El 28 de Octubre de 2020 empecé a publicar las oraciones de un libro que encontré hace años por casualidad, del jesuita Pierre Charles. Su título es “La oración de todas las cosas” y publicaré una cada martes, hasta completar las 33 más el prólogo que la componen. Hoy publico la número seis: “Como la arena de la playa”:
VI Sicut
arena maris
Como la arena de la playa
Pierre
Charles S.J.
Un
viejo filósofo chino, amigo de las paradojas, declaró que las cosas blandas y
débiles tenían regularmente más éxito que las cosas duras y poderosas. El
viento que no se deja coger derriba el bosque, pero los árboles más altivos no
han dominado jamás la tempestad. Han conseguido sobrevivir a ella, y eso es
todo. El agua, blanda e inconsciente, ha nivelado cadenas de montañas, pero
ninguna montaña ha podido reducir el agua que la roe. He intentado comprender
un poco mejor esas verdades simplísimas dejando resbalar en mis dedos un
pequeño puñado de fina arena. Toda esta arena menuda, era antes roca altiva y
compacta. Hoy esta roca se arremolina en el viento y se insinúa hasta en la
caja bien cerrada de mi reloj. La montaña ha quedado lentamente pulverizada. Un
poco de arena me cuenta, en voz muy baja, la historia de todo un universo.
Yo
quisiera encontrarte en esa historia a Ti, el Maestro supremo y el amigo de los
corazones sencillos; yo quisiera que toda esta arena, bajo mis pies o en mis
dedos, no me hablara solamente de geología, sino que me revelara un poco lo que
yo me atrevo a llamar tus procedimientos divinos.
Es
mucha verdad que pareces desafiar los métodos de fuerza. Pero aun aquellos
teólogos que preconizan la mayor eficacia de tu gracia irresistible se
apresuran con todo a añadir que respetan nuestra entera libertad. ¡Cuántas
veces, en los sermones de Pentecostés, se nos ha dicho que para fundar tu
Iglesia no escogiste otra cosa que una
docena de galileos, sin diploma y sin prestigio! Hasta he llegado a conocer
historiadores muy piadosos que querían ver, en el desastre de las ocho grandes
cruzadas, como una respuesta providencial, destinada a quitarnos el gusto de
las violencias apostólicas, y una suerte
de desaprobación discreta. No deseo discutir todos esos puntos, ni las hogueras
de la Inquisición, ni los calabozos del Santo Oficio, ni los Albigenses, ni los
Husitas, ni los Papas batalladores, ni las colecciones erizadas de anatemas que
los Concilios se creen en el deber de lanzar, como granadas de mano, en
dirección a las herejías pasadas o presentes.
La
arena fina me enseña algo más enigmático que la vulgar condenación de las
violencias sin provecho, algo más cristiano que el sermón común de la necesidad
de la dulzura. Me aconseja que no me fíe de lo que yo creo ser mi fuerza, que
no crea que basta ser opaco y duro para burlar los peligros esterilizantes, que
no descanse en mis resoluciones macizas como si estuvieran al abrigo de la
usura. Me enseña a tener cuidado del tiempo, el único poder contra el cual no
podemos nada absolutamente. Me repite la arena, en su lenguaje mudo, que
ninguna de mis adquisiciones en la tierra es definitiva; que para mantenerme es
necesario renovarme sin cesar, como la piel de las manos o de la cara, y que
sólo la vida puede conservarme la frescura.
Porque
conozco bien, Señor, esta taimada erosión de mi buenos quereres. Sé bien que
todas mis reservas de vigor y de energía pueden desaparecer, no por
derrumbamiento súbito, sino grano a grano, al simple soplo del viento, sin que
nada me revele un peligro. Esto se llama rutina o disipación o negligencia. Las
palabras no afectan nada a la cosa. Pero yo he visto a mi alrededor, y en mí
mismo, limadas lentamente muchas de estas orgullosas alturas y no pocas de esas
cumbres reducidas poco a poco al nivel del mar; creo más cada día, Señor, que
es una gran virtud mantenerse buenamente sin decaer. Se nos ha dicho que en la
vida del alma, no avanzar es retroceder. Pero también, por consecuencia, no
retroceder es adelantar. Y así es verdaderamente, porque no retroceder es
mantenerse contra una fuerza hostil, es resistir y no ceder un paso bajo la
presión de un enemigo. No me gusta mucho la palabra conservador, de la cual en
política se ha abusado tanto; pero con todo, conservar lo que se tiene es una
gran proeza. Es tan extraordinario que nuestra fe nos asegura ser necesaria
toda la ayuda del Espíritu Santo para conservar al justo, al santo, en estado
de gracia.
La
arena me ha confiado otro secreto. La roca, de la que procede y que se
pulverizó, estaba hecha de la misma arena. Fue sedimentándose durante siglos y
siglos, en el fondo del mar; tan bien se depositó, que se convirtió en piedra;
y nuestras casas, nuestras catedrales mismas no son otra cosa sino arena bien
compacta. Hay, pues, un medio de hacer masas sólidas con granos
insignificantes; mantenerse juntos, formar parte de un grupo es un misterio de
vigor. Yo sabía bien todo eso, Señor, o al menos creía saberlo. Se me había
repetido muy a menudo que la unión hace la fuerza. Pero no es esta lección
elemental la que me murmura la arena fina. La unión no siempre hace la fuerza:
alguna vez hace la debilidad. Una escuadra no va más aprisa ni es más potente porque
se junten a las unidades de combate algunas docenas de barcas asmáticas y una
flotilla de barcos de pesca. Ni es más fuerte un tiro de caballos por haber
unido a la misma vara un pesado caballo de carga y un burro reumático. Y todas
las armadas del mundo se ingenian para evacuar los heridos y los enfermos, que
al unirse a las tropas del frente, convertirían todas las batallas en derrotas.
Es la unión en lo homogéneo la que hace la fuerza. Y falta todavía una
condición. Diez oradores muy homogéneos, gritando a la vez, no provocarán más
que el enojo o la risa. Estos diez furiosos no equivalen a un solo tribuno
bueno. Toda agrupación fuerte lo es a base de modestia. Quedarse en su lugar
conduce a todo. Yo amo esos granos de arena porque son una forma de conformidad
total: son todas sus humildades unidas las que hacen el bloque de voluntades
bien firmes. No han buscado ellos su sitio: lo han encontrado y se han quedado
en él; no han pedido ni precedencia ni privilegio; no han escogido sus vecinos,
los han aceptado sin trastorno. Yo debería hacer como ellos. En el fondo, yo no
escogí ni mis padres, ni la fecha de mi nacimiento, ni el clima de mi país, ni
mi naturaleza. He sido colocado por Ti, Señor, donde me encuentro. Formo parte
de un conjunto que no puedo sino aceptar, de grado o por fuerza; y con
demasiada frecuencia lo acepto con quejas y pena. ¡Qué habría ganado María
Magdalena en querer ser San Pablo! Reconciliarse totalmente con lo que es uno,
¿no es la primera condición para mejorar? Si quisieran cambiar su papel el ojo
derecho y el izquierdo, el único resultado será quedarse bizco. La verdadera
fuerza no resulta de la simple unión, sino del acuerdo. La arena, entre mis
dedos, no ha acabado de contarme su parábola, pero yo retendré al menos su
primera palabra y me esforzaré en ser yo mismo por respeto a Ti, que me has
creado.
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