VII Calceate caligas tuas
Cálzate tus sandalias
Pierre Charles S.J.
Cuando en la cárcel de Herodes, en Jerusalén, tu apóstol Pedro, atado por dos cadenas –catenis duabus– fue despertado bruscamente por aquel ángel que le dio un golpe en el costado –percusso latere Petri– debió quedar algo extrañado sin duda al oír que el mensajero celeste le mandaba, en nombre de Dios, ponerse, así, buenamente, el calzado; calcea te caligas tuas. Y cuando enviaste a los discípulos por todos los caminos de Palestina reglaste su equipo y hablaste del calzado.
¿Por qué le tendré yo apartado de mis oraciones? Todos los temas abstractos que esgrimo, ¿tienen acaso la simple elocuencia de un zapato que ha viajado conmigo, que se ha gastado conmigo y por mí, y que me ha sido dado por tu Providencia? Ya que viene de Ti, puede serte ofrecido. Yo te lo ofrezco, Señor, pensando en los millares de hermanos míos que en todos los caminos de la tierra, sobre la arena, las rocas, los prados, en los pantanos o en los arrozales, marchan a pie desnudo; pensando en estos millares de peregrinos que antaño, para obtener el perdón, hacían voto de ir descalzos y bordón en mano hasta los lejanos santuarios. ¿Profanos? ¿Vulgares? Si hasta hay una oración especial en el gran Pontifical Romano para el calzado que se pone el Obispo. Un clérigo sostiene de rodillas el libro abierto, mientras el prelado está sentado en el trono, en el coro, y se le calza trabajosamente. Y el Viernes Santo, en la adoración de la cruz, los oficiantes se quitan los zapatos antes de prosternarse para besar las heridas del Redentor. Me acuerdo de aquel himno medieval en el que se habla de la madre del Verbo Encarnado, como de la escala por la que Dios mismo ha bajado “después de haberse puesto el calzado”: tan dura y tan ruda se anunciaba la ruta que debía recorrer sobre la tierra.
Haec este sacala qua descendit
Calceata
deitas
Casi sin darme cuanta, Dios mío, mi vida interior se me ha vuelto como laica. En vez de mezclar tu pensamiento, tu recuerdo, tu presencia a todas las cosas que me rodean y que forman la trama de mi existencia, me he habituado a considerarlas como realidades profanas; y pretendo pasar por encima de ellas, ignorarlas, para ir a encontrarte en alguna parte lejana, en mis ideas. Yo falto una a una a todas las citas que tu Providencia me da a lo largo de mis caminos y al hilo de mis horas. Si yo fuera más humilde, más verdadero, menos convencional y menos pretencioso, mi oración no sería solamente cerebral y filosófica; invadiría espontáneamente hasta mis mismos sentidos, captando todas mis potencias de emoción, todas las cosas que me atraen, todo lo que me encanta, y ritmando mi vida con la armonía de tus obras.
En la antigua Iglesia, personajes muy religiosos disputaron abundantemente a propósito del calzado y órdenes venerables se dividieron porque algunos querían permanecer calzados y otros querían ser descalzos. Fueron largas querellas por cosas bien humildes. Mi calzado no me inspirará esta tarde, Señor, más que reconocimiento, y dulcemente, de todo corazón, en recuerdo tuyo, lo besaré como una reliquia.
***
No puedo dejar
de aportar mi granito de arena a esta oración. Yo trabajo con los pies. Sí, así
como suena, con los pies. Doy, desde hace muchos años, muchas horas de clase a
la semana. Y soy incapaz de darlas sentado. Tengo que estar de pie, moviéndome
por la clase como un tigre enjaulado. Y, muy a menudo, me duelen los pies. Pero
tu Providencia, Señor, me ha hecho encontrar, aparentemente por casualidad, el
calzado apropiado en el momento adecuado. Sí, hace ya muchos años, busqué
desesperado un calzado cómodo para mi trabajo pedestre. Tras haber intentado,
incluso, inútilmente, hacerme zapatos a medida, encontré por “casualidad” (La
palabra casualidad es una blasfemia, nada bajo el sol ocurre por casualidad, dijo Gotthold E. Lessing), unos zapatos, marca
Callaghan, que por fuera eran indistinguibles de unos Sebago y por dentro eran
acolchados y muy confortables. Tú me diste, Señor, esos zapatos sin decirme que
eras Tú quien me los daba. Benditos sean, les debo agradecimoiento. Y hace un
mes, cuando me dio el coágulo en la pierna y se me hinchó el pie como una bota,
me pusiste delante otros Callaghan de cordones, no tan clásicos, pero bastante
aceptables estéticamente y una bendición tuya para mi pobre pie. ¿Deberé poner, tal vez, en mi oración a la
empresa Callaghan? En ambos casos, la “casualidad” me ocurrió en
el Corte Inglés. ¿Deberé también poner al Corte Inglés en mi oración? ¿Y al capitalismo
que hace posible estas empresas y estas “casualidades”? Sí, creo que debo poner las tres cosas ante tí, Señor, puesto que las tres me acercan a Ti.
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