Un
amigo mío, profesor como yo, pero de filosofía, me dice que un buen alumno suyo
de bachillerato le ha pedido que le diese a leer algo que le hiciese ver por
qué el socialismo tiene que fracasar necesariamente siempre. Y
él, me lo ha pedido a mí. Por supuesto, la explicación a esto, en un contexto
más amplio, se puede encontrar en obras como “Camino de servidumbre” de Hayek o
“La acción humana” de Von Mises. Como yo no tenía nada escrito específicamente
sobre eso, busqué algo convincente que lo aclare. Pero no encontré nada que lo
explicase suficientemente bien, a mi entender, para un estudiante de
bachillerato. Por eso, en estas líneas me planteo el reto de dar la respuesta
más clara y breve de que sea capaz. A veces, las cosas más obvias son las más
difíciles de explicar. Y éste es uno de esos casos. Pero, ¡ahí voy!
Lo
primero, es necesario definir qué se entiende por socialismo. Una cosa es el
socialismo real, o comunismo, llevado a la práctica en países como Rusia, Cuba
o Camboya y en curso de implantarse –si no lo está ya– en Venezuela, en el que
toda la propiedad es del Estado, y otra el socialismo democrático o
socialdemocracia que está, en mayor o menor medida, implantado en la mayoría de
los países de Europa, aunque estén gobernados por partidos que se autoproclaman
liberales. El caso de China es un caso especial que también comentaré.
Empecemos
por el llamado socialismo real o comunismo. Debería ser suficiente con mirar para
ver que siempre, en todos los casos, el comunismo no ha creado más que miseria,
sufrimiento, lágrimas, injusticia y dolor allí donde se ha implantado. Pero
todavía queda gente que piensa que esos fracasos se han debido a fallos en su
implementación o al acoso de los países no comunistas sobre los comunistas o a
otras posibles causas no intrínsecas al propio sistema. Por lo tanto, creo
necesario deshacer esta falsedad.
Las
razones del fracaso intrínseco del comunismo son de dos tipos. a)
Antropológicas, b) De imposibilidad práctica. De estos dos tipos de razones,
saldrá un corolario sobre la ética.
a)
Razones
antropológicas. El socialismo real va contra lo que constituye la naturaleza del
ser humano. El ser humano está dotado, sea por la naturaleza o por Dios, que
cada uno elija la razón que quiera, de libertad, ingenio, creatividad y
dignidad, y tiene en sí mismo un afán de superación. Para llegar a mostrar por
qué el socialismo va en su esencia contra esos dones intrínsecos del ser
humano, debo mostrar primero un sistema en el que sí se ponen necesariamente en
juego estos dones. El sistema de libre mercado se basa exactamente en esas características
del ser humano. Si una sociedad goza de una libertad básica y un marco legal
estable, igual para todos y claro, que impide que la libertad de un ser humano
vaya en contra de la de otro (Rule of law), el ingenio y la creatividad, unidos
al afán de mejora y superación, harán que aparezcan personas emprendedoras que encontrarán
siempre productos o servicios que la gente que le rodea necesita y buscarán la
forma de satisfacer esas necesidades existentes.
Por supuesto,
ninguna sociedad es perfecta en todas estas cosas. Pero, a pesar de que existan
imperfecciones, una enorme cantidad de personas emprendedoras encontrarán diferentes
necesidades e intentarán solucionarlas de la mejor manera posible. Naturalmente,
lo harán para superar sus limitaciones y vivir mejor. Para ello tendrán que
cooperar con muchísimas otras personas y emprendedores que les faciliten los
medios –trabajo, materias primas, instalaciones, equipos, etc.– para poder
hacer esto. La primera premisa es, entonces, la capacidad de cooperación libre.
Pero, además, aparecerán otros muchos emprendedores que intenten resolver la
misma necesidad por los mismos caminos u otros. Aparecerá entonces la
competencia. ¿Quién triunfará en ella? Por supuesto el que sea capaz de resolver
esa necesidad con un producto o servicio con una mejor relación calidad precio
a juicio de quien libremente lo compra. Es importante ver cuatro cosas.
La primera, que la
cooperación es anterior y tiene mucho más peso que la competencia. Dado que nadie
puede hacer ni siquiera el más sencillo producto solo y de principio a fin,
será absolutamente imprescindible la cooperación de muchos para aunar esfuerzos.
Y esa cooperación será libre, no forzada, puesto que el marco de juego
determina y defiende esa libertad de cada uno (Rule of law). Para ilustrar la
ubicuidad y profundidad de esta cooperación, no me resisto a poner aquí un link
a un relato que ilustra esto de una forma sencilla y asombrosa.
La segunda, que la
palabra competencia no significa, ni mucho menos, algo así como darwinismo
social, como algunas veces se dice. Antes bien, lo que se fomenta con la
competencia es el afán de superación y el intento de hacer las cosas mejor. Además,
le necesidad de cooperación es inmensamente mayor que la competencia.
La tercera, que el
emprendedor actuará y tomará decisiones fijándose en la pequeña parte del mundo
que está a su alcance y que conoce bien. No tiene por qué estar al corriente de
todo lo que pase en el mundo. Ve una necesidad concreta e intenta cubrirla de
la mejor manera posible con la gente y emprendedores que necesita para el día a
día de su trabajo.
Por último, la
cuarta es que el que paga sus errores, cuando los comete, es él mismo y no
otros.
No se trata de
describir aquí ni justificar el sistema de libre mercado, ni mucho menos el
capitalismo. Si he dado este rodeo es para hacer ver que nada de esto es
posible en un sistema comunista en el que la propiedad es del Estado. Si el
estado es el único que tiene algo, el único que vende, el único que produce, el
único que compra, el único que contrata, necesariamente lo hará en las
condiciones y en la forma en que él decida y al resto de las personas no les
quedará más remedio que decir amén. ¿Qué podrían hacer si no? Fin de la
libertad. Pero fin también del afán de superación, del ingenio y la creatividad
puestas al servicio de hacer las cosas mejor. Éstas se emplearán en conseguir
de ese Estado Omnipotente algún trato de favor. Adiós al control de la propia
vida y, en definitiva, adiós a la dignidad. Sólo mediante la dictadura más
férrea e inhumana se puede conseguir que los seres humanos, con sus sanas y
justas aspiraciones se sometan a un régimen así. La dictadura no es un
accidente de este sistema, es la condición de necesidad para su existencia. Y
no es una dictadura del proletariado. El proletariado está también sometido a
las reglas de la apisonadora. Es una dictadura del aparato de un partido al que
se trepa por astucia, cuando no violencia, aplicada a ello. Nadie sale
beneficiado de esta astucia.
b)
Razones
prácticas. Lo anterior, para funcionar, requeriría de un Estado Omnisciente y Omnipotente
que sabe todo y todo lo puede hacer y lo hace bien. Éste tendría que ser capaz
de ver TODAS las necesidades, asignar prioridades a TODO proveer de TODO lo necesario
para satisfacerlas de principio a fin. Pero esto es, evidentemente, imposible.
Al final, ese súper Estado estaría dirigido por personas limitadas, que ni
siquiera serían las mejores, las designadas libremente como las más capacitadas
para esa función, sino que serían las más intrigantes y las menos escrupulosas.
Reinarían sobre una masa amorfa de gente sin ningún incentivo para hacer las
cosas lo mejor posible. Pero, además, por muy inteligentes que fuesen, carecerían
de los más elementales datos para tomar decisiones correctas. No estoy diciendo
que tuviesen que manejar una ingente cantidad de datos. Eso, con un poco de
tecnología ficción, tal vez lo pudiese hacer un día la inteligencia artificial.
No, lo que digo es que no habría ningún dato para tomar decisiones. ¿Cuáles son
esos datos necesarios de los que carecería? Los precios. Los mies de millones
de precios de miles millones de cosas diferentes en cada momento. Los precios
son los que ajustan la cantidad que se debe producir con la que la gente esta
dispuesta a comprar. Si mañana se pretendiese fijar el precio de un coche en
100€, nadie en su sano juicio querría fabricar coches y, en cambio, habría
tortas para intentar comprar algo que nadie ha producido. Si, al revés, se
pretendiese fijar el precio del coche en 100.000€, a ese precio habría
muchísima gente deseando fabricarlos, pero nadie para comprarlos. Aparecerían
unas existencias impresionantes de coches que nadie querría comprar. El precio
justo es aquél que hace que se fabriquen la misma cantidad de coches que la
gente quiere comprar. Pero el precio de las cosas no se fija a priori. No es un
dato, en el sentido etimológico de la palabra. No. Es algo que se forma en una
realimentación continua y de una inmensa complejidad con las decisiones libres
y cotidianas de miles de millones de personas. Pero, a su vez, el fabricante de
coches necesita saber el precio de todas las cosas necesarias para fabricarlo
para, con esos precios, echar cuentas para ver a cuanto le saldría el coste del
coche y si al precio que tienen los coches, le interesaría fabricarlos o no.
Esta decisión de los precios de TODO, no es una decisión que pueda tomar una
inteligencia central que planificase todo. Es algo espontáneo a lo que
responden descentralizadamente miles de millones de emprendedores y compradores
con sus decisiones. Un precio muy alto, formado por haber mucha gente que
quiere coches de los que hay carencia, haría que a muchos, sabiendo los precios
de todas las cosas que necesitan para hacer coches, les saliese a cuenta fabricarlos.
Así, la producción de coches aumentaría espontáneamente sin que ninguna
superinteligencia central tomase ninguna decisión. Si, llevados de la euforia,
los fabricantes fabricasen más coches de los que la gente quiere a ese precio, los
fabricantes con existencias sobrantes bajarían el precio para venderlos, los
demás les seguirían y el precio bajaría debido al exceso de oferta. De una
forma espontánea, los precios se ajustarían a satisfacer la cantidad que la
gente quiere con lo que los fabricantes están dispuestos a fabricar. Y si
alguien se equivoca en lo que produce, es un error de corto alcance, que se
limita a quien se ha equivocado sin extenderse a toda la sociedad y que pagaría
sólo el que se ha equivocado. La ley de la oferta y la demanda no es ninguna
orden que emana de un organismo omniscente. Emana de la decisión libre de miles
de millones de personas sobre miles de millones de cosas.
Todo el sistema de
precios podría compararse con una complejísima señalización que indica a todo
el mundo la cantidad que le conviene fabricar para que ni sobre ni falte
ninguna mercancía. Y esto se hace continuamente para TODOS los bienes y
servicios que la gente compra y para todos los bienes y servicios que son
necesarios para que las empresas fabriquen lo que la gente quiere. Por supuesto,
el sistema de formación de precios no es perfecto y nadie defiende que lo sea.
Lo que ocurre es que quien crea que el Estado, interviniendo en los precios,
puede mejorar esas deficiencias, yerra completamente. Lo que hará, con toda
seguridad, es mandar señales falsas que lleven a todos a tomar decisiones
falsas. Y ese error en la fijación centralizada de precios no lo pagaría el
funcionario que hubiese tomado la decisión, sino que lo pagaría toda la
sociedad con graves desajustes. Esto es lo que se llama la asignación adecuada
de los recursos. Sin este sistema de señales nadie podría tomar decisiones
sensatas y la asignación de los recursos a una u otra actividad sería
absolutamente caótica. Y ese caos crearía escasez de determinadas mercancías en
determinados sitios y para determinados productos y, en cambio, abundancia
superflua en otros. Uno de los más importantes de esos desajustes, se llama
paro. Y el conjunto de todos los desajustes conduce a la miseria. Eso es
exactamente lo que pasa necesariamente con la economía comunista. La miseria
que se deriva de ella no es accidental o fruto de que se haya hecho mal algo
que se podía hacer mejor. No. Es algo inherente al sistema, que está en su
propia naturaleza.
c)
Había
dicho que las razones de índole antropológica y las de índole práctica,
llevaban a un corolario sobre la ética del desastre inherente del comunismo. Me
parece que esto ha quedado patente en lo anterior. La privación de la libertad
y la miseria resultante de este sistema, son éticamente inadmisibles. Sólo hay
unas personas que salen beneficiadas de ese sistema: los dictadores que los
manejan y toda su corte. Ni Lenin, ni Stalin ni Castro, ni Pol Pot, ni Maduro o
Castro sufrieron o sufren las miserias que hicieron padecer a sus súbditos
tiranizados. Muy al contrario, vivieron muy por encima de lo que sus méritos
les hubiesen permitido en una meritocracia, montados en privilegios basados en
una astucia perversa y construidos sobre unos cimientos de muertes e
injusticias. Mataron a muchos millones de hambre y miseria y a otros muchos
millones en genocidios para mantener su poder absoluto y tiránico. Y eso no es
accidental, va con el sistema.
Sin
duda, un sistema con un poder tiránico y omnímodo puede hacer parecer durante
un cierto tiempo que el sistema funciona. Nada más lejano a la realidad. La
Unión Soviética estaba económicamente muerta desde casi su nacimiento y sólo el
terror, la censura y la propaganda mentirosa hacían que pudiera parecer otra
cosa. Todo reventó cuando se produjo el colapso de la podredumbre interna.
Había
dicho que le dedicaría unas palabras a China. En China, efectivamente, hay
centenares de millones de personas saliendo de la pobreza bajo un régimen
comunista. Pero es absolutamente evidente que no es por la aplicación del sistema
económico comunista. El “milagro chino” empezó cuando se permitió una rara
especie coexistencia de un sistema de libre mercado sui generis bajo un régimen
dictatorial. Desde luego, el genocidio ha formado parte de la historia de la
China comunista. Y la represión y violación constante de los más elementales
derechos humanos sigue existiendo. Si hay mucha gente saliendo de la pobreza es
por el simulacro de economía de libre mercado que se está produciendo allí. La
gran pregunta es. ¿Podrá China mantener indefinidamente esa contradicción entre
el simulacro de economía de mercado y la tiranía política? Me caben pocas dudas
de que no. La resolución de la contradicción puede venir por dos caminos. a)
Una liberalización paulatina de la tiranía política y b) La explosión de la
olla a presión con una revuelta que acabe con todo el sistema comunista. Dios
quiera que sea la primera, pero…
Paso
ahora al segundo tipo de socialismo, el socialismo democrático o la socialdemocracia.
Hay mucha gente que, detestando el comunismo, piensa que una cierta dosis de
intervención del Estado para solucionar los fallos de la economía de mercado es
una cosa buena. Su razonamiento viene a ser algo así como el aristotélico punto
medio de la virtud. Se podría enunciar de la siguiente manera: “Entre que el
Estado no intervenga para nada en la economía y que sea una especie de Dios
Omnipotente, hay un término medio. Busquemos ese término medio. Podrá ser más o
menos difícil, podremos equivocarnos, pero a base de prueba y error, seguro que
encontramos un punto medio razonablemente mejor que cualquiera de los extremos”.
El razonamiento no puede sonar más sensato. Pero, a pesar de sonar sensato, es
falso. Y no hay nada más peligroso que las falsedades que suenan razonables y
sensatas. A continuación intentaré exponer varios argumentos para sustentar mi
afirmación.
En
primer lugar, la solución del punto medio es aplicable cuando ambos extremos
son buenos y, por lo tanto, una mezcla de ambos puede tomar lo mejor de cada
uno y ser mejor que cualquiera de ellos. Pero esto no es aplicable cuando uno
de los extremos, el comunismo, es intrínsecamente malo. La mezcla de un Vega Sicilia
con orina de gato, sea en la proporción que sea, no puede dar un brebaje mejor.
Aún así, podría razonarse que la economía de libre mercado tiene disfunciones y
que el Estado puede ayudar a paliar esas disfunciones. Esto tiene una parte de
verdad. Nadie, ni los más radicales de los liberales niega que el Estado deba regular
el mercado en ciertos aspectos. Pero una cosa es regular el mercado en
cuestiones muy concretas y limitadas y otra muy distinta intervenir en él. Una
sana regulación del mercado supone, precisamente, hacer que el mercado funcione
como un mercado libre. Para ello, hay que garantizar la veracidad de la
información, su transparencia, el acceso a ella de todo el mundo, así como evitar
las barreras de entrada de competidores y las manipulaciones externas en los
precios por parte de cualquier agente, el Estado incluido. Si esto no se
cumple, no hay mercado libre y, por lo tanto, la economía de mercado no
funciona. Repito, ningún liberal a ultranza negaría que el Estado debe
garantizar esto, como debe garantizar otros derechos como el derecho a la vida,
a la dignidad y a la propiedad privada, por citar algunos. Pero si regular el
mercado en este sentido puede ser bueno, intervenir en él es totalmente contraproducente.
En principio, y dando por sentada, de momento, la buena voluntad de los
administradores del Estado, éste interviene el mercado para intentar resolver
algún problema que surja. Por ejemplo, imaginemos una empresa que pierde dinero
y que está a punto de despedir a 1.000 trabajadores en una región con 10.000
habitantes que se ha puesto en pie de guerra para defender esos puestos de
trabajo. Normalmente esa empresa pierde dinero porque hace cosas que la gente
no quiere comprar. Entonces alguien decide subvencionarla con, digamos, 100
millones de € para que mantenga los 1.000 puestos de trabajo. Gracias a esa
subvención la empresa tira para delante y se mantienen los 1.000 puestos de
trabajo, con lo que la región deja de estar en pie de guerra. Pero, para ello,
el Estado tiene que sacar dinero de algún lado. Lo puede hacer de dos formas.
a) aumentando los impuestos o, b) aumentando el déficit y financiándolo con
deuda.
Si
lo hace de la primera forma (a), esos 100 millones de €, saldrán de los
bolsillos de los ciudadanos y/o empresas en la forma de cualquier figura
impositiva. Esos ciudadanos tendrán menos dinero para gastar en productos que
sí quieren o para invertir en empresas que ganan dinero porque hacen lo que la
gente quiere. Eso, sin duda, perjudicará a esas empresas buenas. Las empresas a
las que se les quitan parte de esos 100.000€ vía impuestos, verán sus ventas
bajar, su rentabilidad disminuida y, lógicamente, invertirán menos. Cualquiera
de esas cosas hará que más de 1.000 personas pierdan su puesto de trabajo.
Además, habremos perjudicado a empresas que sí hacen cosas que la gente quiere,
para beneficiar a empresas que hacen cosas que la gente no quiere. Por si fuera
poco, la empresa subvencionada no tendrá ningún incentivo para transformarse y
hacer cosas que la gente quiera. ¿Para qué? Así, dentro de unos años, volverá a
estar en la misma situación y… vuelta a empezar.
Si
lo hace de la segunda forma (b), con déficit financiado con deuda, lo que hará
será pasar el problema a la siguiente generación, lo que es, a todas luces, una
injusticia generacional. Es quitarles el pan a los hijos. Literalmente.
Entonces,
¿por qué se hace eso? Primero, por ignorancia, pero, segundo, porque las más de
1.000 personas que perderían su trabajo para que lo mantuviesen los
trabajadores de la empresa zombi, son anónimas y están desperdigadas por todo
el país. Es decir, no se ven. Las 1.000 personas de la empresa enferma tenían
un peso mediático. Las que pierden su trabajo, no lo tienen. Esto ya lo vio en
el siglo XIX el economista frances Frédéric Bastiat y lo dejo plasmado en un
magnífico opúsculo titulado “Lo que se ve y lo que no se ve” al que
puede accederse en el siguiente link:
Pero,
eso sí, el administrador público habrá salvado la cara y estará encantado. El
paro sube, pero ya se buscará un culpable. Él es un benefactor de la sociedad
que ha solucionado la crisis de la empresa que sale todos los días en los
medios… hasta la próxima. Con esto, en vez de incentivarse a las empresas
competitivas e innovadoras, se las castiga, mientras se incentiva a las obsoletas.
Y en vez de competir en ver quién hace productos mejores, se compite en ver
quien protesta con mayor eficacia, ruido y hasta violencia. Cuanta más, mejor. Y
los trabajadores se dan pronto cuenta que hay que dedicarse a montar numeritos.
Esta historia se repite, con distintas variantes, con el salario mínimo
interprofesional, la renta básica universal, la subida de las pensiones y de la
prestación de desempleo, las licencias de los taxis, la sanidad y la educación
universal gratuitas, etc. Sólo hay que abrir el periódico cada día. Se
“resuelven” problemas que generan otros, que requerirán “soluciones” del
Estado, que generarán nuevos problemas, que se “resolverán” de la misma manera,
que crearán nuevos problemas… y los impuestos suben, y aumenta el paro, y hay
más parados a los que subsidiar, lo que requiere más impuestos, y el déficit
aumenta y, con él, la deuda pública… Etc., etc., etc.
De
hecho, el Estado, con sus intervenciones, es el autor de la generación de las
dos más sutiles y ubicuas señales falsas al mercado. Los tipos de interés y la
inflación. No voy a entrar en estas cuestiones, pero ambos tipos de señales
falsas están en la raíz de casi todas las crisis que se producen.
Y
esto ha ocurrido partiendo, eso sí, de la buena voluntad, un poco buenista y,
por lo tanto estúpida, del servidor del Estado que sólo quería resolver
problemas –o quitárselos de encima–. Pero sería ridículamente ingenuo suponer
que siempre existe esa relativamente buena voluntad. La realidad es muy
distinta. El disponer de presupuestos para “ayudar” a quien lo sepa pedir, da
poder y es una llamada muy fuerte a la corrupción y la prevaricación. Además,
actuar así da votos y eso le permite al que así actúa perpetuarse en el poder.
Y, claro, los partidos que en principio son liberales, no quieren perder esos
votos y se apuntan a la carrera hacia la izquierda. Ya lo dice el refrán: “En
el comer y en el rascar, todo es empezar”. Otro pensador francés, Alexis de
Tocqueville, en su obra “La democracia en América” escribió que “la gente
está más dispuesta a creer una mentira simple que una verdad compleja”. Esa
es la base del éxito de la demagogia.
Pero
hay otra forma más sutil y mucho más perversa de la mala voluntad. Cualquier
dirigente de los que añoran el comunismo, sabe que este proceso se puede
impulsar y luego explotar, creando un malestar social que aumente las
reivindicaciones de forma cada vez más violenta. La izquierda radical lo sabe.
Sabe que este proceso, antes o después, acabará en el colapso del sistema y lo jalea
con todos los medios a su alcance, que son muchos. Y sabe que una vez lanzado
es muy difícil de parar. Y, para ello, utiliza a los partidos llamados
socialdemócratas. Esta es la estrategia, perfectamente concebida y
milimétricamente aplicada de la izquierda radical, nostálgica del comunismo.
Uno
de los demagógicos cantos de sirena de esa estrategia es el mito de la desigualdad.
Me importa la desigualdad en relación inversa con lo que me importa la pobreza.
Y la pobreza me duele. Lo que indica que la desigualdad me importa bastante
poco. La pobreza es una lacra, la desigualdad no. La gente hace revoluciones o
se arriesga a la muerte por la pobreza. Jamás, ninguna revolución ha tenido la
desigualdad en su raíz. Nunca ha habido más igualdad que cuando el 99% de la
población pasaba hambre por igual. Y esa era la situación general hace varios
siglos. Pero la pobreza ha empezado a retroceder de forma cada vez más rápida
en el mundo, gracias al desarrollo masivo de la economía de libre mercado
evolucionada hacia el capitalismo. La pobreza sólo se mantiene impasible en dos
sitios: 1º Allí donde perdura el comunismo o donde se camina hacia él. 2º Allí
donde los tiranos de los pueblos pobres impiden, en su propio beneficio, la
libre iniciativa y el libre desarrollo de la creatividad y el ingenio humanos
que llevan a la superación de la pobreza como los ríos bajan hacia la mar.
¿A
dónde me lleva esto? A que no hay un término medio estable en este terreno.
Todo lo que sea sobrepasar un mínimo muy claro es iniciar el declive hacia el comunismo,
pasando por un periodo más o menos largo de socialismo democrático –aunque cada
vez menos democrático a medida que tiene que sustentar decisiones perjudiciales–
debidamente manipulado por la izquierda radical nostálgica del comunismo. Es
como estar en una meseta con una pendiente que se va haciendo paulatinamente
más pronunciada y resbaladiza. Cada paso en su dirección nos acerca más al
punto de no retorno y los cantos de sirena y el empuje de los comunistas que
nos llevan hacia allí, son muy fuertes.
¿Cuál
es ese mínimo al que he hecho referencia antes? Un Estado lo más delgado
posible, que se limite.
1º
A elaborar leyes iguales para todos (rule of law) que garanticen e incentiven
la libertad, la creatividad, el desarrollo del ingenio y, por tanto, la
creación de riqueza. Y al que se haga muy rico porque hace libremente y
cooperando con gente libre, cosas que la gente quiere libremente comprar, san
Pedro se lo bendiga. Ojalá haya muchos de éstos.
2º
A hacer que esas leyes se cumplan por todos.
3º
A regular que los mercados funcionen como mercados libres, pero sin intervenir
en ellos.
4º
Si se me apura, a lograr que nadie se quede sin una buena sanidad o sin una
buena educación por el hecho de ser pobre.
5º
Que haga esto con el mínimo absoluto de funcionarios posible.
Para
mantener un Estado así no hacen falta muchos impuestos, por lo que el incentivo
para emprender, invertir y desarrollar empresas será alto y habrá niveles de
paro mínimos y se podrá pagar, cobrando relativamente pocos impuestos, un
seguro de desempleo para la poca gente que lo necesite, porque no encuentre
trabajo, no porque no le apetezca trabajar, y unas pensiones razonables a las
personas que han trabajado mientras la salud se lo ha permitido. Y, a los 65
años, la mayoría de la gente tiene suficiente salud como para trabajar. Todo lo
que pase de ahí, acaba, con el paso de suficiente tiempo y con los empujones
necesarios de unos y otros, en el comunismo. Pero llevamos cerca de 100 años
caminando en esa dirección. Basta con mirar los niveles de deuda y déficit de
la inmensa mayoría de los países así como el peso que tiene el Estado en sus
economías. ¿Y qué decir del cariz político de España en los últimos 3 o 4 años?
¿Quién da marcha atrás a esta locomotora lanzada pendiente abajo?