Desde
hace mucho tiempo siento fascinación por el himno del Magnificat que María proclama
ante su prima Isabel cuando, estando ya ella embarazada de Jesús e Isabel en el
sexto mes de gestación de su hijo Juan, el Precursor, va a verla a su casa en
Ain Keren, en las montañas de Judea. Cuando fui a Tierra Santa, tuve la
oportunidad de estar allí y de representarme la escena. También hay una maravillosa
representación de esa escena en la película Jesús de Nazaret, de Franco Zeffirelli.
El lunes 31 de Mayo pasado fue la festividad de la visitación de María a Isabel,
y en el Evangelio del día se proclama ese himno. Tras haber oído ese Evangelio,
me puse a escribir lo que viene a continuación.
***
En
un lugar de Galilea, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía, hace veintiún
siglos un hombre, varón de extraordinario linaje –nada menos que descendiente
del Gran Rey David, aunque no por Salomón– y de gran erudición de las
Escrituras de su pueblo, venido a menos, marido de una mujer que en su día fue
estéril, pero a los que YOSOY, YHVH –cuyo nombre no debe pronunciarse y al que
se le llama, simplemente, El Señor– concedió engendrar, en ese lugar del que no
quiero acordarme, una hija que creció hasta ser una niña deliciosa.
Pero
sí, sí quiero acordarme. El lugar era un pueblo de Galilea con el nombre de
Nazareth. Era un pueblo que tenía fama de ser un nido de malas personas,
ignorantes y zafias aunque, como en todas partes, había de todo. Pero era el
último lugar en el que nadie buscaría a un descendiente de David si quisiera
esconderse. Hasta el punto de que una frase hecha en Galilea, se preguntaba: “¿De
Nazareth puede salir algo bueno?” cada vez que alguien decía algo positivo
del pueblo. Por eso Heliaquim, más conocido por Joaquín –que así se llamaba ese
hombre– se había ido a vivir allí hacía más de diez años, junto con su mujer
Ana y su amigo Jacob, su mujer y sus hijos. Jacob tenía tres hijos, José, Jacob
y Alfeo, también llamado Cleofás. Sus hijos habían nacido en Jerusalén. Jacob y
Alfeo se casaron, viviendo en Nazareth, con dos mujeres buenas de allí y, entre
los dos matrimonios, tuvieron cuatro hijos varones, por nombres, Jacob, José, Simón
y Judas y varias hijas. José, el primogénito, en cambio, se había mantenido
soltero, en espera de una mujer a la que no encontraba. Ciertamente, aunque no
sabía cómo debería ser esa mujer, no se conformaba con casarse, simplemente.
Estaba seguro de que El Señor, en su momento, pondría en su vida a la mujer que
su alma anhelaba.
Joaquín
y Jacob habían tenido un grave altercado en Jerusalén con la casta sacerdotal y
con los herodianos. Problema que derivaba, precisamente, de su ascendencia. Por
eso ambos, para desaparecer del mundo, esquivando a esa casta sacerdotal y a
Herodes, se habían ido a vivir a ese oscuro rincón del mundo en el que a nadie se
les ocurriría buscarles. Porque tanto Joaquín como Jacob eran descendientes del
Gran Rey David. Joaquín descendía de David por una rama distinta de la sucesión
salomónica. Descendía de él a través de uno de sus hijos que fue un gran orador
y maestro del pueblo, que fundó un “qohel”, un pequeño grupo al que
instruía en la palabra de YHVH. Su nombre era Samuel, y era el mayor de los
hijos del Rey de entre los nacidos en Jerusalén. Por eso, a la muerte de David,
fue proclamado rey. Pero nada más lejos de su ambición que el reinado. Para eso
estaban Adonías, que quería autoproclamarse rey y Salomón que era el sucesor
designado por el propio David, o eso decían los miembros de su camarilla.
Absalón ya había muerto tras intentar destronar a su padre David. Pero la única
ambición de Samuel era la sabiduría. De forma que renunció a la corona y huyó
al desierto junto con los miembros de su “qohel”. Por eso se le conocía
como el “Qohelet”. Vivió el resto de sus días en el desierto, entre
Jericó y el Mar de la Sal, vestido con pieles sin curtir y alimentándose de
saltamontes y miel silvestre. Sus palabras, un tanto escépticas, fueron
recogidas devotamente por sus seguidores en un libro que llegó a estar entre
los Libros Sagrados. Pero el detonante de todo el conflicto no había sido Joaquín.
El problema se había suscitado por Jacob, que descendía directamente, por vía
de primogenitura, del Gran Rey. Así, si la dinastía davídica hubiese
continuado, él debería ser el rey. Y, tras él, su hijo José. Cuando Herodes se
enteró de esto, quiso matar a Jacob. Los sacerdotes, siempre aduladores del
poder, pensaron en entregarle. Sólo Joaquín le defendió. Por eso tuvieron que
irse de Jerusalén. Tuvieron que huir y ocultarse en el último rincón del mundo
en que a nadie se les ocurriría buscarles. En Nazareth. Allí procuraban llevar
una vida lo más anodina posible. Tenían que leer las Escrituras y celebrar el
Sabath en secreto. Aprendieron el oficio de carpintero trabajando en el taller
de un hombre bueno de Nazareth que se lo enseñó con paciencia y sin hacer
preguntas. Pero ese hombre no era muy religioso y trabajaba también en Sabath
para poder sacar adelante a su familia y a las de Joaquín y Jacob. Y, claro,
Jacob y Joaquín también tenían que trabajar en Sabath.
Un
día, el día en que cumplió los diez años, María –que así se llamaba la niña, en
realidad Mir Yam, Luz del Mar– que siempre escuchaba embelesada la lectura de
las Escrituras que hacían Joaquín y Jacob, le pidió a su padre que le enseñara
hebreo. Ella había ido aprendiendo poco a poco a entender esa lengua –que era
la de las Escrituras, pero ya no se hablaba, porque la lengua hablada era el
arameo– a base de oír a su padre y a Jacob leerlas en hebreo –a menudo en verso,
lo que añadía musicalidad al ya de por sí armónico sonido del hebreo– y,
después, traducírsela al arameo. Pero quería conocer el hebreo mejor y, además,
poder leer las Escrituras ella misma. Su padre le enseño la lengua, a leer y
escribir en ella, como Jacob hacía con sus hijos. Por supuesto, tenían que
ocultar ante los habitantes de Nazareth todos estos conocimientos. Como en
Nazareth ni siquiera había escuela rabínica, los hijos de Jacob no tenían que
fingir ignorancia.
Cuando
aprendió a leer hebreo, María empezó a devorar con avidez las Escrituras. Llegó
a aprendérselas de memoria y filtró de ellas todo pasaje que hiciese referencia
a la bondad, la misericordia y el amor del YHVH, dando una importancia sólo
instrumental a los pasajes en los que YHVH parecía un Dios colérico y airado.
Así, llegó a conocer al dedillo todas las promesas mesiánicas. Anhelaba con
toda su alma la llegada de un Mesías manso y humilde que traería la salvación a
los hombres de toda raza, pueblo y nación, a través de las promesas hechas a
Abraham e Israel. Había en particular un pasaje que le inspiraba una ternura
muy especial. Se trataba del pasaje del profeta Isaías que decía: “Escucha,
heredero de David, ¿no os parece poco cansar a los hombres, que queréis también
cansar a mi Dios? Pues El Señor mismo os dará la señal: la joven esta encinta y
da a luz un hijo a quien pone el nombre de Emmanuel”. Nada menos que
Emmanuel, “Elohim, Dios, con nosotros”. Otro, la hacía inundarse de alegría. Era
cuando el profeta Sofonías decía: “¡Da gritos de alegría Sión, exulta de
júbilo Israel, alégrate de todo corazón Jerusalén! El Señor ha barrido la
sentencia que pesaba sobre ti. No tengas miedo Sión, que tus brazos no
flaqueen. El Señor Dios, en medio de ti, es un salvador poderoso. Dará saltos
de alegría por ti, su amor te renovará, por tu causa danzará y se regocijará,
como en los días de fiesta”. Cada vez que lo recordaba, ella misma daba
saltos de alegría y cantaba cánticos que le brotaban del alma, en los que
engarzaba pasajes de las Escrituras. Se imaginaba a YHVH, el innombrable, en
medio de su pueblo, como uno más, cantando y bailando en la fiesta de Sucot, en
la vendimia, mientras pisaba la uva para hacer mosto que sería vino. Esto, se
mezclaba con el pasaje del profeta Zacarías cuando decía, también inundado de
alegría: “¡Salta de alegría Sión, lanza gritos de júbilo Jerusalén, porque
se acerca tu Rey, justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en un joven
borriquillo”. Esto le hacía ver al Mesías salvador, no como un caudillo
guerrero, sino como un rey que lograba la victoria a base de justicia, amor y
humildad, no a base de fuerza. Así lo anunciaba también el profeta Isaías
cuando decía, en el primer poema del siervo de YHVH escrito en un sonoro verso:
“No gritará, no alzará la voz, no voceará por las calles. No romperá la caña
que se quiebra ni apagará el pábilo vacilante. Proclamará fielmente la
salvación, y no desfallecerá ni desmayará hasta implantarla en la tierra. Los
pueblos lejanos anhelan su enseñanza”. Pero le daban escalofríos cuando
leía, en el cuarto poema del siervo de YHVH, el que se conocía como el del Siervo
Sufriente, que decía, entre otras cosas en versos ominosos: “Él llevaba
nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos, […] Eran nuestros pecados
los que le traspasaban y nuestras culpas las que le trituraban. […] Andábamos
todos errantes, como ovejas sin pastor, cada cual por su camino y El Señor
cargó sobre él todas nuestras culpas. Sufrió el castigo para nuestro bien y en
sus llagas hemos sido curados”, aunque el final de este poema se abría a la
luz y a la esperanza: “Por haberse entregado en lugar de los pecadores,
tendrá descendencia, prologará sus días y por medio de él tendrán éxito los
planes de El Señor. Después de una vida de aflicción, comprenderá que no ha
sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas.
[…] Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores”.
Siempre que leía esto, la esperanza final superaba con creces la tristeza del
sufrimiento.
Fruto
de estas lecturas fue un creciente amor al Dios de Israel, Elohim, que así
amaba a su pueblo y a todos los hombres. Ese amor la llevó a tomar una decisión
extraña para cualquier mujer de Israel: dedicar toda su vida en virginidad a Dios.
Era extraña porque no existía semejante costumbre en Israel. No había ni un
solo caso en las Escrituras que presentase esa figura para la mujer. María lo
sabía, pero eso fue lo que sintió en el fondo de sí misma y lo que le ofreció a
El Señor. Y estaba segura de que Dios había acogido su ofrenda.
María
estaba muy unida con su prima Isabel, hija de una prima hermana de Joaquín, que
era para ella como una madre. Estaba casada con Zacarías, un sacerdote del
turno del Templo, pero no podía tener hijos. Esto la atormentaba enormemente
porque los otros sacerdotes del Templo murmuraban que era un castigo de YHVH por
haberse casado con Zacarías que, como miembro de la clase sacerdotal, era de la
tribu de Leví, siendo ella de la de Judá. Si no tener hijos ya era de por sí
algo oprobioso para cualquier mujer israelita, la idea de que era por un
castigo divino era insoportable. Ella y Zacarías eran unas personas bondadosas
y llevaban toda su vida rezando a Dios para que les permitiese tener hijos,
pero lo cierto es que Isabel había llegado hacía tiempo a la menopausia y ya
era imposible que eso ocurriese. Por eso volcaba en María su instinto maternal
y la quería como si fuese hija porque, además, se daba la situación de que Ana,
la madre de María, era más bien, por edad, como su abuela. Por eso, de cuando
en cuando, Isabel iba a escondidas a visitar a María para consolarse de su
falta de hijos y por las sabias palabras de su joven prima. Porque siempre que
iba a verla, María le contaba, llena de ardor juvenil, todos los casos de las
mujeres estériles de las Escrituras que habían tenido hijos a una edad tardía: Sara,
Rebeca, Raquel, Ana, la madre de Samuel; Hatzlelponi, la madre de Sansón y otras más. Hasta mi madre me tuvo a
mí siendo ya mayor. ¿Por qué tú no? –le preguntaba–. Nada hay imposible
para Dios –la consolaba cuando Isabel le decía que ella no era tan
importante como esas mujeres. Esas mujeres no eran importantes en sí mismas.
Lo que era importante era que tuviesen un hijo que cumpliese los designios de El
Señor. ¿Qué sabes a lo que estaría destinado tu hijo si Dios te lo diera?
Incluso podría ser el Mesías que tiene que venir. Algo me dice que está a las
puertas. Y, ni siquiera es necesario que sea un hombre importante. Mira, mi
madre me tuvo a mí, que no soy más que una pobre niña de Nazareth sin ninguna
importancia. E Isabel soñaba con su hijo, sin pensar cuan importante
pudiera ser. Más aún, prefería que fuese simplemente su hijo o su hija. Un niño
o una niña sin otra misión que ser bondadosos.
En su última visita a Nazareth, María le contó
a Isabel su deseo de consagrarse en virginidad a El Señor. Isabel la miró con
extrañeza. ¿Por qué quieres hacer eso? Tu misión es la maternidad, engendrar
vida. Casarte con un buen hombre y da hijos a El Señor, como las grandes
mujeres, como Débora y Judith o como la reina Esther” –le decía. María
asentía con la cabeza maquinalmente, y le decía que a Isabel que sí, que
conocía a esas grandes mujeres, pero que ella quería ser de El Señor, sólo
suya, la sierva de El Señor. Mi vida no será estéril –decía con alegría–
porque El Señor me hará fecunda a su manera, porque “sus caminos no son
nuestros caminos”.
Una tarde, durante esa visita, Joaquín y Jacob reunieron
a sus dos familias y Jacob, solemnemente, anunció que él y Joaquín habían
decidido que sus hijos José y María se desposasen. José tenía unos treinta
años, pero María era todavía muy joven, apenas quince años, por eso, tras los
desposorios, lo dos vivirían separados hasta que María fuese un poco mayor. La
cara de José resplandeció de alegría. Siempre había tenido un inmenso cariño y
hasta admiración por aquella niña, quince años más joven que él pero que
conocía las Escrituras mucho mejor que él y contaba historias maravillosas de
los reyes de Israel y de sus profetas, de la misericordia de El Señor pero,
sobre todo, del Mesías, embelesando a todo el que la oía. Sin embargo, nunca
había pensado en ella como su esposa. Pero en ese momento fue como si se
descorriera un velo de delante de sus ojos, y vio en María a la mujer que su
alma llevaba anhelando desde siempre. Se acercó a ella, y tomando sus pequeñas
manos entre las suyas y mirándola a los ojos, le preguntó si quería ser su
esposa. María también admiraba y quería a ese hombre bueno, fuerte y trabajador
que era José. Un carpintero que hacía los mejores trabajos de toda Galilea y al
que le venían encargos de todo tipo de Caná, de Cafarnaum, de Betsaida, de Magdala
y de más allá. Sonreía a José con dulzura, pero su mirada estaba perdida,
ausente, mirando mucho más allá de los ojos de José. Si esa es la voluntad
de nuestros padres –le dijo sin mucha convicción–, seré tu esposa.
José, para el que no había pasado desapercibida la mirada ausente de María
calló por unos segundos. Al cabo de un rato dijo con voz temblorosa: No,
María, no seas mi esposa sólo porque eso sea lo que les gustaría a
nuestros padres. Te pregunto a ti, y sólo a ti. Dime la verdad, sólo la verdad,
no temas herirme. Te pregunto solemnemente, ¿quieres ser mi esposa, ante Dios,
para siempre? Los ojos de José brillaban de emoción al preguntárselo. La
duda de María duró una imperceptible fracción de segundo. Inmediatamente supo
que todo estaba tejido por YHVH, que todos los destinos estaban en sus manos. Su
sonrisa se amplió, sus ojos se fundieron en la mirada de José y, con una gran
alegría solemne en su voz de niña le dijo: No podría tener ningún otro
marido mejor que tú, José, para siempre, ante Dios y ante los hombres. Has sido
para mí siempre un referente, un apoyo. He visto en ti la resistencia de Jacob y
el valor del Gran Rey David. Y, al mismo tiempo, eres bueno y recto como Tobit
y sabio como el profeta Samuel. Te he admirado desde que tengo el primer
recuerdo de ti. ¿A qué hombre podría consagrar mi vida sino sólo a ti? Sólo el
mismo Dios podría disputarte mi entrega, pero está claro que él quiere que tú
seas el compañero de toda mi vida. Entonces José se puso a bailar, dando
saltos de alegría y a María le pareció que era el mismo Dios el que bailaba,
como decía el profeta Sofonías y se puso a bailar con él. Todo el mundo se unió
a la alegría. También los habitantes de Nazareth, que habían aprendido a amar a
las dos extrañas familias que hacía más de quince años habían llegado a su
pueblo y, muy especialmente, a María, que siempre estaba al lado de los que estaban
tristes y sufrían, como si tuviera un imán para detectarlos. Cuando acabó la
fiesta, José se acercó a María y le dijo con una voz tan feliz como solemne: No
sé lo que me quisiste decir con lo de ‘sólo el mismo Dios podría disputarte mi
entrega’. Cuando me miraste a los ojos la primera vez, vi en ellos algo que me
hablaba sin palabras de esa entrega. No me digas nada ahora, pero quiero que
sepas que jamás, jamás, le reclamaría a Dios lo que fuese suyo. Y después,
le puso un dedo en los labios pidiéndole silencio y se fue a su casa.
Cuando María e Isabel se quedaron a solas,
Isabel le dijo: Ya ves, María, El Señor tiene para ti planes distintos de
los que tú tenías. Vas a ser esposa de José y tendrás hijos con Él para El
Señor. Me alegro inmensamente por ti. Pero María le respondió. No, no va
a ser tan sencillo. Ya sabes que “sus caminos no son nuestros caminos”. Pero sí
sé que su voluntad, esta tarde, era que le dijese sí a José alegrando su
corazón. Y seré fiel a ese sí hasta que la muerte nos separe. Pero sé también
que seguiré siendo en exclusiva de El Señor. No sé cómo se pueden conciliar
ambas cosas, pero ya sabes que sé que “nada hay imposible para Dios”. Así que,
hágase en mí según su palabra. Al día siguiente, Isabel volvió a Ain Karen,
en las montañas de Judá, donde vivía con Zacarías.
Unos dos años después de su partida, una cálida
noche de Septiembre, en sueños, supo que Isabel, por fin, se había quedado
esperando. Se despertó llena de alegría. Rayaba el alba. Una luz tenue entraba
por el ventanuco de su habitación filtrándose, entre los paños que servían de
cortinas, movidos por una suave brisa acariciadora. Se sentó en la cama y le
dio gracias a Dios por haber escuchado su oración y haber hecho que Isabel
concibiera un hijo. Cuando toda la familia se despertó, ella les dijo a todos
con la mayor naturalidad, como si estuviese contando que una gallina había puesto
dos huevos, que Isabel estaba esperando un hijo. Por supuesto, nadie la tomó en
serio. ¿Cómo iba a quedarse esperando Isabel, a su edad? Pero ella, siempre sin
darle importancia, insistió: Isabel está esperando, me lo ha dicho El Señor
en un sueño, y dejó el tema. Al cabo de unos días llegó de Ain Karen un
criado de Zacarías con la noticia. Zacarías había tenido una visión cuando,
siendo su turno, ofrecía el sacrificio junto al Sancta Sactorum. El arcángel
Gabriel le había anunciado que Isabel se quedaría embarazada cuando él volviese
de Jerusalén. Como no lo había creído, le había dejado mudo. Pero al volver a
Ain Karen, tuvo relaciones con Isabel y ésta, efectivamente, quedó esperando. La
alegría fue enorme y todos se quedaron admirados de que María lo hubiese sabido
unos días antes. Pero ella no sacó el tema y nadie se atrevió a preguntarle.
Pero desde ese día todos la miraban con un atisbo de reverencia.
Pasados casi seis meses, Joaquín y Jacob
llamaron a María para hablar con ella y le dijeron: Aunque José no tiene
ninguna prisa por celebrar la boda definitiva y nos dice que eres tú la que
debes decidir el momento, nosotros creemos que ya tienes dieciocho años y no se
debería demorar más esa unión. Pero, naturalmente, eres tú la que lo tienes que
decidir. Ella, sin dudarlo un momento les respondió. El Señor habla por
vuestra boca, como padres que sois de José y de mí. Hágase su voluntad.
Entonces llamaron a José, que entró en la habitación, tomó las manos de María
entre las suyas y la sonrió con lágrimas en los ojos. Ella, discretamente, se
había puesto el velo por delante de la cara como decía la tradición. Decidieron
que la ceremonia se celebrase una semana más tarde, justo al día siguiente de la
Pascua. Era una buena excusa para no subir a Jerusalén a celebrar la Pascua.
Joaquín, Jacob y sus familias no solían subir, porque temían ser descubierto
por Herodes o por los sacerdotes del Templo, que venía a ser lo mismo. Pero la
noche anterior a la boda, la noche de Pascua, la primera luna llena de
Primavera, al rayar el alba, le ocurrió a María algo parecido a lo que sucedió en
el amanecer en el que supo que Isabel estaba embarazada. Se despertó con la
sensación de que algo grande iba a ocurrir, se sentó en la cama y dijo, como
hiciese siglos antes el profeta Samuel siendo un niño: “Habla, Señor, que tu
sierva escucha”. Entonces una luz enormemente más fuerte que la del alba se
filtró a través de los paños de las ventanas formando haces verticales de luz
brillante que danzaban agitados por la brisa. Partículas de polvo flotantes los
atravesaban al azar, destellando ligeramente a su luz. De repente, las partículas
de polvo formaron una nítida imagen al reflejar la luz de los haces. Era la
figura de un ángel, con sus inmensas alas desplegadas. La brisa arreció y se
filtraba por las mosquiteras de alambre que cerraban el paso de la ventana para
insectos y serpientes. Y el viento, que empezaba a parecerse a un vendaval, silbando
al pasar por entre los alambres parecía articular palabras que decían:
“Dios te salve, llena de gracia, El Señor está
contigo”.
María
se sorprendió y tuvo un pequeño sobresalto. ¡Era todo tan inesperado! ¿Qué
significaba lo que estaba viendo y oyendo? Pero inmediatamente, como si leyese
sus pensamientos, la voz la tranquilizó y le dio la respuesta.
“No
temas, María, pues Dios te ha concedido su favor. Concebirás y darás a luz un
hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Él será grande, será llamado Hijo del
Altísimo; Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la estirpe de
Jacob por siempre, y su reino no tendrá fin”.
A
pesar de su fuerza y de lo insólito del mensaje, la voz sonaba suave,
acariciadora, un poco hipnótica. Había en ella un acento de ansiedad y de
esperanza. No era una orden, sino una petición. Era evidente que necesitaba su
aprobación. No le cupo duda de que era la voz del arcángel Gabriel, el mismo
que había anunciado a Zacarías la concepción de su hijo. Tuvo un sentimiento
indefinible al darse cuenta de lo que se le pedía y al pensar que los planes
del Altísimo dependían de ella. A Zacarías, simplemente, se lo habían
anunciado. A ella le estaba pidiendo permiso el mismísimo YHVH. Inmediatamente
tuvo consciencia de lo que se le pedía. YHVH le pedía, de un solo golpe, si quería ser madre del Rey Mesías, del Hijo
del Hombre anunciado por el profeta Daniel, del Siervo de YHVH, incluido el del
cuarto poema, el del Siervo Sufriente, aquel por medio del que tendrían éxito los
planes de El Señor, y madre del mismísimo YHVH.
No
pudo evitar que se le vinieran a la mente las palabras de Jeremías, el gran
profeta, cuando se lamentaba de su elección:
"Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me parió
no sea bendito. Maldito el hombre que alegre anunció a mi padre: ‘Te ha nacido
un hijo varón’, llenándole de gozo. Sea ese hombre como las ciudades que El
Señor destruyó sin compasión, donde por la mañana se oyen gritos, y al mediodía
alaridos. ¿Por qué no me mató en el seno materno, y hubiera sido mi madre mi
sepulcro, y yo preñez eterna de sus entrañas? ¿Por qué salí del seno materno
para no ver sino trabajo y dolor y acabar mis días en la afrenta?”
Todo
esto pasó en una medida imperceptible de tiempo. Pero muy, muy, muy por encima
de todos esos pensamientos, la invadió una ola de alegría y de asombro; ¿por
qué ella, una niña de un villorrio de Galilea, era la elegida para esta misión?
¿Es que no había en Israel Déboras o Judiths, mujeres fuertes, que pudieran
hacerlo infinitamente mejor que ella? Pero, todavía mucho más por encima que la
alegría, el asombro y de sus preguntas, estaba un inmenso abandono en la voluntad
de YHVH. Pero, ¿acaso no le había pedido también YHVH que le consagrase su
virginidad perpetua? Esto era para ella tan cierto como la voz y la visión del arcángel
Gabriel. Cuando había dicho sí a José lo había hecho con una indefinible
esperanza de que su marido la comprendiese y respetase su deseo de virginidad.
Pero ahora Dios le pedía que concibiese y diese a luz un hijo. Parecía una insalvable
contradicción dentro de la voluntad de YHVH, lo que era impensable. Por eso, no
por duda, pues ya tenía totalmente decidido su SÍ incondicional a esa voluntad,
preguntó a Gabriel:
“¿Cómo
será eso, si no tengo relaciones con ningún hombre?”
Muy
en el fondo de su alma, temía que Gabriel la pudiese decir algo así como:
retrasa tu viaje, cásate con José y ten un hijo con él. O: Todo empezará cuando
vuelvas de tu viaje. No le daba miedo porque no amase a José, sino porque esto
daría al traste con su ofrecimiento total a El Señor. En vez de esas
aprensiones, lo que oyó fue:
“El
Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra;
por eso, el que va a nacer será Santo y se llamará Hijo de Dios”. Le recordó
entonces lo del embarazo de su prima Isabel, para, después, repetir las
palabras que ella le había dicho tantas veces a su prima: “Porque nada hay
imposible para Dios”.
La
ola de alegría y de asombro se convirtió en un tsunami tras lo que acababa de
oír. Sería madre y, al mismo tiempo, seguiría conservando, para sí y para Dios,
aunque no para el mundo, su entrega virginal a El Señor. Claro que se planteó
que tenía que hablarlo con José, pero no le cabía la menor duda de que José la
creería respecto a su castidad y respetaría su entrega de virginidad. Revivió
las últimas palabras que él le dijo el día de sus esponsales. ¡Qué bueno era
José! Recordó entonces cómo, según contaban los judíos de Alejandría cuando
venían para las fiestas, setenta sabios judíos habían hecho, para los judíos de
esa ciudad, que ya no sabían hebreo, una traducción al griego de las
Escrituras. Y en esa traducción, en el pasaje de Isaías que ella conocía tan bien
y que decía que la señal de Dios iba a dar al rey sería que una joven
concebiría y daría a luz un hijo, los sabios, de común acuerdo, habían
traducido la palabra hebrea almah, que significa joven, por parthenós,
que significa, inequívocamente, virgen. Ella sabía algunos rudimentos de
griego, porque era la lingua franca en la que se entendían todos los
súbditos de la parte oriental del Imperio y oía las conversaciones de su padre,
de Jacob y de sus hijos con los que venían a encargarles trabajos de
carpintería. Siempre le había chocado que setenta sabios griegos hubiesen acordado
hacer esa traducción, porque la palabra hebrea para virgen era betulah,
no almah. Cierto que cuando las Escrituras de refieren a Rebeca, la
prometida de Isaac, utilizan la palabra almah, con el significado
inequívoco de virgen, pero aún
así, almah era doncella, joven. ¿Por qué, entonces –se preguntaba
María–, esa traducción inequívoca de los setenta sabios por virgen? En
ese momento, lo entendió. ¡La joven, que concebiría y daría a luz un hijo
siendo virgen, ERA ELLA! Entonces contestó, con sencillez, pero con convicción,
bajando los ojos:
“¡Aquí
está la sierva de El Señor! ¡Hágase en mí según su palabra!”
La
alegría la inundaba y algo dentro de ella cantaba y bailaba. Pero su cuerpo se
quedó inmóvil, sentado en la cama, con las manos puestas sobre su vientre,
acariciando a la nueva vida que sabía que se acababa de formar en ella. La
mirada de sus ojos, muy abiertos, se perdía en el infinito bajo unas cejas
ligeramente arqueadas por el asombro y una tenue y apenas perceptible sonrisa se
dibujó en la comisura de los labios cerrados. No supo cuánto tiempo estuvo así.
El tiempo dejó de existir y se encontró como si estuviera en la eternidad. La
voz de su madre la sacó de su ensimismamiento. Niña, date prisa, que hay que
preparar todo para tu boda –le dijo.
Se
levantó, llevó a cabo con parsimonia su aseo matinal, se vistió y salió de su
habitación. Su mirada seguía perdida, sus ojos muy abiertos y su leve sonrisa
no se desdibujó de sus labios. Con una mirada soñadora empezó a ayudar en los
preparativos. Pero iba como flotando de aquí para allá, interfiriendo más que
ayudando, con la mirada perdida y esa leve sonrisa en sus labios. Su padre, su
madre, Jacob y su mujer y José, que también se afanaban, cruzaban miradas como
preguntándose: ¿Qué le pasa a María? En un momento dado, hacia el
mediodía, María se acercó a José, apoyó las palmas de sus manos en su pecho, le
miró con profunda seriedad –la tenue sonrisa había desaparecido de sus labios y
su mirada se clavó en la de José–, se puso de puntillas y le dio un beso en la
mejilla. Después le susurró al oído: Tenemos que hablar, ahora.
Esas
palabras no esperaban réplica. De hecho, María tomó a José por el brazo y le
condujo, sin decir una palabra, a las afueras de Nazareth. José se dejaba
llevar, entre confuso e intrigado. Cuando estuvieron tras un pequeño montículo,
ocultos a cualquiera que estuviese en el pueblo, se volvió hacia él y le dijo que
estaba embarazada. A José se le heló en la cara la expresión de curiosidad que
había en ella, transformándose, primero en extrañeza y, después, en tristeza.
Inmediatamente María le contó la conversación con Gabriel al amanecer de ese
día. Cuando acabó, le dijo: Tienes que creerme, José, tienes que creerme, es
cosa de El Señor, y su mirada se volvió suplicante. José se quedó con la
vista perdida y, con expresión indefinible le dijo: Quiero creerte, María, Dios
sabe cómo quiero creerte, pero tengo que reponerme y pensar un rato. Pero una
cosa sí que te digo ahora –y su voz adquirió un tono de profunda
determinación–. Juro ante Dios que la boda se celebrará esta noche. Sea cual
sea la causa del embarazo, no te dejaré expuesta al oprobio. Ante el mundo yo
seré el padre de ese hijo que llevas en tus entrañas. Si es del Altísimo, que
Él sea bendito. Ya te dije que jamás le reclamaría a Dios lo que fuese suyo. Si no lo es, también seré
su padre. Pero necesito un tiempo para pensar. Y dicho esto, dio media
vuelta y se alejó trastabillando. María no intentó seguirle, pero le dijo con
una voz recia que el oyó perfectamente. ¡Es del Altísimo, José, ante Él te
lo digo, es del Altísimo! Y tras una pausa, con un cariño infinito: ¡Qué
bueno eres, José, qué bueno eres!
José
entró en Nazarth, dijo que se encontraba mal y que se iba a dormir un rato.
María entró unos minutos más tarde y siguió trabajando en los preparativos. Su
mirada volvió a perderse en el infinito y el esbozo de sonrisa volvió a sus
labios. Cuando José entró en su habitación, se tumbó en la cama e
inmediatamente cayó en un profundo sueño. En él, oyó una voz profunda, misteriosa,
como procedente de algún lugar más allá de este mundo, que le decía: “José,
Hijo de David, no tengas reparo en recibir con alegría a María como
esposa tuya, pues el hijo que espera viene del Espíritu Santo. Dará a luz un
hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados”. Inmediatamente se despertó –no habrían pasado más de unos pocos
minutos–, saltó de la cama, salió corriendo de su casa, buscó a María y la
abrazó con todas sus fuerzas. La elevó en el aire y se puso a dar vueltas con
ella al son de una música imaginaria. Los padres de ambos se miraron con
alegría y se sonrieron al tiempo que elevaban los hombros como diciendo: Mira
cómo se quieren, ¡qué buena elección hemos hecho! Y los preparativos para
la boda siguieron con más alegría que antes.
Tras
la boda, José y María se retiraron para pasar la noche en la habitación de los
padres de José, que se la cedieron. José se tumbó en una estera en el suelo,
junto a la cama y, antes de dormirse, habló a El Señor con su corazón. Le pidió
la gracia de querer siempre a María, respetar su decisión de pertenecerle solo
a Él y saber ser ante el mundo el padre del niño que iba a nacer. Cuidar,
proteger a ambos y educar a Jesús en lo que pudiese educarle mientras Él le concediese
vida. Así se quedó dormido plácidamente. María no durmió. Mantuvo el candil encendido
y, a su luz temblorosa, se pasó la noche contemplando el rostro de José que,
dormido, sonreía.
Al
día siguiente, al atardecer, llegó un criado de Ain Karen. Isabel estaba
teniendo un embarazo muy duro y pedía a María que fuese con ella para ayudarla.
Ni María ni José lo dudaron un instante. Al día siguiente, María partiría para
Ain Karen. José no podía ir con ella porque tenía que seguir en la carpintería.
Tenían trabajos que debían entregar con urgencia. Acordaron que María se
quedaría hasta que naciese el hijo de Isabel. Era un largo viaje porque tenían
que bajar hasta el Jordán para cruzar a la otra orilla antes de llegar a Samaria,
por donde la Ley prohibía pasar. Después deberían descender la corriente de
este río por la orilla oriental hasta el vado de Betania y, allí, volver a
cruzar el Jordán enfrente de Jericó para, desde allí subir por el desierto de
Judá hasta Jerusalén, rodear la ciudad y seguir subiendo por las montañas de
Judá hasta Ain Karen. Durante el largo camino, María iba dándole vueltas a una
idea. Mientras la profecía de Isaías decía que el nombre del niño que nacería
de la virgen era Emmanuel, Dios, Elohim, con nosotros, el ángel le había dicho
que pusiese al niño por nombre Jesús, YHVH salva. Recordó que a muchas personas
de las Escrituras, Dios les daba dos nombres. Uno, el que nadie más que Dios
sabía, era el nombre de la esencia del ser de la persona. El otro, representaba
la misión que tendría para cambiar el mundo. Eso pasaba con esos dos nombres de
su hijo, el de la profecía y el del ángel. Emmanuel, Dios, Elohim, con nosotros,
era el nombre esencial. Jesús, YHVH salva, era el que describía su misión. Su
hijo vendría al mundo para salvarlo, si bien para ello tendría que sufrir, como
el Siervo Sufriente de YHVH. Pero esto, aunque la inquietaba, no le quitaba la
paz. A través de su sufrimiento, el de su hijo y el suyo, tendrían éxito los
planes de El Señor. Dios les daría el consuelo para sobrellevarlo.
Fue
un viaje largo de diez días de etapas relativamente cortas, porque María se
encontraba bastante mal, con náuseas y mareos. No podían seguir el ritmo de ninguna
caravana, pero no había peligro de ser asaltados porque había un flujo continuo
de gente que volvía de Jerusalén a Galilea tras la Pascua. Una tarde, casi a la
puesta del sol, divisaron en la ladera de una colina las casas del pequeño
poblado de Ain Karen. Isabel, que ya estaba de seis meses de embarazo y
descansaba en una siesta cada tarde, había visto en un sueño la llegada de su
prima, se levantó de la cama y esperó a María en una esquina del patio cuadrado
de columnas que estaba en el centro de su casa. Junto a ella estaba Zacarías y,
detrás, todas sus criadas. Cuando María cruzó el umbral, justo en la diagonal
del patio, y vio a su prima, la saludó deseándole la paz. ¡Shalom!– le dijo.
Nada más oír el saludo de María, Isabel sintió como su hijo daba saltos de
alegría dentro de ella y notó, súbitamente, cómo una fuerza vivificadora la llenaba
mientras la alegría del hijo de sus entrañas se traspasaba a ella. Casi
corriendo, se acercó a María y se arrodilló ante ella, para asombro de todos los
presentes, especialmente de Zacarías. Sintió que las palabras salían solas de
su boca sin que ella las quisiese pronunciar, como cuando los profetas
anunciaban los oráculos de YHVH a grandes voces.
“Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Pero, ¿cómo es posible
que la madre de Mi Señor venga a visitarme? Porque en cuanto oí tu saludo, el
niño empezó a dar saltos de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú que has creído,
porque lo que te ha dicho El Señor se cumplirá!”.
Asombrada
de sus propias palabras, notó cómo, mientras las pronunciaba, todos los que
estaban en la casa se arrodillaban como ella. Por fin, el propio Zacarías se
arrodilló a su lado. María levantó del suelo a Isabel, pero todos los demás continuaron
arrodillados. Entonces María recordó, como en un flash, simultáneamente, muchos
pasajes de las Escrituras que se iban hilvanando solos, modificándose,
mezclándose, transformándose en un verso con rima y ritmo majestuosos, brotando
de sus labios como una fuente de aguas caudalosas aunque mansas. Lenta,
parsimoniosa, solemnemente, dijo:
“Mi
alma glorifica a El Señor
y
mi espíritu se llena de alegría
en
Dios, mi Salvador,
porque
ha mirado
la
humildad de su sierva.
Desde
ahora me llamarán
bienaventurada
todas las generaciones,
porque
el Poderoso ha hecho
cosas
grandes en mí.
Su
Nombre es Santo,
y
su misericordia es eterna
para
aquellos que le honran.
Él
ha mostrado la fuerza de su brazo,
ha
dispersado a los soberbios de corazón,
ha
derribado a los poderosos de sus tronos
y
ha encumbrado a los humildes.
Él
ha saciado a los hambrientos
y
a los saciados los ha despedido vacíos.
Ha
tomado de su mano a Israel, su siervo,
acordándose
de su misericordia,
como
lo había prometido
a
nuestros antepasados,
en
favor de Abraham
y
de sus descendientes para siempre jamás”.