En este vídeo explico con razonable sencillez y claridad este complejo asunto. Espero que resulte interesante.
30 de octubre de 2021
29 de octubre de 2021
Una lamentable interpretación del Papa Francisco del milagro de la multiplicación de los panes y los peces
Desde que Jorge Mario Bergoglio fuese elegido Papa Francisco, le he defendido con toda mi alma en todo lo que se refería a sus enseñanzas sobre el dogma y la moral, incluso contra gente que le atacaba en su aspecto doctrinal por supuestos atentados a ese dogma y esa moral en alguna de sus encíclicas, más en concreto, en la “Amoris laetitia”. Por otro lado, también desde el principio, me ha irritado cómo, desde una manifiesta ignorancia de economía y un sesgo populista-peronista decía cosas absurdas acerca del sistema económico que mata y cosas por el estilo, naturalmente, aplaudidas por todos los populistas del mundo, podemitas incluidos. Cierto que en ningún momento ha dicho textualmente que ese sistema que mata es el capitalismo, pero “a buen entendedor pocas palabras bastan”. Pero este pasado 25 de Julio de 2021, ha sido el colmo. Una vez más, desgraciadamente, el Papa Francisco enseña por debajo de la puerta su visión empobrecedora de la economía con tintes marxistas. Y lo hace a través de una lamentable exégesis del milagro de Jesús de la multiplicación de los panes y los peces.
La lógica marxista es la del del reparto de la pobreza. Han conseguido, mediante su máquina de propaganda, inculcar en la cabeza de la gente que la economía –y la vida en general– es un juego suma 0. Es decir, si uno gana más, necesariamente es a costa de que otro gane menos. Esto convierte inmediatamente a los ricos en ladrones y es la puerta a la lucha de clases. La lógica marxista odia la creación de riqueza –de cualquier tipo–, sencillamente, porque jamás ha sido capaz de crearla. Aplica a la economía –y a la vida– la idea del reparto de lo que hay y, claro, acaba en el reparto de la miseria. Esto no es una teoría, es un hecho empíricamente comprobable.
Pues bien, en las palabras que el Papa Francisco lanzó urbi et orbe desde el balcón del Vaticano tras el rezo del Ángelus del 25 de Julio de 2021, se hace eco de esta forma marxista de ver la vida, reinterpretando el milagro de Jesús de la multiplicación de los panes y los peces. No sé desde cuándo, en todos cometarios, notas y títulos sobre el Evangelio, se da a este pasaje el nombre de “multiplicación de los panes y los peces”, pero yo siempre lo he oído llamar de esa manera, desde los tiempos ya lejanos en que era niño y me enseñaban religión en el colegio. Pues ahora resulta que no. Que el milagro, en realidad, se debería llamar, según Francisco, el del “reparto de los panes y los peces” o, peor todavía, “división de los panes y los peces”. Oigamos, ya que fue un discurso.
“Nosotros tratamos de acumular y aumentar lo que tenemos; Jesús, en cambio, pide dar, disminuir. Nos encanta añadir, nos gustan las adiciones; a Jesús le gustan las sustracciones, quitar algo para dárselo a los demás. Queremos multiplicar para nosotros; Jesús aprecia cuando dividimos con los demás, cuando compartimos. Es curioso que en los relatos de la multiplicación de los panes presentes en los Evangelios no aparezca nunca el verbo ‘multiplicar’. Es más, los verbos utilizados son de signo opuesto: ‘partir’, ‘dar’, ‘distribuir’ (cf. v. 11; Mt 14,19; Mc 6,41; Lc 9,16). Pero no se usa el verbo ‘multiplicar’. El verdadero milagro, dice Jesús, no es la multiplicación que produce orgullo y poder, sino la división, el compartir, que aumenta el amor y permite que Dios haga prodigios (por más que leo y releo los pasajes, repetido seis veces en los cuatro evangelios, no leo en ninguno de ellos que Jesús diga eso). Probemos a compartir más, probemos a seguir este camino que nos enseña Jesús”.
La verdad, dudo mucho que, si Jesús y sus discípulos hubiesen repartido unas toneladas de panes y peces que tuvieran –no se pregunte cómo– entre cinco mil hombres, eso hubiese aparecido en el Evangelio, ni como un milagro ni de ninguna otra manera. Indudablemente, hubiese sido un arduo trabajo de los discípulos, pero, ¿milagro? Me imagino la cara de los discípulos cuando Jesús les dijo: “Dadles vosotros de comer”. Es imposible decir sin sonrojo que el milagro no fue la multiplicación. Nada tengo contra el reparto, la distribución o la división, si se quiere llamar así, de los panes y los peces. Al revés, me parece natural que se repartiese. Pero ese no fue el milagro, se mire como se mire. El milagro fue la multiplicación. Si no hay multiplicación no hay reparto. E, indudablemente, hay gente que quiere multiplicar sólo para él. Se llama avaricia y es un pecado capital. Pero, ¿todo el mundo que multiplica los bienes lo hace para sí sólo? No es eso lo que yo veo en el mundo. Cuando veo a Amancio Ortega –por citar un nombre de los cientos que podría citar y de las decenas o centenas de miles que no conozco–creando riqueza que beneficia a quienes trabajan para él y a todo el que compra en Zara, no se me viene a la cabeza la idea de avaricia ni de que multiplique sólo para él. Y cuando, tras pagar religiosamente sus impuestos –no como dicen los envidiosos podemitas–, hace donaciones importantísimas a la Seguridad Social en maquinaria para curar enfermedades –claro, no las hace en dinero para que los podemitas se lo gasten a su antojo en estupideces perversas–, menos me lo parece. De hecho, él –y todos los que podría y no podría citar– se quedan sólo con una pequeña parte de la riqueza que crean para millones de personas. Y cuando leo, escrito categóricamente, que la multiplicación produce orgullo y poder, mi asombro ante semejante afirmación no tiene límites. Me parece estar leyendo un tweet de un podemita.
Pero si ese párrafo me genera asombro, el siguiente, ya me deja con la boca abierta y los ojos como platos:
“Tampoco hoy la multiplicación de los bienes resuelve los problemas sin una justa distribución. Me viene a la mente la tragedia del hambre, que afecta especialmente a los niños. Se ha calculado —oficialmente (¿es lícito que me pregunte que cálculos oficiales ha consultado Franciasco?)— que alrededor de siete mil niños menores de cinco años mueren a diario en el mundo por motivos de desnutrición, porque carecen de lo necesario para vivir. Ante escándalos como estos, Jesús nos dirige también a nosotros una invitación, una invitación similar a la que probablemente recibió el muchacho del Evangelio, que no tiene nombre y en el que todos podemos vernos …’ ”.
A mí, como al Papa y como a todo ser humano de buena voluntad, también me da una tristeza inmensa los niños menores de cinco años, aunque sea sólo uno, que mueren de desnutrición. Pero resulta que el Banco Mundial –no sé que fuentes oficiales utiliza el Papa– afirma que por primera vez en la historia de la humanidad la pobreza extrema ha bajado del 10% y que, si bien su ritmo de descenso ha bajado, lo que puede poner en peligro las previsiones de su disminución al 3% en 2030, no cabe duda de que en menos del tiempo de vida que les queda a mis hijos, desaparecerá totalmente. En los últimos 25 años ha bajado del 36% al 10%. (Ver al final link sobre estos datos del Banco Mundial) Esto no es un consuelo. Cuando se haya acabado con la pobreza extrema –o, más bien, mientras se acaba con ella– hay que hacer que retroceda la pobreza no tan extrema. Y tengo por seguro que está retrocediendo y que lo seguirá haciendo y de que, capa a capa, cada nivel de pobreza irá desapareciendo. Pero esto es un proceso que no se produce, como a todos nos gustaría, con un chasquido de dedos. Lo irá produciendo e capitalismo. El “I want it all and I want it now” es un infantilismo o simple mala voluntad. Porque la causa de esa disminución de la pobreza y de su eventual desaparición, sólo tiene un nombre: se llama capitalismo, mal que les pese a los populistas, el Papa incluido. Pero hablemos de dar o de compartir, o de dividir. Nunca, jamás, en la historia de la humanidad, ha habido tanta gente que haya dado tanto de lo suyo para causas de beneficencia como en estos momentos. Y la causa de que lo hagan es que en los países ricos, la riqueza creada por el capitalismo, lo permite. Ahora bien, si lo que quiere decir el Papa es que un poder ejecutivo (léase el estado) debe determinar cuál debe ser el nivel de “justa” distribución de la riqueza creada y, más aún, imponer los medios para alcanzar esa supuesta justa distribución, entonces, mi desacuerdo con el Papa se acentúa. Iría contra el concepto de justicia distributiva –dar a cada uno lo suyo–. Porque si Amancio Ortega –o cualquiera de los que podía o no podría citar– ha ganado honestamente lo que ha ganado, creando riqueza para millones de personas, la parte de esa riqueza que ha obtenido es suya y, por lo tanto, no se le puede quitar en nombre de la justicia distributiva. Si esa persona quiere dar voluntariamente parte de lo que es suyo a otros –y Amancio Ortega lo hace y es muy posible que muchos de los que podría o no podría citar, también lo hagan–, será por caridad, no por justicia. Lo dice magníficamente otro Papa, Pío XI, en su encíclica “Quadragesimo anno”:
“… los
ricos están obligados por el precepto gravísimo de practicar la limosna, la
beneficencia y la liberalidad.
51. Ahora bien, partiendo de los principios del Doctor Angélico (cf. Sum. Theol. II-II q. 134), Nos colegimos que el empleo de grandes capitales para dar más amplias facilidades al trabajo asalariado, siempre que este trabajo se destine a la producción de bienes verdaderamente útiles, debe considerarse como la obra más digna de la virtud de la liberalidad y sumamente apropiada a las necesidades de los tiempos”.
Suscribo esta frase con toda mi alma, pero esa obligación de la que habla el Papa Pío XI es una obligación moral de cada ser humano con su conciencia, no algo que pueda ser impuesto por la virtud de la justicia.
Y tampoco estoy dispuesto a admitir –cosa que el Papa Francisco proclama aquí y allá– que la culpa de la pobreza en los países pobres la tenga el capitalismo –aunque Francisco jamás utilice la palabra capitalismo, cuando utiliza la palabra sistema, es evidente que se refiere a él–. Al contrario, según otro Papa, en este caso Juan Pablo II en su encíclica “Centesimus annus”, afirma que el capitalismo bien entendido –y Juan pablo II sí lo cita por su nombre– es la solución a la pobreza de estos países. Veamos:
“42. Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?
La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre»”.
La frase continúa: “Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa”. Por supuesto, estoy totalmente de acuerdo. Pero eso sería como decir –Juan Pablo II no lo dice, utiliza el condicional: si el capitalismo fuese… – que el capitalismo es la jungla sin ley y esto es totalmente falso. Porque una condición de necesidad para que se desarrolle el capitalismo es, precisamente, el estado de Derecho, que es lo diametralmente opuesto a la jungla. Ciertamente, puede haber ordenamientos jurídicos que no respete “la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso”. Pero dónde existe un ordenamiento jurídico así, ¿se le puede achacar esto al capitalismo? ¿No sería culpa más bien de los políticos que construyen ese ordenamiento jurídico? La culpa de las muchas inicuas leyes que se están creando ahora en España, ¿la tendrá acaso Amancio Ortega? ¿O tal vez Ana Botín? ¿O cualquier otro empresario? La respuesta a estas preguntas es tan obvia que considero un insulto a la inteligencia de los lectores responderlas aquí.
Precisamente, lo que hace que los países pobres estén anclados en la pobreza, es la falta de Estado de Derecho y de la seguridad jurídica necesaria para que se desarrolle el capitalismo. Y esa inexistencia de un Estado de Derecho y de su seguridad jurídica en esos países, se debe a que sus tiranos dictadores, lo impiden. Dadles esa seguridad jurídica y muy pronto aparecerán empresas que crearán riqueza y en una generación el país entrará en la senda del capitalismo y de la creación de prosperidad.
Quiero volver a la frase de Jesús –esta sí, escrita en tres de las seis narraciones evangélicas, de este milagro– “dadles vosotros de comer” y al alivio que debieron sentir los discípulos cuando vieron el milagro de la multiplicación. Creo que esa frase, como todas las de Jesús, no iba dirigida sólo a los discípulos, sino a todos los hombres de todos los tiempos. Pero, ¿podemos esperar que Dios haga todos los días el milagro de la multiplicación? No parece que se pueda esperar semejante cosa. Al menos no ha pasado en los últimos 2.000 años. ¿Entonces? Entonces, Jesús nos pide a los hombres de todos los siglos, que somos las causas segundas a través de las que Él normalmente actúa, que hagamos ese “milagro”. No un milagro sobrenatural, no seríamos capaces de hacerlo. Pero si el milagro de usar para darles de comer cuatro dones que Dios dio al hombre cuando lo creó: La libertad, el afán de superación (creced y multiplicaos, pastoread[1] la tierra), la inteligencia, es decir el ingenio, la creatividad y la voluntad, es decir, la capacidad de orientar nuestro esfuerzo hacia los fines que nos marca la inteligencia. Y exactamente eso es el capitalismo. No es ningún sistema económico que salga de un experimento social creado por un ideólogo. El capitalismo es la etapa actual de un proceso coevolutivo de estos cuatro dones. Y sólo este proceso, que hoy se llama capitalismo, pero que nunca ha dejado de evolucionar hacia mejor y de adaptarse a las circunstancias de cada momento, no sin luchar con muchas trabas, puede cumplir con el milagro de la multiplicación que Jesús nos pide. Hace tiempo llamé al capitalismo “la increíble máquina de hacer pan”. ¡Y a fe que lo es! Este mandato, “dadles vosotros de comer”, me lleva a formular un tipo de justicia que no he leído en ningún sitio, pero que me parece razonable: La justicia “generativa”. La de generar riqueza y prosperidad para, eventualmente, dar de comer abundantemente a los siete mil millones de personas que formamos la humanidad hoy y a los que la formemos dentro de cincuenta, cien o mil años. Por supuesto, después de darnos esos dones, los cristianos creemos que vino el pecado original. Y con él vinieron de la mano todos los demás pecados, en espacial soberbia, avaricia. Los pecados capitales son siete, pero estos dos son los que más atañen a ese proceso que en su estadio actual se llama capitalismo. La inteligencia y la libertad pueden caer en la soberbia y el afán de superación puede acabar en avaricia y seguro que se pueden establecer más conexiones entre esos dones mal usados y varios pecados capitales. Y, por supuesto, esos pecados, ensucian el capitalismo. Pero, ¿hay alguna institución humana, por maravillosa que sea, que no haya resultado ensuciada por estos pecados? ¿Acaso no hay dentro de la judicatura, o de la medicina, o de la arquitectura, o de las familias, que son instituciones nobles, gente con muchos de esos pecados? Por supuesto, no hay actividad o institución en la que participemos los seres humanos, por muy noble que ésta sea, que no esté manchada por esos pecados de los hombres. Pero, ¿las hace eso malas en su esencia? Es evidente que no. Nunca he oído decir que la medicina o judicatura o la arquitectura, o la familia sean malas en su esencia. Entonces, ¿por qué se usa una vara de medir distinta para el capitalismo? Desgraciadamente, junto con el capitalismo, la Iglesia es otra de las instituciones a la que mucha gente considera mala por culpa de los pecados de unos pocos desalmados. En ambas instituciones me pasa lo mismo, aunque en diferentes grados. Aprecio profundamente a ambas –a la Iglesia– la amo– y, precisamente por eso, me enfurecen y detesto a los que las manchan. Pero de ninguna de las dos se me ocurre pensar que sean intrínseca y esencialmente malas. Pero parece que Francisco también tiene dos varas de medir diferentes para la Iglesia y el capitalismo. En cambio, parece que tiene simpatías por los Castro, los Maduro o sus compatriotas, los Kitchner. En Misa, en el momento de las preces, se oye pedir oraciones por prácticamente todos los estamentos de la sociedad, empezando por la Iglesia. Pero nunca, jamás, he oído una sola oración por los empresarios. ¿Es que no son hijos de Dios? ¿Es que no son dignos de oraciones para que desarrollen los cuatro dones sin caer el los pecados capitales que les acechan? ¿Es que no merecen que se pida para ellos sabiduría para saber usar esos cuatro dones?
En fin, ¿qué decir? Pues que, una vez más, tengo que lamentar la osada ignorancia de este Papa sobre todo lo que tenga que ver con economía y su populismo-peronismo que hace que tenga una simpatía natural por los Castro o los Maduro. ¡Qué le vamos a hacer!
[1] Muchas veces en muchos escritos míos he dicho que aunque en las traducciones de la Biblia siempre se utilizan expresiones como “dominad” o “someted”, un amigo mío biblista y conocedor del hebreo dice qur el témino en esa lengua puede traducirse por pastoread.
23 de octubre de 2021
El Evangelio escondido de Mattaj 9. Capítulo VI; Primer encuentro con Jesús
CAPÍTULO VI
PRIMER ENCUENTRO CON JESÚS
- Pero dejadme, antes de proseguir, que os cuente mi viaje a Cafarnaum en busca de Simón –dijo Andrés antes de empezar a contar esa parte de la historia–. Cuando llegué a Cafarnaum, me encontré también con un panorama desolador. Simón estaba tan sólo un poco menos demacrado de lo que estaba Juan cuando regresé. Su negación a comer apenas lo poco que le llevaba su suegra, unida a su melancolía, le habían llevado a un estado lamentable. Cuando me vio, esbozó una leve sonrisa.
- Hermano –me
dijo–, ¿te has enterado de lo de mi pobre Séfora?
- Por eso he venido hermano. Por eso y para darte un abrazo.
Nos abrazamos y Simón rompió a llorar amargamente en mi hombro. Era la primera vez en su vida que veía llorar a Simón. Yo sí había llorado muchas veces en su presencia y, cuando esto ocurría, Simón me miraba con un cierto desprecio –al decir esto, Andrés miró a Simón, pero no se percibía en su voz ni el más mínimo rastro de resentimiento, y Simón, a su vez asentía con la cabeza mientras le sonreía–. Aunque en esos casos Simón intentaba entender la causa de mi congoja, le resultaba imposible, como si en vez de ser hermanos fuésemos representantes de dos razas distintas que no tuviesen los mismos sentimientos innatos.
- Ahora te
entiendo, Andrés –me dijo con voz entrecortada por los sollozos–, ahora a mí
también me falta algo, ahora sé lo que es tener un agujero en el pecho, tener
una herida sangrante e incurable en el corazón.
- Simón, yo ya
he encontrado lo que buscaba –le dije mintiéndome a mí mismo al tiempo que le
mentía a él–. Y creo que lo que yo he encontrado puede llenar también tu hueco
y curar tu herida. Ven conmigo. Quiero que conozcas a Juan, es un hombre de
Dios.
- No me hables de Dios, y menos de ningún hombre de Dios –me dijo con cólera–. Dios me robó a Séfora sin dejarme siquiera un hijo suyo –su cólera se transformó en amargura– y ningún hombre de ese supuesto Dios ni nada de este mundo me la podrá devolver nunca. Mi herida ni tiene cura, ni yo quiero que se cure. Sólo quiero morir y bajar a la fosa para siempre. Y si la muerte no viene ella misma pronto en mi busca, yo mismo iré al centro del lago y me echaré al agua para ahogarme allí. Si no lo hago ya es porque me falta valor, a mí, que nunca me ha dado miedo nada. Pero la desesperación va incrementando mi valor.
Yo me devanaba los sesos pensando qué podía hacer para convencer a mi hermano de que me acompañase. A Simón le animó un poco el reencuentro conmigo y volvió a comer casi con normalidad. Noemí le preparaba los platos que sabía que más le gustaban y, poco a poco, iba recuperando fuerzas. Pero, ninguna fuerza en el mundo era capaz de convencer a Simón de que me acompañase a donde estaba el Bautista, aunque yo lo intentaba todos los días infructuosamente. Un día, después de una comida que Simón había disfrutado especialmente, regada con un poco de vino, mientras Noemí recogía la mesa, lo intenté de nuevo.
- De verdad, Simón, ven conmigo. Juan es un hombre lleno de ardor y fuerza, contagioso en su ilusión, seguro que él es capaz de reconciliarte con Dios y hacerte olvidar a Séfora.
Nunca debí haber dicho semejante cosa.
- ¿Olvidar a Séfora? –dijo Simón levantándose de golpe e inclinándose hacia mí con los puños apoyados sobre la mesa y escupiendo fuego por los ojos–. Si supiese de alguien que pretendiera hacerme olvidar a Séfora, le ahogaría en el lago. Nadie, nunca, jamás, me hará olvidar a Séfora. De modo que ya puedes irte y decirle a tu Dios y a ese Juan, que dices que es un hombre suyo, que se vayan al infierno. ¡Y tú, ve con ellos! ¡Vete con tu Dios y con tu Bautista! ¡Déjame en paz!
Bajé los ojos, herido en lo más hondo por el exabrupto de Simón, pero Noemí saltó como una pantera.
- ¡Simón!, ya basta. Tú has perdido a tu mujer. Pero Séfora era también mi hija, mi única hija, mi niña. Yo sé lo que es perder al compañero de tu vida cuando tan sólo acabas de empezar a compartirla con él, pero tú no tienes ni idea del dolor que es perder a tu única niña. Te he cuidado como si fueses mi hijo. Tú eres ahora el único lazo que me une a este mundo. Si no quieres pescar, no pesques durante una temporada, pero desearte la muerte, despreciar a Dios, negarte a volver a rehacer tu vida, insultar a tu hermano, al que ya has expulsado una vez de tu lado, es algo que no voy a soportar sin decir nada. Ni tú ni yo olvidaremos nunca a Séfora mientras Dios nos de vida. Nadie nos pide eso, ni tenemos que hacerlo. Si a Andrés se le ha escapado decírtelo es porque lleva casi una luna buscando la forma de ayudarte sin que tú le dejes un solo resquicio. No sé si ese tal Juan podrá ayudarte a rehacer tu vida, pero creo que por tus hermanos, Andrés el primero, por tus socios, por mí y, sobre todo, por Séfora, tienes la obligación de intentarlo, de darle a Dios una oportunidad, de dejar de lamer tus heridas y contemplar tu dolor compadeciéndote a ti mismo.
Tras este arranque de indignación, Noemí siguió recogiendo la mesa como si no hubiera dicho nada, casi un poco avergonzada de su atrevimiento. Era una mujer callada, discreta, siempre dispuesta a ceder en cualquier discusión. Por eso, esta reacción dejó a Simón absolutamente desconcertado. Bajó los ojos y con una voz compungida, pero en la que se percibía determinación por primera vez desde la muerte de su mujer, contestó.
- Tienes razón, Noemí. Perdona mi egoísmo. No he sabido darme cuenta de tu sufrimiento, ni de tu abnegación, ni de tu cariño hacia mí. Tú también, Andrés, perdona este disparate de ahora y perdona también toda la incomprensión que he tenido hacia ti toda mi vida. Eres mi hermano del alma, has venido a buscarme para ayudarme y yo te he pagado, como a Noemí, con egoísmo e insultos. Mañana mismo saldremos hacia Judea, a ver a ese Bautista. Se lo diremos a nuestros hermanos pequeños y a los Zebedeos por si quieren acompañarnos.
Se levantó y nos abrazamos, por primera vez en nuestra vida, con auténtico cariño.
La pesquería no podía permitirse prescindir de un solo pescador, ni siquiera por unas semanas. A mí me hubiese gustado llevar a dos de mis otros hermanos, pero ninguno quiso. En su lugar vinieron Jacob y Juan. Ellos no querían, pero su padre les convenció.
- A ver si el Bautista os hace sentar la cabeza –les decía–, parece que tenéis en ella más violencia que espíritu de trabajo.
En vano intenté convencer a Zebedeo que fueran otros de sus hijos que nos acompañasen, porque Jacob y Juan me asustaban. Se mostró inflexible. Eran precisamente Jacob y Juan los que más penitencia necesitaban y, si el bautismo de ese tal Juan servía para algo, eran ellos los que debían recibirlo. Por tanto, serían ellos los que acompañasen a Simón y Andrés o no iría ningún Zebedeo. Los otros ocho que trabajaban en la pesquería eran trabajadores serios y concienzudos y, por añadidura, buenas personas. Los dos pequeños eran demasiado pequeños. No irían más que Jacob y Juan. Punto.
- Y tenía razón –continuó Jacob–. Nosotros éramos
pendencieros. No había riña en la que no nos encontrasen. Fuera del trabajo,
estuviésemos donde estuviésemos, siempre nos parecía que nos provocaban. Una
mirada sostenida, una palabra un poco más alta de lo normal, un gesto de
impaciencia, eran para nosotros ofensas que había que hacer pagar a su autor. Y
cuando alguien no estaba dispuesto a dejarse achantar, saltaba la pelea. No nos
importaba que a veces fuésemos nosotros los que más golpes recibiésemos. Al
contrario, ese riesgo suponía un aliciente para nuestra violencia.
- Lo sé por experiencia –dije terciando en la conversación–.
Jacob era de las pocas personas que no solía recular ante mis matones–. Cuando
iba a recaudar a la pesquería de su padre, tú y Juan –le dije dirigiéndome a
él– os poníais en la puerta y, si creíais que lo que exigía era injusto os
insolentabais hasta insultarme. Varias veces mi gente os tuvo que dar un serio
escarmiento. Entonces, el resto de vuestros hermanos, normalmente pacíficos,
acudían en vuestra defensa y, a veces, la lucha tomaba proporciones de batalla
campal. Recuerdo ese día en el que a mis matones se les fue la mano y dejaron
medio muertos a varios de los vuestros. Lo recuerdo y os pido perdón de todo
corazón por ello. Esta actitud vuestra exacerbaba el demonio de mi orgullo, y
mi amor propio hizo que mis exigencias con vuestra pesquería se hicieran cada
vez más desorbitadas. Un día, no sé si os disteis cuenta del cambio decidí que
no merecía la pena un desgaste semejante cada vez que tocaba exigiros impuestos
y, a partir de entonces, empecé a pediros sólo lo razonable.
- Naturalmente que nos dimos cuenta. Pero si no llega a
ser por nuestro padre –hablaba Jacob–, la precaria paz que se estableció entre
nosotros hubiese dado lugar a un conflicto mayor, porque pretendíamos
provocarte para dejar patente ante todo Cafarnaum que te habíamos vencido y
para que todo el mundo siguiese nuestro ejemplo. Pero nuestro padre nos lo
impidió con una mezcla de súplicas y amenazas de echarnos de la pesquería.
- Lo sé –dije asintiendo–. Siento un enorme respeto por
Zebedeo. Creo que veo en él al padre que me hubiese gustado tener. Es un hombre
completamente hecho a sí mismo, humilde y pacífico, que más de una vez vino a
hablar conmigo en son de paz a pedirme, casi a rogarme, que fuese justo. El
venir a rogarme no le degradaba, al contrario. Su actitud no era servil,
respiraba dignidad por todos los poros. Se veía que hacía eso, que sin duda le
costaba, no por el negocio, sino por vuestro bien. Después de nuestra “tregua”,
vino a verme para decirme que no tuviese en cuenta cualquier provocación que me
hicieseis. “Ellos se sienten orgullosos –me decía– de que, por ese carácter violento,
les llamen Boaerges, los Hijos del Trueno. Pobres –añadió– no saben que los
violentos solo cosechan violencia y que, en cambio, los pacíficos acaban
siempre por ser respetados”. Ni antes ni después de la tregua le hice caso. Si
me hubieseis provocado o si hubierais intentado que vuestra actitud se hubiese
generalizado, probablemente os hubiese matado. Espero que sepáis perdonarme.
Seguro que vuestro padre lo hará cuando se lo pida. Hasta ayer, yo era otro
hombre.
- Lo sabemos. Él nos lo ha dicho muchas veces. Ese hombre
no es malo. Tiene un gran dolor que le amarga la vida. Un día se arrepentirá y
encontrará la paz. Claro que te hemos perdonado. Nosotros y él. Ahora somos
hermanos.
- Al día siguiente –continuó Andrés–, los cuatro nos preparamos para salir con el primer grupo nutrido que se dirigiese a Judea.
Efectivamente, era muy desaconsejable hacer el camino en grupos pequeños porque las bandas de salteadores suponían un peligro para los viajeros. Yo no tenía ese problema porque como publicano, viajaba siempre escoltado por un par de legionarios. Y, a pesar de que a veces transportaba importantes sumas de dinero, no había ninguna banda de salteadores que pudiese atreverse con dos legionarios. Desde que los romanos dominaban Palestina, las partidas de ladrones habían disminuido. Pero a pesar de que la cruz era el castigo que les esperaba a los ladrones que resultaban capturados y esto producía espanto entre ellos, esas bandas seguían infestando toda la región. Y las que continuaban en el negocio se habían vuelto más violentas y radicales. A menudo, no se conformaban con robar a sus víctimas, sino que las apaleaban o incluso las degollaban si creían que sus víctimas podían llegar a reconocerlos. A veces, lo hacían por simple sadismo.
- Tuvimos que esperar
unos días –prosiguió Andrés– a que hubiese una expedición con piquetes armados
que saliese hacia Judea, pero, por fin, los cuatro partimos al encuentro del
Bautista. El viaje fue una lección de humildad para Simón. Yo había recorrido
varias veces toda Galilea y Judea, mientras que el viaje más largo que él había
hecho, el único de su vida, era el que hizo de Betsaida a Cafarnaum. Y aún ese,
no fue un viaje por tierra, sino una pequeña travesía del noroeste del lago. Se
encontraba fuera de su elemento, como desvalido. Yo intenté cuidar de él con
delicadeza, sin que se notarse. Pero él se daba cuenta, y le dolía su
inferioridad. En cambio yo, a lo largo del viaje, fui recobrando la seguridad
en mí mismo, me di cuenta de que no era inferior a Simón simplemente porque no
me gustase la pesca. Simón, por su parte, iba saliendo poco a poco de su
melancolía. El hecho de haberse sentido siempre fuerte le había hecho llegar a
pensar que todo el mundo debía ser tan fuerte como él y que, por tanto, no
hacía ningún mal a nadie por tratarle duramente.
- Es verdad –intervino Pedro–. En esos días, mi
fragilidad, mi dependencia, hicieron que me diese cuenta de mi error y empezase
a sentir ternura hacia las debilidades de los demás. Ternura. Ese había sido un
sentimiento que sólo había experimentado al lado de Séfora, pero esos días,
aunque de otra manera, volví a sentirlo y eso me reconfortaba. Pero, al mismo
tiempo, empezaba a dudar de la sensatez de ir a encontrarse con ese profeta.
Seguía resentido con Dios y con todo lo suyo. ¿Qué podría hacer por mí ese
desconocido del que Andrés me contaba cosas que le recordaban demasiado a mí
mismo? ¿Puede una madera abrirse con una cuña de su misma madera? Yo procuraba
ocultar estos pensamientos a Andrés y demostraba una ilusión que no sentía por
la fuerza de ese hombre con voz de trueno.
- Durante el viaje Jacob no tuvo ningún comportamiento violento –continuó Andrés–. La presencia de Simón le coartaba hasta impedírselo. Cuando empezamos el último día de marcha para llegar a nuestro destino, nos separamos de la comitiva. Vimos a lo lejos densos nubarrones, como de tormenta, y oímos lejanos truenos. A medida que avanzábamos el cielo se ponía más y más oscuro. En un momento dado penetramos, como quien atraviesa el telón de un escenario, en una auténtica cortina de lluvia agitada por el viento, que se iba haciendo más y más huracanado a cada paso. Ya anochecido, completamente empapados, decidimos guarecernos en una cueva que había en la tierra, cerca ya del lugar en el que había dejado a Juan bautizando hacía más de una luna. Era una cueva grande y había en ella diez o doce personas que venían justo de allí. Nos dijeron que no quedaba prácticamente nadie y nos contaron una extraña y contradictoria historia de un hombre bautizado por Juan, que tal vez fuese el Ungido, de unos truenos que parecían, o tal vez fuesen, voces del cielo, de una supuesta invocación a la lluvia hecha por Juan o por el supuesto Ungido, cuando éste se fue, de la extraña actitud del Bautista, de su ayuno, de sus cánticos interminables a la misericordia de Dios y de muchas cosas más a duras penas inteligibles entre las discusiones sobre los hechos presenciados y las opiniones contradictorias sobre su significado.
Así pasó la noche, y al rayar el alba, decidí dejar a Simón y a los dos Zebedeos allí y acercarme solo a ver qué era todo aquello. Al llegar y encontrar a Juan en tan lamentable estado, tomé inmediatamente partido por los que se negaban a aceptar que hubiese ocurrido algo sobrenatural. Pasé una buena parte del día en esa discusión con los otros discípulos de Juan. Serían las dos de la tarde y ya estaba a punto de irme a buscar a Simón y los otros, darles una explicación falsa, disculparme y regresar a Cafarnaum, cuando de repente, sin ninguna causa aparente, dejó de llover, se abrió el cielo, se despejaron las nubes y apareció el arco iris más asombroso que nunca hubiese visto. De hecho, había dos. Un arco que arrancaba del suelo, pasaba por encima del sol y acababa también en el suelo y otro que no era propiamente un arco, sino un círculo alrededor del sol. No era tanto el tamaño del arco y el círculo como la nitidez de los siete colores la que me pareció verdaderamente extraordinaria. Todos estábamos mirando al cielo tan extasiados que no nos dimos cuenta de que la débil salmodia de Juan se había detenido poco después de abrirse las nubes. Pero su voz, otra vez potente, nos devolvió a la realidad.
- Ese es el Cordero de Dios –dijo lacónicamente.
Nos volvimos hacia él y vimos que ya no tenía los brazos extendidos en cruz, sino que con el derecho señalaba hacia un punto en la otra orilla. Seguí con la vista la trayectoria de su dedo y vi a Jesús, andando por la otra orilla, río arriba, completamente ajeno a Juan. Estaba casi tan demacrado como él, pero su paso era firme y rápido, como si se dirigiese con decisión a algún sitio determinado. En ese momento, sin mediar una palabra más, una venda cayó de delante de mis ojos. Supe, con una certidumbre meridiana que, ahora sí, había descubierto lo que llevaba buscando durante toda mi vida. Todas mis dudas, toda mi apatía, toda mi amargura se disiparon por completo, de la misma forma que se habían disuelto las nubes hacía un momento, calentadas por el sol. Sin mirar ni a izquierda ni a derecha, sin decir una palabra ni a Juan ni a ningún otro de mis compañeros, eché a andar hacia ese Cordero de Dios que me atraía como un imán atrae a las limaduras de hierro. No me di cuenta de que Juan se había derrumbado, vencido después de cuarenta días por el cansancio y el ayuno, como si una fuerza sobrenatural le hubiese mantenido y, de repente, le hubiera abandonado. Uno de mis compañeros se acercó a mí por detrás y, poniéndome una mano en el hombro me dijo:
- ¿Vas a dejar a Juan ahora, que es cuando más te necesita?
Me volví y miré a los ojos a Juan. Brillaban con una alegría indescriptible que desmentía su derrumbamiento físico.
- Ve –me dijo con convicción–; mi hora ha pasado. Ha llegado la suya. Es preciso que yo mengüe para que él crezca. Ve.
Me sonreía, mientras que con una mano exangüe me hacía gestos de que partiese. Volví a darme la vuelta y seguí caminando hacia Jesús, que permanecía ajeno a esta escena y seguía caminando hacia su destino. Pero noté que otro de los discípulos de Juan me seguía. Sin volverme para ver quién era, me fui adentrando en las aguas del Jordán, que todavía bajaban tumultuosas y arrolladoras. Perdí pie y fui arrastrado aguas abajo, me debatí como pude, a punto de ahogarme, hasta que pude asirme a las raíces de un árbol que había sido arrancado de cuajo y arrastrado por las aguas y que se había quedado enganchado en la orilla por la copa. Trepando corriente arriba por ese árbol, llegué a la otra orilla. El que me seguía también lo consiguió, y nos ayudamos mutuamente en el empeño. Pude ver entonces que se trataba de José. Cuando alcanzamos la orilla, empezamos a correr para alcanzar a Jesús, que había seguido caminando corriente arriba. Nos acercamos él por detrás sin saber qué hacer ni qué decir. Nos limitamos a seguir andando a su paso, detrás de él, sin decir palabra. Fimos así durante unos minutos. De repente, Jesús se paró, se volvió hacia nosotros y nos preguntó:
- ¿Qué buscáis?
Nos quedamos sorprendidos, sin saber qué responder, pues le habíamos seguido por un impulso que era más fuerte que nosotros y que no podíamos racionalizar. Yo le contesté con otra pregunta, un tanto estúpida, por cierto.
- Rabbí, ¿dónde vives?
- Venid y lo veréis– nos respondió.
Se dio la vuelta y siguió andando. Nosotros le seguimos. Eran como las cuatro de la tarde. Jesús tenía, visto de cerca, un aspecto tan demacrado como Juan, como si él también hubiese ayunado. Pero era como si la fuerza que había abandonado a Juan se hubiese instalado, acrecentada, en él. Al cabo de un par de minutos de marcha encontramos una de tantas cuevas como había en esas laderas. Era grande, espaciosa y estaba vacía. Jesús entró en ella y nosotros le seguimos.
- Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza –nos dijo, y recostándose sobre la dura roca, se quedó profundamente dormido.
- ¿El Hijo del hombre? ¿Así se llamó a sí mismo? –interrumpí el relato con asombro.
Me extrañó el apelativo, porque la figura del Hijo del hombre es una fórmula que viene del profeta Daniel y hacía siglos que había caído en desuso para designar a nadie, ni siquiera al Ungido. En una de sus visiones, Daniel nos cuenta cómo cuatro bestias horribles profieren insultos y devoran el mundo. De pronto, un anciano de vestiduras y pelo blancos se sienta sobre un trono de fuego del que salen ríos de metal fundido. Entonces, ante miles de millares que lo servían, abre unos libros para juzgar a las bestias. Pero no es el anciano el que juzga, sino que el poder se le confiere a otro, con estas palabras:
Seguía yo contemplando estas visiones nocturnas y vi venir sobre las nubes a alguien semejante a un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido por él. Le fue dado poder, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino jamás será destruido.
Después de mi pregunta miré a Andrés y a José que asintieron con la cabeza. Luego miré a Jesús, esperando de él una explicación.
- La razón por la que me refiero a mí mismo como el Hijo del hombre no la puedes entender ahora. La entenderás en su momento. El reino al que se refiere Daniel es el Reino de los Cielos, que está llegando a la tierra, que nacerá de lo más profundo de vuestros corazones y que, una vez que nazca, jamás será destruido.
Me quedé perplejo ante la respuesta, pero no pude seguir pensando en ella porque Andrés continuó su relato:
- Jesús durmió durante todo ese día y la mañana del siguiente mientras nosotros hacíamos turnos para velar su sueño. Cuando despertó parecía totalmente recuperado, a pesar de su extrema delgadez.
- ¿Dónde has estado estos
cuarenta días? –le preguntó José.
- En el desierto, preparándome para mi misión, ayunando, resistiendo el primer ataque del maligno.
Nos contó cómo en las desérticas, áridas y asfixiantes laderas que se desploman hacia el mar de la Sal, había pasado cuarenta días casi sin alimentarse. Tan sólo por las noches unas cuantas cabras y se le acercaban. Él llenaba el hueco de la palma de una mano con un poco de leche de cada ubre de cada cabra y lo sorbía. Después venían también los chacales y los leones y le lamían, refrescándole del calor. Y las cabras se recostaban junto a los leones que se alimentaban de los juncos resecos que crecían entre las rocas.
Yo, mientras ellos me contaban esto, me acordé de las palabras de Isaías.
Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se recostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará. La vaca pacerá con la osa y las crías de ambas se echaran juntas, y el león, como el buey, comerá paja.
Andres continuó:
- Y, ¿cómo te tentó Satanás? –le preguntó José con una curiosidad un tanto morbosa cuando se cercioró de que no iba a hablar de las tentaciones a las que había sido sometido.
Nos miró a los dos profundamente durante largo rato, sin decir nada, como si no estuviésemos preparados para entender las tentaciones a las que le había tendido Satanás. Luego nos dijo:
- Lo sabréis cuando llegue el momento apropiado.
Cuando cayó la noche, me acordé de repente de Simón. ¿Dónde estaría? ¿Qué estaría pensando de mi repentina desaparición? Como si Jesús estuviese leyendo mis pensamientos me dijo:
- A él le vi cuando Juan me bautizó –y señaló a José–, pero a ti no. ¿De dónde vienes? ¿Has venido sólo?
Le conté con todo con detalle mi historia, mis relaciones con mi hermano, el estado de ánimo de Simón, su viaje, todo. Jesús me escuchó sin interrumpirme. Sentí cómo una corriente de empatía me inundaba mientras contaba mi historia. ¡Cómo supo escucharme! Cuando acabé me preguntó:
- ¿Le has perdonado? –y la
pregunta me produjo, a mí, Leví, que sólo estaba oyendo la historia, la misma
sensación lacerante que sentí cuando me la hizo directamente hacía tan sólo
unas horas.
- No lo sé –contesté, quedándome pensativo–, creo que sí, pero me queda un resentimiento en el fondo del alma que no sé si seré capaz de arrancar nunca de ella. Ayúdame tú a arrancarlo.
No me dijo nada. Después de una larga pausa continué:
- Además, pienso que si Simón no hubiese sido así conmigo, yo no te hubiera encontrado y no estaría ahora aquí, contigo –y al decir esto noté como si un sentimiento de ternura unido al agradecimiento hacia Simón empezase a nacer dentro de mí.
Jesús siguió sin decirme nada. Sólo me miró al fondo del alma y en ese mismo instante supe que llegaría a borrar completamente ese poso de resentimiento.
- Ve a buscar a Simón y a los otros y tráelos aquí –me dijo.
Me levanté y fui a buscar a mi hermano y al resto de mis compañeros de viaje.
17 de octubre de 2021
Premios Nobel de economía 2021 y salario mínimo
Hace unos días se ha concedido el premio Nobel de Economía a David Card, Joshua Angrist y Guido Imbens por su aportación sucesiva a la aplicación del método de la observación empírica natural a la economía. Cuando en 1925 le concedieron a Bernard Shaw el Premio Nobel de literatura, un periodista le preguntó qué le parecía el Nobel. Con su ingenio e ironía características Shaw le contestó: “El Premio Nobel es un salvavidas que le echan a un náufrago cuando ya ha llegado a la orilla”. Algo así ha pasado con estos premiados, como con casi todos los Nobeles.
En 1992, Card, junto con Alan Krueger (ya fallecido), hicieron un interesante estudio. Tomaron una muestra de unas 400 tiendas de comida rápida distribuidas entre la zona oeste del Estado de Pennsylvania (PA) y la zona este del estado de New Jersey (NJ). En el Estado de NJ se había subido el salario mínimo de 4,25$/hora a 5,05$/hora (19%), mientras que en el Estado de PA el salario mínimo se había mantenido en los 4,62$/hora que ya tenía, sin alteración. Pido disculpas en extenderme sobre la estructura de la muestra que usaron porque lo primero en estos estudios es analizar la muestra. Tomaron primero una muestra de 473 tiendas, de las que 63 (13%) no quisieron participar en el estudio. A las 410 que siguieron les hicieron una serie de entrevistas antes y después de la subida del salario mínimo en NJ. Al final, la muestra quedó reducida a 399, porque por diversas causas, 11 de ellas abandonaron el estudio (10 en NJ y sólo 1 en PA), quedando la muestra en 399 tiendas. Entre las causas de abandono cabe destacar que 6 lo hicieron porque las tiendas cerraron. De las 6 que cerraron, 5 lo hicieron en NJ y sólo 1 en PA. ¡¡¡¿¿¿???!!! Las entrevistas a estas tiendas que llegaron hasta el final fueron telefónicas a 371 y sólo a 28 se les hizo entrevistas presenciales, porque no querían responder telefónicamente. En las conclusiones del estudio, los autores nos dicen –y lo copio literalmente en inglés: “we find no evidence that the rise in New Jersey's minimum wage reduced employment at fast-food restaurants in the state. […] … we find that prices of fast-food meals increased in New Jersey relative to Pennsylvania, suggesting that much of the burden of the minimum-wage rise was passed on to consumers” [1]. El estudio, en sus conclusiones, es extremadamente prudente. No afirma que el paro no aumentó, sino que no se encontraron evidencias de ello, que es muy distinto. Y, en cualquier caso, los precios de la comida aumentaron más en NJ que en PA.
Posteriormente, en la década de 1990, los otros dos premiados, Angist e Imbens, llevaron a cabo una serie de mejoras metodológicas en el sistema de operación empírica sobre el terreno para que las conclusiones de estudios naturales fuesen válidas. Estas mejoras metodológicas fueron posteriores al estudio de Card y Krueger. Por tanto, parece lógico pensar que esas mejoras metodológicas no estaban consideradas en el estudio Card y Krueger.
Recurro ahora a mi memoria de consultor. Durante años trabajé como Brand Manager en Johnson Wax y realizando consultoría sobre temas de marketing como consultor independiente. Tanto en Johnson como en mis consultas, he realizado muchas investigaciones de mercado –que eso es la metodología de la que hablamos– y, puedo asegurar dos cosas. La primera que las entrevistas telefónicas tienen una fiabilidad bastante baja frente a las presenciales. La segunda que la gente no es siempre veraz en sus contestaciones –cosa que también se ve en los sondeos políticos–. Por eso, siempre que realizaba un estudio y analizaba los resultados, lo hacía con una prudencia exquisita. Podría contar anécdotas divertidas –ahora serían anécdotas divertidas, en su momento fueron patinazos que me proporcionaron serios disgustos– en las que una interpretación precipitada de los resultados llevó a situaciones chuscas que alguna vez llegaron al fracaso estrepitoso. Por eso, aprendí del Director General de Johnson Wax una máxima que he aplicado toda mi vida: “Cuando los resultados de un modelo matemático te lleven a resultados que van contra el sentido común, haz más caso al sentido común y analiza que puede ser incorrecto en el modelo”. Si este consejo se hubiese aplicado a los diseños y la compra de los productos financieros tóxicos que inundaron el mercado entre los años 2.000-2.008, tal vez nos hubiésemos ahorrado una crisis económica que duró una década (si es que ha acabado).
Por otro lado, no sé qué interpretación se habrá dado en el estudio a las 5 tiendas cerradas en NJ frente a la única en PA, pero a mí no me parece como para echarlo en saco roto. Al contrario, me parece muy significativo. ¿Se ha investigado en qué medida las tiendas de NJ optaron por reducir la franja horaria en la que las mantenían abiertas, cerrando las horas con menos público? Esto es algo que sería especialmente grave en España en donde reducir la franja horaria reduciendo el sueldo, no está permitido. O sea, que aquí, el ajuste se tendría que hacer necesariamente vía despidos. Otro efecto que se produciría en España, sería un desplazamiento de contratados fijos a eventuales. Pero esto, que siempre es mejor que el despido, dejará de ser posible cuando el gobierno obligue a las empresas, con la nueva ley que está fraguando, a tener un porcentaje máximo de eventuales. Y qué decir de la extrapolación de un estudio hecho en unas cuantas tiendas de dos estados de EEUU a algo que pueda considerarse un principio. Por supuesto, los autores del estudio, no osaron hacer esta extrapolación, pero Joe Biden está preparando una subida del salario mínimo en EEUU en base a este estudio (que conocía antes de que Card recibiese el premio Nobel). Tras varias décadas, este estudio era conocido por muchos economistas –entre ellos los del Banco de España–. Por otro lado, nuestra flamante ministra de Hacienda María Jesús Montero se apresuró en Twiter a saludar a estos Nobels como la garantía de que tiene luz verde para seguir aumentando el SMI. Pero no me cabe la menor duda de que si un directivo de una empresa tomase una decisión estratégica trascendental en base a un estudio así, merecería ser puesto de patitas en la calle. Además, el Banco de España ha utilizado esa metodología para ver el impacto que tuvo el reciente aumento del SMI en España, y sus resultados no parecen ser tan halagüeños. Perece, más bien, que el impacto en el paro ha sido negativo e importante.
Por eso creo que es fundamental analizar el contraste entre lo que dice la teoría económica y el resultado de este estudio. Quiero, en primer lugar, establecer una comparación entre las ciencias empíricas duras, como la física, y este llamado empirismo natural de las ciencias blandas como la economía y la sociología. Si tomamos, por ejemplo, la ley física de la gravedad terrestre, ésta ha sido probada empíricamente con cuerpos grandes, pequeños, ligeros, pesados, con diversas formas, etc. Por eso se ha podido elevar a la categoría de ley. Convendría tal vez recordar un grave el problema que tenían los experimentos del siglo XVIII que no confirmaban la ley de la gravedad, caso particular de la ley de la gravitación universal descubierta por Isaac Newton. Al hacerlos con bolas de plomo o con hojas de árbol, parecía falsearse la teoría, porque la resistencia del aire parecía indicar que la ley no se cumplía. Pues algo así le pasa a este experimento. Nada tiene que ver el experimento que nos ocupa con un experimento de física en el que se controlan todos los factores exógenos que pueden distorsionar los resultados. Cuando los economistas expresan con una ley, no empírica, pero sí cargada de sentido común y lógica, por qué el aumento del SMI aumentará el paro (o cualquier otra afirmación basada en la ciencia económica), siempre tienen buen cuidado de añadir el latinajo “ceteris paribus”, es decir, quedando invariables todos los demás factores. Por supuesto, hay muchísimos factores que pueden cambiar y hacer que el principio no se cumpla. Cito sólo algunos de ellos: Mayor o menor posibilidad de repercutir el coste en el precio a los consumidores, mayor o menor nivel de competencia, mayor o menor elasticidad del mercado del producto final, globalidad o localidad del mercado, mayor o menor flexibilidad o rigidez del mercado de trabajo (cómo se ha visto más arriba), etc., etc., etc.
Una cierta combinación de esos factores puede hacer que el aumento del SMI no se traduzca en paro. Pero como desconocemos sus efectos, deberíamos aceptar que, en general, a pesar de posibles excepciones, es enormemente más razonable esperar un aumento del paro que lo contrario. No quiero, antes de terminar estas líneas, dejar de reseñar lo que escribe mi colega profesor del IE y buen amigo, Rafael Pampillón, en un magnífico artículo aparecido en Expansión el 12 de Octubre, bajo el título “Premio para los pioneros de los experimentos naturales”. En el señala dos condicionantes que podrían llevar a la excepción a la regla general de que al subir el SMI aumenta el paro:
El primero es uno que ya lo hemos visto más arriba y que el estudio de Card señala. A saber: que el aumento de costes salariales creado por el aumento del salario mínimo se repercuta en el precio de la hamburguesa. El segundo, a su vez tiene dos partes. a) Un salario mínimo más alto podría disminuir la rotación de los empleados y b) podría aumentar la productividad.
Es seguro que el primero se ha producido en el caso de las hamburguesas en NJ. Así se ha visto en el estudio. Es posible, aunque el estudio no lo señala, que se dé el segundo en alguna o en ambas de sus variantes, no lo sabemos. Pero, la pregunta debe ser. ¿Se darán estos factores en todas las empresas de todos los sectores de la economía del Estado de NJ? Desde luego, no hay ni un solo indicio que pueda indicarnos semejante cosa. Así pues, el estudio lleva a cabo un experimento empírico natural, pero absolutamente incompleto. Tan incompleto como el de la caída de una hoja y una bola de plomo en la atmósfera. Tengo un respeto y una admiración inmensas por el método experimental de la ciencia. Pero, precisamente por eso, considero muy peligroso admitir como método experimental científico algo que no lo es. Y el experimento natural de Card, no lo es.
No
querría que se me interpretase mal. Estos tres economistas han recibido el
Nobel de forma más que merecida. No porque su estudio de hace casi tres décadas
se pueda tomar como base para tomar decisiones de política económica, sino
porque han contribuido a dar un paso importante en el desarrollo de la ciencia
económica hacia un empirismo cada vez más real. Y, por lo tanto, han dado un
pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para el progreso de la ciencia
económica. Y eso es hacer progresar una ciencia. Por eso me quito el sombrero
ante ellos y aplaudo sin reservas la concesión del premio Nobel[2]. ¡¡¡¡¡Bravo por ellos!!!!!
[1] Fuente: Paper original sobre el
estudio: https://davidcard.berkeley.edu/papers/njmin-aer.pdf
[2] Tengo la satisfacción de decir que
David Card recibió en 2015, junto a Richard Bundell, el Premio Fronteras del
Conocimiento de Economía dado por el BBVA. No es ni mucho la primera vez que
ocurre que a un premiado por el BBVA en sus premios Frontera sea galardonado
años más tarde con el Nobel de su rama de conocimiento. De hecho, el químico
Omar Yaghi, que recibió el premio Fronteras hace años por el descubrimiento
revolucionario de los materiales MOF/COF (Metal/Covalent Organic Frameworks), tiene
una corbata mía que le regalé por una serie de curiosas circunstancias, a
condición –que él aceptó– de que la llevase puesta si un día le daban el Premio
Nobel de Física, cosa que estoy convencido que ocurrirá.
16 de octubre de 2021
El Gatopardo
Este verano he vivido una experiencia que se podría llamar una revelación literaria. Estaba pasando unos días en Portugal, en casa de uno de mis hijos y en la mesilla de noche de la habitación en que me habían instalado había un ejemplar de la novela “El Gatopardo”, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Por supuesto, en su día en el cine, y alguna vez más en televisión, vi la película de Visconti basada en esa novela. Siempre me pareció una buena película a la que, sin embargo, notaba como si le faltase algo, no sabía decir qué. También tenía en la memoria la metamorfosis de la famosísima frase de esa novela “es necesario que algo cambie para que todo siga igual”. Digo metamorfosis porque durante muchos años la había tenido así en mi memoria, hasta que hace unos pocos años me enteré de que la frase era, o así lo leí en alguna parte: “Es necesario que todo cambie para que todo sea igual”. De una forma u otra, la frase suena a una expresión de escepticismo y hasta de cinismo. Pero la siguiente fase de la metamorfosis de esta frase, así como de su sentido, estaba todavía por venir.
Así, con una sensación de futilidad, porque despreciaba lo que ignoraba, en un momento muerto de mi estancia en casa de mi hijo, con sensación de “déjà vu”, abrí la novela con la idea de leer sólo sus primeras frases, ojearla y hojearla. Desde las primeras líneas, fui fulminado por el estilo, barroco sin llegar a ser confuso, de la escritura. Como consecuencia, dediqué más tiempo del previsto de mi estancia como invitado a la lectura de la novela. Cada página que pasaba me hacía admirarme más de la estética de la escritura pero, sobre todo, de la profundidad de sus reflexiones. Está escrita como si un narrador, con acceso a lo más profundo de los anhelos, decepciones, escepticismo de su protagonista, el Gatopardo, Príncipe de Salina, miembro de la más rancia y antigua aristocracia siciliana, nos contase sus más íntimos pensamientos. El gatopardo, además de prestar su nombre, con mayúscula inicial, al Príncipe, es la figura heráldica de la familia. El magnífico traductor[1] se siente obligado a darnos una explicación de este apelativo, que en el original italiano es gattopardo. Dice:
“Según el Diccionario de la Real Academia, ‘gatopardo’ –del italiano gattopardo– es otro nombre de la onza. Sin embargo, el Vocabolario della lingua italiana, de N. Zingarelli, nos aclara que se trata de un ‘felino de formas elegantes, similar al gato doméstico pero mucho más grande’. El término surge, según describe A. Vitello (I Gattopardi de Donnafugata), de una ‘corrupción dialectal’ de la palabra ‘leopardo’ en boca de ‘los campesinos de Torretta y de Palma, feudos de Lampedusa’… Llamamos, pues, ‘gatopardo’ a ese ‘gatopardesco animal’ que de la naturaleza pasa a la heráldica, de allí a la literatura y luego, junto con el adjetivo derivado, al acervo cultural e ideológico de nuestra época”.
Tuve que dejar la novela en casa de mi hijo porque era de un cuñado suyo, pero tan pronto como llegué a mi casa de Ruiloba la pedí por Amazon y la devoré casi del tirón en un par de días. A lo largo de mi vida he leído mucha menos novela de la que debiera haber leído. Durante cinco décadas, desde mis veinte años, he preferido orientar mis lecturas hacia cosas que pudiesen esclarecer mis ideas sobre este extraño mundo. Creía, falsamente, que las novelas no contribuían a ello. Pero, a pesar de esta carencia, he leído bastante novela. Diría que buena novela. Se me vienen a la cabeza títulos como “Don Quijote de la Mancha”, “La Iliada” y “La Odisea”, “La Eneida”, “La divina comedia” –si se les puede llamar novelas– “La familia de Pascual Duarte”, “Las guerras de nuestros antepasados”, “Madrid, de Corte a checa”, “Cien años de soledad”, “Rayuela”, “La casa de los espíritus”, “Conversación en la catedral”, “El llano en llamas”, “De dioses héroes y tumbas”, “Un día en la vida de Iván Denisovich”, “Crimen y castigo”, “Sin destino”, “Rojo y negro”, “El señor de los anillos”, “En busca del tiempo perdido”, “1984”, “Fahrenheit 451”, “The heart of the matter”, “El guardián en el centeno” y otras más que ahora no soy capaz de recordar. Tuve que dejar inacabada, por no ser capaz de terminarla, “Ulises” –algún día tendré que darme otra oportunidad–. Sé que me quedan en el tintero muchas y muy buenas novelas, entre las que pronto leeré, espero, “El cuarteto de Alejandría”, “Doctor Zhivago” (a día de hoy ya he leído Doctor Zhivago y la primera parte del “cuarteto”) y, si me atrevo, “Los hermanos Karamazov”. Pueden parecer muchas, pero si se ponen en relación con el número de años tocan a menos de una cada dos años, aún contando con las que se me puedan haber olvidado. Tras esta enumeración, que ha sido fruto de una larga introspección, me da más miedo del que me daba antes de hacer esta introspección, decir lo que voy a decir. Sin embargo, lo digo. Creo que es la mejor novela que he leído nunca. Puede que esté condicionado por el síndrome de que lo más reciente es lo que más brilla, pero creo que no (hoy, dos meses después, sigo pensándolo).
En muchas de las grandes novelas que he citado, especialmente “En busca del tiempo perdido”, no pasa nada en ellas. No hay acción. Son pura introspección contada con un estilo incomparable. Ésta tiene un equilibrio exquisito entre la acción, que tampoco es trepidante, ni mucho menos, y la introspección, y su estilo no es menos delicioso que el de aquéllas. Y eso es lo que le falta a la película “El Gatopardo” llevada al cine por un genio como Visconti. Es imposible llevar al cine esa profunda introspección.
Cuando empecé a leer la novela, pensé que había sido una lástima no haber sabido de ella hasta mis setenta años, tres menos de los que tenía el Gatopardo al morir. Sin embargo, a medida que la leía, se adueñaba de mí la idea de que tal vez la providencia había jugado sus cartas para que así fuese. No sé cómo habría entendido la novela si la hubiese leído a los treinta, cuarenta o cincuenta años, pero no creo que me hubiese causado una impresión tan profunda como la que me ha causado. Y hubiese sido una pena. Con esto no quiero decir que quien lea estas líneas deba esperar a los setenta años para leerla. Ni mucho menos, le recomiendo entusiastamente su lectura inmediata.
“El Gatopardo” es la única novela de su autoe, fuera de obras de menor valor. Su publicación fue póstuma. Los amigos más íntimos del autor, a quienes éste iba leyendo su novela a medida que la escribía, no la comprendían ni poco ni mucho. El autor murió en 1957. Ese mismo año había terminado de escribir la novela. Estando en vida la presentó a las editoriales Mondadori y Eunaudi, que la rechazaron. Fue finalmente publicada en 1958, sin que Lampedusa llegase siquiera a saberlo, por la editorial Feltrinelli, gracias al terrible crítico literario Giorgio Bassani que tuvo acceso, por pura casualidad, al manuscrito y se convirtió en su valedor. La novela se convirtió, desde su misma publicación, en un éxito sin precedentes. Después se produjo una batalla intelectual sobre qué partes del manuscrito era voluntad de su autor que se publicasen y cuáles no. La versión de la Editorial Anagrama que he leído es la versión que, finalmente, ha quedado sancionada como “auténtica”.
La novela se desarrolla sobre el tapiz de fondo de la conquista de Sicilia por los camisas rojas de Garibaldi, que se produjo en 1860, en el proceso de unificación de Italia conocido como el “Risorgimento”. Cuenta diversos episodios aislados de la vida del noble siciliano Fabrizio, Príncipe de Lampedusa, bisabuelo del autor, a quien éste cambia el título nobiliario por Príncipe de Salina y le asigna el símbolo heráldico del gatopardo, del que toma el nombre la novela y el protagonista. El autor se basa en recuerdos y relatos de familia sobre este singular personaje, transmitidos oralmente, así como en fragmentos de su diario y escritos del P. Pirrone, el jesuita “propiedad de la familia”. Su trama principal se extiende en seis partes desde 1860 hasta 1862, año en el que Garibaldi es derrotado en la batalla de Aspromonte por las tropas del nuevo rey de la Italia unificada, Víctor Manuel II, para evitar que asaltase por la fuerza la ciudad de Roma, último bastión restante para la total unificación de Italia. En esos años, el compañero más fiel del Príncipe fue su perro, Bendicò, tan estúpido como fiel, con el que estableció un curioso compañerismo y que al Príncipe le parecía como un reflejo canino de su estirpe. En la séptima parte el narrador, que penetra los más profundos pensamientos del Gatopardo, nos cuenta la muerte de éste como si la estuviese viviendo desde dentro de su mente. La octava cuenta, de forma magistralmente simbólica, el eclipse total, decenios más tarde, de la estirpe Salina.
Sobre ese fondo de dos años se desarrolla explícitamente la filosofía vital del Príncipe Salina que, de alguna manera es reflejo de la filosofía vital del pueblo siciliano, con el que el Gatopardo tiene una relación casi feudal. Así se va reflejando el carácter indolente, fatalista, de un pueblo que, por haber sufrido todas las mareas de la historia rompiendo sobre él, considera que nada importa realmente demasiado y que lo mejor para que la historia pase a su lado, es ponerse de perfil para ofrecerle la mínima resistencia. Es magistral la conversación que tiene con un enviado del gobierno de la nueva Italia para ofrecerle ser senador de la nueva nación. Los argumentos para rechazar ese ofrecimiento, absolutamente incomprendidos por el político piamontés que viene a ofrecérselo, están narrados de forma sencillamente magistral. En ellos queda patente la lucidez y clarividencia del Gatopardo sobre la decadencia de su clase, la de su familia, la del pueblo siciliano y la suya propia, a pesar de ser una persona de una fuerza vital portentosa.
Con la figura del Príncipe Salina contrasta, y es coprotagonista con él, la de su sobrino, Tancredi. Hay entre ellos una relación de inmenso cariño mutuo, no exento de cierta amable ironía por parte del joven. Relación de cariño que el Gatopardo no tiene ni con su mujer ni con ninguno de sus siete hijos o hijas, entre los que no ve a ninguno que pueda perpetuar la fuerza de su linaje. Tancredi es la otra cara del carácter siciliano. Astuto sin malicia, encantador y valiente, inteligente y despilfarrador, hijo de la hermana del Gatopardo que casó con un noble que quemó toda su fortuna de golpe, no en pequeñas dosis como el resto de la nobleza siciliana. Tancredi sabe cabalgar sobre los acontecimientos para que le lleven al destino que él mismo busca. De él, y no del Gatopardo es la frase que antes dije que estaba a mitad de metamorfosis. Porque la frase tampoco dice “Es necesario que todo cambie para que todo siga igual”, como yo creí en una primera fase de su metamorfosis, sino “si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”, que presenta un matiz sutilmente diferente a la versión anterior. Además, en boca de Tancredi, la frase no tiene ni el más mínimo sentido cínico. Al revés, está cargada de esperanza un poco ingenua. Se la dice a su tío para justificar, ante él y ante los de su clase, la decisión que ha tomado de unirse a Garibaldi. Y, el Príncipe no sólo le “compra” la frase, sino que hace de ella su norma de conducta, llegando a recomendar a sus feudatarios de Donnafugata que voten sí en el amañado referéndum que se llevó a cabo para refrendar la anexión de Sicilia a la nueva Italia. Y el resto de la nobleza siciliana la “compra” también, en su mayoría, porque el prestigio del Gatopardo la avala. Efectivamente, Tancredi se alista con las fuerzas de Garibaldi antes de que éstas desembarquen en Sicilia para apoyar a la facción que quiere que el nuevo régimen sea una nueva monarquía liberal, distinta de la borbónica absolutista, en vez de una República. Es, forzando un poco la comparación, como un Agustín de Foxá, noble y falangista, pero Tancredi, a diferencia de Foxá, con éxito político personal. Con el éxito que éste hubiese tenido si la falange hubiese conseguido que la guerra civil española hubiese sido tan sólo una escaramuza sin apenas derramamiento de sangre, pero con su victoria. Porque eso fue la conquista de Sicilia, una escaramuza sin importancia. El pueblo siciliano se unió pasiva y escépticamente a los garibaldinos tan pronto como estos desembarcaron, sin apenas derramamiento de sangre. Una de las pocas gotas de sangre derramadas, fueron las de Tancredi, sin la más mínima gravedad, pero que le dieron una aureola de heroicidad que realmente no existió en toda la breve guerra, si guerra puede llamarse a esa conquista de Sicilia. La habilidad de Tancredi hace también que logre casarse con la bellísima Angelica, hija del tosco pero astuto, alcalde de Donnafugata. Bella e inteligente, a la que tan sólo un año de estancia en un colegio para señoritas de Florencia le ha dado una pátina de clase que, unida a su belleza, es capaz de deslumbrar a la más rancia nobleza siciliana. Bella e inteligente, pero, además –¿o, sobre todo?– inmensamente rica por los negocios, no siempre confesables, de su tosco y astuto padre. Sin embargo, entre éste y el Gatopardo, el menosprecio mutuo se empieza a transformar en una especie de extraña simbiosis. En esta relación, el uno aprende del otro un poco de su elegancia y, en sentido contrario, el otro empieza a apreciar el espíritu práctico y directo del primero, aunque ambos sean alumnos bastante torpes en su aprendizaje. Con su aureola de héroe, su nobleza y su dinero –o el de su mujer–, Tancredi inicia una exitosa carrera política de la que apenas habla la novela, ya que se produce en los años vacíos de la misma, entre 1862 y 1883, en que muere el Príncipe Salina. En uno de los párrafos de la novela que fueron desechados en la batalla intelectual sobre su exacta extensión (pero que se incluyen como anexo en la edición reseñada) aparece otra frase que nos delata la astucia política del sobrino del Gatopardo:
“Tancredi aún era demasiado joven para aspirar a un cargo político concreto, pero su dinamismo y su dinero fresco lo hacían indispensable en todas partes; militaba en la muy rentable franja de la ‘extrema izquierda de la extrema derecha’, estupendo trampolín que le permitiría realizar más tarde acrobacias admirables y admiradas; pero sabía enmascarar la intensa actividad política con una indiferencia y una levedad de expresión que le granjeaban la simpatía de todos”.
La quinta parte es como un paréntesis en la historia principal. Nos cuenta un drama rural siciliano, afortunadamente con final feliz. El drama tiene lugar en la familia del P. Pirrone, el jesuita “propiedad de la familia” Salina, nacido en un pequeño pueblo muy pobre, cercano a Palermo. Cada varios años el buen jesuita obtenía un permiso de su patrón y protector para ir a ver a su familia. Es en una de esas visitas en las que arbitra en una terrible cuestión de honor siciliano que se resuelve sin sangre y de forma casi cómica gracias a su bondadosa astucia. En esta parte el P. Pirrone, hombre del pueblo injertado infructuosamente en la aristocracia siciliana, hace una crítica social de esta clase, ante un cazurro de su pueblo que no entiende nada y que se queda dormido escuchándole. Es una crítica descarnada pero exenta de resentimiento y sazonada, en cambio, de comprensión y hasta de compasión. Esta parte es, sin duda, una joya literaria.
Pero lo más importante de la novela es la séptima parte, la muerte del Príncipe. Es el magistral epílogo y recapitulación de una vida. El Príncipe la ve como un río que ha discurrido, al revés de como lo hacen los ríos terrenales, lenta y majestuosamente al principio, para ir acelerando su marcha, hasta convertirse en una estruendosa catarata por la que se escapa el tiempo. El río de su vida se ha abierto camino bajo las inmutables, frías y fiables estrellas –en Príncipe es un astrónomo y matemático autodidacta, con cierto reconocimiento en la comunidad científica– y sobre el lecho de un devenir humano caótico, violento e imprevisible, lleno de acciones, luchas y proyectos. El Gatopardo sabe perfectamente inútiles todos estos afanes para frenar la decadencia, física y de clase, e incapaces de transformarse en algo útil para Sicilia y mucho más aún, para cualquier fin trascendente. Ahora, a pesar del estruendo de la catarata, o precisamente por él, sueña con que su agua se evaporará para ascender hasta los astros. Toda su vida –nos dice el narrador que lee su mente y nos cuenta sus cavilaciones– ha sido un anhelo por ascender a las estrellas y, ahora que oye el estruendo de la catarata, ve a la mujer joven que le ha cautivado toda su vida, que no es otra que la muerte[2], y que, por fin, viene para llevarle con él junto a las impasibles estrellas.
Pero en ese proceso se nos enumeran los momentos en los que su vida ha sido realmente vida y se calcula para nosotros su duración. Y la voz del narrador nos desvela el pensamiento del Príncipe: “ ‘Tengo setenta y tres años, aproximadamente habré vivido, vivido, un total de dos… o a lo sumo tres años’. ¿Cuántos habían sido los años de dolor, de tedio? El cálculo era fácil; todo el resto: setenta años”. Esta terrible confesión de alguien privilegiado, que lo ha tenido todo en la vida, me recuerda a la anotación que Abderramán III, primer califa de Córdoba dejó escrita en su minucioso diario al final de sus días:
“He reinado más de cincuenta años, en victoria o paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación, he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce”2.
Y me pregunto, ¿qué es lo que hace que hombres que lo han tenido todo hayan sido tan profundamente infelices? Tengo mi respuesta, pero dejo que cada uno intente responder a esta pregunta.
La
octava y última parte, ya en 1910, es como el tiro de gracia para la estirpe de
Salina. Decadencia final, sancionada por el acto simbólico de Concetta, hija
del Gatopardo, solterona y amargada, de tirar a la basura la cabeza disecada y
ya comida por las polillas del perro Bendicò que, al parecer, el Gatopardo hizo
disecar. “Unos minutos después, lo que quedaba de Bendicò fue arrojado en el
rincón del patio que el basurero visitaba cada día: mientras caía desde la
ventana, recobró por un instante su forma: hubiera podido verse danzar en el
aire a un cuadrúpedo de largos bigotes, que con la pata anterior derecha
levantada, parecía imprecar. Luego todo se apaciguo en un montoncito de polvo
lívido”. Fin de la novela. Este final fue presenciado por el propio autor,
cuando tenía catorce años. Tal vez por este final y por el paralelismo del
perro con la estirpe Salina, ya señalada, el autor dice, en una carta escrita a
su amigo el Barón Enrico Merlo di Taglavia: “Atención: el perro Bendicò es un
personaje importantísimo y es casi la clave de la novela”.
[1] Editorial Anagrama, 2019,
traducción de Ricardo Pochtar.
[2] Un día, hace muchos años, cuando todavía estaba en la juventud madura de los treinta y pico años, yo también tuve un encuentro en sueños con la muerte. Me desperté con el recuerdo del sueño grabado en mi mente con una nitidez que no ha perdido ni un ápice en los, más o menos, treinta y tanto años transcurridos desde ese día. No obstante, el sábado 24 de Junio del 2.000 –esa fecha si la recuerdo perfectamente– decidí poner por escrito ese nítido recuerdo de mi sueño. Lo añado a continuación:
Sábado,
24 de Junio del 2000
A mi muerte
He visto a la muerte y me ha sonreído. No la reconocí al pronto. Era un pacífico duermevela del amanecer cuando apareció ella. Una bellísma mujer de mi edad. Pálida como el marfil, su rostro quedaba enmarcado por una rubia y también pálida melena que caía recta sobre sus desnudos hombros. Vestía un elegante y sobrio traje negro que resaltaba la esbeltez de su talle y le llegaba hasta justo encima de las rodillas, dejando ver unas piernas esbeltas. No sé por qué, sus rodillas me llamaron poderosamente la atención. Siendo normales, tenían algo de extraordinario que no sé definir. El traje, sin mangas, se unía entre atrás y delante con sencillas hebillas de plata sobre las suavemente marcadas clavículas. Sus brazos de un delirante marfil blanco, verticales a lo largo de su cuerpo, contrastaban con su negrísimo vestido. Y su sonrisa. Amiga de amar, amante. Me sentí inmediatamente atraído por ella. Transmitía paz, sosiego, deseo de seguirla. Así se lo dije –llévame contigo. Su sonrisa se hizo aún más tierna y atractiva. Yo todavía no la había reconocido. Creo que fue entonces cuando lo hice. Llévame contigo –repetí, esta vez sabiendo lo que pedía. Entonces ella, sin dejar de sonreír, con una voz profunda y suave, me habló. “No puedo –me dijo– todavía tienes muchas cosas que hacer aquí”. Después se difuminó de mi sueño.
Han pasado bastantes años desde entonces y su recuerdo vuelve, de cuando en cuando, nítido a mi memoria. He procurado hacer muchas cosas. Supongo que muchas no serán las que tenía que hacer, no tengo la receta. Pero he aprendido que la ternura de esa mujer es sólo el reflejo del amor de quien la envía. Me quedan, supongo, aún más cosas por hacer y, aunque no sepa cuáles, sé que todas ellas tienen que ver con el anuncio del amor de quién la envía. Ninguna voz me dice qué tengo que hacer, pero sí noto algo que me guía. Supongo que nunca acabaré de hacerlo, pero ansío ser llamado por Él y que ella venga a buscarme. Por eso, “si debiera morir y dejaros con vida, no quedéis como tantos, eternamente afligidos, que hacen durar el luto en polvo triste y lloran. Os ruego, por el contrario, que volváis a la vida y sonriáis, infundiendo ánimo a vuestro corazón y a vuestras manos temblorosas para consolar a otros corazones. Completad mis tareas inacabadas y quizá pueda así consolaros1”. Pero acabad, no mi tarea, sino las vuestras y a vuestra manera. Sabed, sin embargo, que sólo hay una Tarea. El que asigna a cada uno su papel en Ella, me ha llamado a la Vida. Como un amigo del alma me ha dicho: “Ven a mí, tú que estás cansado, que yo te aliviaré”. Te explicaré el por qué de todo lo que ha ocurrido porque tenía que ocurrir y tú no has entendido. Haré que tu corazón arda con mis palabras. Me ha dicho:
“Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras
espumosas
mi avariciosa
voz de enamorado.
A las aladas almas de las
rosas
del almendro de
nata te requiero,
que tenemos que
hablar de muchas cosas,
compañero del
alma, compañero”3
Durante todo el presente eterno de Cristo.
1 Del poema “Turn again to life” de Mary Lee Hall
2 Leído el el libro
“Locos egregios” de José Antonio Valléjo Nágera.
3 Del poema “Elegía
a Ramón Sijé” de Miguel Hernández.