27 de octubre de 2017

500 años de las 95 tesis de Lutero en Wittemberg

El próximo 31 de Octubre se cumplen 500 años del día  de 1517, en que Martín Lutero puso sus 95 tesis sobre las indulgencias en la puerta de la iglesia de la Universidad de Wittemberg. Ese momento marcó el inicio de una controversia y de un proceso que acabó en una división que partió Europa en dos. Para unos ese drástico cambio supone un paso hacia la libertad y el progreso. Para otros un desastre que provocó sangrientas guerras y rompió para siempre lo que podía haber sido una Europa fuerte y unida. En estas líneas pretendo exponer mis razonados puntos de vista al respecto.

Para ello, conviene remontarse hacia atrás en el tiempo. Desde, al menos, la estancia del papado en Aviñón (1309-1377), la Iglesia había entrado en una época de corrupción y simonía que, seguramente, no tenía precedente en su historia. Antes de Aviñón la Iglesia otorgaba los llamados oficios y beneficios. Encargaba a una persona de un oficio –dirección de una tarea encomendada, espiritual o no– en una determinada región. Por su parte, esta persona recibía unas rentas –procedentes de las propias de la región en la que ejercía su oficio– que le remuneraban de sus quehaceres. Otra parte de las rentas iban a financiar al papado. Puede que el sistema no fuese ejemplar, pero llevaba siglos funcionando sin abusos excesivos, ya que regía la norma de que ninguna persona podía tener más de un oficio. Pero cuando el papado se instaló en Aviñón, se dio una vuelta de tuerca a esta práctica. Las ganancias futuras de varios años debían ser ingresadas en las sus arcas con antelación a la toma de posesión del oficio y, por tanto, antes de recibir ningún beneficio. Esto excluía de muchos oficios a las personas que no tuviesen riqueza o acceso al préstamo de los banqueros de la época. Y dado que las personas que sí tenían esa posibilidad eran muchísimas menos que los oficios disponibles, se empezó a dar cada vez más oficios a una sola persona, llegándose, en casos extremos, a acumular hasta varias decenas de oficios y beneficios en la misma persona. A su vez, ésta, incapaz de atender a sus múltiples oficios, subarrendaba los beneficios, siguiendo el mismo método. Ni que decir tiene que este sistema generaba una enorme corrupción. Y, cuando el papado volvió otra vez de Aviñón a Roma, las cosas no mejoraron, sino que con el paso del tiempo, se hacían cada vez peores.

Por otro lado, las luchas del papado con el Imperio por la disputa de la primacía del poder espiritual sobre el temporal o viceversa, empezada en 1075 con la llamada querella de las investiduras, crearon un sentimiento de hostilidad de los príncipes alemanes contra Roma. Éstos se sentían agraviados porque pensaban, con razón, que esa querella se llevaba con mayor virulencia contra Alemania que contra cualquiera de los nacientes estados nacionales como Francia, Inglaterra o los reinos de la península ibérica. Mediante el uso de excomuniones, el papado salió reforzado en estas diputas, incrementándose también el sentimiento de humillación de los príncipes alemanes. En 1303 el Papa intentó usar la excomunión contra el rey de Francia, Felipe IV, llamado el Hermoso. Éste respondió secuestrando al Papa y, unos años más tarde llevándose la sede del papado, a la fuerza, a la ciudad de Aviñón. De esta forma influía tanto en el papado que los siguientes siete Papas fueron franceses. Esto llevó al paroxismo el sentimiento antipapal del pueblo y los príncipes alemanes. Por otra parte, en el plano puramente político, existía una tensión creciente entre esos príncipes y el Emperador, al que pretendían ceder la menor soberanía posible sobre sus territorios, frente a las intenciones de éste de tener cada vez más poder sobre los ellos. Esta tensión política, unida a la corrupción económica de la Iglesia y al resentimiento alemán contra el papado estaban en pleno auge cuando Lutero entró en la historia.

Martín Lutero jamás se había planteado tener vocación religiosa. Su padre, pequeño empresario de la minería, quería para él una carrera de jurista y él parecía muy conforme con este designio paterno. Pero en 1505, con 22 años, yendo de la Universidad de Erfurt a su casa para unas vacaciones, se encuentra en medio de una terrible tormenta de rayos y uno de ellos, le tira al suelo. Entonces hace una promesa a santa Ana: ayúdame y me meteré monje. Lutero salva la vida y, efectivamente, contra la voluntad de su padre, entra en el convento agustino de Erfurt y en 1507, con sólo dos años de discernimiento, se ordena sacerdote. Es un brillante estudiante de teología y empieza una carrera de éxitos. En 1508 figura en la cédula de indulgencias concedida a los agustinos de Erfurt. En 1510 va a Roma. No parece que el fasto de la Ciudad Eterna le escandalice. Realiza las peregrinaciones a las basílicas para ganar las correspondientes indulgencias y sube de rodillas las escaleras del Ara Coeli. En 1512 logra el título de Doctor en Teología y es profesor de la Universidad de Wittemberg y en 1515 ya ha llegado a ser vicario para 11 conventos agustinos.

En el terreno filosófico Lutero está muy influido por las doctrinas de Guillermo de Occam respecto a la incapacidad de la razón para comprender las leyes divinas. Simplemente hay que aceptarlas con un voluntarismo ciego, sin intentar de ninguna manera explicarse su razón de ser. 

Pero tiene terribles problemas de castidad. Para Lutero, perfeccionista en todo lo que sea moral y cumplimiento, no se puede ser santo siendo pecador. Según él, para ser santo hay que ser perfecto. No tenía una visión de un Dios de misericordia que perdona setenta veces siete al pecador arrepentido y le concede la gracia para que, a pesar de sus caídas, alcance la salvación y, con ella, la santidad. Ciertamente no era esa la corriente predominante en la Iglesia en esos momentos, pero tampoco era algo ajeno a la misma. El propio san Agustín, en el que se inspiraba la Orden a la que pertenecía Lutero, creía que el hombre es salvado por pura gracia. Medio siglo más tarde, pero bebiendo de las mismas fuentes de las que podía haber bebido Lutero, aparecieron los grandes místicos españoles. Pero Lutero veía sólo al Dios Juez de terrible majestad de los Dies Irae de los Requiems. Y él quería estar convencido de su estado de gracia con una enorme escrupulosidad. De nada sirven los consejos de su confesor Staupitz en el sentido de tranquilizarle la conciencia con la confesión. La sola tentación, aún sin consentimiento de la voluntad, ya era pecado para él. Esto unido a su idea del Dios Juez Terrible le generaba enormes tensiones. Buscaba y buscaba, en grandes tormentos, respuestas en la Escritura. Y un día, leyendo la carta de san Pablo a los romanos, tuvo lo que él consideró una inspiración divina. No se sabe a ciencia cierta cuando fue ese día, pero Lutero lo recuerda y describe vívidamente en 1545, casi treinta años más tarde. Llama a ese momento Turmerlebnis –la experiencia de la torre– porque tuvo lugar en la torre de la Universidad de Wittemberg. Leyó el versículo 17 del capítulo 1 de esta carta que dice: “Porque en él, [en el evangelio] se manifiesta la justicia del Dios de fe, como está escrito: ‘el justo vive por la fe’”. En su angustiado estado de ánimo esto le pareció una auténtica liberación. Por supuesto que esta frase de las Escrituras es importante. El problema está en el hecho de que se tome fuera del contexto general de la Escritura y se la eleve a una categoría que haga que todo el resto se interprete a la luz de ese versículo. A lo largo de los quince siglos de vida de la Iglesia, había habido muchísimas corrientes y discusiones sobre la relación entre la gracia por la fe y el valor de las obras. En el siglo V, en tiempos de san Agustín, el monje Pelagio mantuvo una dura polémica con ese santo por decir –Pelagio– que la gracia no era necesaria para la salvación, que el hombre, con sus solas fuerzas, sin necesidad de la gracia, podía alcanzar la santidad. Fue considerado anatema. A partir de ahí, distintas corrientes adoptaban posiciones en las que el equilibrio del peso de gracia y obras se inclinaba más o menos en una dirección o en otra, pero siempre considerándose que en la salvación había un grado de cooperación entre ambas. Y todas esas corrientes eran aceptadas por la Iglesia. Pero Lutero, enardecido por la experiencia de la torre, adoptó el extremo opuesto a Pelagio. Las obras no podían tener ningún valor. El hombre era un ser tan herido por el pecado original que no era más que una piltrafa ante Dios y nada de lo que pudiera hacer podía tener el más mínimo valor ante Él[1]. Su razón estaba también tan herida que tampoco podía comprender de ninguna manera las leyes de Dios. Sólo cabía adoptarlas por puro voluntarismo. La razón únicamente podía extraviar al hombre, hasta el punto de que para Lutero merecía el apelativo de “prostituta del diablo”. Y, como consecuencia, la libertad de seguir a la razón era también algo perverso. Dios sabía de antemano quién estaba destinado a la salvación y quién a la condenación y, por tanto, nada podía hacer el hombre para estar en un sitio u otro.

Aunque no se conoce la fecha exacta de la experiencia de la torre, parece que fue poco antes de la predicación de las indulgencias para conseguir dinero para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma. No se puede generalizar, pero la predicación de esas indulgencias alcanzó en algunos lugares unos niveles de simonía de auténtico escándalo. En 1513, el príncipe Alberto de Brandeburgo, hermano del elector imperial, fue nombrado arzobispo de Magdeburgo y administrador apostólico de la diócesis Halberstadt con tan solo 23 años. Al año siguiente fue nombrado también arzobispo de Maguncia previo pago de 14.000 ducados. Para acumular estos tres oficios tuvo que pedir una dispensa a Roma que le costó otros 10.000 ducados. Para pagar estas sumas se endeudó con los banqueros Fugger, que le sugirieron una forma de pagar ese préstamo. La mitad de la recaudación de las indulgencias en sus tres diócesis sería para él y serviría para pagar la deuda con los Fugger. Es difícil ver un comportamiento más escandaloso. No es posible que Lutero, pobre fraile, supiera nada de estos enjuagues. El primer Domingo de Adviento de 1516 Alberto predico las indulgencias en sus diócesis y nombró a dos comisarios para llevar a cabo la campaña de las indulgencias. Y, como cabía esperar, la forma de predicar esas indulgencias fue disparatada. De nada de esto se enteró Lutero porque Wittemberg no pertenecía a esas diócesis y en Sajonia, donde se encuentra Wittemberg, estaba prohibida la recaudación de dinero mediante indulgencias. Pero algunos penitentes suyos que fueron a las predicaciones de indulgencias se lo contaron escandalizados. No es de extrañar que esas prácticas indignasen a Lutero.

Es importante decir que en algunos países, ya se había llevado a cabo una reforma de las costumbres y prácticas de la Iglesia. En España, el Cardenal Cisneros, había erradicado la inmensa mayoría de esas prácticas. Lutero podía haber sido el Cisneros de Alemania y hubiese prestado un inmenso servicio a la Iglesia. Decidió redactar 95 tesis, escritas en latín, contra las indulgencias y clavarlas en la puerta de la iglesia Universidad de Wittemberg. No tengo la capacidad teológica para juzgar cada una de las tesis. Seguro que había muchas perfectamente razonables y enormemente justas. De ninguna manera iban contra el Papa. De hecho, algunas de ellas, decían que si las indulgencias se hubiesen predicado de acuerdo con las instrucciones papales, el escándalo no se habría producido. Pero, en general, se negaba la posibilidad de que de ninguna manera, ni el Papa ni nadie podía lograr que se  obtuviesen indulgencias por las almas del purgatorio. Eso iba en contra de la relectura de la Biblia que Lutero había realizado a la luz de la experiencia de la torre. No se sabe a ciencia cierta si realmente Lutero clavó las tesis en las puertas de la iglesia de la Universidad o si, simplemente, las mandó por carta al propio príncipe Alberto, obispo de Maguncia. En cualquier caso, lo de clavar las cosas en las puertas de madera era una práctica casi tan habitual como los paneles informativos de una universidad actual. De ninguna manera revestía el carácter simbólico de protesta que hoy nos parece tener. Lutero propuso tener una discusión académica en la Universidad de Wittemberg sobre estas tesis, pero tal discusión no tuvo lugar, probablemente porque los doctores de esa Universidad pensaban que tenían cosas más importantes o urgentes que hacer. Como pasa hoy en tantas universidades con tantos temas.

Sin embargo, sin conocimiento de Lutero, se copiaron a mano, se tradujeron al alemán y fueron ampliamente difundidas en toda Alemania, donde prendieron como yesca por el ambiente antirromano del que he hablado anteriormente. El pueblo vio en Lutero un líder que podía dirigir la lucha contra el fiscalismo papal. En cambio, no despertaron excesivo interés entre el resto de los teólogos alemanes del momento. Pero uno de los pocos escritos contra las tesis, el del teólogo Johanes Eck, despertó las iras de Lutero porque al parecer decía que había en sus tesis un cierto paralelo con las doctrinas de Johanes Hus, hereje húngaro cuyas doctrinas fueron condenadas en el concilio de Basilea y que acabó en la hoguera. El Papa León X consideró despectivamente todas estas cosas como disputas de frailes. Sin embargo, encargó al general de los agustinos que en el siguiente capítulo de la orden calmase al hermano Martín. Pero éste rechazó la corrección y siguió predicando sus tesis, arrastrando con él a la gran mayoría de los miembros de la provincia alemana de los agustinos.

Fue en ese momento cuando Lutero ganó para su causa al príncipe elector Federico de Sajonia y el problema pasó de la esfera de una discusión académica-teológica no demasiado relevante, al plano político. El elector de Sajonia era contrario a que el nieto del Emperador Maximiliano, Carlos I de España, fuese elegido como su sucesor. En eso coincidía con el Papa, que, para no contrariar a Federico, pospuso cualquier decisión sobre el tema de las indulgencias. En la Dieta Imperial de Octubre de 1518, siendo todavía emperador Maximiliano I, Lutero fue invitado a defender sus ideas frente al legado pontificio. Se le pidió que se retractase, pero lo que hizo fue huir de la ciudad dejando una carta al Papa en el que le expresaba su sumisión, pero no se retractaba de sus puntos sobre las indulgencias, el valor de los sacramentos, las indulgencias, los méritos de Cristo en las mismas, las obras y la gracia, salvo que se le refutasen desde su especial lectura de las escrituras. Mientras tanto, las tesis de Lutero, apoyadas por el sentimiento anti romano y antiimperial de los alemanes, seguían imprimiéndose y circulando junto con las más insultantes, groseras y soeces caricaturas contra el Papa y contra Roma. Caricaturas que cuando se ven hoy en día hieren a la sensibilidad más correosa, se piense lo que se piense. Al llegar a Wittemberg, apeló a un concilio ecuménico como solución. Parecía, sin embargo, que no era necesario un concilio ecuménico para algo así. Por eso, y por cuestiones políticas en las que estaba envuelto el papado, no se convocó.

En Junio d 1519 se concertó una disputa teológica en Leipzig con Johanes Eck. Eck, mucho más versado en teología que Lutero, le fue acorralando dialécticamente haciendo que, para mantener sus posturas iniciales, Lutero tuviese que adentrarse más y más en diferentes contradicciones con los acuerdos teológicos de los concilios anteriores. Al final Lutero, para defender sus posturas iniciales tuvo que acabar negando la validez de todos los concilios. Esto tiraba por la borda quince siglos de teología en la que se habían definido cosas como las dos naturalezas, humana y divina de Cristo, en su persona divina, la presencia real de Cristo en la Eucaritía, etc. No es que Lutero negase esos dogmas, pero negaba la base en la que se sostenían. Todos hemos tenido discusiones en las que acabamos diciendo cosas que no creemos. Esto le pasó a Lutero. Para mantenerse en sus trece, tuvo que llevar al límite su idea de que sólo la escritura, interpretada a la luz del pasaje de la carta de san Pablo a los romanos, sin ninguna interpretación posterior válida, era fuente de certidumbre teológica. Lo que ocurre es que, privado todo de la Tradición, la interpretación quedaba a merced de la subjetividad de cada uno lo que, como se vio más tarde, llevó a una atomización inaudita de las interpretaciones bíblicas. Además, el asunto, había dejado de ser una mera disputa académica para convertirse en algo mucho más grave que despachaba, de un plumazo, y por el empecinamiento de una persona, quince siglos de la Iglesia. Toda la exégesis llevada a cabo durante esos siglos por la multitud de padres de la Iglesia quedaba reducida a polvo. Parece que Lutero fue consciente de eso y sus argumentos, a partir de entonces, dejan de tener cualquier aspecto teológico y van adquiriendo un tinte cada vez más político, populista y demagógico, excitando el sentimiento alemán anti romano y anti emperador –que ya era Carlos V.

Lutero es entonces, no antes, excomulgado y pasa a depender del favor del pueblo y del capricho de los príncipes a los que tiene que ganarse como sea. El elector de Sajonia exige que Lutero pueda expresarse en la Dieta imperial de Worms, en 1521, porque no se puede condenar a un alemán sin oírle antes. El emperador Carlos le invita a la Dieta imperial de Worms. dándole su palabra personal de que nada le ocurrirá. En las ciudades por las que pasa se le tributa un recibimiento triunfal. En la dieta, tras ser oído y rebatido se le pidió que se retractase. Tras pensarlo durante una noche se negó. Lo hizo porque en su refutación se utilizaban argumentos de la tradición y de los concilios de la Iglesia que él no aceptaba. Sólo aceptaba la escritura. Su manera de leer la escritura. Lo demás, eran aguas de borrajas. Lutero salió de la Dieta a hombros de varios nobles sajones y aclamado por la multitud que gritaba; “Buntschuh! Buntschuh!”, el grito habitual en los levantamientos populares, que hacía referencia a la humilde sandalia usada por los campesinos, en contraste con el zapato cerrado y con hebilla de las clases más elevadas. Carlos, cumpliendo su palabra, le dejó marchar con un salvoconducto de veinte días. Pero expresó su intención de detenerlo tan pronto como expirase el salvoconducto. Entonces, el elector de Sajonia, protector de Lutero, finge un rapto y le lleva a su castillo de Wartburg. Estará allí un año. En este tiempo traduce al alemán el Nuevo Testamento entero y comienza la traducción del Antiguo, que no terminará hasta doce años más tarde. Pero, cada vez más radicalizado, escribe dos obras más. Una contra la Misa de la que se burla con gran dureza y un folleto sobre los votos monásticos. Dado que él ha perdido, si es que algún día la tuvo, la vocación religiosa, decide que todos los votos monásticos son inválidos. Ciertamente, en una época de gran relajo espiritual, había religiosos y religiosas que estaban en sus conventos como alma en pena. Pero también los había con una sincera y profunda vocación. Sin embargo, los primeros se unen en masa a las tesis de Lutero. Los segundos serán expulsados de los conventos más tarde, cuando Lutero imponga su disciplina en los lugares en los que su reforma triunfe.

Pero en 1522, con Lutero en Wartburg, el movimiento iniciado por él en Wittemberg, se va deslizando hacia el caos bajo la dirección del radical Andreas Karlstadt. Esto obliga a Lutero a dejar su refugio de Wartburg y volver a Wittemberg, bajo la protección de los príncipes que le apoyan. Una vez en Wittemberg, Lutero restablece el orden, pero se da cuenta de que es necesaria una organización similar a la de la odiada Iglesia de Roma. Así, promulga la llamada liturgia de Wittemberg, que eliminaba de un plumazo la Misa, la confesión, el ayuno, el monacato y el celibato. También establece un catecismo, basado en su lectura de la Biblia, en dos versiones, una para la gente culta y otra para el gran público. Proclama que los bienes de los conventos y de las diócesis podían ser confiscados para el bien de los fieles bajo la tutela, claro, del príncipe. Este pequeño detalle le atrae la simpatía a su causa de muchos príncipes alemanes. Él mismo abandona los votos monásticos y en 1524 se casa con una monja cisterciense exclaustrada, Catalina de Bora. Como es lógico, al poder cada uno interpretar las Escrituras según le parezca, no tardan en aparecer nuevas corrientes como la de Zuinglio en Suiza y, más tarde, la de Calvino en Ginebra, iniciándose la atomización, que ha continuado hasta el día de hoy, de los ritos y creencias de las confesiones distintas de la católica.

A fines de 1524, los campesinos se inflamaron con la idea de que también ellos podrían tener derecho, como los príncipes, a esos bienes incautados a la Iglesia y se empeñaron en instaurar el Reino de los Cielos bajo la forma de una comunidad de campesinos regida según las normas del Evangelio. En marzo de 1525, se proclamaron doce artículos que eran doce peticiones a los príncipes y nobles. Leídos hoy en día parecen enormemente razonables, pero en aquella época eran algo verdaderamente revolucionario. Por supuesto, los príncipes los rechazaron y esto generó una violencia que acabó en una terrible revuelta que, eventualmente llegó a ser una auténtica guerra. El ex sacerdote Thomas Münzer, que se hacía llamar “la espada de Gedeón” se puso al frente de la revuelta. Al principio Lutero tomó partido por los campesinos y escribió una “Exhortación a la paz sobre los doce artículos de los campesinos”. Pero cuando la violencia fue in crescendo, se pasó al lado de los príncipes, sus protectores, y escribió un durísimo apéndice a la obra anterior, con el título de “También contra las bandas asesinas y bandoleras de los campesinos”, en la que se pueden leer frases del siguiente tenor: “Por ello los debe arrojar, estrangular, degollar, secreta o públicamente, todo el que pueda, y recordar que nada puede haber más venenoso, dañino y diabólico que un hombre rebelde, lo mismo que cuando se tiene que matar a un perro rabioso. Si tú no lo matas, él te matará a ti y a todo el país contigo. Acuchíllelos, mátelos, estrangúlelos todo el que pueda. Y si en ello pierdes la vida, dichoso tú; jamás podrás encontrar una muerte tan feliz. Pues mueres obedeciendo la palabra de Dios y sirviendo a la caridad”. La represión fue terrible. Según las fuentes se estiman que entre 100.000 y 130.000 campesinos murieron en la guerra o en las represalias posteriores.

Para ganarse el apoyo de los príncipes necesitó darles ciertos privilegios. Desde hacía siglos, la Iglesia había mantenido una tirante relación de búsqueda del equilibrio entre el poder espiritual y el temporal. Lutero rompió esta dialéctica dando la supremacía en todos los campos al poder temporal, con una fórmula que quedaría consagrada años más tarde: “Cuius regio, eius religio” que establecía que los súbditos debían profesar la religión que estipulase el príncipe que era, además, quien nombraba los cargos eclesiásticos y establecía la disciplina. Éstas eran, evidentemente, unas tentaciones difíciles de resistir por los príncipes. Unirse a la reforma de Lutero suponía para ellos dinero, un arma para enfrentar el poder imperial, una victoria definitiva del poder secular sobre el incómodo poder espiritual y, por si esto fuera poco, carnaza para satisfacer al pueblo en su sentimiento antirromano. Y así se fueron desarrollando las cosas en los siguientes años. Por supuesto, el Papa podría haber convocado un Concilio y el Emperador podía haber actuado con contundencia contra las pretensiones de poder de los príncipes. Si algo así se hubiese hecho en los primeros estadios del problema, muy probablemente la reforma no hubiese tenido éxito.

Pero hubo problemas que impidieron estas acciones. Por un lado, el papado, con alguna excepción en algún momento, no veía con buenos ojos el excesivo poder que acumulaba el Emperador, a la vez rey de España. Convocar un Concilio era echarle una mano. Por otro lado, Francisco I de Francia, que había visto fracasar su intento de ser nombrado él mismo emperador, alimentaba un resentimiento personal hacia Carlos, además de un temor hacia su acumulación de poder. Ese poder amenazaba sus aspiraciones en Italia. Todo esto hizo que Francisco I empezase, desde el mismo momento en que Carlos fue elegido como Emperador, una continua campaña de hostilidades hacia él. Estaba además el peligro turco. En 1520 Solimán el magnífico accedió a ser el Sultán de la Sublime Puerta. Inmediatamente empieza la conquista de Hungría y en 1529 pone sitio a Viena. En su afán por oponerse a Carlos, Francisco I no duda en aliarse con los turcos y con los príncipes alemanes protestantes. Incluso el Papa se alinea con esta alianza para oponerse al Emperador. Carlos tiene que batallar en todos esos frentes durante prácticamente todo su reinado y no puede ocuparse del problema de Alemania, que ve cómo se agrava de año en año, además de extenderse a otros países como Escocia, Suiza o Suecia.

No es hasta 1546, veintinueve años después de iniciarse el problema, y ya muerto Lutero, cuando puede dedicarse a restablecer su poder en el Imperio. En 1547 el Emperador derrota a la liga de Esmalkalda en la batalla de Mühlberg. Se firma la Capitulación de Wittemberg en la que los protestantes se comprometen a reconocer el Concilio de Trento, que se había convocado, por fin, pero demasiado tarde, en 1545. El Emperador convoca la Dieta de Augsburgo en la que, para intentar volver a integrar a los príncipes protestantes, les hace concesiones como la posibilidad de comunión bajo las dos especies para los laicos, la no imposición del celibato sacerdotal y la aceptación de las apropiaciones de bienes eclesiásticos que se habían hecho en beneficio de los príncipes protestantes, en lo que se conoce como el Interim de Augsburgo. Pero pronto, los príncipes alemanes volvieron a rebelarse contra el Emperador. Esta vez las cosas no fueron tan bien para Carlos. Estuvo a punto de ser apresado en Innsbrück, de donde tuvo que huir humillantemente, atravesando los Alpes con un pequeño contingente, en medio de una tormenta de nieve. Así, en 1555, el Emperador se vio obligado a pedir la paz de Augsburgo en la que se consagró oficialmente el principio luterano del “cuius regio, eius religio”. La reforma luterana había triunfado. Descorazonado por el fracaso, Carlos decidió abdicar.

Hay quien piensa que gracias a esta reforma Luterana, Europa fue capaz de iniciar la Ilustración un par de siglos más tarde. Construir futuribles es algo que cae mucho más allá de las capacidades humanas. Pero me atrevo a decir –que atrevida es la ignorancia– que no fue por eso por lo que se inició la Ilustración. Ésta fue el fruto de principios de libertad humana y de igualdad de dignidad entre todos los hombres que son muy, muy anteriores al siglo XVI y que hunden sus raíces en la esencia del credo judeo-cristiano. Por tanto, pienso que un proceso similar al de la Ilustración hubiese tenido lugar igualmente si Lutero, en vez de romper la cristiandad, hubiese sido un reformador desde dentro, como lo había sido antes que él el cardenal Cisneros en España. He dicho antes “un proceso similar a la Ilustración”. Y al decir similar quiero decir, mejor. Tal vez la reforma luterana haya acelerado la Ilustración. Pero creo firmemente que la aceleró haciéndola entrar en una vía de descarrile. En palabras de Arnold J. Toynbee, La tolerancia lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo”. Porque lo que sí salió dañado de la reforma Luterana fue la razón, “la prostituta del diablo”, como la llamó Lutero. A pesar de su nombre de racionalismo, filosofía iniciada en Francia por el católico Descartes en 1637 con su “Discurso del método…” y, a pesar de que el título se completa con “… para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias”, esta obra parte de una profunda desconfianza en la razón para alcanzar verdades metafísicas. Es decir, parte de una razón contagiada de luteranismo. A ese racionalismo se puede aplicar el título del grabado de Goya “El sueño de la razón produce monstruos”. Porque el atajo de buscar la tolerancia con una razón dormida, es decir, mutilada de su capacidad metafísica –que esa es la razón racionalista– produce el monstruo de la posverdad que hoy nos asfixia. Es esta mutilación metafísica de la razón la que, al andar de los siglos, ha llevado a la situación actual de una sociedad donde la razón ha quedado totalmente sometida a su fruto, el monstruo del sentimentalismo más blando y amorfo que es, sin duda, uno de los cánceres de la civilización occidental. Además, la reforma luterana rompió de forma irreversible una Europa que podría haber sido un bloque mejor cohesionado, con menos nacionalismos y menos herida por la historia. Por eso digo que ese proceso similar a la Ilustración que hubiese tenido lugar sin la reforma protestante, hubiese sido mejor. Tendríamos ahora una Europa igualmente respetuosa con las libertades, la dignidad e igualdad de todos los hombres, pero sólida y capaz de defender con orgullo sus logros, en vez de gelatinosa y aquejada de una espantosa enfermedad autoinmune. Y estoy convencido de que el tiempo dedicado a buscar la tolerancia en las virtudes de la fe, esperanza y caridad”, en vez de en la desilusión, la aprensión y el cinismo”, hubiese dado un fruto muchísimo más en sazón. Sobre esa base, todo hubiera sido distinto: la revolución industrial hubiese sido, tal vez, diferente; tal vez el colonialismo habría sido distinto y África y Asia serían diferentes; tal vez no hubiese aparecido el comunismo; tal vez no hubiesen tenido lugar las dos terribles guerras mundiales que ha sufrido la humanidad; tal vez… Ya he dicho que construir futuribles está mucho más allá de las capacidades humanas. Pero se me antoja que éste no es descabellado.

Así que no me uniré a las celebraciones que van a tener lugar en este quinto centenario de las tesis de Lutero en Wittemberg. En vez de eso, iré a Misa para pedirle en la Eucaristía al Señor de la Historia, el que sí puede construir futuribles, una Europa, un Occidente y, por qué no, un mundo, fundados en la tolerancia basadaen las virtudes de la fe, esperanza y caridad”, que se parezcan al futurible que acabo de construir. Amén.



[1] El 31 de Diciembre de 1999 esta querella entre luteranos y católicos sobre la cooperación de la fe y las obras quedó zanjada con una declaración conjunta de ambas confesiones que dice: “Sólo por la gracia, mediante la fe en Cristo Jesús y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo, que renueva nuestros corazones, capacitándonos para las buenas obras y llamándonos a ellas”

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