23 de diciembre de 2020

La oración de todas las cosas 8. Sazonó el vino

 

VIII Miscuit vinum

 Sazonó el vino 

Pierre Charles S.J.

 Para nosotros la sabiduría es una cosa fría, como toda exactitud. Está reglada. Excluye la fantasía. Sólo bromea por condescendencia. Hasta sus inspiraciones son controladas. Todo en ella es mesura. Y con todo, Señor, tu Espíritu la ha comparado a una mujer que saca el vino, lo pone sobre la mesa y lanza a todo el universo esta sorprendente invitación: “Venid y bebed del vino que os he preparado”. ¿Podría haber en la sabiduría algo tónico y excitante como el vino? ¿Una especie de santa embriaguez? ¿Por qué la Iglesia sólo da el vino como bebida, reservando el agua para las purificaciones? ¿Por qué cambiaste, Señor, en Caná, para aquellas bodas hoy tan lejanas, el agua de las ánforas en vino espirituoso? ¿Y por qué, después de haber instituido la Eucaristía, tomando una copa de vino, nos prometiste que el Padre celestial nos daría a beber del suyo, en tu mesa eterna?[1] El vino, Señor, no tiene muchos amigos entre los ascetas. Es mal consejero. Ha turbado muchas cabezas y ha hecho titubear a mucha gente. Es peligroso; y yo no quiero los peligros. Bien sé que el buen samaritano lo derramó en las heridas de un pobre hombre, camino de Jericó; pero era un remedio, pensamos, y nuestros médicos distan hoy mucho de este parecer. Y sé también que te lo hicieron beber, mezclado con mirra, antes de clavarte en la cruz, pero Tú lo rehusaste después de haberlo probado. ¿No sería algo vulgar meditar sobre el vino? Después de todo, creyeron los curiosos de Jerusalén, el día de Pentecostés, que los Apóstoles estaban repletos de vino, y no parecían estar muy edificados. ¿No valdría más dejar aparte las copas llenas, y los toneles, y los pámpanos y todo cuanto recuerde a Baco y sus delirios?

Yo titubeo, Señor, ante estas resoluciones altivas. No hubieras hablado tan a menudo, en tu Escritura, del lagar, de la vendimia, del viñedo y de los viñadores, si todo esto sólo mereciera el desdén de nuestros ojos cerrados y de nuestro corazón sellado. Existe sin duda, el vino turbio de las embriagueces tumultuosas; pero existe también el de la mesa familiar, el vino que bebemos juntos a la salud de los presentes y de los ausentes, y hasta en nuestros banquetes católicos, la copa que se vacía con devoción por Nuestro Santo Padre el Papa. ¿No nos dice Santo Tomás en la Suma que el vino de la Misa aporta consigo la gracia que representa?: es decir, la alegría espiritual Me pregunto si no lo hemos despedido en demasía, si no nos ha parecido demasiado sospechosa esta santa alegría cristiana, para reemplazarla por la desnudez estoica y concreta del deber cumplido. Servirte no es solamente obedecerte; es rendirte servicios; adivinar tus deseos, adelantarse a ellos como se va al encuentro de los invitados de nota; es compartir contigo; colaborar en tu obra; y en este don total hay una fuente de gozo exultante, una especie de buen humor siempre renovado. El alimento me sacia; el agua me quita la sed; pero el vino cambia mi óptica mental; transforma mi visión de las cosas y de mi mismo; y sin duda por esto tu sabiduría, modificando nuestros pequeños puntos de vista mezquinos, se da como en bebida espirituosa.

Laeti bibamus sobriam

profusionem spiritus. 

Y por esto, sin duda, aún tu Pasión misma y tu Cruz pueden inspirar como una embriaguez.

Fac me cruce inebriari...

No buscamos alucinaciones. No queremos engañarnos sobre las proporciones de las cosas. Deseamos la verdad; pero se equivocan los que nos repiten: In vino veritas?  Cuando, detrás de la tiesura de las leyes uniformes y de los mandamientos, los mismos para todos; detrás de las convenciones, las timideces, los protocolos y todas las etiquetas, la óptica del vino generoso revela y nos despierta el gusto por la aventura, hace hablar a los viejos y a los jóvenes; hasta enternece los corazones desecados; nos hace entrar en una verdad más profunda que la habitual en que vivimos. Pone el futuro y el pasado, los proyectos y los recuerdos, en el momento presente; y gracias a él, el tiempo toma sus tres dimensiones.

Es bien fría, Señor, toda mi sabiduría; y mis prudencias son muy timoratas. Mi virtud no camina al paso embriagador de las grandes aventuras; y casi nunca le coge el deseo de cantar[2], como a Francisco de Asís a lo largo de las rutas de Umbría. Presiento a veces como unas bienaventuranzas algo locas que me han hecho señas como de invitación y que, demasiado absorbido por el cuidado de la etiqueta, he desatendido. Porque hay una manera triste y sombría de ser sobrio; como hay una manera cicatera y mezquina de ser pobre. Tu Iglesia, Señor, es como la Amada del Cantar, que ofrece la copa del vino aromático –vinum conditum– que nadie va a beber. ¿No bastaría dejar de estar distraído para estar maravillado? ¿No hay una santa embriaguez en esta afirmación inaudita que Dios se ocupa de todos los detalles de mi vida y que yo tengo un inmenso valor a sus ojos? ¿Cómo así? Una simple declaración de amor sacude de gozo a los prometidos, y yo, ¿me contentaría con registrar sin emoción, como una cosa probada y de necesaria aceptación, el hecho de la Creación, el hecho de la Encarnación, el hecho de la Eucaristía, el hecho de la Iglesia..., todos estos hechos, bien catalogados, bien etiquetados, en fila, uno tras otro, como los teoremas de Euclides? La vida se parece siempre a una embriaguez, lo cual no significa una locura. Es conquista y desafío y riesgo y triunfo, y todo esto es lirismo como el lirismo de los huertos en primavera, como el tumulto loco de la vegetación en la selva virgen; como el de los enjambres de abejas o el de los pájaros emigrantes.

Con la certeza de mi fe, quiero, Señor, cantar también el esplendor de mi esperanza. El vino es enemigo de los cálculos: no quiero ya contar ni pesar nada. El vino es social: no quiero, desde luego, pensar solamente en mis intereses ni concentrar toda mi atención en mi persona, mis ideas, mis trabajos y mis méritos. El vino es generoso, desata las lenguas y hasta las bolsas. Aceptaré sus lecciones simbólicas, y peor para quien encuentre que es vulgar este maestro. ¿No Te llamaron también a Ti, la sabiduría eterna, un bebedor de vino: potator vini? Tengo mucho miedo a esas pequeñas religiones muy arregladitas, demasiado decentes, al gusto pobre de los que las hicieron a su imagen. Prefiero estos misterios formidables que nadie ha acabado de abarcar; estas verdades que me conmueven y me zarandean, como el oleaje recio del océano hace a los nadadores. Amo a un Dios que me agita y me desconcierta. Si fuera sólo el eco de mis preferencias, sería otro yo; ya me cuesta mucho trabajo entenderme conmigo tal como soy. Seamos dos.


[1] Poco sabemos de lo que nos espera en el Paraíso. Ciertamente la contemplación de Dios. Pero yo no puedo dejar de creer en un Paraíso que sea, además, más antropomorfo, donde los amores, gustos y placeres sanos de este mundo puedan seguir siendo disfrutados. Si no, ¿para qué Dios nos ha permitido que se forjasen en este mundo de carne y hueso? ¿Por qué la resurrección de esta carne? “Ni ojo humano vio, ni oído humano oyó, ni mente humana pudo jamás imaginar lo que Dios tiene preparado en el cielo para los que le aman”, nos dice san Pablo. Debe ser impresionante, pero tal vez demasiado distante de lo que podemos conocer en este mundo. Cristo fue más prosaico. En la última cena dijo: “No volveré a beber del fruto de la vid hasta que lo tome, nuevo, en el Reino de los Cielos”. Es decir, que si algo sabemos del Paraíso, es que habrá vino. Lo cortés no quita lo valiente, dice un refrán castellano. La contemplación de la Trinidad desde dentro debe ser impresionante. Pero, ¿por qué no, además, algo más parecido a lo que hemos vivido bien en este mundo? ¿Soy demasiado prosaico? ¿Tal vez un poco herético? No lo creo, pero… (La nota es mía)

[2] Hay un viejo adagio que dice que el que canta reza dos veces. Recuerdo que en una de las visitas a España de Juan Pablo II, estando durmiendo en Zaragoza, un grupo folkclorico le fue a dar la serenata con unas jotas al pie del balcón de su habitación. El Papa salió al balcón y les dijo: “Dicen que el que canta reza dos veces. Y yo me pregunto, ¿cuántas veces reza el que baila? Los lunes, a las 20,30h, cuando mi tiempo me lo permite, voy al grupo de oración de la Renovación Carismática Católica que se reúne en la cripta de la iglesia de santa María de Caná. Se encuentra uno allí con mucha gente que, además del deseo de cantar, sienten el de bailar, en una alegre oración de alabanza a Dios con todo el cuerpo, bailan y contagian ese deseo. ¿Cuántas veces rezan? No lo sé, pero yo, cada vez que voy, salgo renovado. Os lo recomiendo (La nota es mía).

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