IX Tanquam spiritus vehementis
Como de un viento
fuerte
Pierre Charles S.J.
Caigo
a menudo en las soluciones cómodas y mi pendiente me conduce sin darme cuenta a
las conclusiones perezosas. El esfuerzo continuado me fatiga. A la primera
ocasión lo relajo y, aun cuando no tengo el aire de dormir, mi espíritu
raramente está despierto. Soy como estos turistas hastiados, que echan una
mirada melancólica a las colecciones de maravillas y que pasan, bostezando, en
medio de los más auténticos esplendores. El murmullo solemne y simple de tu
creación no penetra hasta mis espesos embotamientos y, como los ídolos vanos de
que hablan los Salmos, tengo orejas, pero no oigo. El diminuto cuadrante del
barómetro habla de “viento y tempestad”; los observatorios oficiales anuncian,
con esa perfecta indiferencia que es la cortesía de la ciencia, el itinerario
de las depresiones atmosféricas y de los ciclones. Desde que navegamos a vapor,
no nos ocupamos casi de atender a los “vientos favorables”; las arboladuras y
los mástiles con todas sus velas hinchadas son arcaicos, y en nuestras campiñas
del norte van desapareciendo los viejos molinos con sus grandes alas
volteantes. Pero ya que todo debe hablarnos de Ti, Señor, haz que tu gracia
estimule mi alma somnolienta y me haga comprender el misterio del viento. No
permitas que lo considere solamente como una cosa neutra y cualquiera, con la
cual no tiene que ver nada mi piedad y que no merece entrar en mis oraciones.
Antes que un fenómeno meteorológico, estudiado y clasificado por los sabios, es
el hijo obediente de tu Voluntad creadora. En cristiano quiero yo observarlo
hoy desde mi ventana; mientras todas las hojas de un árbol de jardín se
estremecen allá, dulcemente, a su paso[1].
Tú
conociste la brusca cólera del viento en el lago de Genesaret, cuando echaba el
agua en oleadas sobre la barca donde dormías. Tú le mandaste callar y
tranquilizarse; y los Apóstoles, estupefactos de tal obediencia, te miraron sin
comprender.
El
viento fresco de la noche de Oriente murmuraba en el follaje cuando dijiste a
Nicodemo que nadie podía conocer su pista vagabunda, de la misma manera que no
se puede señalar el camino trazado de antemano a los nacidos del Espíritu[2].
Este mismo Espíritu sacudió como una formidable borrasca los cuatro ángulos del
Cenáculo, la mañana de Pentecostés, de la misma manera que había alentado sobre
las aguas primordiales antes que la tierra emergiera de los océanos caóticos. Y
oigo en las páginas del Libro Santo el ruego de la Esposa pidiendo a los
vientos tibios del sur pasar por la tarde por su jardín y mezclar toda la
embriaguez de sus perfumes.
Todo
esto, Señor, no son todavía más que recuerdos; tengo miedo, si voy más
adelante, de encontrarte demasiado cerca. Bien decimos que queremos vivir
contigo, pero, como un tiempo a tus discípulos, tu presencia inmediata nos
intimida y espanta. Y si yo ya no pudiera oír el canto del viento por los
agujeros de las cerraduras sin reconocer y adorar en él tu voz, ¿no correría el
riesgo de confundir al Creador con la criatura y de tomar tu obra por Ti? Que
tu sabiduría divina me guarde de todo error. Yo sé que todo lo creado no es más
que un camino y que pararse en la ruta es condenarse a no llegar a ninguna
parte; no cometeré la locura de aquellos que toman la exaltación poética por la
verdadera oración en espíritu y verdad; pero tampoco quiero renegar de tu obra
y rehusar encontrar en ella tu presencia y tu acción. Entre Tú y yo, Señor, no
hay distancia; entre el Creador y su Obra no hay abismo que colmar. No me
engaño encontrando tu poder en el soplo del viento, y cuando la brisa o la
tempestad pasan sobre mi cara; cuando las borrascas de otoño barren las hojas
difuntas de todos los ramajes, sé bien que tu Providencia opera en este mundo
que has creado, y te adoro en silencio. No es el viento lo que adoro –¡cuál no
sería esta demencia sacrílega!–, sino a Ti, a Ti que te manifiestas y te das a
entender a los corazones atentos en el huracán impetuoso y en la brisa
acariciante.
Si le
interrogara como conviene, el viento me contaría algo de tu misterio eterno. El
viento de las cimas nevadas y de los callejones al pie de las catedrales, el de
los cometas y el de las tempestades marinas; el de las regiones boreales y el
de los desiertos abrasados; el de los tifones destructores y el de los pétalos
de primavera. Es universal; no se para en fronteras políticas; nadie le ha
podido confiscar y captar la fuente. Es de todos, es para todos; no olvida una
sola cabecita de anémona en el bosque, ni un villano en la llanura. Es como tu
gracia, que utiliza en su marcha invisible todas las fisuras y se aprovecha de
todas las entradas. Los paganos habían hecho de él un dios; los sabios no ven
en él más que una agitación, una “corriente” anónima, una “cosa” que no merece
siquiera este nombre. Yo no estoy obligado a escoger entre estas dos sabidurías
bancarias, y no dejaré arrebatarme por tales manos profanas el tesoro de tus
obras. Los hombres están ciegos y sordos; guarda en mí, Señor las santas
vigilancias y no me permitas zozobrar en la triste atonía de los que, habiendo
vuelto la espalda y cerrado los oídos a tus esplendores, ignoran las fuentes de
alegría que tu bondad ha preparado para tus fieles. ¿No reconoció el viejo
Elías, el profeta, tu presencia soberana en un soplo de brisa –sibilus aurae
tenuis?
[1] Transcribo dos poesías que creo
que vienen a cuento:
1ª
Desde la ventana de la habitación de mi hijo Íñigo, en arduo intento de oración.
Veo a través de la ventana
al castaño, al
ciprés y al abedul mecerse.
El ciprés, parsimonioso
y grave,
se cimbrea
batiendo con su tronco el tiempo,
bajo continuo
marcando ritmos poderosos.
Cada rama del
abedul posee un movimiento propio
de batuta
diestramente dirigida.
Horizontales
compases se mezclan con otros verticales
en aparente caos
asíncrono nunca repetido,
señalando
entradas, tuttis, pianos,
síncopas
extrañas que se unen y confunden
sin resolverse
nunca entre ellas mismas.
El castaño,
mientras tanto, hace temblar sus hojas
en un trémolo de
cuerdas anhelantes
que anuncian
sucesos ineludibles, inmediatos.
Un pájaro vuela
de una rama a otra
con un batir de
alas certero, preciso, acompasado,
como si supiera
exactamente lo que hace.
Yo, absorto
Beethoven sordo en el silencio,
oigo la muda
sinfonía en mi cabeza.
Sé que el viento
la produce y la sustenta
y sé que cada
átomo del aire
obedece al
Director Supremo.
Algo como un
éxtasis me envuelve
y arranca de mí
la oración como un fluido.
“Director de
átomos de aire
que sostienen
pájaros seguros,
que mueven
céfiros pensantes,
que mecen ramas
de árboles que suenan en silencio
–el castaño, el
ciprés, el abedul sonoros–,
que crean música
cósmica e inexpresable.
Sé Tú, Director
sabio y bondadoso
quien dirija los
acordes de mi vida.
Dame las
entradas y salidas,
los ritmos, los
timbres, las alturas.
Para mí, para mi
orquesta, para siempre.
2ª
Fuiste
tú, Cortázar, Julio, lo recuerdo,
entre
famas, cronopios, manueles y rayuelas,
el
que me hiciste ver la música en el viento.
En
un texto tuyo, escondido donde no recuerdo,
el
viento movía hojas de armonías silenciosas.
Estoy
ante el mismo cristal de una ventana
donde
hace meses, cuando el otoño se moría de cansancio,
me
extasié en oración contemplativa
con
pájaros, ramas, árboles, sonidos mudos.
Ha
pasado el invierno, aquí está la primavera.
El
ciprés ha aguantado inexpugnable
fríos,
heladas, vendavales turbulentos.
Sigue
igualmente serio, no ha cambiado.
Del
abedul no sabría que decirte
pero
el castaño estalla en solemnes pirámides floridas.
Y
las ramas, troncos y pájaros de todos
hoy
también, como entonces ocurriera,
se
mueven en céfiros pensantes misteriosos.
No
me enseñaste tú, Julio Cortázar,
a
rezar al que crea la música que tú también oíste.
No
me enseñaste tú, Él fue mi solícito maestro.
Pero
tú me pusiste en el camino y yo, te lo agradezco.
[2] Y otra de Conrad Ferdinand Meyer.
En una noche de tormenta.
Un viento poderoso muge a través de la noche,
el vendaval silba con sus estridentes aullidos,
en el cielo se libra una profética batalla
que cubre con su estruendo los gemidos de los
muertos.
Lo que atraviesa demoniacamente el aire
se cumplirá antes de que acabe el tiempo –
bajo la armadura tempestuosa
se escucha un himno de paz
de una lejana felicidad.
Colgada de finas cadenas, la lámpara
ilumina la profunda penumbra de mi cuarto.
Y cuando el techo tiembla y cruje el suelo,
esboza sin ruido un suave balanceo.
Su llama me habla de la magia
de una linterna agitada por el viento
que ardía antaño para una pareja en medio de la
noche,
rostro de anciano y un divino rostro.
El que trae la paz habló, tú sabes quién,
en medio de una noche violenta como esta:
“¿No oyes, Nicodemo, al espíritu creador
que sopla con fuerza renovando el universo?”
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