18 de noviembre de 2007

Y Dios descansó un poco, antes del 7º día

Este artículo es el 7º de una serie editada en este blog. Los seis anteriores son, por orden de aparición: "Dios y la ciencia", "La creación", "¿Qué hay fuera del universo?", "Un universo de diseño", "Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?", "Un vano intento de encadenar a Dios".

Tomás Alfaro Drake

Hasta aquí, parece que la ciencia nos da indicios de que Dios tuvo que pensar mucho para hacer unas leyes tan equilibradas que pudiesen desembocar en la aparición de vida, inteligencia y consciencia. Pero a partir de este momento, y hasta nuevas ocasiones que veremos, parece que pudo dejar durante un rato que sus leyes hicieran el trabajo durante poco más de 10.000 millones de años. Unas buenas vacaciones.

Dejó a sus leyes el encargo de regir el universo menos de una millonésima de segundo después de haberlo creado. Era como una bola llena de una sopa de partículas elementales y radiación a muchos millones de grados de temperatura y con tan sólo unos centímetros de diámetro. Eso sí, por el impulso del Big Bang, la bola se expandía a una inmensa velocidad y la sopa se enfriaba al mismo ritmo. Al enfriarse la sopa, las partículas elementales se agruparon formando hidrógeno y algunas pequeñas trazas de otros elementos. Al formarse los átomos de hidrógeno, de repente, el universo se hizo transparente. La radiación, antes atrapada por las partículas sueltas, empezó a poder viajar de un lado a otro del mismo. Pero esa sopa tenía grumos. Y unos grupos muy bien diseñados. Efectivamente, la ciencia nos dice que si la sopa hubiese sido perfectamente homogénea, no hubiese dejado nunca de ser una insípida sopa. Pero, afortunadamente, los grumos, por la ley de la gravedad, fueron atrayendo hacia sí la materia circundante. Se formaron así, alrededor de ellos, masas algodonosas de hidrógeno que dejaban vacíos entre ellas. Las masas algodonosas, mientras tanto, se iban condensando cada vez más.

Y un día, ocurrió. La presión empujaba unos contra otros a los átomos de hidrógeno atrapados en el centro de las masas algodonosas compactadas, en contra de la fuerza electrostática que los repelía. Un día, la presión fue mayor que la repulsión electromagnética y dos átomos de hidrógeno se fusionaron para formar uno de helio, iniciando una reacción en cadena. Todos sabemos que eso es lo que pasa en una bomba de hidrógeno. Acababa de nacer la primera estrella. Como si se hubiese dado la señal de salida, el universo se fue llenando de luminarias y, al ser transparente, la luz empezó a iluminarlo de un extremo a otro. Todavía hoy, casi 15.000 millones de años después, siguen formándose estrellas. Pero no todos los grumos eran iguales ni, por lo tanto, las estrellas que nacieron de ellas. Los había tan pequeños que apenas llegaban a ser capaces de encender la bomba de hidrógeno. Éstos formaban unas estrellas raquíticas y de poco brillo que se conocen con el poco atractivo nombre de enanas marrones. Otros, en cambio, eran tan grandes que formaban enormes estrellas de un color azul brillantísimo. Sin embargo, y afortunadamente, la inmensa mayoría no eran ni de las unas ni de las otras. Eran del montón, ni muy grandes ni muy pequeñas, como nuestro Sol. Si la mayoría de los grumos hubiesen sido muy grandes o muy pequeños, nosotros no estaríamos aquí, porque no hubiesen aparecido ni la vida ni la inteligencia en el universo. Pero tenían el tamaño justo, ¡qué casualidad!

En próximos artículos seguiremos la vida de las estrellas normales, como el Sol, y la de las gigantes, que tienen una vida escandalosa. No nos ocuparemos, en cambio, de las anodinas enanas marrones. Sí hablaremos un poco de la estructura del universo que se estaba formando. Pero, salvo por el tamaño de los grumos, que, con toda seguridad requirió ingeniería punta y diseño de alta precisión, Dios no tuvo que intervenir en nada durante esta fase de desarrollo del universo. Simplemente, durante unos 10.000 millones de años dejó que éste se desarrollase según sus leyes, diseñadas para sus fines.

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