26 de septiembre de 2012

Frases 26-IX-2012

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.


Quizá parezca resignada, pero no lo estoy. Son los otros, los periódicos, la televisión, quienes lo están. “Oigan, oigan, amigos. Un tanto por ciento de ustedes va a morir muy pronto en accidente de automóvil; otro tanto por ciento, de cáncer en la garganta; otro tanto por ciento, de alcoholismo; otro tanto por ciento, de una vejez lastimosa. Y de esto, indudablemente, les habrán prevenido a ustedes en las gacetas”. Sólo que, para mí, yo creo que el proverbio es falso, y que prevenir no es curar. Yo creo lo contrario: “Oigan, oigan, amigos; soy yo quien se lo dice; un tanto por ciento de ustedes va a sentir un gran amor; otro tanto por ciento va a comprender algo de su vida; otro tanto por ciento va a tener la posibilidad de ayudar a alguien, y otro tanto por ciento, morirá (completamente seguro, el cien por cien morirá), pero habrá un tanto por ciento de ustedes que tendrá la mirada y las lágrimas de alguien a su cabecera”. Ésta es la sal de la tierra y de esta cochina existencia. No son las playas que se devanan en panoramas de ensueño, no es el Club Méditerranée, no son los amigos; es una cosa frágil, preciosa, que se estraga deliberadamente en estos tiempos y que los cristianos llaman “alma” (y los ateos también, aunque sin dar el mismo sentido al término). Y esta alma, si no tenemos cuidado de ella, la volveremos a encontrar un día ante nosotros jadeante, pidiendo auxilio y llena de cardenales… y estos cardenales, sin duda, los tendremos bien merecidos.

Françoise Sagan. Des bleus à l’àme (impropiamente traducido al español como “Golpes en el alma” en vez de “Tristezas del alma” que sería más apropiado). 1972



23 de septiembre de 2012

La paradoja del dinero circulante


El otro día me llegó, a través de esos mails que circulan con historias curiosas, una que de verdad lo es y que parece una paradoja. La he llamado la paradoja del dinero circulante. En estos tiempos, en que la economía se ha puesto tristemente de moda, estas paradojas despiertan la curiosidad. La copio tal cual me la mandaron y, luego, intentaré deshacerla, cortando el nudo gordiano.

Estaba lloviendo en un pequeño pueblo, donde todos los habitantes estaban endeudados. A causa de la lluvia llega al pequeño hotel del pueblo un turista turco y pone un billete de 100 euros en la mesa del dueño del hotel mientras dice:

- Quiero una habitación, estoy harto de conducir con esta lluvia.

Responde el recepcionista:

- Pues suba y escoja la habitación que mas le guste, están todas disponibles y la llave esta en la puerta –responde el recepcionista.

El dueño del hotel coge el billete y sale corriendo a pagar sus deudas con el carnicero. Inmediatamente el carnicero coge el billete y corre a pagar su deuda con el criador de cerdos. Este a su vez, corre a pagar lo que le debe al proveedor de pienso
para animales. El proveedor de pienso coge el billete al vuelo y corre a liquidar su deuda con la prostituta a la que hace tiempo que no paga. En tiempos de crisis, hasta ella ofrece servicios a crédito. La prostituta, sin perder el tiempo, coge el billete y sale corriendo hacia el hotel donde llevaba a sus clientes las últimas veces y que todavía no había pagado.

Mientras tanto, había dejado de llover y el turco, después de ver varias habitaciones, baja a la recepción y dice:

-¿Sabe qué? Como ha dejado de llover, me lo he pensado mejor y me voy, que tengo prisa para llegar a mi casa.
- De acuerdo señor, dice el dueño del hotel, aquí tiene su billete y ya sabe que puede volver cuando quiera.

Fíjate bien, nadie ha ganado ni ha perdido un Euro, sin embargo ahora nadie tiene deudas.

Curiosa historia que, a primera vista, te puede dejar perplejo. Pero esa una perplejidad que se disipa inmediatamente cuando uno se da cuenta de que el único personaje que, una vez inventada la historia, sobra, es el conductor turco y sus 100€. Efectivamente, si en vez de venir el turista turco, los cinco habitantes del pueblo, conscientes de sus deudas mutuas, se hubiesen reunido y hubiesen tomado la decisión de hacer lo mismo, pero sin el billete de 100€, el resultado hubiese sido exactamente el mismo. Nada más elemental, ¿no? Si la historia, en vez de tener los cinco personajes que tiene (sin contar al conductor turco), tuviera sólo dos, uno que tiene algo que le interesa al segundo, al tiempo que este segundo tiene algo que le interesa al primero, y ambos personajes atribuyesen más valor a lo que tiene el otro que a lo que ellos mismos tienen, diríamos que se ha producido un simple trueque, algo tan viejo como la humanidad y, desde luego, muy anterior al dinero. Esto de que cada uno atribuya más valor a lo que tiene el otro no es algo disparatado. Imaginemos a un pastor y un agricultor. Ambos necesitan alimentarse equilibradamente. Al pastor le sobra carne y al agricultor fruta. Nada tiene de extraño que para el pastor tenga más valor la fruta que la carne y que ocurra lo contrario con el agricultor. Desde luego el inventor de la historia ha sido hábil, porque ha introducido una rueda de personajes para que no fuese tan fácil identificar la operación a cinco bandas como un simple trueque.

Pero ricemos un poco más el rizo volviendo a los dos personajes, que es todo más sencillo de ver. No se nos ocurriría decir en este caso, como dice la historia que nadie ha ganado ni perdido nada. Los dos, pastor y agricultor, han salido ganando con el trueque. Se ha producido una mejora en el bienestar de ambos. Es decir, se ha creado valor o, si se prefiere, riqueza, para ambos y eso significa que cada uno ha ganado algo. El agricultor considera que el valor de la carne que ha conseguido es más que el coste de la fruta que ha dado, porque él no da demasiado valor a la fruta que le sobra. Es decir el precio de venta de su fruta, la carne que recibe, es, para él, mayor que el coste de la fruta que da. Y para el pastor pasa exactamente lo contrario. A eso se le llama beneficio. Ambos han generado beneficio. Esto nos lleva a una primera conclusión provisional: El dinero no crea riqueza, es sólo un medio de pago. ¿Quiere esto decir que el dinero no es necesario? Ni mucho menos. Un sistema así sólo puede funcionar en sociedades muy pequeñas cerradas sobre sí mismas. Y por supuesto, por muy hábilmente que esté construida la historia, con sus cinco personajes formando un bucle aparentemente cerrado sobre sí mismo, esto no es así en ella. ¿Por qué? Porque no es un bucle cerrado. Cada uno de los cinco personajes necesita para la transacción que realiza, proveedores externos con costes adicionales para poder vender el producto que vende al siguiente personaje de la cadena. Por ejemplo, el criador de cerdos, además de pagar al proveedor de piensos para el engorde de sus animales, tendrá que pagar al veterinario, las medicinas de los cerdos, al matarife que los mata antes de vendérselos al carnicero, al que construye el cercado en el que los tiene, a los trabajadores que tiene para darles de comer, etc. Siendo esto así, el sistema de los cinco personajes no es sostenible. No todos pueden ganar dinero, alguien tiene que perderlo. Veamos por qué.

Los cien euros que, en el acuerdo entre todos, sin el billete de 100€ del turco, paga el dueño del hotel al carnicero será el precio de la carne, es decir, el valor que percibe en ella el dueño del hotel. Pero para que el carnicero gane dinero, su coste deberá ser menor. Como tiene que pagar otros proveedores además de al criador de cerdos, a éste le pagará bastante menos. Pongamos 50€. A su vez, el criador de cerdos, si quiere ganar dinero tendrá que pagar con eso sus costes, que son muchos más que lo que le cuesta el pienso. Luego, de los 50€ que cobra, le pagará menos al fabricante de pienso. Pongamos 25€. Lo mismo le pasará a la prostituta que cobrará menos. ¿12,5€? Por lo que, cuando la pobre prostituta vaya a pagar el hotel, no tendrá los 100€ en los que, según parece en la historia, se valora el uso de la habitación de hotel. Sólo tendrá 12,5€, de los cuales, además una parte tendrá que pagársela a otros proveedores que necesita, además del hotel, para prestar sus servicios. Por tanto, sólo le quedarán para pagar el hotel 6,25€ y el dueño del hotel la mandará a paseo. En realidad la cosa no funcionaría ya desde el primer paso, porque cuando el fabricante del hotel, que también tiene otros proveedores, fuese a pagarle sólo 50€ al carnicero, ya este le mandaría a paseo. Es decir, en esta historia, tal y como está contada, no todos pueden ganar dinero, alguien tiene que perderlo, por lo tanto, no funcionaría.

“¡Jodio beneficio!”, podría pensar al leer esto un comunista decimonónico (como son los que tenemos en el siglo XXI). “Si todos quieren ganar dinero, alguien tiene que acabar perdiéndolo. En un mundo comunista, donde no hubiese beneficio, esto sería posible” –dice. Y miente. Porque el beneficio no es más que un coste más. El dueño del hotel, por tomar a uno de los partícipes de la historia, para cubrir sus costes tendría que pagar a los empleados, el agua, la calefacción, etc. Y en este etc., el beneficio es una retribución más, tan digna y necesaria como las demás. Porque para tener hotel, ha tenido que poner una buena suma de dinero. Y si al final de los veinte años que dure el hotel, lo que ha cobrado sólo le diese para pagar a todos los proveedores durante esos veinte años y luego, al cerrar el hotel, recuperase el mismo dinero que puso veinte años antes, no pondría el hotel ni de coña. Por supuesto que tampoco lo pondría el comunista que abomina del beneficio. Y si lo pusiese, querría un beneficio que le retribuyese el coste de haber puesto el dinero. Y le parecería natural, porque tiene bicicleta[1]. Los demás no tienen derecho a esperar una retribución al dinero que ponen, pero él sí, faltaría más. Y si no hay tal retribución, por muy comunista que sea, no da dinero para poner el hotel. Tal vez, efectivamente, no lo pusiese para no mancharse las manos con el sucio beneficio. Pero, si todos fuesen como él, no habría hotel en el pueblo. Y cómo lo mismo puede decirse de todos y cada uno de los negocios, pues, en el pueblo no habría nada de nada y todos pasarían un hambre enorme. Eso sí, para el comunista, un hambre muy justa.

Sin embargo, y aunque la historia tenga truco, se pueden sacar de ella alguna lección más. Porque conviene fijarse en que, si la historia no funciona, no es porque exista o no exista el dinero, sino porque hay flecos que se escapan de la misma. Tal vez, pudiera pensarse, la historia funcionaría si se metiese en ella también a esos proveedores que se han quedado fuera. Y efectivamente, funcionaría. Pero entraríamos ahora en una espiral de complejidad en la que habría que meter a los todos los proveedores de todos los proveedores de todos los proveedores y a todos los clientes de todos los clientes de todos los clientes. Es decir, a todo el mundo mundial. En una sociedad primitiva, es posible que todo el mundo mundial fuesen 100 personas todas conocidas por todas y, el sistema podría, por tanto funcionar como en el ejemplo de trueque inicial, en el que eran sólo dos. Pero a medida que la sociedad es mayor y que establece relaciones de intercambio con sociedades vecinas, se hace totalmente imposible que todos conozcan a todos. Es necesario que aparezcan entonces dos cosas, el concepto de precio y el dinero.

En el ejemplo de las dos personas, el pastor y el agricultor, decía que el precio de la carne era el valor que le atribuía el agricultor. Había en este precio un componente de subjetividad, basado, eso sí, en la escasez relativa de carne y frutas para uno y para otro. Cuando hablamos de millones de personas que compran, por ejemplo, un coche, ese componente de subjetividad sigue existiendo. Pero, el precio es, entonces, el promedio de esos millones de subjetividades, basadas también en la abundancia o escasez promedio percibida de un bien. Es decir, de la oferta y la demanda. No fue Adam Smith ni otros economistas foráneos del siglo XVIII los primeros que descubrieron esto, sino la escuela de Salamanca, en el siglo XVI, formada por un abigarrado conjunto de dominicos, agustinos, jesuitas y otros religiosos que se dedicaban a pensar sobre esto para buscar la clave de la justicia en los intercambios. Y se dieron cuenta que el precio de las cosas no estaba definido por ninguna característica intrínseca de las mismas, sino que era el fruto de muchas estimaciones subjetivas sobre su apetencia y su abundancia o escasez. Y decidieron que el precio así formado, libremente, por las estimaciones de miles de personas, era un precio justo.

En cuanto al dinero, se me hace difícil imaginarme intentando buscar amigablemente con mi carnicero qué cosas de las que yo tengo le parecen que valen lo mismo que el kilo de cadera de vaca que le quiero comprar, para, una vez alcanzado un acuerdo, hacer un buen trueque. Él pone el precio que cree que corresponde a la apetencia y escasez de su carne. Y lo pone en términos de una mercancía de libre circulación, sea esta la que sea, que llamamos dinero. Si a mí me parece bien ese precio, le compro la carne y, si me parece caro, pues le compro rabillo en vez de cadera, que es más barato Yo le doy dinero y él me da carne. Yo, por mi parte, estimo cuánto vale mi trabajo. Si a alguna empresa le parece un precio razonable, me paga por él y cambiamos dinero por trabajo. Por supuesto, el director de RRHH de mi empresa y el carnicero no se han visto en la vida. Todas las transacciones pasan por ese vehículo común, ese medio de pago, que es el dinero, y todos tan contentos.

Y, con beneficio y todo, cuando todo el mundo mundial está incluido, el sistema crea valor y riqueza. Porque el dueño del hotel se ha dado cuenta de que el valor que la gente percibe en pasar una noche en su hotel es mayor que todos los costes que tiene que cubrir. Precisamente, el beneficio será mayor cuanto mayor sea el valor que la gente atribuye, de promedio, a pasar una noche en su hotel, es decir cuanto mejor sea el servicio que presta. Y lo mismo puede decirse de todos los demás negocios. Si por el contrario, la gente piensa que el valor de pasar una noche en su hotel es muy bajo, el dueño del hotel no cubrirá los costes y perderá dinero. Es decir que el beneficio tiene el riesgo de no poderse obtener y sólo lo obtienen aquellos que dan buen servicio.

Sencillamente, si tuviéramos que funcionar por trueque, no habría carniceros. Ni nada. Es cierto que la riqueza, o el valor si se prefiere, no lo crea la existencia del dinero, que, como decía en la conclusión provisional expresada más arriba, no es más que un medio de pago. Pero el dinero es una condición de necesidad para que se cree el complejo entramado de relaciones comerciales que crean valor y riqueza. Es como el lubricante de un motor. No es el elemento esencial (en el sentido filosófico de la esencia de algo) de su funcionamiento, pero sin lubricante, el motor gripa con toda seguridad. Por lo tanto, no es esencial, pero sí es totalmente necesario y fundamental, casi tanto como la gasolina, que es el beneficio. Claro que también podemos cargarnos un motor por ponerle demasiado lubricante. En la varilla del nivel de aceite del coche hay una línea de mínimo y otra de máximo y conviene que el nivel esté entre las dos. También el exceso de dinero puede gripar la economía, pero esto no es objeto de estas líneas. Tal vez sería bueno –y tal vez algún día lo haga– escribir una historia sencilla del dinero, de las distintas mercancías que, a lo largo de la historia, han desempeñado ese papel y de los peligros de su falta o exceso en el sistema.

Así pues, la conclusión última de estas líneas sería: Para que se cree riqueza o valor es necesario el beneficio. Y para que el sistema de creación de valor funcione sin griparse, hace falta que exista un sistema de fijación de precios que sea justo y, además, la existencia del dinero, aunque no sea la esencia de la creación de valor. No está mal, me parece como lección de esta curiosa –y falsa– paradoja.


[1] Me refiero a la viejísima historia del comunista que dice que todas las fábricas del pueblo deberían ser para el pueblo y recibe el aplauso de todos. Luego dice que lo mismo hay que hacer con todo el campo y es nuevamente aplaudido. Sigue con los coches y también recibe ovaciones. Cuando habla de las motos las ovaciones bajan. Pero cuando propone que todas las bicicletas sean para el pueblo recibe abucheos. Cuando pregunta el porqué, uno de los que más le aplaudían con las fábricas, las tierras, los coches y las motos, pero que le abucheaba ruidosamente con las bicicletas, le dice: “es que yo tengo bicicleta”.

19 de septiembre de 2012

Frases 19-IX-2012


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La desesperanza roe a nuestra época. Nuestros contemporáneos ya no aman la vida. Padecen un tremendo vacío. Consienten en morir a condición de pensar que su muerte no sirve para nada. Aceptan, más a regañadientes, vivir; pero con la misma condición... Los observadores más perspicaces de nuestro tiempo descubren, a intervalos, una inmensa aspiración a la muerte. Los pueblos se aburren, los hombres no tienen apego a nada; ya no tienen fe en lo que hacen, ya no tienen razones para vivir. El acontecimiento, la guerra, la muerte, los sorprenderán en una horrible disponibilidad, despegados, prontos a cualquier aventura que los releve del cuidado de ocuparse de sí mismos...

L. Evely. La esperanza, en Derecho y libertad. 1953.

16 de septiembre de 2012

Una ciudadanía consentida


No hay nada peor para unos padres y para la sociedad que un niño consentido. Porque a los padres, este niño les amarga la vida y, a la sociedad, cuando el niño crezca y se haga adulto, no sólo no le aportará nada, sino que será para ella como una piedra en el zapato del caminante. Es evidente que los padres tienen buena parte de la culpa de tener en casa al monstruo de un niño consentido, pero también lo es que hay hoy día un ambiente social ubicuo que incita a los niños a exigir ese consentimiento y a los padres a consentirles todo.

Un niño consentido, sacará partido de las divisiones de los padres e, incluso, tratará de crearlas o ensancharlas. Y los padres consentidores competirán en ver quién se gana más al niño a base de “no quitarles capricho”. Es más fácil ganarse el falso e inmediato cariño de un niño a base de consentirle, que ganarse el auténtico y duradero a base de educarle y aplicar a tiempo el “quien bien te quiere te hará llorar”. Es más fácil, pero tiene unas consecuencias terribles. Es un criadero de personas incapaces de ejercer su responsabilidad. El niño consentido, por ejemplo, cuando el padre o la madre se van al paro y dicen que hay que apretarse el cinturón, protestará airadamente, tendrá berrinches y pataletas, y considerará a sus padres lo peor de lo peor. Sólo unos padres firmes y unidos en un consenso de educación pueden evitar este chantaje del niño que va camino de ser un malcriado.

Pero no es de niños malcriados de lo que quiero hablar, sino de una ciudadanía consentida. No hay nada peor para un país, que tener una ciudadanía consentida. Una ciudadanía consentida es un mal para un país. Y si los políticos de una democracia, que como decía Churchill es el mejor de los sistemas de gobierno una vez descartados todos los demás, no se andan con ojo, la acaban creando. Creo que esto ha pasado en algunos países de Europa y, particularmente, en España. Para ganarse el favor de los ciudadanos, es decir, su voto, los políticos han llegado a ser capaces de todo. De crear un Estado de las Autonomías aberrante, de crear un estado del bienestar disparatado. Siempre he dicho que es necesaria una sana y moderada intervención del Estado para lograr una también sana y moderada redistribución de la renta y para cubrir las necesidades básicas de los más indefensos de la sociedad. Eso es un sano y moderado Estado del bienestar. Pero de ahí a la locura impagable de lo que tenemos hay una abismo. Abismo en el que hemos caído. Porque la brecha entre lo que el Estado puede recaudar por impuestos sin dañar la economía y lo que gasta en el disparate creado, es un abismo que hemos querido salvar con un tablón de deuda que no llega ya de un lado al otro. Y, claro, estamos cayendo en él.

Y todo esto se ha creado para tener contento al ciudadano sin hacerle saber que estábamos creando una hidra de diecisiete cabezas, algunas de las cuales iban a ser irresponsablemente usadas para desmembrar España y todas para desangrarla económicamente. Nadie le ha contado al ciudadano que estábamos gastando mucho más de lo que podíamos, de una forma insostenible. Nadie le ha dicho al ciudadano que el crédito tenía que tener un precio alto, porque si no se primaban conductas irresponsables de endeudamiento. Nunca se le ha dicho al ciudadano que esos proyectos faraónicos e inútiles, se pagaban con un dinero que el Estado no tenía o con sus depósitos en las maravillosas e idílicas entidades de financieras sin ánimo de lucro llamadas Cajas de Ahorro. Simplemente, los políticos les daban todo, no fuese a ser que no votasen a su partido. Además, de algunas de estas “alegrías” salían también prebendas y sinecuras para la casta política y su clientela. Y esas lluvias –de Autonomías, de Estado del bienestar, de dinero barato y de Cajas de Ahorro– han traído estos lodos.

Como muestra, un botón, pondré el ejemplo del déficit de tarifa de las compañías eléctricas, que ahora llena los periódicos. En vez de decirle al ciudadano que la electricidad tenía que tener un precio que cubriese sus costes, el Estado, que fijaba el precio de la misma, ha obligado a las eléctricas, desde hace bastantes años, a vender la electricidad por debajo de su coste. Eso sí, con la promesa de que, un día, le permitiría recobrar esa diferencia a través de una subida de precios que no sólo cubriese la diferencia, sino que permitiese absorber lo que la diferencia desfavorable había acumulado. Y así se ha llegado a un déficit de tarifa de más de 20.000 millones de Euros. Déficit que no debería haberse producido nunca si los ciudadanos hubiesen hecho lo que hay que hacer, pagar por las cosas lo que valen, en vez de que los gobernantes se asustasen de su descontento si se hacía así. Por supuesto, mientras se esperaba a que llegase el momento de recuperar ese déficit, las eléctricas tenían que cubrir las necesidades de fondos que les producía semejante drenaje. Y lo hacían con deuda. Ningún problema, les dijo el Estado, emitid deuda contra esa déficit que os he hecho crear y que se os debe. Y hacedlo con la garantía del Estado. En términos técnicos, titulizad esa deuda emitiendo bonos u obligaciones con la garantía del Estado. Y así se hizo. Por si fuera poco, los políticos tenían que apoyar el ecologismo progre –otra vez más, estoy a favor de un sano y moderado ecologismo– y fomentar el que se produjese energía solar y eólica, mucho más costosa que cualquier otra. ¡Qué bonito es dar a la gente lo que pide! Nada más fácil. Con el dinero “ilimitado” del Estado, vamos a subvencionar la energía eólica y solar. Y con esta subvención las empresas se lanzan a hacer huertos solares y parques eólicos. Por si fuera poco, mientras nuestros países vecinos hacían centrales nucleares para producir energía barata, nuestros gobernantes la proscribían, empujados por un “clamor” popular inflado por la propaganda progre. Y, claro, esta ficción tenía que llegar a su fin. Pero, justo ahora, en plena crisis, ¿cómo le vamos a decir al ciudadano que pague el coste de la energía más todo lo que debía haber pagado y no ha pagado durante años, es decir esos veintitantos mil millones de Euros? ¿Cómo se va a seguir subvencionando esa energía verde tan bonita? ¿Quién le pone el cascabel al gato? Nadie. La solución es fácil. Pongamos un impuesto extra a las compañías de energía para que ellas mismas se paguen lo que el Estado les había dicho que iban a acabar cobrando más adelante. Cerremos el grifo de las subvenciones a las energías verdes y, quienes invirtieron en ello, que les den. Esto es atentar directamente contra la seguridad jurídica por miedo a la pataleta de una ciudadanía malcriada a la que nadie le ha dicho que hay que pagar lo que cuestan las cosas y que esa energía verde tan bonita era disparatadamente cara. Pero, ciertamente, las compañías eléctricas deberían haber conocido una máxima de los negocios. No pongas en marcha un negocio que no es rentable por sí mismo por mucho que con las subvenciones del Estado lo sea. Tal vez ahora lo hayan aprendido.

Y, al llegar la hora de pagar todas estas facturas creadas para tener contenta a la ciudadanía consentida, ésta ha reaccionado con ira. Ira que tiene, en parte razón de ser. Primero, porque, como ocurre con los niños malcriados, la culpa de serlo no la tienen sólo ellos, sino que la comparten con los padres, la ciudadanía malcriada no tiene toda la culpa de serlo, la comparte con sus gobernantes y clase política. Y, segundo, porque, en cambio, la carga de esa puesta al día de los disparates pasados, no la toca ni con el dedo meñique esa casta política. No se ven, entre los recortes, ninguno que diga que se van a devolver competencias de las autonomías al gobierno central para ahorrar. Ni que se vayan a eliminar autonomías absolutamente inauditas como Cantabria, Asturias, la Rioja o Murcia, por citar algunas. Ni que se vayan a eliminar un enorme número de ayuntamientos que no tienen la más mínima razón de ser. No se ven estas medidas, ni creo que se vean, porque irían, directamente, bajo la línea de flotación de los aparatos de recompensa y pago de favores recibidos que tienen todos los partidos políticos. Y ¡hasta ahí podían llegar las cosas! Porque se ha producido una identificación totalmente falsa entre los aparatos de los partidos y la democracia.

Cuando los gobernantes, sean del color que sean, han creado una ciudadanía consentida, han evitado que aparezca una cosa que es como la columna vertebral de la democracia. Una sociedad civil responsable y fuerte. Pero esto es precisamente lo que a los políticos no les gusta que haya. Porque una sociedad civil fuerte y seria sería como la voz inacallable de la conciencia de una ciudadanía responsable y, la casta política prefiere mil veces una ciudadanía malcriada a una sociedad civil fuerte que vertebre a la sociedad. Pero eso tiene un peligro terrible para la democracia y para la riqueza de las naciones. Puede degenerar en un cáncer que acabe con un país y lo condene al ostracismo y la pobreza durante siglos. Ese cáncer se llama populismo. Cuando el populismo se adueña de un país, es difícil que éste no degenere hasta convertirse en uno pobre y disparatado que sea un grano en el culo para los países con una ciudadanía responsable. Y como son estos países, los responsables, los que acaban cortando el bacalao y marcando las reglas del juego político, los populistas con una ciudadanía consentida se acaban convirtiendo en países de segunda que bailan al son que les tocan los otros. Y eso, lejos de ser una injusticia, contra la que clama la ciudadanía malcriada de los países populistas, es de una justicia incontestable. Creo que España no ha traspasado todavía la delgada línea roja de separación, pero tiene un pie sobre ella y está a punto de dar el paso decisivo. Veamos. 

12 de septiembre de 2012

Frases 12-IX-2012

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.




La esperanza cristiana recoge la esperanza terrena sin destruirla, pero transfigurándola.



Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, tomo IV, La esperanza en Dios nuestro Padre, en el capítulo dedicado a Charles du Bos.


9 de septiembre de 2012

Paralelismo entre la historia y la vida de un hombre


Lo que viene a continuación no pretende aspirar a la categoría de teoría. Una teoría es algo que plantea una tesis que pretende dar razón de un fenómeno observado y que pueda ser aceptada o refutada por la observación de los hechos. Pero, a veces, determinadas imágenes pueden, sin intentar explicar un fenómeno, dar alguna ligera orientación para entenderlo un poco mejor. Esto es lo que pretendo con las siguientes líneas. Por otro lado, aunque nunca haya leído nada similar a lo que escribo, no me cabe duda de que no será del todo original. Nada hay nuevo bajo el sol.

El fenómeno sobre el que pretendo arrojar una pequeña luz con mi imagen, es el de la situación actual de la historia. Vivimos una época de confusión y controversia, en la que cualquier convencimiento sólido es inmediatamente contestado desde muchos frentes. Muchas teorías –esta vez teorías que realmente pretenden serlo– mutuamente excluyentes, circulan como si todas fuesen ciertas, causando perplejidad. La misma idea de verdad está en crisis. No existe la verdad, se dice, existe mi verdad, que es tan válida como la de cualquier otro. Más aún, una misma persona puede sostener una cosa y la contraria como verdad sin la menor incomodidad intelectual. Por consiguiente, la idea de una ética universalmente válida es desechada inmediatamente y la existencia de un Absoluto, un Dios, o como quiera llamársele, es sistemáticamente puesta en cuestión. A esta época en que vivimos se le llama postmodernidad. Por otro lado, la humanidad cuenta con unos medios materiales muy superiores a los que nunca haya tenido antes a su alcance. Medios que se usan muchas veces para el bien y otras, por maldad o insensatez, para el mal. Desde la energía atómica, hasta la economía de libre mercado o desde el Estado hasta  las tecnologías de la información o internet, son ejemplos de estos medios ambivalentes. Y a menudo se alzan voces que piden regulaciones más o menos drásticas para estos medios. Peticiones que son contradictorias con esa negación de una ética universal que parece ser uno de los puntos más universalmente aceptados por esta sociedad. ‘Alguien tendría que controlar esto’, se oye a menudo decir, invocando a alguna impersonal, abstracta e indefinida instancia suprema. Y esta petición de supervisión se le oye decir a la misma persona que un minuto antes afirmaba que a él nadie le podía decir que su conducta no era buena ni lo que tenía que hacer.

Ante este estado de cosas, existen dos posturas extremas en las que se encuadran, con matizaciones, la práctica totalidad de las personas, salvo algunas excepciones. Estas dos posturas se pueden etiquetar, con cierto simplismo, como arcaísmo y futurismo.

Los alineados con el arcaísmo piensan que cualquiera tiempo pasado fue mejor. Puede ser que añoren la Edad Media o la antigua Grecia o Roma o, incluso las brumosas épocas anteriores a cualquier tipo de civilización en la que los hombres –piensan–, vivían en armonía con la naturaleza como buenos salvajes, antes de que la sociedad les corrompiera. Para nuestra cultura postmoderna, la Grecia clásica o Roma, gozan de una aureola. También el salvajismo tiene un aura de romanticismo que le da un cierto atractivo. No así la Edad Media, sobre la que nuestra época ha arrojado la imagen de oscurantismo e incultura. Por eso, para reivindicar un poco, sólo un poco, a este tipo de arcaizantes del medioevo, quiero romper una lanza a favor de la Edad Media. Si esa visión de oscurantismo pudiera ser parcialmente cierta para la Alta Edad Media, la de los primeros siglos posteriores a la caída del Imperio Romano –incluso para estas épocas el cliché es exagerado y ahí están para atestiguarlo el pequeño renacimiento carolingio o el reino normando de Sicilia– es, sin embargo, totalmente falso para la Baja Edad Media. En estos siglos floreció la filosofía escolástica, con figuras como san Alberto Magno o santo Tomás de Aquino, nacieron las Universidades y se construyeron las catedrales góticas, por citar algunas cosas admirables de aquella época. Pero los arcaizantes de cualquier tipo ven su pasado favorito, sea cual sea, como una época dorada, ignorando ciegamente las enfermedades que diezmaban a la población periódicamente, las hambrunas, la elevadísima mortandad infantil y la bajísima esperanza de vida, etc. Probablemente, si pasasen un mes en ese pasado de oro, contarían los días que faltaban para “volver a casa”, si es que no veían este sueño truncado por la muerte.

Por otro lado, los futuristas quieren ver ya un mundo, que creen que llegará ineludiblemente en el futuro, en el que todo funcione a la perfección. No me refiero con futuristas únicamente a aquellos que piensan que ese futuro idílico vendrá de la mano de un sistema ideológico pergeñado en nuestros días. También están los que creen en ese futuro perfecto de un forma más o menos difusa, se lamentan de que no sea realidad ya, aquí y ahora, y piden que una autoridad indefinida y casi angélica regule las cosas para que sea así. Unos y otros se rasgan las vestiduras ante cualquier fallo o perversión que puedan percibir en el uso de esos medios ambivalentes de los que hablábamos antes y, tomando la parte por el todo, ven sólo lo negativo del mundo actual, coincidiendo en esto con los arcaizantes. Son impacientes. Quieren que ese futuro perfecto que creen llegará ineludiblemente, en virtud del dios progreso o del dios supervisión, llegue ya. Se les puede aplicar la letra de la canción de Queen: “I want it all, and I want it now”.

Es a esta realidad a la que pretendo aplicar mi modesta imagen. Yo veo la historia de la humanidad como la historia de la vida de un ser humano. Y en esa vida, creo que el momento que estamos viviendo puede parecerse a los 18 años de un joven inmaduro de una familia próspera de un país desarrollado. Como todos los símiles, éste no admite ser retorcido hasta sus últimas consecuencias sin caer en absurdos. Pero esto no lo convierte en absolutamente inútil. Este chico de 18 años, tiene un dinerete, mucho más del que tenía hacía unos años. Desprecia la experiencia de sus padres y, por supuesto, su autoridad y sus reglas. Lo que no impide que cuando hay un problema busque que le saquen de él. Tiene coche, o se lo manga a sus padres para salir de copas. Por supuesto, conduce imprudentemente para impresionar a la chica a la que quiere epatar para, si es posible, llevársela a la cama. Cree hoy una cosa y la defiende con vehemencia para, al día siguiente, cambiar de opinión, no por convicción, sino por aquello de, “¿dónde va Vicente? Donde va la gente”. Como se ve, una conducta muy parecida a la que caracteriza a nuestra sociedad postmoderna.

Y, ¿cómo debe un padre educar a un chico de esa edad? También entre los padres de un chico así predominan dos corrientes opuestas. Unos añoran los años de su niñez. Si pudieran, darían marcha atrás en el tiempo para volver a ellos. Pero como no pueden, intentan encorsetar a su hijo en una serie de normas de obligado cumplimiento y les agobian con ellas. Protestan contra la indisciplina y contra la resistencia de su hijo a esas normas. Ponen puertas al campo y, al final, consiguen que unas normas, que en principio pudieran ser buenas, se tornen contraproducentes para la educación del chico. Otros, se agarran a la ficción de que su hijo ya es suficientemente maduro para hacer lo que quiera y se convierten en padres permisivos que pasan de toda norma, mientras ven cómo su hijo se desbarranca por caminos sin retorno. Creo que ni una ni otra es la postura correcta. Me parece que la postura correcta del padre de un chico de esa edad es comprender su situación y amarle en esa situación, aceptándole como es y orientándole de una manera inteligente y progresiva (que no progresista o “progre”). Alabar sus éxitos con más énfasis con los que se le hacen ver sus errores, sin dejar de mostrárselos. Razonar con simpatía (en el sentido etimológico de la palabra) el origen de esos errores y llevarle a sacar conclusiones por sí mismo. Potenciar poco a poco su independencia bajo una supervisión atenta pero aparentemente distante. Desde luego que para esto hace falta mucha paciencia positiva, pero… tal vez no haya otra vía.

Es evidente que un joven de 18 años un poco insensato, un poco alocado, disperso en sus juicios éticos y de valor, como lo son muchos de los especímenes de hoy en día, tiene ante sí un futuro incierto. Es posible, y hasta tal vez sea lo más probable, que con los años siente la cabeza y se haga sensato y, con el tiempo y la edad suficiente, puede que hasta alcance una cierta dosis de sabiduría. Pero no es imposible, ni tiene una probabilidad insignificante, –ni siquiera para un chico bien llevado– que acabe metido en serios problemas que le destrocen la vida. Por supuesto, ese es el riesgo que corre también la humanidad.

¿Por qué me resulta útil esta imagen, a pesar de sus limitaciones. Por dos razones, una inmediata y otra que requiere mayor explicación, explicación que dejaré para el final. La inmediata es que me hace amar mi tiempo, aunque haya muchas cosas en él que no me gustan. No me gusta la postmodernidad ni, mucho menos, el relativismo moral que lleva consigo, ni otras muchas cosas que esta sociedad lleva aparejada. Sin embargo, gracias a esta imagen, soy capaz de amar el tiempo que me ha tocado vivir. Esto me permite hacer mías las palabras del cardenal Eugenio Pacelli, pronunciadas en 1935, antes de ser Pío XII en uno de las encrucijadas más dramáticas de la historia: Doy gracias a Dios cada día por haberme hecho vivir en las circunstancias presentes. Esta crisis, tan profunda y universal, es única en la historia de la humanidad. El bien y el mal se han enfrentado en un duelo gigantesco. Nadie tiene, pues, derecho a ser mediocre”.

La especie que constituye la base de las sociedades humanas ha recibido el nombre científico, puesto por ella misma, de Homo Sapiens. A mi juicio, es un nombre inmerecido, como una medalla dada antes de ganar la carrera. Ciertamente es la única especie cuyos individuos están dotados de una inteligencia que les hace capaces de pensar. Eso les daría el derecho a llamarse Homo Putans, pero el título de Homo Sapiens, hay que ganárselo y me temo que nuestra especie todavía no acredita merecer ese título.

Y esto me lleva a la segunda razón por la que me gusta esta imagen, la que decía que requería una explicación. Y esta explicación arranca precisamente de una de las muchas limitaciones de la propia imagen. Un niño, o un joven de 18 años o, incluso, un adulto de 40 –a los 40 y a los 60 y a los 80, también nos vienen bien personas que nos ayuden a ver claro el camino de la vida o nos ayuden en él–, tiene o puede tener un padre, una madre o un consejero que le ayude inteligente y amorosamente a buscar su camino. Pero, si pensamos en la humanidad como ese joven de 18 años, ¿quién es ese padre, madre o consejero?

Una primera respuesta podría ser que siempre, en cualquier época, ha habido personas que han tenido una visión más perspicaz de su tiempo y han servido de guías para sus congéneres. Pero esto, que tiene una parte de verdad, no es más que una parte de la misma. Porque, siendo cierto que en toda época ha habido esos líderes, no lo es menos que esos líderes eran hombres de su tiempo y, muy a menudo, su lectura del signo de sus tiempos era tan errada o más que la de sus coetáneos. Eso cuando no buscaban abiertamente su propio beneficio a costa de sus contemporáneos, llevándoles, por una u otra causa, a situaciones mucho peores. Podría pensarse también que, al menos en la actualidad y en algunos países, esa guía podría venir de la democracia. Tampoco esto me parce más que una pequeña parte de la verdad. Creo, como decía Churchill, que “la democracia es el peor sistema de gobierno, después de que se hayan descartado todos los demás”. Pensar que sea la democracia la que eduque al ser humano a superar cada etapa vital es confundir la causa con el efecto. La democracia es el fruto de la manera de ser de una época, no es la que forja esa época. Además, como ya dijo Polibio hace muchos siglos, la democracia, que es el gobierno del pueblo, degenera muy a menudo en la oclocracia, que es el gobierno de los peores. Creo que la democracia es un buen sistema para que una humanidad de 18 años se tolere a sí misma, pero no para que madure. Estas dos respuestas a la cuestión que nos ocupa, que no son falsas sino tan sólo parciales e insuficientes, podrían llamarse respuestas inmanentes.

La educación de un joven de 18 años tiene una parte inmanente, es decir, que viene de su propia reflexión, pero la mayor parte es trascendente y superior, en el sentido de que viene de fuera de él, le trasciende, y procede de alguien con más experiencia y sabiduría que él. Pues lo mismo ocurre, me parece, con la etapa de los 18 años de la humanidad. En su camino hacia el Homo Sapiens está guiada en parte por una fuerza inmanente, que procede de la inteligencia del Homo Putans. Pero, necesariamente, esa  inteligencia debe estar orientada por una inteligencia trascendente, superior, sabia. Pudiéramos llamarla una metainteligencia. No querría dedicar ni una línea a determinadas visiones de esta metainteligencia, basadas en la ciencia ficción. Sin embargo, no puedo dejar de hacerlo, porque periódicamente rebrotan películas de enorme éxito taquillero que pretenden presentar la posibilidad de una metainteligencia extraterrestre. Y aunque no se tienen de pie, influyen tal vez más de lo debido en el imaginario popular. La última es la recientemente estrenada Prometheus, que, a su vez hunde sus raíces en otro éxito, “Avatar”, que a su vez bebe en “Contact” y, seguramente, en un largo etc. Descartadas estas respuestas continuemos. Porque creo que la aportación de esa metainteligencia es, con mucho, la más importante en ese progreso. Hasta el punto de que, sin ella, la humanidad caminaría en círculos. Así lo creían los griegos con su visión cíclica de la historia. La gran revolución cultural del judaísmo fue, precisamente, el descubrimiento del carácter lineal y finalista de la historia, orientada por un Dios que era el Alfa y el Omega. He ahí la buscada metainteligencia.

Y esta es la segunda cosa que me gusta de mi imagen. Pide un Dios que revele al hombre ese camino de la historia, como el chico de 18 años pide, aunque parezca rechazarla, una autoridad sabia. Y, más allá de la gran revelación judía de un Dios que da dirección a la Historia, el cristianismo mantiene que ese Dios, ha entrado en la Historia para formar parte de ella y para darle su dirección desde dentro, siendo, además del Dios trascendente, el Sabio inmanente por antonomasia. Y, más aún, que ese Dios encarnado no sólo señala el camino a esa humanidad, tenga la edad que tenga, sino que, a través de un organismo, en parte inmanente y en parte trascendente, la Iglesia, mantiene esa comunicación con Dios y nos suministra su luz y su fuerza. Y nos asegura que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, la Iglesia y la Humanidad, es decir, que el joven de 18 años que es ahora la humanidad no acabará despeñándose en el abismo. Esta es la segunda razón por la que me gusta esta imagen, y no me parece una mala razón.

Pero, ahora, hagamos unos números. Si, como parece, el Homo Putans apareció hace entre 30.000 y 40.000 años, esto significaría que un año de la vida del hombre-historia equivaldría aproximadamente a 2.000 años de la humanidad. Supongamos que la edad a la que un ser humano alcanza una cierta sabiduría –suponiendo que eso ocurra a alguna edad– puedan ser los 50 años (que cada uno haga la estimación que le parezca oportuna, pero que, por favor, no la haga –la estimación– antes de los 60). Esto nos querría decir que, para alcanzar esa sabiduría y que el Homo Putans alcance un estadio que pueda parecerse al Homo Sapiens, a la humanidad le quedan 64.000 años[1]. ¿Qué esperamos poder ver de esta maduración en los 80 años que pueda durar nuestra vida? Escasamente un 0,1% de ese lapso de tiempo. Es decir, que tenemos que ser humildes y tener mucha paciencia con nuestra especie. Pero mucha menos de la que tiene Dios cuando nos dice que 1.000 años son un día en su presencia. Creo que fue Hegel el que habló de la paciencia positiva de la historia. Fuese o no fuese él quien lo dijo, me gusta la idea. Y si le llamamos la paciencia positiva de Dios, me gusta aún más. Así que, los arcaístas deberían pensar menos en ese pasado supuestamente dorado y los futuristas del “I want it all, and I want it now”, ya pueden empezar a tomárselo con calma. Sin embargo, tras alcanzar esa edad Sapiens, habrá, espero, largos años de vivir en esa sabiduría alcanzada en comunión con Dios. Aunque hay dos frases inquietantes de Cristo en el Evangelio. Una la que dice que el día y la hora (del fin de los tiempos) no la sabe ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre. Otra cuando se pregunta con cierto tono de angustia: “Cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en el mundo?”

Pero ser humildes y pacientes no significa, ni mucho menos, ser pasivos. Hay dos cosas que sí podemos hacer para que la edad del Homo Sapiens llegue lo antes posible e, incluso, para que la pregunta de Cristo tenga una respuesta afirmativa. La primera tiene una mezcla de inmanencia y trascendencia. Indudablemente, nosotros hoy somos una célula de ese joven de 18 años que es la humanidad. Seamos una célula que tire hacia la maduración. Y para no equivocarnos en ello, busquemos la luz y la fuerza en esa Iglesia que ese Dios encarnado nos ha regalado, aunque también ella esté necesitada de purificación en su faceta inmanente. La segunda es totalmente trascendente. Recemos a ese Dios, también con la luz y la fuerza que nos da esa Iglesia, por la evolución de ese joven durante los próximos 128.000 años, para que el chico de 18 años llegue a ser un noble y fuerte anciano de 114 años lleno de sabiduría y con muchos años por delante aún a esa edad, acompañado de la siempre joven Madre y Maestra. Y que cada uno de nosotros lo veamos todo, desde el Alfa hasta el Omega, y antes y después del Alfa y el Omega, y los Alfas y Omegas paralelos al de nuestra historia, todo ello, reflejado en el rostro de nuestro Dios, Cristo.

Que así sea.


[1] Un fallo de esta imagen está, a mi modo de ver, en que yo atribuyo una edad de unos 12 o 13 años, cuando todavía no se cuestiona la autoridad del padre, a la humanidad de la Edad Media. Si esto fuese así, los últimos 600 años de historia equivaldrían a 5 de un ser humano, lo que no respeta la proporción, establecida anteriormente, de 2.000 años de historia por cada año humano. ¡Qué le vamos a hacer!Ya dije que esta imagen tenía muchas limitaciones.

5 de septiembre de 2012

Frases 5-IX-2012

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.



La fe es razonable, no como si fuese la conclusión de un razonamiento demostrativo, sino porque la acompaña y la corona una serie de signos en virtud de los cuales es “razonable” creer. La gracia no es una fuerza incoercible que caiga ya sobre uno, ya sobre otro, sino una luz que ilumina y unifica por arriba los indicios convergentes de la credibilidad –no se creería si no se viese que es preciso creer, decía santo Tomás–, y es también un atractivo que viene a relevar y a trasponer los esfuerzos morales realizados para disponerse al acto de confianza total de la fe.

Charles Moeller. Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo V, “Amores humanos”, capítulo dedicado a Simone de Beauvoir.



2 de septiembre de 2012

¡Mira que si, al final, el bosón de Higgs no vale para casi nada!


Tomás Alfaro Drake

El mes de Julio nos ha sorprendido con el casi seguro hallazgo del bosón de Higgs y eso me dio pie para escribir un artículo sobre él. Aunque lo de la partícula de Dios sea una tontería, sí es cierto que ese bosón juega, o parece jugar, un papel muy importante, diríamos que vital, en el edificio de la ciencia. Parece ser, nada menos, que la explicación de por qué las partículas de materia tienen masa. Mucha gente tiene la idea de que ese edificio de la ciencia está sólidamente cimentado en verdades empíricamente demostradas e inamovibles. Esto crea un respeto reverencial por la ciencia. Pero ocurre que esta imagen es totalmente falsa, como ya demostrara el reconocido filósofo de la ciencia Karl Popper. Al contrario de lo que la gente opina, el edificio de la ciencia está siempre en precario y, muy a menudo, verdades que se consideraban básicas pasan a engrosar las filas de la falsedad o, al menos de las de poca importancia. Tal puede ser el caso de la explicación de la masa a través del bosón de Higgs.

Efectivamente, en el número de Junio del 2012 de la revista “Investigación y Ciencia”, aparece un interesantísimo artículo firmado por el premio Nobel Frank Wilczek, con el título “La teoría del electrón cumple 120 años”. Wilczek recibió el premio Nobel por su contribución al desarrollo de la teoría llamada cromodinámica cuántica. Esta rama de la ciencia explica cómo los cuarks se integran en los protones y neutrones ligados por unas partículas llamadas gluones. Esta teoría también da razón de la fuerza nuclear fuerte que explica por qué los protones se encuentran unidos en el núcleo atómico a pesar de que, al tener carga positiva, deberían repelerse y disgregar ese núcleo. En este artículo se hace un repaso de cómo Hendrik Antoon Lorenz, basándose en las ecuaciones sobre el electromagnetismo de James Clerk Maxwell, descubrió, en 1892, la “necesidad” de la existencia de una partícula a la que llamó electrón. Posteriormente, en 1897, Joseph John Thomson descubrió empíricamente dicha partícula, la primera postulada y encontrada de las que ahora forman el modelo estándar.

Pues bien, en el artículo de 1892 en el que Lorenz postulaba el electrón, intentaba también explicar de dónde venía su masa. Afirmaba que ésta provenía de la interacción de esa partícula con los propios campos electromagnéticos que ella misma creaba. Este artículo supuso una sólida base sobre la que Einstein apoyó el hallazgo de sus teorías de la relatividad especial y general. Hasta el punto de que Einstein afirmara que Lorenz significó para él más que cualquier otro al que se hubiese encontrado en el camino de su vida. Posteriormente, con la aparición de la mecánica cuántica, esta idea de que la masa del electrón se explicaba por la interacción con su propio campo electromagnético, cayó por tierra. Pero Wilczek, en este artículo de Junio de 2012 de “Investigación y Ciencia” afirma que años más tarde, su equipo y él, expertos en cromodinámica cuántica, lograron explicar la masa de los protones, neutrones y otras partículas –entre las que no se encuentra el electrón– mediante un mecanismo similar al de Lorenz de 1892. La masa de estas partículas quedaría explicada, según Wilczek y su equipo, por el efecto que sobre ellas mismas produce su propio campo de gluones. Cierto que este mecanismo no puede explicar la masa de los electrones, pero dado que la masa de protones y neutrones es enormemente mayor que la de los electrones, el principio expuesto por Wilczek daría razón de la masa de la inmensa mayoría de la materia conocida, relegando al bosón de Higgs a un papel totalmente secundario. Así es la dura vida de los descubrimientos científicos. Hoy están en la cima de la popularidad para mañana verse condenados al ostracismo o a un plano secundario. Si tienen razón Wilczek y su equipo, el bosón de Higgs pasaría de ser la partícula de Dios a ser un simple actor de reparto. “Sic transit gloria mundi”.

Pero, aunque resulte que el bosón de Higgs sólo explique una pequeña parte de la masa del universo, me reafirmo en lo que dije en mi anterior artículo: ha merecido la pena su búsqueda. Y esto por tres razones.

La primera es que sea mucho o poco lo que el bosón de Higgs explique de la masa del universo, es una partícula elemental y uno de los constituyentes de la materia. Por lo tanto, explica la realidad. Y aunque sólo sea para hacernos entender mejor de qué está hecho el universo, merece la pena. Para los creyentes, nos merece la pena doblemente porque creemos que la realidad es como una flecha que apunta a su Creador y, por tanto, al conocerla mejor a ella, le conocemos mejor a Él.

La segunda es porque de los descubrimientos de la ciencia básica, aparentemente poco relacionados con la vida cotidiana, se desprenden SIEMPRE descubrimientos subsidiarios de enorme utilidad práctica. El transistor, que nos ha llevado hasta las tecnologías de la información sin las que no sería imaginable la vida de hoy en día, se descubrió gracias a investigaciones básicas que buscaban entender unos materiales que se llamaron semiconductores. Nadie, mientras se investigaba sobre estos semiconductores podía ni siquiera imaginar que aquellas aguas traerían estos magníficos lodos.

La tercera porque el diseño y la construcción de los aceleradores de partículas que permiten investigar la existencia del bosón de Higgs conllevan el desarrollo de tecnologías auxiliares que redundan, también SIEMPRE a favor del desarrollo.

Como dije en mi anterior artículo sobre el bosón de Higgs, si no fuese por la curiosidad innata e intrínseca en el Homo Sapiens, que le lleva a querer entender el mundo que le rodea, aunque esto parezca no tener una utilidad práctica, estaríamos todavía en las cavernas.