29 de diciembre de 2020

La oración de todas las cosas 9. Como de un viento fuerte

 

IX Tanquam spiritus vehementis 

Como de un viento fuerte

 Pierre Charles S.J.

Caigo a menudo en las soluciones cómodas y mi pendiente me conduce sin darme cuenta a las conclusiones perezosas. El esfuerzo continuado me fatiga. A la primera ocasión lo relajo y, aun cuando no tengo el aire de dormir, mi espíritu raramente está despierto. Soy como estos turistas hastiados, que echan una mirada melancólica a las colecciones de maravillas y que pasan, bostezando, en medio de los más auténticos esplendores. El murmullo solemne y simple de tu creación no penetra hasta mis espesos embotamientos y, como los ídolos vanos de que hablan los Salmos, tengo orejas, pero no oigo. El diminuto cuadrante del barómetro habla de “viento y tempestad”; los observatorios oficiales anuncian, con esa perfecta indiferencia que es la cortesía de la ciencia, el itinerario de las depresiones atmosféricas y de los ciclones. Desde que navegamos a vapor, no nos ocupamos casi de atender a los “vientos favorables”; las arboladuras y los mástiles con todas sus velas hinchadas son arcaicos, y en nuestras campiñas del norte van desapareciendo los viejos molinos con sus grandes alas volteantes. Pero ya que todo debe hablarnos de Ti, Señor, haz que tu gracia estimule mi alma somnolienta y me haga comprender el misterio del viento. No permitas que lo considere solamente como una cosa neutra y cualquiera, con la cual no tiene que ver nada mi piedad y que no merece entrar en mis oraciones. Antes que un fenómeno meteorológico, estudiado y clasificado por los sabios, es el hijo obediente de tu Voluntad creadora. En cristiano quiero yo observarlo hoy desde mi ventana; mientras todas las hojas de un árbol de jardín se estremecen allá, dulcemente, a su paso[1].

Tú conociste la brusca cólera del viento en el lago de Genesaret, cuando echaba el agua en oleadas sobre la barca donde dormías. Tú le mandaste callar y tranquilizarse; y los Apóstoles, estupefactos de tal obediencia, te miraron sin comprender.

El viento fresco de la noche de Oriente murmuraba en el follaje cuando dijiste a Nicodemo que nadie podía conocer su pista vagabunda, de la misma manera que no se puede señalar el camino trazado de antemano a los nacidos del Espíritu[2]. Este mismo Espíritu sacudió como una formidable borrasca los cuatro ángulos del Cenáculo, la mañana de Pentecostés, de la misma manera que había alentado sobre las aguas primordiales antes que la tierra emergiera de los océanos caóticos. Y oigo en las páginas del Libro Santo el ruego de la Esposa pidiendo a los vientos tibios del sur pasar por la tarde por su jardín y mezclar toda la embriaguez de sus perfumes.

Todo esto, Señor, no son todavía más que recuerdos; tengo miedo, si voy más adelante, de encontrarte demasiado cerca. Bien decimos que queremos vivir contigo, pero, como un tiempo a tus discípulos, tu presencia inmediata nos intimida y espanta. Y si yo ya no pudiera oír el canto del viento por los agujeros de las cerraduras sin reconocer y adorar en él tu voz, ¿no correría el riesgo de confundir al Creador con la criatura y de tomar tu obra por Ti? Que tu sabiduría divina me guarde de todo error. Yo sé que todo lo creado no es más que un camino y que pararse en la ruta es condenarse a no llegar a ninguna parte; no cometeré la locura de aquellos que toman la exaltación poética por la verdadera oración en espíritu y verdad; pero tampoco quiero renegar de tu obra y rehusar encontrar en ella tu presencia y tu acción. Entre Tú y yo, Señor, no hay distancia; entre el Creador y su Obra no hay abismo que colmar. No me engaño encontrando tu poder en el soplo del viento, y cuando la brisa o la tempestad pasan sobre mi cara; cuando las borrascas de otoño barren las hojas difuntas de todos los ramajes, sé bien que tu Providencia opera en este mundo que has creado, y te adoro en silencio. No es el viento lo que adoro –¡cuál no sería esta demencia sacrílega!–, sino a Ti, a Ti que te manifiestas y te das a entender a los corazones atentos en el huracán impetuoso y en la brisa acariciante.

Si le interrogara como conviene, el viento me contaría algo de tu misterio eterno. El viento de las cimas nevadas y de los callejones al pie de las catedrales, el de los cometas y el de las tempestades marinas; el de las regiones boreales y el de los desiertos abrasados; el de los tifones destructores y el de los pétalos de primavera. Es universal; no se para en fronteras políticas; nadie le ha podido confiscar y captar la fuente. Es de todos, es para todos; no olvida una sola cabecita de anémona en el bosque, ni un villano en la llanura. Es como tu gracia, que utiliza en su marcha invisible todas las fisuras y se aprovecha de todas las entradas. Los paganos habían hecho de él un dios; los sabios no ven en él más que una agitación, una “corriente” anónima, una “cosa” que no merece siquiera este nombre. Yo no estoy obligado a escoger entre estas dos sabidurías bancarias, y no dejaré arrebatarme por tales manos profanas el tesoro de tus obras. Los hombres están ciegos y sordos; guarda en mí, Señor las santas vigilancias y no me permitas zozobrar en la triste atonía de los que, habiendo vuelto la espalda y cerrado los oídos a tus esplendores, ignoran las fuentes de alegría que tu bondad ha preparado para tus fieles. ¿No reconoció el viejo Elías, el profeta, tu presencia soberana en un soplo de brisa –sibilus aurae tenuis?



[1] Transcribo dos poesías que creo que vienen a cuento:

Desde la ventana de la habitación de mi hijo Íñigo, en arduo intento de oración.

Veo a través de la ventana

al castaño, al ciprés y al abedul mecerse.

El ciprés, parsimonioso y grave,

se cimbrea batiendo con su tronco el tiempo,

bajo continuo marcando ritmos poderosos.

Cada rama del abedul posee un movimiento propio

de batuta diestramente dirigida.

Horizontales compases se mezclan con otros verticales

en aparente caos asíncrono nunca repetido,

señalando entradas, tuttis, pianos,

síncopas extrañas que se unen y confunden

sin resolverse nunca entre ellas mismas.

El castaño, mientras tanto, hace temblar sus hojas

en un trémolo de cuerdas anhelantes

que anuncian sucesos ineludibles, inmediatos.

Un pájaro vuela de una rama a otra

con un batir de alas certero, preciso, acompasado,

como si supiera exactamente lo que hace.

Yo, absorto Beethoven sordo en el silencio,

oigo la muda sinfonía en mi cabeza.

Sé que el viento la produce y la sustenta

y sé que cada átomo del aire

obedece al Director Supremo.

Algo como un éxtasis me envuelve

y arranca de mí la oración como un fluido.

“Director de átomos de aire

que sostienen pájaros seguros,

que mueven céfiros pensantes,

que mecen ramas de árboles que suenan en silencio

–el castaño, el ciprés, el abedul sonoros–,

que crean música cósmica e inexpresable.

Sé Tú, Director sabio y bondadoso

quien dirija los acordes de mi vida.

Dame las entradas y salidas,

los ritmos, los timbres, las alturas.

Para mí, para mi orquesta, para siempre.

Fuiste tú, Cortázar, Julio, lo recuerdo,

entre famas, cronopios, manueles y rayuelas,

el que me hiciste ver la música en el viento.

En un texto tuyo, escondido donde no recuerdo,

el viento movía hojas de armonías silenciosas.

Estoy ante el mismo cristal de una ventana

donde hace meses, cuando el otoño se moría de cansancio,

me extasié en oración contemplativa

con pájaros, ramas, árboles, sonidos mudos.

Ha pasado el invierno, aquí está la primavera.

El ciprés ha aguantado inexpugnable

fríos, heladas, vendavales turbulentos.

Sigue igualmente serio, no ha cambiado.

Del abedul no sabría que decirte

pero el castaño estalla en solemnes pirámides floridas.

Y las ramas, troncos y pájaros de todos

hoy también, como entonces ocurriera,

se mueven en céfiros pensantes misteriosos.

No me enseñaste tú, Julio Cortázar,

a rezar al que crea la música que tú también oíste.

No me enseñaste tú, Él fue mi solícito maestro.

Pero tú me pusiste en el camino y yo, te lo agradezco.

 

[2] Y otra de Conrad Ferdinand Meyer.

En una noche de tormenta.

 

Un viento poderoso muge a través de la noche,

el vendaval silba con sus estridentes aullidos,

en el cielo se libra una profética batalla

que cubre con su estruendo los gemidos de los muertos.

 

Lo que atraviesa demoniacamente el aire

se cumplirá antes de que acabe el tiempo –

bajo la armadura tempestuosa

se escucha un himno de paz

de una lejana felicidad.

 

Colgada de finas cadenas, la lámpara

ilumina la profunda penumbra de mi cuarto.

Y cuando el techo tiembla y cruje el suelo,

esboza sin ruido un suave balanceo.

 

Su llama me habla de la magia

de una linterna agitada por el viento

que ardía antaño para una pareja en medio de la noche,

rostro de anciano y un divino rostro.

 

El que trae la paz habló, tú sabes quién,

en medio de una noche violenta como esta:

“¿No oyes, Nicodemo, al espíritu creador

que sopla con fuerza renovando el universo?”

 

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