VIII Miscuit vinum
Sazonó el vino
Pierre Charles S.J.
Yo titubeo,
Señor, ante estas resoluciones altivas. No hubieras hablado tan a menudo, en tu
Escritura, del lagar, de la vendimia, del viñedo y de los viñadores, si todo
esto sólo mereciera el desdén de nuestros ojos cerrados y de nuestro corazón
sellado. Existe sin duda, el vino turbio de las embriagueces tumultuosas; pero
existe también el de la mesa familiar, el vino que bebemos juntos a la salud de
los presentes y de los ausentes, y hasta en nuestros banquetes católicos, la
copa que se vacía con devoción por Nuestro Santo Padre el Papa. ¿No nos dice
Santo Tomás en la Suma que el vino de la Misa aporta consigo la gracia que
representa?: es decir, la alegría espiritual Me pregunto si no lo hemos
despedido en demasía, si no nos ha parecido demasiado sospechosa esta santa
alegría cristiana, para reemplazarla por la desnudez estoica y concreta del
deber cumplido. Servirte no es solamente obedecerte; es rendirte servicios;
adivinar tus deseos, adelantarse a ellos como se va al encuentro de los
invitados de nota; es compartir contigo; colaborar en tu obra; y en este don
total hay una fuente de gozo exultante, una especie de buen humor siempre
renovado. El alimento me sacia; el agua me quita la sed; pero el vino cambia mi
óptica mental; transforma mi visión de las cosas y de mi mismo; y sin duda por
esto tu sabiduría, modificando nuestros pequeños puntos de vista mezquinos, se
da como en bebida espirituosa.
Laeti bibamus sobriam
profusionem spiritus.
Y por esto, sin duda, aún tu Pasión misma y tu Cruz pueden inspirar como una embriaguez.
Fac me cruce inebriari...
No buscamos alucinaciones. No queremos engañarnos sobre las proporciones de las cosas. Deseamos la verdad; pero se equivocan los que nos repiten: In vino veritas? Cuando, detrás de la tiesura de las leyes uniformes y de los mandamientos, los mismos para todos; detrás de las convenciones, las timideces, los protocolos y todas las etiquetas, la óptica del vino generoso revela y nos despierta el gusto por la aventura, hace hablar a los viejos y a los jóvenes; hasta enternece los corazones desecados; nos hace entrar en una verdad más profunda que la habitual en que vivimos. Pone el futuro y el pasado, los proyectos y los recuerdos, en el momento presente; y gracias a él, el tiempo toma sus tres dimensiones.
Es bien fría, Señor, toda mi sabiduría; y mis prudencias son muy timoratas. Mi virtud no camina al paso embriagador de las grandes aventuras; y casi nunca le coge el deseo de cantar[2], como a Francisco de Asís a lo largo de las rutas de Umbría. Presiento a veces como unas bienaventuranzas algo locas que me han hecho señas como de invitación y que, demasiado absorbido por el cuidado de la etiqueta, he desatendido. Porque hay una manera triste y sombría de ser sobrio; como hay una manera cicatera y mezquina de ser pobre. Tu Iglesia, Señor, es como la Amada del Cantar, que ofrece la copa del vino aromático –vinum conditum– que nadie va a beber. ¿No bastaría dejar de estar distraído para estar maravillado? ¿No hay una santa embriaguez en esta afirmación inaudita que Dios se ocupa de todos los detalles de mi vida y que yo tengo un inmenso valor a sus ojos? ¿Cómo así? Una simple declaración de amor sacude de gozo a los prometidos, y yo, ¿me contentaría con registrar sin emoción, como una cosa probada y de necesaria aceptación, el hecho de la Creación, el hecho de la Encarnación, el hecho de la Eucaristía, el hecho de la Iglesia..., todos estos hechos, bien catalogados, bien etiquetados, en fila, uno tras otro, como los teoremas de Euclides? La vida se parece siempre a una embriaguez, lo cual no significa una locura. Es conquista y desafío y riesgo y triunfo, y todo esto es lirismo como el lirismo de los huertos en primavera, como el tumulto loco de la vegetación en la selva virgen; como el de los enjambres de abejas o el de los pájaros emigrantes.
Con la certeza de mi fe, quiero, Señor, cantar también el esplendor de mi esperanza. El vino es enemigo de los cálculos: no quiero ya contar ni pesar nada. El vino es social: no quiero, desde luego, pensar solamente en mis intereses ni concentrar toda mi atención en mi persona, mis ideas, mis trabajos y mis méritos. El vino es generoso, desata las lenguas y hasta las bolsas. Aceptaré sus lecciones simbólicas, y peor para quien encuentre que es vulgar este maestro. ¿No Te llamaron también a Ti, la sabiduría eterna, un bebedor de vino: potator vini? Tengo mucho miedo a esas pequeñas religiones muy arregladitas, demasiado decentes, al gusto pobre de los que las hicieron a su imagen. Prefiero estos misterios formidables que nadie ha acabado de abarcar; estas verdades que me conmueven y me zarandean, como el oleaje recio del océano hace a los nadadores. Amo a un Dios que me agita y me desconcierta. Si fuera sólo el eco de mis preferencias, sería otro yo; ya me cuesta mucho trabajo entenderme conmigo tal como soy. Seamos dos.
[1] Poco
sabemos de lo que nos espera en el Paraíso. Ciertamente la contemplación de
Dios. Pero yo no puedo dejar de creer en un Paraíso que sea, además, más
antropomorfo, donde los amores, gustos y placeres sanos de este mundo puedan
seguir siendo disfrutados. Si no, ¿para qué Dios nos ha permitido que se
forjasen en este mundo de carne y hueso? ¿Por qué la resurrección de esta
carne? “Ni ojo humano vio, ni oído humano oyó, ni mente humana pudo jamás
imaginar lo que Dios tiene preparado en el cielo para los que le aman”, nos
dice san Pablo. Debe ser impresionante, pero tal vez demasiado distante de lo
que podemos conocer en este mundo. Cristo fue más prosaico. En la última cena
dijo: “No volveré a beber del fruto de la vid hasta que lo tome, nuevo, en el
Reino de los Cielos”. Es decir, que si algo sabemos del Paraíso, es que habrá
vino. Lo cortés no quita lo valiente, dice un refrán castellano. La
contemplación de la Trinidad desde dentro debe ser impresionante. Pero, ¿por
qué no, además, algo más parecido a lo que hemos vivido bien en este mundo?
¿Soy demasiado prosaico? ¿Tal vez un poco herético? No lo creo, pero… (La nota
es mía)
[2] Hay
un viejo adagio que dice que el que canta reza dos veces. Recuerdo que en una
de las visitas a España de Juan Pablo II, estando durmiendo en Zaragoza, un
grupo folkclorico le fue a dar la serenata con unas jotas al pie del balcón de
su habitación. El Papa salió al balcón y les dijo: “Dicen que el que canta reza
dos veces. Y yo me pregunto, ¿cuántas veces reza el que baila? Los lunes, a las
20,30h, cuando mi tiempo me lo permite, voy al grupo de oración de la
Renovación Carismática Católica que se reúne en la cripta de la iglesia de
santa María de Caná. Se encuentra uno allí con mucha gente que, además del deseo
de cantar, sienten el de bailar, en una alegre oración de alabanza a Dios con
todo el cuerpo, bailan y contagian ese deseo. ¿Cuántas veces rezan? No lo sé,
pero yo, cada vez que voy, salgo renovado. Os lo recomiendo (La nota es mía).
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