Tomás Alfaro Drake
Hace poco he leído un curiosísimo libro, recomendable hasta que empieza a
hacerse repetitivo, titulado “Tenga usted éxito en su muerte”, escrito por
Fabrice Hadjadj y editado por la editorial “Nuevo inicio”. Transcribo una
historia, que se desarrolla a lo largo del libro, y que me parece sumamente
instructiva.
***
¿Por qué Isidore Duru, pasante de
notaría de Toulón, se puso aquella mañana, 2 de Octubre de 1968 una corbata
rosa? Esa es la cuestión filosófica por excelencia. Albert Camus decía que era
más bien la cuestión de la corbata de soga: “¿La vida vale la pena vivirse o
no?” Y se interrogaba sobre el suicidio
. Pero
esta es otra cuestión bastante abstracta y que sólo aparece en un segundo
momento. Primero está ese enigma concreto: Isidore Duru está vivo, y tal día ha
elegido ponerse una corbata rosa. Tenemos que partir de ese dato. O bien de
este otro, de consecuencias no menos metafísicas: ¿Por qué Isidore Duru
prefiere, para el chucrut, las salchichas de Núremberg y no las de Montbéliard?
Pero con esta segunda cuestión correríamos el riesgo de llegar demasiado lejos.
Contentémonos con la primera:
¿Por qué la corbata rosa? Porque la señorita Gélineau, la secretaria, le dijo
que le va bien a su color de piel. Vale. Pero, ¿por qué quiere él una corbata
que le siente mejor a su tez según el parecer de la señorita Gélineau? Porque
quiere gustarle a la señorita Gélineau, tener verdaderos amigos, insertarse
mejor socialmente. Vale. Pero, ¿por qué esa necesidad de inserción social y de
atraer a la secretaria? Porque todo ello está en la naturaleza del animal
político y forma parte de su felicidad. Ahí está. Como se podía suponer, la
corbata rosa aparecía en búsqueda de la felicidad, y lo mismo ocurre con todas
nuestras elecciones. Nuestra libertad está al servicio de ese fin: ser felices,
y se limita a ir eligiendo los medios. Pero hubo un temblor, un titubeo, una
deliberación, antes de que la mano de Duru, aquella mañana del 2 de octubre de
1968, se apoderara de la corbata rosa. ¿Por qué razón? El filósofo, como se ve,
es el detective de lo cotidiano. No investiga un crimen complicado, sino lo
normal, lo enormemente normal, y lo encuentra mucho más palpitante. ¿Por qué,
pues, ese temblor en la mano antes de coger la corbata rosa en vez de la azul
de lunares? Porque no está absolutamente seguro de que ese medio lo acerque
realmente a la felicidad. ¿La azul de lunares no tiene también su encanto? Y,
además, otra cosa, ¿para qué todo si al final uno se tiene que morir? De ahí el
temblor de Duru. Principalmente cuando, delante del espejo, se hace el nudo
corredizo.
El porvenir precede en nosotros
al pasado y al presente. Evocamos nuestros recuerdos y consideramos la
actualidad en función de una meta: Como proyecta invitar a cenar a la señorita
Gélineau, Isidore Duru se acuerda del restaurante donde cenó tan a gusto con la
señorita Protte, y contempla su portacorbatas inclinándose por la rosa. Pero,
¿cuál es horizonte bajo el que efectuamos todas nuestras elecciones? ¿Cuál es
el porvenir radical a partir del cual vivimos el presente? ¿Cuál es el fin
hacia el que todo tiende y todo debe ordenarse? la palabra “fin” es doble.
Designa o bien la finalidad (telos, en griego) o bien el final (en
griego, eschaton). Encontrar un fin para la propia vida no es lo mismo
que poner fin a la propia vida. En el primer sentido, el fin de la vida es la
bienaveturanza; en el segundo, el fin de la vida es la muerte. Bajo ese doble
horizonte tenemos que aprehender todas las cosas.
[...]
Isidore Duru, aunque pasante de
notario, es también un personaje trágico (para ello basta con ser un hombre
cualquiera). Se siente divido por ese doble fin que remite a una trascendencia,
a un misterio. Se lanza hacia el infinito y ve ante él una especie de callejón
sin salida. Se detiene ante el obstáculo y siente que, a pesar de todo, debe
proseguir. Porque la felicidad quiere durar y extenderse. Una alegría que yo sé
provisional, aun cuando así pueda serme más querida, es vencida rápidamente por
la inquietud.
[...]
Isidore Duru, por ejemplo, va a
poner su felicidad en un matrimonio con Cindy Gélineau, que se convierte ipso
facto en la señora Duru. Pero esto es un error. No el matrimonio, sino
creer que Cindy es el soberano bien. La señora Duru es con mucho incapaz de
procurar al señor Duru la perfecta bienaventuranza (y reciprocamente): es una
mujer que envejece, su inteligencia es limitada como la mía, su humor
caprichoso como el viento, y además le gusta jugar al mahjong. El señor Duru se
ve obligado a reconocerlo. Si no lo reconociera, exigiría de ella más de lo que
ella puede dar: haría falta que fuera perfecta, omnisciente, infinita, eterna,
soberanamente buena; acabaría estrangulándola por tener con él solo una humana
benevolencia. Pero admite esa imperfección y, para relajarse, hace progresos
con su ordenador portátil. Su colección de corbatas rosas, que comenzó tras su
primera salida juntos, ya no le distrae como antes. ¿Sé va a buscar una amante?
Pero esa amante le ofrecería igualmente sólo placeres pasajeros y, sin duda,
más superficiales. En seguida, después de haber engañado a su mujer, le sería
necesario engañar a su amante, ¡qué complicación! Isidore nunca ha sabido
llevar una agenda.
Entonces acaba haciéndose
contemplativo. Se vuelve poco a poco hacia el creador de Cindy Gélineau. Sólo
Él podría colmarlo, sólo Él podría, ya en este mundo y más allá de este mundo,
devolverle a una Cindy transfigurada en la luz de un amor eterno. Porque no se
trata de despreciar las cosas terrestres a cambio de Dios, como si Dios fuese
una cosa al lado de las demás, y no el Creador de todas ellas, y como si sólo
se le pudiera amar odiando todo lo demás, sino que se trata de amar todas las
cosas en esa Luz imperecedera que es su fuente y su destino. Isidore adivina
que esa ensalada de mollejas que le ha preparado Cindy no es gran cosa, pero,
acogiéndola como algo que proviene de lo desconocido y que vuelve a lo
desconocido, siente que esa ensalada está bañada en una bondad más sabrosa que
la vinagreta, y que llama a la alabanza tanto como a la manducación. Lo siente
intermitentemente, porque en otros momentos, e incluso la mayor parte del
tiempo, la insensibilidad lo vence, el misterio entrevisto desaparece como si
nunca hubiera existido.
Y después, un buen día, es decir,
un día sombrío, viene la enfermedad permanente, el hígado que dobla su volumen,
en cáncer generalizado, el adiós... ahí está la punta aguzada de la esperanza,
la punta que traspasa y abre el corazón. Ahí, en ese adiós, que es un
ve-con-Dios el deseo de la felicidad y la muerte coinciden por fin, se abrazan
en la noche.
No hay que sorprenderse ni
indignarse si Isidore Duru, que pensó tan poco en Dios antes de morir, suspire
hacia Él en su cama de hospital. No es tanto porque el miedo le haga fabricar
un idolillo a guisa de refugio lastimoso; es que la muerte le hace romper todos
lo ídolos de este mundo, y le impone un cara a cara con el misterio. En sus
últimos instantes, Isidore Duru es un místico. El pasante de notario agnóstico
se pone de acuerdo con la carmelita que, sin conocerlo, a cien leguas de allí,
ya rezaba por él.
[...]
Todos los hombres rezan. Ruegan a
sus jefes de empresa, ruegan a sus mujeres o a sus maridos, ruegan en los
lugares públicos que no fumemos. Se dan cuenta rápidamente de que ello no es
suficiente y, a lo largo de la jornada, en el fluir de sus pensamientos,
arrojan al vacío tal o tal deseo, como se arroja una botella al mar. El pequeño
Isidore, en su infancia, hablaba con un amigo interior. Lo llamaba Léonard. Le
pedía que le ayudara en sus juegos. Más tarde tuvo una navaja suiza. Con esa
navaja suiza se sentía muy superior a los otros niños. Se sentía capaz de
conseguirlo todo. La navaja suiza tenía un poder que superaba el de sus
múltiples hojas, con el sacacorchos y el cortauñas. Se había convertido en un
amuleto. A veces, Isidore le hablaba. Cuando se tuvo que examinar para obtener
el graduado escolar, fue a la iglesia con su abuela y puso un cirio para san
José. Qué decir cuando llagó la hora de aprobar en bachillerato. En cada examen
importante, no olvidaba la pluma con la que, un día, había sacado un ocho en
matemáticas. Y luego suplicaba a su abuela ya difunta: “Rita, tú que ya estás
arriba, haz que pase de cinco, que pase de cinco”. Una tarde, en la notaría, un
cliente togolés le dio una gran semilla de calabaza que, puesta bajo la
almohada, despertaba la inteligencia; después de un mes, Isidore había podido
pensar que la cosa funcionaba, puesto que su inteligencia le hizo comprender
que aquello no funcionaba, y dejó de dormir encima. Se compró una estatuilla de
Buda. Después de eso, uno puede afirmar con fundamento que no cree en Dios,
pero no por eso se aferra menos a las nadas: corbata rosa de la buena suerte,
herradura y pata de conejo, mano de Fátima, rayas de la propia mano, madera que
se toca rápidamente (¡oh lejano recuerdo de la Cruz!), horóscopo Tauro con
ascendente en Virgo, yi-king de la casa de Albin Michel, “fetiches de Oceanía y
de Guinea” que son los “Cristos inferiores de las oscuras esperanzas”
.
[...]
Isidore Duru pudo hacerse el
siguiente razonamiento, que es menos un razonamiento que el eco interior de un
oscuro instinto: “Puesto que al final tengo que perder mi vida, mejor darla
ahora. Puesto que he de esperar de otro mi felicidad, mejor ir por delante de
los otros”. Siempre tuvo tendencia a criticar a Madre Teresa, pero debido a una
sorda envidia que habitaba la trastienda de su alma: él había querido ser
misionero, darse enteramente a los andrajosos de Yakarta. Se acuerda de que, en
la granja de sus abuelos, había abierto un hospicio para gatos escuálidos y
pájaros heridos; a veces, evidentemente, los gatos se comían a los pájaros,
Isidore se lamentaba de ello pero, ¿podía culpar al gato? Presentía que, a
pesar del drama carnívoro, allí había un orden admirable. ¿Adónde hubiera
podido conducirlo aquello? La escuela pública vino que ni pintada para disipar
todos aquellos ensueños y para dirigir su atención hacia la solidez de la
aritmética. Enseguida llegó el estudio notarial, el cotejo de las ventas, el
hastío.
Afortunadamente, tuvo hijos con
Cindy. Lo recuerda. Sólo tuvieron que educar a los dos que habían dejado nacer,
a los dos que habían “deseado”. Rápidamente se dieron cuanta de que aun los que
se desean pueden ser indeseables: le despiertan a uno por la noche, le
fastidian los planes de ir al cine, le obligan a cambiar la ropa de la cama
cuando lo que le gustaría a uno ahora es degustar una comida y, finalmente,
según lo del complejo de Edipo, le asesinan a uno simbólicamente. Una vez
nacidos, la ley ya no permite su infanticidio y, sobre todo, sus rostros tan
inermes le obligan a uno a olvidarse de sí mismo y amarlos. Su debilidad es lo
bastante fuerte para romper la piedra de nuestros corazones y convertirlo en
una fuente. Isidore reencontró de pronto la aspiración de su propia infancia.
Gracias a los hijos aprendió la paciencia y la hospitalidad.
[...]
Isidore Duru, [...], en sus
últimas horas, experimentó esto: habría perdido menos su tiempo si lo hubiera
dado más. Pero, ahora, era demasiado tarde. Entonces llamó a sus hijos en torno
a su lecho, a los vivos para que le escucharan, a los muertos para que le
ayudaran a hablar. Les pidió perdón. Les confió que también su vida estaba
abortada. Que el no era más que un chiquillo, un feto, un embrión de hombre,
porque el hombre de verdad, ahora se daba cuenta, es el santo. Pero que él se
iba, esperaba, hacia el Padre de las misericordias. Luego llamó a la enfermera
para que viniera a vaciar el orinal.
[...]
Todo lo anterior sería muy
abstracto si no habláramos del nacimiento. [...] La muerte no existe. Lo que
existe es Cindy Duru, nacida Jacqueline Gélineau en La Seyne-sur Mer, y que una
mañana de primavera muere en Noisy-le-Sec, en Seine-Saint Denis. Hemos nacido
en una familia, en una patria y en una época que no hemos elegido. Corre por
nuestras venas la sangre cruzada de dos linajes que se ramifican hasta
Matusalén y más allá. Hubo un tiempo indefinido antes de nuestro nacimiento en
el que nosotros no existíamos y, sin embargo, por medio de una madeja de
contingencias que no se puede desembrollar, ya éramos en potencia. Somos la
flor presente de aquellos lejanos suelos, cercana ya a marchitarse dejando a su
vez su semilla y alimentando el humus con su desaparición. Toda la historia de
los Gélineau, de los Trotobas, de los Legris, de los Dumoulin, y aún más allá
de lo que recordamos en el árbol genealógico, hacia las oscuras raíces, hasta
Adán y Eva, y aún, tal vez, hasta el protozoario y hasta los primeros átomos,
todo ello conducía a ella, a Jacqueline-Cindy, como a su explicación, como a su
justificación posible, como a su culminación provisional. Claro está que
hubiera bastado una nadería, que la señora Gélineau estornudara con cierta
intensidad en el momento de la concepción, que otro cualquiera de los
cuatrocientos millones de espermatozoides expulsados por el señor Gélineau en
aquel hotel del Lavandou hubiera tomado la delantera o que no cayera la lluvia
a las 15 horas 43 minutos de aquel 13 de Julio de 1946 y que Maurice Gélineau no
se hubiera topado con Geneviève Totobas en la tienda de comestibles Au
Paradis de l’Anchoïade, donde habían encontrado refugio contra el
chaparrón, para que Cindy no hubiera venido jamás al mundo. Pero el azar lo
quiso así. Y el azar es el nombre de humildad de la Providencia.
[...]
Cindy cree, no obstante, en la
reencarnación. Ha leído cosas sorprendentes en una revista, en la peluquería.
Bajo el luminoso de
Récréa-tifs ha discutido varias veces con su
peluquero
, el
tiempo de rematar la permanente. Él, Ferdinand, está persuadido de haber sido
una cantante de entreguerras, quizás Lucienne Delyle: cada vez que escucha su
voz en “Mi amante de Saint-Jean” sus tijeras se aceleran, el secador se le
escapa, y afluyen desde lo más profundo de su memoria imágenes de cabarets y de
hombres con monóculo. Cindy, por su parte, conjetura que fue algo así como una
princesa rusa en tiempos de Pedro el Grande. Se ve a sí misma con frecuencia
atravesando con sus lacayos llanuras nevadas en una troika con cascabeles, y
cuando oye el nombre de San Petersburgo, su corazón late más rápido, mientras
que cuando oye el nombre de Bures-sur-Yvette permanece totalmente indiferente.
Es
una lástima que, en general, en nuestros supuestos reencarnados, la poesía no
se extienda más allá de dos o tres fantasmas novelescos. Nadie pretende haber
sido en su otra vida una cucaracha, un armadillo gigante, un
borophyrene
apogon, llamado vulgarmente diablo abisal de los fondos del Pacífico, un
tuco-tuco, conocido también como rata peine de la Patagonia, un macaco de la
India o una salamandra ciega de Tejas. Conozco bien a un desdichado en amores
que me explicó cómo había vivido anteriormente como el esposo manco de la mujer
sin piernas de un circo sueco; pero yo les desafío a ustedes a que encuentren a
alguien que afirme perentoriamente formar una sola persona con el bisabuelo del
portero de su casa o, que siendo demócrata, sea la reencarnación de un
monárquico de la Vandée, o judío, que haya pertenecido a la Inquisición
española, o que, habiendo sido ya un capitalista explotador de las minas del Norte,
sea hoy militante de Fuerza Obrera como castigo.
[...]
En la religión hindú, el final
del samsara, es decir, del ciclo de los nacimientos y las muertes, es
escapar de él, a fin de no volver a conocer el castigo de renacer para sufrir
más, con vistas a alcanzar el nirvana, la paz del Ello universal e
impasible. Entre nosotros, ese castigo se convierte en una recompensa, y en la
posibilidad del bobarysmo burgués de disfrutar de indefinidas prolongaciones.
La reencarnación, considerada como un mal en el espiritualismo oriental, se
transforma en un bien en el materialismo occidental [...].
[...]
En el alma de Cindy Duru, de
soltera Gelinéau, se refracta toda la historia del mundo, todo el combate de la
luz con las tinieblas. Nietszche hablaba de “la Historia entera como si fuera
vivida y sufrida personalmente”. Eso es lo que hay que jugarse en cada vida: el
destino de toda la Historia, de nuevo. El tiempo es la precipitación de todos
los tiempos en una persona. Y esa persona, con su vida y con su muerte, está
encargada de darle un fin eternamente dichoso o desdichado eternamente. La
muerte tiene el insigne poder de conferirle el peso del destino a la vida de
apariencia más insignificante.
[...]
Cindy Duru, sin saber demasiado,
lleva en ella la impronta de las cruzadas, de la Revolución Francesa, de la
separación de la Iglesia y del Estado, de las apariciones de Lourdes y de La
Salette, de las guerras de 1870 y de 1914, de la Soah y de la creación del
Estado de Israel, de la llegada al poder de François Mitterrand, del día en que
abandonó su nombre propio Jaqueline por Cindy, de las familias Gélineau y
Trotobas, de los años con Isidore, de su viaje de novios a las Islas Canarias,
de su primer aborto, de su segundo hijo y de su cuarta hija, del impuesto sobre
la renta del año 2000 del cáncer de Isidore, de todos los acontecimientos de la
Historia, desde el más lejano al más próximo, y, ante todo, profundamente, del
Acontecimiento de la Historia: la Pascua del Mesías. Ella no es creyente, ella
no es historiadora; pero todo eso está en ella, todo eso que hace precisamente
que no haya recibido el bautismo al nacer y que viva en la amnesia consumista
en lo que se refiere al pasado de su tierra. Porque esa amnesia de la Historia
es otro producto más de esa Historia a la que nadie escapa; ese olvido de la fe
es una forma más de la relación con la fe en la que todos deben rendir cuentas.
Hubiera sido mejor que viviera en la conciencia de esas realidades, pero su
inconsciencia es también una realidad terrible que ella lleva en la oscuridad,
como su cruz: la terrible cruz de ignorar la Cruz, pero que la Cruz, gracias a
Dios, ignora tan poco.
Y aquí la tenemos, en su hora
postrera, en la que borbotean todas esas cosas, como un cordero al que acechan
los lobos, como un cordero que ha de elegir el mal menor: ser devorado por
ellos, y el peor: convertirse a su vez en otro lobo. Está sola. Sus hijos no
vienen a verla. Ha pasado un médico que dice que no hay nada que hacer, que en
todo caso puede aumentar la morfina. Esa noche el dolor es demasiado fuerte.
Siente ganas de matarse. El diligente médico llega, le hace firmar un papel, le
inyecta con compasión un líquido mortal. Se hace pagar por adelantado, por supuesto.
Y así se acaba. No se sabe sí, en
el último momento, cuando el veneno atenuaba el dolor y le devolvía la lucidez
Cindy no se dio cuenta de su desvarío, que es el de tantos otros, y si,
arrepentida, comprendiendo que su vida no le pertenecía, no la ofreció a la
misericordia del Eterno. Porque, para el eterno, mil años son como un día y un
segundo puede contener siglos. Ese último segundo de Cindy, si es un segundo de
humildad, rescata años de bajeza. Ese pequeño ojo de aguja deja entonces pasar
el camello. Y Cindy Duru, de forma oscura, entra en una gloria infinita.