racional a la moral, tarea ímproba que abordó en su obra “Crítica de la razón práctica”. Se maravillaba Kant de dos cosas, según muestra una frase suya que dice: “Dos cosas llenan de admiración mi espíritu; el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi corazón”. Kant dio por sentado que ese código moral interno que a él le maravillaba era –al igual que los “a prioris” del espacio y el tiempo– universal para todos los hombres. Y lo es, pero esa universalidad, para ser aceptada racionalmente necesita –como la universalidad de los “a prioris” de espacio y tiempo– de una argumentación metafísica que él negaba. Partiendo de esa universalidad del código moral, dedujo el famoso “imperativo categórico”, que era como la regla de oro de su edificio ético. Dice así: “Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal”, es decir, deforma que, si todo el mundo obrase como tú, el mundo funcionase mejor. Evidentemente, nada tengo que objetar a esta formulación. La respaldo con toda mi alma. Pero el problema estriba, no en la formulación del imperativo categórico, sino en su base y en las consecuencias de que esa base no esté debidamente justificada.
Kant pretendía basar toda su ética en la racionalidad y no en ninguna autoridad divina. Pero eso ya lo habían hecho Aristóteles y santo Tomás de Aquino, 23 y 4 siglos antes, respectivamente. La metafísica del primero y la teología natural del segundo, basaban la ética de forma racional, con una pulcritud intelectual impresionante, partiendo de la realidad natural y pasando por Dios. De ninguna manera esto era una forma irracional de fundamentar la ética. Al contrario, era un edificio lógico basado en los sólidos cimientos de la realidad natural. La premisa de Kant era, en cambio, no la realidad natural, en la que no se podía apoyar, ya que la consideraba ininteligible, sino precisamente en la universalidad del código moral interior que él sentía en sí mismo. Pero la universalidad de esa ley, tenía la misma validez racional que la universalidad de las categorías del espacio y del tiempo de las que hablé antes, ninguna, eran simplemente eso, “a prioris”. El espacio y el tiempo no son falsos, es falso que sean categorías internas y es indemostrable que sean universales. Exactamente igual pasa con el código moral. Ese código existe, pero no es una categoría interna y es indemostrable, fuera de la metafísica, que sea universal. Así pues, tanto el cielo estrellado como el código moral que le maravillaban, se sustentaban, en la filosofía kantiana, en el aire y no en la realidad. El cielo podía, como temían los galos de Asterix y Obelix, caer sobre su cabeza. Por el contrario, la moral natural tomista, partía de la realidad, llegaba desde ella a Dios, y de Él a un orden natural, reflejo suyo, impregnado de su amor y de ahí a una ley moral universal. Y por eso, en esa ética, en esa ley natural, tenía cabida el amor. Este cielo estrellado, a diferencia del de Kant, tenía sólidos cimientos en la realidad.
San Agustín, diez siglos antes que santo Tomás, ya había hablado del “ordo amoris”, el “orden del amor”, y había acuñado una frase de una gran belleza que decía: “Mi amor es mi peso”, indicando que en el “orden del amor”, había una especie de ley de la gravedad tal, que quien amaba, se encontraba en su sitio según ese orden. Y todo esto, no desde un vago sentimentalismo o una ley divina irracionalmente aceptada, sino desde una ley natural, obtenida razonadamente a partir de la realidad exterior y, valga la redundancia, real. Desde luego que el código moral que asombraba a Kant está en cada hombre, pero ni es evidente, ni el razonamiento para llegar a él es fácil. Pero, fácil o difícil, ese razonamiento existe y está basado en la premisa mayor de que hay una realidad ahí fuera, completa, con espacio y tiempo reales, cognoscible e inteligible porque está dotada de una lógica o, si se prefiere utilizar el término griego o latino, de un “logos” o “verbo”. Sólo a partir de ahí, arduamente, se puede justificar un código moral universal, con un componente de amor racionalmente justificable.
No era así en el método kantiano. Esa ley moral, impresa en cada hombre, era algo frío y árido. Había que cumplirla por ella misma. Era el deber por el deber. Kant decía que era necesario cumplirla porque quien no actuaba según una ley universalizable, no actuaba racionalmente y no era, por lo tanto, libre. De hecho, Kant excluía categóricamente el amor como razón para cumplir la ley universal. Pensaba que hacer el bien por amor era dejarse llevar por la pasión y esto, según él quitaba todo valor moral al bien hecho.
Así, por una supuesta racionalidad que partía de una premisa mayor no justificada racionalmente, se llegaba al árido deber por el deber. Barrunto que los vericuetos por los que la moral cristiana se impregnó de este rigorismo kantiano en vez de beber en sus fuentes racionales que llevan al amor como razón para cumplir con la ley natural, pasaron por el contagio de Kant a la ética protestante. Y por ello, se ha dado en pensar que el cristianismo es el padre de algo tan desagradable como el deber por el deber. No es de extrañar que mucha gente rechace una ley tan desagradable. Los cristianos, sin duda alguna, tenemos parte de la culpa de que ese deber por el deber se haya identificado con nuestra moral. Demasiada gente ha rechazado el cristianismo por ello. Por eso debemos volver al “ordo amoris”, a cumplir el imperativo categórico, pero por la verdadera razón, por el amor. Tal vez esto pudiera atraer a mucha más gente a la calidez del cristianismo. A la calidez de sentirse amado hasta la muerte (la suya) por un Dios que es capaz de regalar un universo bueno a sus criaturas y de hacerse hombre para enseñarles a vivir en ese universo estropeado por ellas. A la calidez del amor que se entrega para reabrir el cauce de la salvación, cerrado por el desorden introducido por el pecado en el “ordo amoris”. Cierto es, sin embargo, que los frutos dulces del seguimiento de la moral natural cristiana, no son inmediatos. Muy a menudo hay que actuar sin ellos, en la confianza racional de que vendrán.
El filósofo francés Jean Guitton cuenta en su libro “Un siécle, une vie”, “Un siglo, una vida” (creo que este libro no está editado en español), escrito al final de su secular vida, los problemas que tuvo en la universidad de la Sorbona por una historia que contaba en clase. Decía que, en una casita que tenía en el campo, tenía un burro que respondía al nombre de Kant. Cuando le preguntaban por qué había puesto ese nombre al burro, explicaba cómo un día le había preparado al animal un cesto de tréboles escogidos de entre los más tiernos, mezclados con los más verdes brotes de hierba. El burro –decía– se lo comió por obligación. Tuvo serios problemas en la Sorbona y estuvo a punto de perder su cátedra, pero no está mal traída la historia, porque así es la moral kantiana. Dios nos ha preparado un exquisito manjar para alcanzar la felicidad, hecho de amor y de razón, y nosotros nos lo comemos con repugnancia porque echamos encima un mejunje de ketchup y mayonesa.
Pero lo que está en juego es mucho más que eso. Porque el rechazo de esa aridez del deber por el deber, junto con el idealismo psicológico que arranca de Kant, ha dado pie a un nihilismo militante que niega toda moral. Y lo malo es que desde el punto de vista racional, la moral kantiana se puede negar. Efectivamente, alguien puede decir que es una afirmación gratuita que ese código moral esté inscrito indeleblemente en todo hombre. Y quien eso dijese, tendría razón y, desde la lógica kantiana, podría racionalmente negar que él tuviese que seguir ningún código moral, ya que ese código no está en él. Hitler podría afirmar que él no tiene ese código moral en sí mismo y que, por tanto, no está obligado por el imperativo categórico y que él fue más libre y racional haciendo lo que hizo, porque obrando como lo hizo, el mundo fue mejor para él. Así es como el cielo ha caído una vez sobre nuestras cabezas y puede volver a caer, con un nuevo disfraz. No podría, Hitler, decir lo mismo, ciertamente, desde la moral natural cristiana. Podría decirlo, obviamente, pero de forma irracional.
No voy a caer en la ingenuidad de pensar que porque un código moral sea racionalmente sostenible vaya a ser cumplido. No creo que Hitler se hubiese convertido en una paloma si alguien le hubiese hecho entender las bases racionales de la moral natural cristiana. ¿O tal vez sí? ¿No hay miles de ejemplos de conversiones en personas que, de una manera u otra –racional o inmediata– han sabido encontrar el logos del amor? Pero no deja de ser un consuelo pensar que quien no es ético es, en cambio, irracional, lo sepa o no, y se pierde un plato delicioso y tiene que acabar comiéndose uno terriblemente amargo. Sin embargo, la gente no es ética por lógica, es ética por virtud. Y la virtud es hábito. Pero la virtud es más fácil de cultivar desde la calidez del amor que desde el gélido deber por el deber.
Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios y a Kant lo que es de Kant. Quédese él con su desierto y bendito sea el amor de Dios mostrado en Jesucristo, Logos, Verbo, Palabra que da sentido a la ética para el hombre completo, razón y sentimiento, mente y corazón, inteligencia y amor.
6 de junio de 2010
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