Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
Quizá parezca resignada, pero no lo estoy. Son los otros, los periódicos, la televisión, quienes lo están. “Oigan, oigan, amigos. Un tanto por ciento de ustedes va a morir muy pronto en accidente de automóvil; otro tanto por ciento, de cáncer en la garganta; otro tanto por ciento, de alcoholismo; otro tanto por ciento, de una vejez lastimosa. Y de esto, indudablemente, les habrán prevenido a ustedes en las gacetas”. Sólo que, para mí, yo creo que el proverbio es falso, y que prevenir no es curar. Yo creo lo contrario: “Oigan, oigan, amigos; soy yo quien se lo dice; un tanto por ciento de ustedes va a sentir un gran amor; otro tanto por ciento va a comprender algo de su vida; otro tanto por ciento va a tener la posibilidad de ayudar a alguien, y otro tanto por ciento, morirá (completamente seguro, el cien por cien morirá), pero habrá un tanto por ciento de ustedes que tendrá la mirada y las lágrimas de alguien a su cabecera”. Ésta es la sal de la tierra y de esta cochina existencia. No son las playas que se devanan en panoramas de ensueño, no es el Club Méditerranée, no son los amigos; es una cosa frágil, preciosa, que se estraga deliberadamente en estos tiempos y que los cristianos llaman “alma” (y los ateos también, aunque sin dar el mismo sentido al término). Y esta alma, si no tenemos cuidado de ella, la volveremos a encontrar un día ante nosotros jadeante, pidiendo auxilio y llena de cardenales… y estos cardenales, sin duda, los tendremos bien merecidos.
Françoise Sagan. Des bleus à l’àme (impropiamente traducido al español como “Golpes en el alma” en vez de “Tristezas del alma” que sería más apropiado). 1972
26 de septiembre de 2012
23 de septiembre de 2012
La paradoja del dinero circulante
El otro día me llegó, a través de
esos mails que circulan con historias curiosas, una que de verdad lo es y que
parece una paradoja. La he llamado la paradoja del dinero circulante. En estos
tiempos, en que la economía se ha puesto tristemente de moda, estas paradojas
despiertan la curiosidad. La copio tal cual me la mandaron y, luego, intentaré
deshacerla, cortando el nudo gordiano.
Estaba lloviendo en un pequeño pueblo, donde todos los habitantes
estaban endeudados. A causa de la lluvia llega al pequeño hotel del pueblo un
turista turco y pone un billete de 100 euros en la mesa del dueño del hotel mientras
dice:
- Quiero una habitación, estoy harto de conducir con esta lluvia.
Responde el recepcionista:
- Pues suba y escoja la
habitación que mas le guste, están todas disponibles y la llave esta en la
puerta –responde el recepcionista.
El dueño del hotel coge el billete y sale corriendo a pagar sus deudas con el carnicero. Inmediatamente el carnicero coge el billete y corre a pagar su deuda con el criador de cerdos. Este a su vez, corre a pagar lo que le debe al proveedor de pienso
para animales. El proveedor de pienso coge el billete al vuelo y corre a liquidar su deuda con la prostituta a la que hace tiempo que no paga. En tiempos de crisis, hasta ella ofrece servicios a crédito. La prostituta, sin perder el tiempo, coge el billete y sale corriendo hacia el hotel donde llevaba a sus clientes las últimas veces y que todavía no había pagado.
Mientras tanto, había dejado de llover y el turco, después de ver varias habitaciones, baja a la recepción y dice:
-¿Sabe qué? Como ha dejado de
llover, me lo he pensado mejor y me voy, que tengo prisa para llegar a mi casa.
- De acuerdo señor, dice el dueño
del hotel, aquí tiene su billete y ya sabe que puede volver cuando quiera.
Fíjate bien, nadie ha ganado ni ha perdido un Euro, sin embargo ahora nadie tiene deudas.
Curiosa historia que, a primera vista,
te puede dejar perplejo. Pero esa una perplejidad que se disipa inmediatamente
cuando uno se da cuenta de que el único personaje que, una vez inventada la
historia, sobra, es el conductor turco y sus 100€. Efectivamente, si en vez de
venir el turista turco, los cinco habitantes del pueblo, conscientes de sus
deudas mutuas, se hubiesen reunido y hubiesen tomado la decisión de hacer lo
mismo, pero sin el billete de 100€, el resultado hubiese sido exactamente el
mismo. Nada más elemental, ¿no? Si la historia, en vez de tener los cinco
personajes que tiene (sin contar al conductor turco), tuviera sólo dos, uno que
tiene algo que le interesa al segundo, al tiempo que este segundo tiene algo
que le interesa al primero, y ambos personajes atribuyesen más valor a lo que
tiene el otro que a lo que ellos mismos tienen, diríamos que se ha producido un
simple trueque, algo tan viejo como la humanidad y, desde luego, muy anterior
al dinero. Esto de que cada uno atribuya más valor a lo que tiene el otro no es
algo disparatado. Imaginemos a un pastor y un agricultor. Ambos necesitan
alimentarse equilibradamente. Al pastor le sobra carne y al agricultor fruta.
Nada tiene de extraño que para el pastor tenga más valor la fruta que la carne
y que ocurra lo contrario con el agricultor. Desde luego el inventor de la
historia ha sido hábil, porque ha introducido una rueda de personajes para que
no fuese tan fácil identificar la operación a cinco bandas como un simple
trueque.
Pero ricemos un poco más el rizo
volviendo a los dos personajes, que es todo más sencillo de ver. No se nos
ocurriría decir en este caso, como dice la historia que nadie ha ganado ni
perdido nada. Los dos, pastor y agricultor, han salido ganando con el trueque.
Se ha producido una mejora en el bienestar de ambos. Es decir, se ha creado
valor o, si se prefiere, riqueza, para ambos y eso significa que cada uno ha
ganado algo. El agricultor considera que el valor de la carne que ha conseguido
es más que el coste de la fruta que ha dado, porque él no da demasiado valor a
la fruta que le sobra. Es decir el precio de venta de su fruta, la carne que
recibe, es, para él, mayor que el coste de la fruta que da. Y para el pastor
pasa exactamente lo contrario. A eso se le llama beneficio. Ambos han generado
beneficio. Esto nos lleva a una primera conclusión provisional: El dinero no crea riqueza, es sólo un medio
de pago. ¿Quiere esto decir que el dinero no es necesario? Ni mucho menos.
Un sistema así sólo puede funcionar en sociedades muy pequeñas cerradas sobre
sí mismas. Y por supuesto, por muy hábilmente que esté construida la historia,
con sus cinco personajes formando un bucle aparentemente cerrado sobre sí
mismo, esto no es así en ella. ¿Por qué? Porque no es un bucle cerrado. Cada
uno de los cinco personajes necesita para la transacción que realiza,
proveedores externos con costes adicionales para poder vender el producto que
vende al siguiente personaje de la cadena. Por ejemplo, el criador de cerdos,
además de pagar al proveedor de piensos para el engorde de sus animales, tendrá
que pagar al veterinario, las medicinas de los cerdos, al matarife que los mata
antes de vendérselos al carnicero, al que construye el cercado en el que los
tiene, a los trabajadores que tiene para darles de comer, etc. Siendo esto así,
el sistema de los cinco personajes no es sostenible. No todos pueden ganar
dinero, alguien tiene que perderlo. Veamos por qué.
Los cien euros que, en el acuerdo
entre todos, sin el billete de 100€ del turco, paga el dueño del hotel al
carnicero será el precio de la carne, es decir, el valor que percibe en ella el
dueño del hotel. Pero para que el carnicero gane dinero, su coste deberá ser
menor. Como tiene que pagar otros proveedores además de al criador de cerdos, a
éste le pagará bastante menos. Pongamos 50€. A su vez, el criador de cerdos, si
quiere ganar dinero tendrá que pagar con eso sus costes, que son muchos más que
lo que le cuesta el pienso. Luego, de los 50€ que cobra, le pagará menos al fabricante
de pienso. Pongamos 25€. Lo mismo le pasará a la prostituta que cobrará menos.
¿12,5€? Por lo que, cuando la pobre prostituta vaya a pagar el hotel, no tendrá
los 100€ en los que, según parece en la historia, se valora el uso de la
habitación de hotel. Sólo tendrá 12,5€, de los cuales, además una parte tendrá
que pagársela a otros proveedores que necesita, además del hotel, para prestar
sus servicios. Por tanto, sólo le quedarán para pagar el hotel 6,25€ y el dueño
del hotel la mandará a paseo. En realidad la cosa no funcionaría ya desde el
primer paso, porque cuando el fabricante del hotel, que también tiene otros
proveedores, fuese a pagarle sólo 50€ al carnicero, ya este le mandaría a
paseo. Es decir, en esta historia, tal y como está contada, no todos pueden
ganar dinero, alguien tiene que perderlo, por lo tanto, no funcionaría.
“¡Jodio beneficio!”, podría pensar al leer esto un comunista
decimonónico (como son los que tenemos en el siglo XXI). “Si todos quieren ganar dinero, alguien tiene que acabar perdiéndolo.
En un mundo comunista, donde no hubiese beneficio, esto sería posible”
–dice. Y miente. Porque el beneficio no es más que un coste más. El dueño del
hotel, por tomar a uno de los partícipes de la historia, para cubrir sus costes
tendría que pagar a los empleados, el agua, la calefacción, etc. Y en este
etc., el beneficio es una retribución más, tan digna y necesaria como las
demás. Porque para tener hotel, ha tenido que poner una buena suma de dinero. Y
si al final de los veinte años que dure el hotel, lo que ha cobrado sólo le
diese para pagar a todos los proveedores durante esos veinte años y luego, al
cerrar el hotel, recuperase el mismo dinero que puso veinte años antes, no
pondría el hotel ni de coña. Por supuesto que tampoco lo pondría el comunista
que abomina del beneficio. Y si lo pusiese, querría un beneficio que le
retribuyese el coste de haber puesto el dinero. Y le parecería natural, porque
tiene bicicleta[1]. Los demás no tienen
derecho a esperar una retribución al dinero que ponen, pero él sí, faltaría
más. Y si no hay tal retribución, por muy comunista que sea, no da dinero para
poner el hotel. Tal vez, efectivamente, no lo pusiese para no mancharse las
manos con el sucio beneficio. Pero, si todos fuesen como él, no habría hotel en
el pueblo. Y cómo lo mismo puede decirse de todos y cada uno de los negocios,
pues, en el pueblo no habría nada de nada y todos pasarían un hambre enorme.
Eso sí, para el comunista, un hambre muy justa.
Sin embargo, y aunque la historia
tenga truco, se pueden sacar de ella alguna lección más. Porque conviene
fijarse en que, si la historia no funciona, no es porque exista o no exista el
dinero, sino porque hay flecos que se escapan de la misma. Tal vez, pudiera
pensarse, la historia funcionaría si se metiese en ella también a esos
proveedores que se han quedado fuera. Y efectivamente, funcionaría. Pero
entraríamos ahora en una espiral de complejidad en la que habría que meter a
los todos los proveedores de todos los proveedores de todos los proveedores y a
todos los clientes de todos los clientes de todos los clientes. Es decir, a
todo el mundo mundial. En una sociedad primitiva, es posible que todo el mundo
mundial fuesen 100 personas todas conocidas por todas y, el sistema podría, por
tanto funcionar como en el ejemplo de trueque inicial, en el que eran sólo dos.
Pero a medida que la sociedad es mayor y que establece relaciones de
intercambio con sociedades vecinas, se hace totalmente imposible que todos
conozcan a todos. Es necesario que aparezcan entonces dos cosas, el concepto de
precio y el dinero.
En el ejemplo de las dos
personas, el pastor y el agricultor, decía que el precio de la carne era el
valor que le atribuía el agricultor. Había en este precio un componente de subjetividad,
basado, eso sí, en la escasez relativa de carne y frutas para uno y para otro. Cuando
hablamos de millones de personas que compran, por ejemplo, un coche, ese
componente de subjetividad sigue existiendo. Pero, el precio es, entonces, el
promedio de esos millones de subjetividades, basadas también en la abundancia o
escasez promedio percibida de un bien. Es decir, de la oferta y la demanda. No
fue Adam Smith ni otros economistas foráneos del siglo XVIII los primeros que
descubrieron esto, sino la escuela de Salamanca, en el siglo XVI, formada por
un abigarrado conjunto de dominicos, agustinos, jesuitas y otros religiosos que
se dedicaban a pensar sobre esto para buscar la clave de la justicia en los
intercambios. Y se dieron cuenta que el precio de las cosas no estaba definido
por ninguna característica intrínseca de las mismas, sino que era el fruto de
muchas estimaciones subjetivas sobre su apetencia y su abundancia o escasez. Y
decidieron que el precio así formado, libremente, por las estimaciones de miles
de personas, era un precio justo.
En cuanto al dinero, se me hace
difícil imaginarme intentando buscar amigablemente con mi carnicero qué cosas
de las que yo tengo le parecen que valen lo mismo que el kilo de cadera de vaca
que le quiero comprar, para, una vez alcanzado un acuerdo, hacer un buen
trueque. Él pone el precio que cree que corresponde a la apetencia y escasez de
su carne. Y lo pone en términos de una mercancía de libre circulación, sea esta
la que sea, que llamamos dinero. Si a mí me parece bien ese precio, le compro
la carne y, si me parece caro, pues le compro rabillo en vez de cadera, que es
más barato Yo le doy dinero y él me da carne. Yo, por mi parte, estimo cuánto
vale mi trabajo. Si a alguna empresa le parece un precio razonable, me paga por
él y cambiamos dinero por trabajo. Por supuesto, el director de RRHH de mi
empresa y el carnicero no se han visto en la vida. Todas las transacciones
pasan por ese vehículo común, ese medio de pago, que es el dinero, y todos tan
contentos.
Y, con beneficio y todo, cuando
todo el mundo mundial está incluido, el sistema crea valor y riqueza. Porque el
dueño del hotel se ha dado cuenta de que el valor que la gente percibe en pasar
una noche en su hotel es mayor que todos los costes que tiene que cubrir.
Precisamente, el beneficio será mayor cuanto mayor sea el valor que la gente
atribuye, de promedio, a pasar una noche en su hotel, es decir cuanto mejor sea
el servicio que presta. Y lo mismo puede decirse de todos los demás negocios.
Si por el contrario, la gente piensa que el valor de pasar una noche en su
hotel es muy bajo, el dueño del hotel no cubrirá los costes y perderá dinero.
Es decir que el beneficio tiene el riesgo de no poderse obtener y sólo lo
obtienen aquellos que dan buen servicio.
Sencillamente, si tuviéramos que
funcionar por trueque, no habría carniceros. Ni nada. Es cierto que la riqueza,
o el valor si se prefiere, no lo crea la existencia del dinero, que, como decía
en la conclusión provisional expresada más arriba, no es más que un medio de
pago. Pero el dinero es una condición de necesidad para que se cree el complejo
entramado de relaciones comerciales que crean valor y riqueza. Es como el
lubricante de un motor. No es el elemento esencial (en el sentido filosófico de
la esencia de algo) de su funcionamiento, pero sin lubricante, el motor gripa
con toda seguridad. Por lo tanto, no es esencial, pero sí es totalmente
necesario y fundamental, casi tanto como la gasolina, que es el beneficio.
Claro que también podemos cargarnos un motor por ponerle demasiado lubricante.
En la varilla del nivel de aceite del coche hay una línea de mínimo y otra de
máximo y conviene que el nivel esté entre las dos. También el exceso de dinero
puede gripar la economía, pero esto no es objeto de estas líneas. Tal vez sería
bueno –y tal vez algún día lo haga– escribir una historia sencilla del dinero,
de las distintas mercancías que, a lo largo de la historia, han desempeñado ese
papel y de los peligros de su falta o exceso en el sistema.
Así pues, la conclusión última de
estas líneas sería: Para que se cree riqueza o valor es necesario el beneficio.
Y para que el sistema de creación de valor funcione sin griparse, hace falta que
exista un sistema de fijación de precios que sea justo y, además, la existencia
del dinero, aunque no sea la esencia de la creación de valor. No está mal, me
parece como lección de esta curiosa –y falsa– paradoja.
[1] Me refiero a la viejísima
historia del comunista que dice que todas las fábricas del pueblo deberían ser
para el pueblo y recibe el aplauso de todos. Luego dice que lo mismo hay que
hacer con todo el campo y es nuevamente aplaudido. Sigue con los coches y
también recibe ovaciones. Cuando habla de las motos las ovaciones bajan. Pero
cuando propone que todas las bicicletas sean para el pueblo recibe abucheos.
Cuando pregunta el porqué, uno de los que más le aplaudían con las fábricas,
las tierras, los coches y las motos, pero que le abucheaba ruidosamente con las
bicicletas, le dice: “es que yo tengo bicicleta”.
19 de septiembre de 2012
Frases 19-IX-2012
Ya sabéis por el nombre de mi
blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su
nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda
idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el
espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de
Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las
brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que
merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un
paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la
consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del
olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este
efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a
partir del 13 de Enero del 2010.
La desesperanza roe a nuestra época.
Nuestros contemporáneos ya no aman la vida. Padecen un tremendo vacío. Consienten
en morir a condición de pensar que su muerte no sirve para nada. Aceptan, más a
regañadientes, vivir; pero con la misma condición... Los observadores más
perspicaces de nuestro tiempo descubren, a intervalos, una inmensa aspiración a
la muerte. Los pueblos se aburren, los hombres no tienen apego a nada; ya no
tienen fe en lo que hacen, ya no tienen razones para vivir. El acontecimiento,
la guerra, la muerte, los sorprenderán en una horrible disponibilidad,
despegados, prontos a cualquier aventura que los releve del cuidado de ocuparse
de sí mismos...
L. Evely. La esperanza, en Derecho
y libertad. 1953.
16 de septiembre de 2012
Una ciudadanía consentida
No
hay nada peor para unos padres y para la sociedad que un niño consentido.
Porque a los padres, este niño les amarga la vida y, a la sociedad, cuando el
niño crezca y se haga adulto, no sólo no le aportará nada, sino que será para
ella como una piedra en el zapato del caminante. Es evidente que los padres
tienen buena parte de la culpa de tener en casa al monstruo de un niño
consentido, pero también lo es que hay hoy día un ambiente social ubicuo que
incita a los niños a exigir ese consentimiento y a los padres a consentirles
todo.
Un
niño consentido, sacará partido de las divisiones de los padres e, incluso,
tratará de crearlas o ensancharlas. Y los padres consentidores competirán en
ver quién se gana más al niño a base de “no quitarles capricho”. Es más fácil
ganarse el falso e inmediato cariño de un niño a base de consentirle, que
ganarse el auténtico y duradero a base de educarle y aplicar a tiempo el “quien
bien te quiere te hará llorar”. Es más fácil, pero tiene unas consecuencias
terribles. Es un criadero de personas incapaces de ejercer su responsabilidad. El
niño consentido, por ejemplo, cuando el padre o la madre se van al paro y dicen
que hay que apretarse el cinturón, protestará airadamente, tendrá berrinches y
pataletas, y considerará a sus padres lo peor de lo peor. Sólo unos padres
firmes y unidos en un consenso de educación pueden evitar este chantaje del
niño que va camino de ser un malcriado.
Pero
no es de niños malcriados de lo que quiero hablar, sino de una ciudadanía
consentida. No hay nada peor para un país, que tener una ciudadanía consentida.
Una ciudadanía consentida es un mal para un país. Y si los políticos de una
democracia, que como decía Churchill es el mejor de los sistemas de gobierno
una vez descartados todos los demás, no se andan con ojo, la acaban creando.
Creo que esto ha pasado en algunos países de Europa y, particularmente, en
España. Para ganarse el favor de los ciudadanos, es decir, su voto, los
políticos han llegado a ser capaces de todo. De crear un Estado de las
Autonomías aberrante, de crear un estado del bienestar disparatado. Siempre he
dicho que es necesaria una sana y moderada intervención del Estado para lograr
una también sana y moderada redistribución de la renta y para cubrir las necesidades
básicas de los más indefensos de la sociedad. Eso es un sano y moderado Estado
del bienestar. Pero de ahí a la locura impagable de lo que tenemos hay una
abismo. Abismo en el que hemos caído. Porque la brecha entre lo que el Estado
puede recaudar por impuestos sin dañar la economía y lo que gasta en el
disparate creado, es un abismo que hemos querido salvar con un tablón de deuda
que no llega ya de un lado al otro. Y, claro, estamos cayendo en él.
Y
todo esto se ha creado para tener contento al ciudadano sin hacerle saber que
estábamos creando una hidra de diecisiete cabezas, algunas de las cuales iban a
ser irresponsablemente usadas para desmembrar España y todas para desangrarla
económicamente. Nadie le ha contado al ciudadano que estábamos gastando mucho
más de lo que podíamos, de una forma insostenible. Nadie le ha dicho al
ciudadano que el crédito tenía que tener un precio alto, porque si no se
primaban conductas irresponsables de endeudamiento. Nunca se le ha dicho al
ciudadano que esos proyectos faraónicos e inútiles, se pagaban con un dinero
que el Estado no tenía o con sus depósitos en las maravillosas e idílicas
entidades de financieras sin ánimo de lucro llamadas Cajas de Ahorro. Simplemente,
los políticos les daban todo, no fuese a ser que no votasen a su partido.
Además, de algunas de estas “alegrías” salían también prebendas y sinecuras
para la casta política y su clientela. Y esas lluvias –de Autonomías, de Estado
del bienestar, de dinero barato y de Cajas de Ahorro– han traído estos lodos.
Como
muestra, un botón, pondré el ejemplo del déficit de tarifa de las compañías
eléctricas, que ahora llena los periódicos. En vez de decirle al ciudadano que
la electricidad tenía que tener un precio que cubriese sus costes, el Estado,
que fijaba el precio de la misma, ha obligado a las eléctricas, desde hace bastantes
años, a vender la electricidad por debajo de su coste. Eso sí, con la promesa
de que, un día, le permitiría recobrar esa diferencia a través de una subida de
precios que no sólo cubriese la diferencia, sino que permitiese absorber lo que
la diferencia desfavorable había acumulado. Y así se ha llegado a un déficit de
tarifa de más de 20.000 millones de Euros. Déficit que no debería haberse
producido nunca si los ciudadanos hubiesen hecho lo que hay que hacer, pagar
por las cosas lo que valen, en vez de que los gobernantes se asustasen de su
descontento si se hacía así. Por supuesto, mientras se esperaba a que llegase el
momento de recuperar ese déficit, las eléctricas tenían que cubrir las
necesidades de fondos que les producía semejante drenaje. Y lo hacían con
deuda. Ningún problema, les dijo el Estado, emitid deuda contra esa déficit que
os he hecho crear y que se os debe. Y hacedlo con la garantía del Estado. En
términos técnicos, titulizad esa deuda emitiendo bonos u obligaciones con la
garantía del Estado. Y así se hizo. Por si fuera poco, los políticos tenían que
apoyar el ecologismo progre –otra vez más, estoy a favor de un sano y moderado
ecologismo– y fomentar el que se produjese energía solar y eólica, mucho más
costosa que cualquier otra. ¡Qué bonito es dar a la gente lo que pide! Nada más
fácil. Con el dinero “ilimitado” del Estado, vamos a subvencionar la energía
eólica y solar. Y con esta subvención las empresas se lanzan a hacer huertos
solares y parques eólicos. Por si fuera poco, mientras nuestros países vecinos
hacían centrales nucleares para producir energía barata, nuestros gobernantes
la proscribían, empujados por un “clamor” popular inflado por la propaganda
progre. Y, claro, esta ficción tenía que llegar a su fin. Pero, justo ahora, en
plena crisis, ¿cómo le vamos a decir al ciudadano que pague el coste de la
energía más todo lo que debía haber pagado y no ha pagado durante años, es
decir esos veintitantos mil millones de Euros? ¿Cómo se va a seguir
subvencionando esa energía verde tan bonita? ¿Quién le pone el cascabel al
gato? Nadie. La solución es fácil. Pongamos un impuesto extra a las compañías
de energía para que ellas mismas se paguen lo que el Estado les había dicho que
iban a acabar cobrando más adelante. Cerremos el grifo de las subvenciones a
las energías verdes y, quienes invirtieron en ello, que les den. Esto es
atentar directamente contra la seguridad jurídica por miedo a la pataleta de
una ciudadanía malcriada a la que nadie le ha dicho que hay que pagar lo que
cuestan las cosas y que esa energía verde tan bonita era disparatadamente cara.
Pero, ciertamente, las compañías eléctricas deberían haber conocido una máxima
de los negocios. No pongas en marcha un negocio que no es rentable por sí mismo
por mucho que con las subvenciones del Estado lo sea. Tal vez ahora lo hayan
aprendido.
Y,
al llegar la hora de pagar todas estas facturas creadas para tener contenta a
la ciudadanía consentida, ésta ha reaccionado con ira. Ira que tiene, en parte
razón de ser. Primero, porque, como ocurre con los niños malcriados, la culpa
de serlo no la tienen sólo ellos, sino que la comparten con los padres, la
ciudadanía malcriada no tiene toda la culpa de serlo, la comparte con sus
gobernantes y clase política. Y, segundo, porque, en cambio, la carga de esa
puesta al día de los disparates pasados, no la toca ni con el dedo meñique esa
casta política. No se ven, entre los recortes, ninguno que diga que se van a
devolver competencias de las autonomías al gobierno central para ahorrar. Ni
que se vayan a eliminar autonomías absolutamente inauditas como Cantabria,
Asturias, la Rioja o Murcia, por citar algunas. Ni que se vayan a eliminar un
enorme número de ayuntamientos que no tienen la más mínima razón de ser. No se
ven estas medidas, ni creo que se vean, porque irían, directamente, bajo la
línea de flotación de los aparatos de recompensa y pago de favores recibidos
que tienen todos los partidos políticos. Y ¡hasta ahí podían llegar las cosas!
Porque se ha producido una identificación totalmente falsa entre los aparatos
de los partidos y la democracia.
Cuando
los gobernantes, sean del color que sean, han creado una ciudadanía consentida,
han evitado que aparezca una cosa que es como la columna vertebral de la
democracia. Una sociedad civil responsable y fuerte. Pero esto es precisamente
lo que a los políticos no les gusta que haya. Porque una sociedad civil fuerte
y seria sería como la voz inacallable de la conciencia de una ciudadanía
responsable y, la casta política prefiere mil veces una ciudadanía malcriada a
una sociedad civil fuerte que vertebre a la sociedad. Pero eso tiene un peligro
terrible para la democracia y para la riqueza de las naciones. Puede degenerar
en un cáncer que acabe con un país y lo condene al ostracismo y la pobreza durante
siglos. Ese cáncer se llama populismo. Cuando el populismo se adueña de un
país, es difícil que éste no degenere hasta convertirse en uno pobre y
disparatado que sea un grano en el culo para los países con una ciudadanía
responsable. Y como son estos países, los responsables, los que acaban cortando
el bacalao y marcando las reglas del juego político, los populistas con una
ciudadanía consentida se acaban convirtiendo en países de segunda que bailan al
son que les tocan los otros. Y eso, lejos de ser una injusticia, contra la que
clama la ciudadanía malcriada de los países populistas, es de una justicia
incontestable. Creo que España no ha traspasado todavía la delgada línea roja
de separación, pero tiene un pie sobre ella y está a punto de dar el paso
decisivo. Veamos.
12 de septiembre de 2012
Frases 12-IX-2012
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La esperanza cristiana recoge la esperanza terrena sin destruirla, pero transfigurándola.
Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, tomo IV, La esperanza en Dios nuestro Padre, en el capítulo dedicado a Charles du Bos.
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La esperanza cristiana recoge la esperanza terrena sin destruirla, pero transfigurándola.
Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, tomo IV, La esperanza en Dios nuestro Padre, en el capítulo dedicado a Charles du Bos.
9 de septiembre de 2012
Paralelismo entre la historia y la vida de un hombre
Lo
que viene a continuación no pretende aspirar a la categoría de teoría. Una
teoría es algo que plantea una tesis que pretende dar razón de un fenómeno
observado y que pueda ser aceptada o refutada por la observación de los hechos.
Pero, a veces, determinadas imágenes pueden, sin intentar explicar un fenómeno,
dar alguna ligera orientación para entenderlo un poco mejor. Esto es lo que
pretendo con las siguientes líneas. Por otro lado, aunque nunca haya leído nada
similar a lo que escribo, no me cabe duda de que no será del todo original.
Nada hay nuevo bajo el sol.
El
fenómeno sobre el que pretendo arrojar una pequeña luz con mi imagen, es el de
la situación actual de la historia. Vivimos una época de confusión y
controversia, en la que cualquier convencimiento sólido es inmediatamente
contestado desde muchos frentes. Muchas teorías –esta vez teorías que realmente
pretenden serlo– mutuamente excluyentes, circulan como si todas fuesen ciertas,
causando perplejidad. La misma idea de verdad
está en crisis. No existe la verdad,
se dice, existe mi verdad, que es
tan válida como la de cualquier otro. Más aún, una misma persona puede sostener
una cosa y la contraria como verdad sin la menor incomodidad intelectual. Por
consiguiente, la idea de una ética universalmente válida es desechada
inmediatamente y la existencia de un Absoluto, un Dios, o como quiera
llamársele, es sistemáticamente puesta en cuestión. A esta época en que vivimos
se le llama postmodernidad. Por otro lado, la humanidad cuenta con unos medios
materiales muy superiores a los que nunca haya tenido antes a su alcance.
Medios que se usan muchas veces para el bien y otras, por maldad o insensatez,
para el mal. Desde la energía atómica, hasta la economía de libre mercado o desde
el Estado hasta las tecnologías de la
información o internet, son ejemplos de estos medios ambivalentes. Y a menudo
se alzan voces que piden regulaciones más o menos drásticas para estos medios.
Peticiones que son contradictorias con esa negación de una ética universal que
parece ser uno de los puntos más universalmente aceptados por esta sociedad.
‘Alguien tendría que controlar esto’, se oye a menudo decir, invocando a alguna
impersonal, abstracta e indefinida instancia suprema. Y esta petición de
supervisión se le oye decir a la misma persona que un minuto antes afirmaba que
a él nadie le podía decir que su conducta no era buena ni lo que tenía que
hacer.
Ante
este estado de cosas, existen dos posturas extremas en las que se encuadran,
con matizaciones, la práctica totalidad de las personas, salvo algunas
excepciones. Estas dos posturas se pueden etiquetar, con cierto simplismo, como
arcaísmo y futurismo.
Los
alineados con el arcaísmo piensan que cualquiera tiempo pasado fue mejor. Puede
ser que añoren la Edad Media o la antigua Grecia o Roma o, incluso las brumosas
épocas anteriores a cualquier tipo de civilización en la que los hombres –piensan–,
vivían en armonía con la naturaleza como buenos salvajes, antes de que la
sociedad les corrompiera. Para nuestra cultura postmoderna, la Grecia clásica o
Roma, gozan de una aureola. También el salvajismo tiene un aura de romanticismo
que le da un cierto atractivo. No así la Edad Media, sobre la que nuestra época
ha arrojado la imagen de oscurantismo e incultura. Por eso, para reivindicar un
poco, sólo un poco, a este tipo de arcaizantes del medioevo, quiero romper una
lanza a favor de la Edad Media. Si esa visión de oscurantismo pudiera ser
parcialmente cierta para la Alta Edad Media, la de los primeros siglos
posteriores a la caída del Imperio Romano –incluso para estas épocas el cliché
es exagerado y ahí están para atestiguarlo el pequeño renacimiento carolingio o
el reino normando de Sicilia– es, sin embargo, totalmente falso para la Baja
Edad Media. En estos siglos floreció la filosofía escolástica, con figuras como
san Alberto Magno o santo Tomás de Aquino, nacieron las Universidades y se
construyeron las catedrales góticas, por citar algunas cosas admirables de
aquella época. Pero los arcaizantes de cualquier tipo ven su pasado favorito,
sea cual sea, como una época dorada, ignorando ciegamente las enfermedades que
diezmaban a la población periódicamente, las hambrunas, la elevadísima
mortandad infantil y la bajísima esperanza de vida, etc. Probablemente, si
pasasen un mes en ese pasado de oro, contarían los días que faltaban para
“volver a casa”, si es que no veían este sueño truncado por la muerte.
Por
otro lado, los futuristas quieren ver ya
un mundo, que creen que llegará ineludiblemente en el futuro, en el que todo
funcione a la perfección. No me refiero con futuristas únicamente a aquellos
que piensan que ese futuro idílico vendrá de la mano de un sistema ideológico
pergeñado en nuestros días. También están los que creen en ese futuro perfecto de
un forma más o menos difusa, se lamentan de que no sea realidad ya, aquí y
ahora, y piden que una autoridad indefinida y casi angélica regule las cosas
para que sea así. Unos y otros se rasgan las vestiduras ante cualquier fallo o
perversión que puedan percibir en el uso de esos medios ambivalentes de los que
hablábamos antes y, tomando la parte por el todo, ven sólo lo negativo del
mundo actual, coincidiendo en esto con los arcaizantes. Son impacientes.
Quieren que ese futuro perfecto que creen llegará ineludiblemente, en virtud
del dios progreso o del dios supervisión, llegue ya. Se les puede aplicar la
letra de la canción de Queen: “I want it all, and I want it now”.
Es
a esta realidad a la que pretendo aplicar mi modesta imagen. Yo veo la historia
de la humanidad como la historia de la vida de un ser humano. Y en esa vida,
creo que el momento que estamos viviendo puede parecerse a los 18 años de un
joven inmaduro de una familia próspera de un país desarrollado. Como todos los
símiles, éste no admite ser retorcido hasta sus últimas consecuencias sin caer
en absurdos. Pero esto no lo convierte en absolutamente inútil. Este chico de
18 años, tiene un dinerete, mucho más del que tenía hacía unos años. Desprecia
la experiencia de sus padres y, por supuesto, su autoridad y sus reglas. Lo que
no impide que cuando hay un problema busque que le saquen de él. Tiene coche, o
se lo manga a sus padres para salir de copas. Por supuesto, conduce
imprudentemente para impresionar a la chica a la que quiere epatar para, si es
posible, llevársela a la cama. Cree hoy una cosa y la defiende con vehemencia
para, al día siguiente, cambiar de opinión, no por convicción, sino por aquello
de, “¿dónde va Vicente? Donde va la gente”. Como se ve, una conducta muy
parecida a la que caracteriza a nuestra sociedad postmoderna.
Y,
¿cómo debe un padre educar a un chico de esa edad? También entre los padres de
un chico así predominan dos corrientes opuestas. Unos añoran los años de su
niñez. Si pudieran, darían marcha atrás en el tiempo para volver a ellos. Pero
como no pueden, intentan encorsetar a su hijo en una serie de normas de
obligado cumplimiento y les agobian con ellas. Protestan contra la indisciplina
y contra la resistencia de su hijo a esas normas. Ponen puertas al campo y, al
final, consiguen que unas normas, que en principio pudieran ser buenas, se
tornen contraproducentes para la educación del chico. Otros, se agarran a la
ficción de que su hijo ya es suficientemente maduro para hacer lo que quiera y
se convierten en padres permisivos que pasan de toda norma, mientras ven cómo
su hijo se desbarranca por caminos sin retorno. Creo que ni una ni otra es la
postura correcta. Me parece que la postura correcta del padre de un chico de
esa edad es comprender su situación y amarle en esa situación, aceptándole como
es y orientándole de una manera inteligente y progresiva (que no progresista o
“progre”). Alabar sus éxitos con más énfasis con los que se le hacen ver sus
errores, sin dejar de mostrárselos. Razonar con simpatía (en el sentido
etimológico de la palabra) el origen de esos errores y llevarle a sacar
conclusiones por sí mismo. Potenciar poco a poco su independencia bajo una
supervisión atenta pero aparentemente distante. Desde luego que para esto hace
falta mucha paciencia positiva, pero… tal vez no haya otra vía.
Es
evidente que un joven de 18 años un poco insensato, un poco alocado, disperso
en sus juicios éticos y de valor, como lo son muchos de los especímenes de hoy
en día, tiene ante sí un futuro incierto. Es posible, y hasta tal vez sea lo
más probable, que con los años siente la cabeza y se haga sensato y, con el
tiempo y la edad suficiente, puede que hasta alcance una cierta dosis de sabiduría.
Pero no es imposible, ni tiene una probabilidad insignificante, –ni siquiera
para un chico bien llevado– que acabe metido en serios problemas que le
destrocen la vida. Por supuesto, ese es el riesgo que corre también la
humanidad.
¿Por
qué me resulta útil esta imagen, a pesar de sus limitaciones. Por dos razones,
una inmediata y otra que requiere mayor explicación, explicación que dejaré
para el final. La inmediata es que me hace amar mi tiempo, aunque haya muchas
cosas en él que no me gustan. No me gusta la postmodernidad ni, mucho menos, el
relativismo moral que lleva consigo, ni otras muchas cosas que esta sociedad
lleva aparejada. Sin embargo, gracias a esta imagen, soy capaz de amar el
tiempo que me ha tocado vivir. Esto me permite hacer mías las palabras del
cardenal Eugenio Pacelli, pronunciadas en 1935, antes de ser Pío XII en uno de
las encrucijadas más dramáticas de la historia: “Doy
gracias a Dios cada día por haberme hecho vivir en las circunstancias
presentes. Esta crisis, tan profunda y universal, es única en la historia de la
humanidad. El bien y el mal se han enfrentado en un duelo gigantesco. Nadie
tiene, pues, derecho a ser mediocre”.
La especie que constituye la base
de las sociedades humanas ha recibido el nombre científico, puesto por ella
misma, de Homo Sapiens. A mi juicio, es un nombre inmerecido, como una medalla
dada antes de ganar la carrera. Ciertamente es la única especie cuyos
individuos están dotados de una inteligencia que les hace capaces de pensar. Eso
les daría el derecho a llamarse Homo Putans, pero el título de Homo Sapiens,
hay que ganárselo y me temo que nuestra especie todavía no acredita merecer ese
título.
Y esto me lleva a la segunda
razón por la que me gusta esta imagen, la que decía que requería una
explicación. Y esta explicación arranca precisamente de una de las muchas
limitaciones de la propia imagen. Un niño, o un joven de 18 años o, incluso, un
adulto de 40 –a los 40 y a los 60 y a los 80, también nos vienen bien personas
que nos ayuden a ver claro el camino de la vida o nos ayuden en él–, tiene o puede
tener un padre, una madre o un consejero que le ayude inteligente y
amorosamente a buscar su camino. Pero, si pensamos en la humanidad como ese
joven de 18 años, ¿quién es ese padre, madre o consejero?
Una primera respuesta podría ser
que siempre, en cualquier época, ha habido personas que han tenido una visión
más perspicaz de su tiempo y han servido de guías para sus congéneres. Pero
esto, que tiene una parte de verdad, no es más que una parte de la misma.
Porque, siendo cierto que en toda época ha habido esos líderes, no lo es menos
que esos líderes eran hombres de su tiempo y, muy a menudo, su lectura del
signo de sus tiempos era tan errada o más que la de sus coetáneos. Eso cuando
no buscaban abiertamente su propio beneficio a costa de sus contemporáneos,
llevándoles, por una u otra causa, a situaciones mucho peores. Podría pensarse
también que, al menos en la actualidad y en algunos países, esa guía podría
venir de la democracia. Tampoco esto me parce más que una pequeña parte de la
verdad. Creo, como decía Churchill, que “la
democracia es el peor sistema de gobierno, después de que se hayan descartado
todos los demás”. Pensar que sea la democracia la que eduque al ser humano
a superar cada etapa vital es confundir la causa con el efecto. La democracia
es el fruto de la manera de ser de una época, no es la que forja esa época.
Además, como ya dijo Polibio hace muchos siglos, la democracia, que es el
gobierno del pueblo, degenera muy a menudo en la oclocracia, que es el gobierno
de los peores. Creo que la democracia es un buen sistema para que una humanidad
de 18 años se tolere a sí misma, pero no para que madure. Estas dos respuestas
a la cuestión que nos ocupa, que no son falsas sino tan sólo parciales e
insuficientes, podrían llamarse respuestas inmanentes.
La educación de un joven de 18
años tiene una parte inmanente, es decir, que viene de su propia reflexión,
pero la mayor parte es trascendente y superior, en el sentido de que viene de
fuera de él, le trasciende, y procede de alguien con más experiencia y sabiduría
que él. Pues lo mismo ocurre, me parece, con la etapa de los 18 años de la
humanidad. En su camino hacia el Homo Sapiens está guiada en parte por una fuerza
inmanente, que procede de la inteligencia del Homo Putans. Pero, necesariamente,
esa inteligencia debe estar orientada
por una inteligencia trascendente, superior, sabia. Pudiéramos llamarla una
metainteligencia. No querría dedicar ni una línea a determinadas visiones de
esta metainteligencia, basadas en la ciencia ficción. Sin embargo, no puedo
dejar de hacerlo, porque periódicamente rebrotan películas de enorme éxito
taquillero que pretenden presentar la posibilidad de una metainteligencia
extraterrestre. Y aunque no se tienen de pie, influyen tal vez más de lo debido
en el imaginario popular. La última es la recientemente estrenada Prometheus,
que, a su vez hunde sus raíces en otro éxito, “Avatar”, que a su vez bebe en
“Contact” y, seguramente, en un largo etc. Descartadas estas respuestas continuemos.
Porque creo que la aportación de esa metainteligencia es, con mucho, la más
importante en ese progreso. Hasta el punto de que, sin ella, la humanidad
caminaría en círculos. Así lo creían los griegos con su visión cíclica de la
historia. La gran revolución cultural del judaísmo fue, precisamente, el
descubrimiento del carácter lineal y finalista de la historia, orientada por un
Dios que era el Alfa y el Omega. He ahí la buscada metainteligencia.
Y esta es la segunda cosa que me
gusta de mi imagen. Pide un Dios que revele al hombre ese camino de la
historia, como el chico de 18 años pide, aunque parezca rechazarla, una
autoridad sabia. Y, más allá de la gran revelación judía de un Dios que da
dirección a la Historia, el cristianismo mantiene que ese Dios, ha entrado en
la Historia para formar parte de ella y para darle su dirección desde dentro,
siendo, además del Dios trascendente, el Sabio inmanente por antonomasia. Y,
más aún, que ese Dios encarnado no sólo señala el camino a esa humanidad, tenga
la edad que tenga, sino que, a través de un organismo, en parte inmanente y en
parte trascendente, la Iglesia, mantiene esa comunicación con Dios y nos
suministra su luz y su fuerza. Y nos asegura que las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella, la Iglesia y la Humanidad, es decir, que el joven de
18 años que es ahora la humanidad no acabará despeñándose en el abismo. Esta es
la segunda razón por la que me gusta esta imagen, y no me parece una mala
razón.
Pero, ahora, hagamos unos
números. Si, como parece, el Homo Putans apareció hace entre 30.000 y 40.000 años,
esto significaría que un año de la vida del hombre-historia equivaldría
aproximadamente a 2.000 años de la humanidad. Supongamos que la edad a la que
un ser humano alcanza una cierta sabiduría –suponiendo que eso ocurra a alguna
edad– puedan ser los 50 años (que cada uno haga la estimación que le parezca
oportuna, pero que, por favor, no la haga –la estimación– antes de los 60).
Esto nos querría decir que, para alcanzar esa sabiduría y que el Homo Putans
alcance un estadio que pueda parecerse al Homo Sapiens, a la humanidad le
quedan 64.000 años[1].
¿Qué esperamos poder ver de esta maduración en los 80 años que pueda durar
nuestra vida? Escasamente un 0,1% de ese lapso de tiempo. Es decir, que tenemos
que ser humildes y tener mucha paciencia con nuestra especie. Pero mucha menos
de la que tiene Dios cuando nos dice que 1.000 años son un día en su presencia.
Creo que fue Hegel el que habló de la paciencia positiva de la historia. Fuese
o no fuese él quien lo dijo, me gusta la idea. Y si le llamamos la paciencia
positiva de Dios, me gusta aún más. Así que, los arcaístas deberían pensar
menos en ese pasado supuestamente dorado y los futuristas del “I want it all,
and I want it now”, ya pueden empezar a tomárselo con calma. Sin embargo, tras
alcanzar esa edad Sapiens, habrá, espero, largos años de vivir en esa sabiduría
alcanzada en comunión con Dios. Aunque hay dos frases inquietantes de Cristo en
el Evangelio. Una la que dice que el día y la hora (del fin de los tiempos) no
la sabe ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre. Otra cuando se pregunta con
cierto tono de angustia: “Cuando vuelva
el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en el mundo?”
Pero
ser humildes y pacientes no significa, ni mucho menos, ser pasivos. Hay dos
cosas que sí podemos hacer para que la edad del Homo Sapiens llegue lo antes
posible e, incluso, para que la pregunta de Cristo tenga una respuesta afirmativa.
La primera tiene una mezcla de inmanencia y trascendencia. Indudablemente,
nosotros hoy somos una célula de ese joven de 18 años que es la humanidad.
Seamos una célula que tire hacia la maduración. Y para no equivocarnos en ello,
busquemos la luz y la fuerza en esa Iglesia que ese Dios encarnado nos ha
regalado, aunque también ella esté necesitada de purificación en su faceta
inmanente. La segunda es totalmente trascendente. Recemos a ese Dios, también
con la luz y la fuerza que nos da esa Iglesia, por la evolución de ese joven
durante los próximos 128.000 años, para que el chico de 18 años llegue a ser un
noble y fuerte anciano de 114 años lleno de sabiduría y con muchos años por
delante aún a esa edad, acompañado de la siempre joven Madre y Maestra. Y que
cada uno de nosotros lo veamos todo, desde el Alfa hasta el Omega, y antes y
después del Alfa y el Omega, y los Alfas y Omegas paralelos al de nuestra
historia, todo ello, reflejado en el rostro de nuestro Dios, Cristo.
Que
así sea.
[1] Un fallo de esta imagen está, a
mi modo de ver, en que yo atribuyo una edad de unos 12 o 13 años, cuando todavía
no se cuestiona la autoridad del padre, a la humanidad de la Edad Media. Si
esto fuese así, los últimos 600 años de historia equivaldrían a 5 de un ser
humano, lo que no respeta la proporción, establecida anteriormente, de 2.000
años de historia por cada año humano. ¡Qué le vamos a hacer!Ya dije que esta
imagen tenía muchas limitaciones.
5 de septiembre de 2012
Frases 5-IX-2012
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La fe es razonable, no como si fuese la conclusión de un razonamiento demostrativo, sino porque la acompaña y la corona una serie de signos en virtud de los cuales es “razonable” creer. La gracia no es una fuerza incoercible que caiga ya sobre uno, ya sobre otro, sino una luz que ilumina y unifica por arriba los indicios convergentes de la credibilidad –no se creería si no se viese que es preciso creer, decía santo Tomás–, y es también un atractivo que viene a relevar y a trasponer los esfuerzos morales realizados para disponerse al acto de confianza total de la fe.
Charles Moeller. Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo V, “Amores humanos”, capítulo dedicado a Simone de Beauvoir.
La fe es razonable, no como si fuese la conclusión de un razonamiento demostrativo, sino porque la acompaña y la corona una serie de signos en virtud de los cuales es “razonable” creer. La gracia no es una fuerza incoercible que caiga ya sobre uno, ya sobre otro, sino una luz que ilumina y unifica por arriba los indicios convergentes de la credibilidad –no se creería si no se viese que es preciso creer, decía santo Tomás–, y es también un atractivo que viene a relevar y a trasponer los esfuerzos morales realizados para disponerse al acto de confianza total de la fe.
Charles Moeller. Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo V, “Amores humanos”, capítulo dedicado a Simone de Beauvoir.
2 de septiembre de 2012
¡Mira que si, al final, el bosón de Higgs no vale para casi nada!
Tomás Alfaro Drake
El mes de Julio nos ha
sorprendido con el casi seguro hallazgo del bosón de Higgs y eso me dio pie
para escribir un artículo sobre él. Aunque lo de la partícula de Dios sea una
tontería, sí es cierto que ese bosón juega, o parece jugar, un papel muy
importante, diríamos que vital, en el edificio de la ciencia. Parece ser, nada
menos, que la explicación de por qué las partículas de materia tienen masa.
Mucha gente tiene la idea de que ese edificio de la ciencia está sólidamente
cimentado en verdades empíricamente demostradas e inamovibles. Esto crea un
respeto reverencial por la ciencia. Pero ocurre que esta imagen es totalmente
falsa, como ya demostrara el reconocido filósofo de la ciencia Karl Popper. Al
contrario de lo que la gente opina, el edificio de la ciencia está siempre en
precario y, muy a menudo, verdades que se consideraban básicas pasan a engrosar
las filas de la falsedad o, al menos de las de poca importancia. Tal puede ser
el caso de la explicación de la masa a través del bosón de Higgs.
Efectivamente, en el número de
Junio del 2012 de la revista “Investigación y Ciencia”, aparece un
interesantísimo artículo firmado por el premio Nobel Frank Wilczek, con el
título “La teoría del electrón cumple 120 años”. Wilczek recibió el premio
Nobel por su contribución al desarrollo de la teoría llamada cromodinámica
cuántica. Esta rama de la ciencia explica cómo los cuarks se integran en los
protones y neutrones ligados por unas partículas llamadas gluones. Esta teoría
también da razón de la fuerza nuclear fuerte que explica por qué los protones
se encuentran unidos en el núcleo atómico a pesar de que, al tener carga
positiva, deberían repelerse y disgregar ese núcleo. En este artículo se hace
un repaso de cómo Hendrik Antoon Lorenz, basándose en las ecuaciones sobre el
electromagnetismo de James Clerk Maxwell, descubrió, en 1892, la “necesidad” de
la existencia de una partícula a la que llamó electrón. Posteriormente, en
1897, Joseph John Thomson descubrió empíricamente dicha partícula, la primera
postulada y encontrada de las que ahora forman el modelo estándar.
Pues bien, en el artículo de 1892
en el que Lorenz postulaba el electrón, intentaba también explicar de dónde
venía su masa. Afirmaba que ésta provenía de la interacción de esa partícula
con los propios campos electromagnéticos que ella misma creaba. Este artículo
supuso una sólida base sobre la que Einstein apoyó el hallazgo de sus teorías
de la relatividad especial y general. Hasta el punto de que Einstein afirmara
que Lorenz significó para él más que cualquier otro al que se hubiese
encontrado en el camino de su vida. Posteriormente, con la aparición de la
mecánica cuántica, esta idea de que la masa del electrón se explicaba por la
interacción con su propio campo electromagnético, cayó por tierra. Pero
Wilczek, en este artículo de Junio de 2012 de “Investigación y Ciencia” afirma
que años más tarde, su equipo y él, expertos en cromodinámica cuántica,
lograron explicar la masa de los protones, neutrones y otras partículas –entre
las que no se encuentra el electrón– mediante un mecanismo similar al de Lorenz
de 1892. La masa de estas partículas quedaría explicada, según Wilczek y su
equipo, por el efecto que sobre ellas mismas produce su propio campo de
gluones. Cierto que este mecanismo no puede explicar la masa de los electrones,
pero dado que la masa de protones y neutrones es enormemente mayor que la de
los electrones, el principio expuesto por Wilczek daría razón de la masa de la
inmensa mayoría de la materia conocida, relegando al bosón de Higgs a un papel
totalmente secundario. Así es la dura vida de los descubrimientos científicos.
Hoy están en la cima de la popularidad para mañana verse condenados al
ostracismo o a un plano secundario. Si tienen razón Wilczek y su equipo, el
bosón de Higgs pasaría de ser la partícula de Dios a ser un simple actor de
reparto. “Sic transit gloria mundi”.
Pero, aunque resulte que el bosón
de Higgs sólo explique una pequeña parte de la masa del universo, me reafirmo
en lo que dije en mi anterior artículo: ha merecido la pena su búsqueda. Y esto
por tres razones.
La primera es que sea mucho o
poco lo que el bosón de Higgs explique de la masa del universo, es una
partícula elemental y uno de los constituyentes de la materia. Por lo tanto,
explica la realidad. Y aunque sólo sea para hacernos entender mejor de qué está
hecho el universo, merece la pena. Para los creyentes, nos merece la pena
doblemente porque creemos que la realidad es como una flecha que apunta a su
Creador y, por tanto, al conocerla mejor a ella, le conocemos mejor a Él.
La segunda es porque de los
descubrimientos de la ciencia básica, aparentemente poco relacionados con la
vida cotidiana, se desprenden SIEMPRE descubrimientos subsidiarios de enorme
utilidad práctica. El transistor, que nos ha llevado hasta las tecnologías de
la información sin las que no sería imaginable la vida de hoy en día, se
descubrió gracias a investigaciones básicas que buscaban entender unos
materiales que se llamaron semiconductores. Nadie, mientras se investigaba
sobre estos semiconductores podía ni siquiera imaginar que aquellas aguas
traerían estos magníficos lodos.
La tercera porque el diseño y la
construcción de los aceleradores de partículas que permiten investigar la
existencia del bosón de Higgs conllevan el desarrollo de tecnologías auxiliares
que redundan, también SIEMPRE a favor del desarrollo.
Como dije en mi anterior artículo
sobre el bosón de Higgs, si no fuese por la curiosidad innata e intrínseca en
el Homo Sapiens, que le lleva a querer entender el mundo que le rodea, aunque
esto parezca no tener una utilidad práctica, estaríamos todavía en las
cavernas.
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