Del libro "Al sueño de la muerte hablo despierto". Tomás Alfaro Drake; Biblioteca de Autores Cristianos (BAC)
Madrid, 17 de Noviembre del 2002
Carta para entregar a Mathis Grünewald, pintor alemán del siglo XV y XVI
Cristo ha muerto hace unos minutos. La terrible lanzada acaba de traspasar su corazón y una violenta convulsión ha recorrido todo su cuerpo hasta hacer temblar toda la tierra. La noche espantosa, negra, espesa, a las tres de la tarde, se ha cernido sobre Jerusalén. La parálisis y el rigor mortis prematuro han crispado los dedos de Jesús en un rictus espantoso. Sus labios, tumefactos y entreabiertos, dejan ver una lengua amoratada por la asfixia. La enorme corona de espinas sobre la cabeza caída, le hiere también los hombros. La terrible herida del costado todavía está sangrando. Además de la flagelación oficial, todo el cuerpo aparece lleno de espinas de una segunda flagelación, ésta infligida por la soldadesca, probablemente con las ramas de los espinos que utilizaron para hacer la corona. Las heridas de esta segunda flagelación, sobre todo en las piernas, aparecen medio gangrenadas. La carne a su alrededor, de color verdoso, parece ya podrida. Los pies, horriblemente descoyuntados sobre el clavo diagonal que los atraviesa, no llegan a apoyarse en el escabel de la cruz, pero su sangre, ya coagulada, forma grumos con forma de estalactitas que cuelgan como carámbanos.
Esta fue, Mathis, mi primera alucinada impresión cuando me encontré, de repente, delante de tu enorme retablo de tres metros de altura. La historia de cómo llegué a estar delante de él está plagada de “casualidades”. Hace cuatro años ni siquiera sabía de tu existencia. Conocí un fragmento de tu crucifixión por un cartel que intentaba incitar a los jóvenes a ir de misiones. Era un primer plano de la cabeza de tu Cristo crucificado. Debajo un texto decía: “Practica un deporte de riesgo, anuncia el Evangelio”. No sé si los padres hiperprotectores se sentirían tranquilos con este cartel, pero a muchos jóvenes les hacía preguntarse si tenía más sentido ir de misiones o hacer “puenting”. Algunos, los más intrépidos, opinaban que lo primero. Yo no sabía quién había pintado la imagen del cartel ni en que siglo, pero me impresionó por su terrible expresionismo y hubiese jurado que era una pintura del siglo XX.
En esta ignorancia pasé casi cuatro años, hasta que este verano, en casa de un amigo, vi un libro magnífico que le acababan de regalar con ilustraciones de los grandes retablos del gótico tardío. Hojeándolo al azar, me encontré con tu crucifixión. Yo sólo conocía de ella el primer plano del rostro desfigurado de Cristo. Tal vez por eso, recibí un impacto de asombro al ver el cuadro completo. Entonces supe que tú, Mathis Grünewald, eras su autor. El resto de los personajes de la crucifixión se presentaron ante mí. Una María Magdalena arrodillada con el grito en la boca y las manos desesperadamente entrelazadas alzándose hacia Cristo, una María madre desmayándose con un gemido de dolor en brazos de san Juan y, sorprendentemente, un san Juan bautista con la cabeza unida al cuerpo, un Antiguo Testamento en la mano izquierda y un enorme índice de la derecha señalando al destrozado Cristo, mientras un texto escrito en rojo sobre él decía en latín: “Él debe crecer y yo menguar”, según palabras suyas que más tarde inmortalizaría el otro san Juan, el evangelista.
Después de un rato de asombrada admiración, pasé la página. Al otro lado de la imagen de la crucifixión, apareció la más gloriosa resurrección que nunca había visto, también pintada por ti. Era también noche, pero no una noche contra natura, tétrica y espesa, sino una cuajada de rutilantes estrellas y, en medio de ella, un enorme y brillantísimo halo de luz. El brillo del halo se iba tornando anaranjado y azul, hasta mezclarse con la noche estrellada. La fuente de esa luz no era otra que el rostro del Resucitado. El mismo rostro que el del Crucificado, pero transfigurado en brillo deslumbrante. Uno no sabría decir dónde estaba la frontera entre el rostro y la luz. La faz del Cristo es la luz. Ésta sale directamente de sus rasgos, transformándolos. Cabellos y barba son luz. Sólo los ojos castaños y los labios rojos contrastan con la brillantez del halo cegador. El resucitado va vestido con tres túnicas. Una roja con el reverso amarillo, otra azul y otra blanca. Las túnicas, se arremolinan intentando seguir el impulso de ascensión del cuerpo. En su revuelo dejan ver las piernas, la mitad derecha del pecho y los brazos. El cuerpo está limpio, blanco, sin una sola traza que recuerde a las horribles desgarraduras del Crucificado. Los pies, antes espantosamente descoyuntados, están ahora perfectamente conformados. Cristo nos enseña, las manos alzadas con las palmas hacia delante, sus cinco llagas. Limpias y rojas, del color de la sangre, emite cada una de ellas un brillo propio, pequeño pero intenso. El resto de la composición lo forman una enorme roca cuya terrible y pesada mole contrasta con la liviandad de Jesús liberándose de la muerte y tres soldados que sorprendidos por la fulminante resurrección, están en medio de su caída. Transmiten una sensación de inestabilidad que da una vívida impresión de movimiento. La resurrección tiene lugar en el tiempo, en la historia.
No pude ver más. En ese momento me tuve que ir. Más tarde pude saber por mi amigo, que el retablo del que formaban parte las dos obras podía verse en la ciudad francesa de Colmar. No tenía ni idea de en que parte de Francia estaba esa ciudad, pero me dije a mí mismo que a la primera oportunidad que tuviera debía ir a Colmar a ver tu retablo. Mi amigo me informó de que la obra era conocida como el retablo de Issenheim. En esa ciudad, unos cuantos kilómetros al sur de Colmar, se había pintado y había presidido durante siglos la capilla de una abadía. También me explicó que el retablo era como una puerta de la que se abren las dos hojas. En la portada, con el retablo cerrado, se veía la crucifixión, pero si se abren ambos batientes, aparece la resurrección y otras escenas del Evangelio que forman una nueva puerta de dos batientes. Una segunda apertura de estas hojas da paso a un grupo escultórico en altorrelieve y a otras dos tablas pintadas con escenas de la vida de san Antonio.
Mi débil determinación no me llevó, en los meses siguientes al verano, a enterarme dónde se encontraba la ciudad francesa de Colmar. Así, mi propósito, como tantos otros, podría haber caído en el olvido. Pero el “azar” iba a jugar sus cartas. Una hija mía, por motivos que no vienen a cuento, está todo este año en Friburgo y en el puente del 1º de Noviembre, mi mujer y yo fuimos a visitarla. Para ver cuál era la ciudad más cercana a la que podíamos ir en avión, cogí un atlas y, ¡oh sorpresa!, me encontré con que la ciudad francesa, exactamente al otro lado del Rhin de donde se encuentra Friburgo era, ni más ni menos, Colmar. Naturalmente la visita incluiría el paso por Colmar. Y allí fuimos el día 2 de Noviembre a preguntar, como quien busca una aguja en un pajar, por un museo en el que había un retablo que... ¡Oh ingenuidad e ignorancia! Cada año pasan más de 250.000 personas por el museo de Unterlinden de Colmar para ver tu retablo. El museo tiene muchos retablos de indudable valor artístico pero que, en mayor o menor medida le dejan a uno, al menos a mí, indiferente. Yo iba paseándome por el museo con parsimonia, haciéndome esperar, preparándome para el momento del encuentro con tu obra. Y de repente, al doblar una esquina, con los ojos y la cabeza acostumbrados a ver retablos de 60x40 cm, apareció, inmensa, terrible, grandiosa, la imponente crucifixión de unos tres metros de alto por otros tantos de ancho. No puedes imaginarte mi impresión. Lo que en una lámina de un libro de arte es sorprendente, es sobrecogedor en esas proporciones. Me asaltó una sensación de pequeñez, de insignificancia. El sufrimiento de Cristo recién muerto podía palparse. Casi se oía el eco de los gritos de la Magdalena y el sollozo ahogado de María llamaba a las lágrimas.
Después de un buen rato de oración contemplativa, me invadió la ansiedad por ver la resurrección. El retablo está desmontado, por lo que para ver los otros batientes hay que dar la vuelta y ver la crucifixión por el reverso. Y efectivamente, la resurrección es el reverso de la crucifixión. La luz del rostro de Cristo parece salir del retablo inundando la sala. Casi se puede sentir el viento producido por las túnicas al arremolinarse arrastradas hacia arriba por el cuerpo glorioso del Señor. Parece oírse el estrépito de las armaduras de los soldados al chocar violentamente con el suelo. Viendo el reverso de tu retablo entendí lo que tantas veces había leído en el Evangelio sobre el cuerpo glorioso del Resucitado. Entendí que ardiesen los corazones de los discípulos de Emaús. Comprendí por qué Tomás cayó de rodillas ante Cristo diciendo “Señor mío y Dios mío”. Podría seguirte escribiendo sobre lo que me hizo sentir tu resurrección, pero sería demasiado largo y mis palabras demasiado pobres.
Allí me enteré de que el retablo fue construido y pintado entre 1489 y 1515 en la abadía de Issenheim como parte de la terapia del mal de los ardientes. La orden de los Antoninos recibía cada año en Issenheim a miles de enfermos de ese terrible mal. Venían de toda Europa atraídos por sus éxitos terapéuticos. El cuerpo se les llenaba de horribles pústulas que les abrasaban. Muchos morían. A otros había que amputarles brazos y piernas. Todo peregrino que llegaba era atendido. Si moría, recibía cristiana sepultura. Si había que amputarle un miembro, se quedaba al cuidado de los monjes durante el resto de su vida. Pero muchos sanaban. Aún en la ignorancia de las causas de la enfermedad, los Antoninos habían desarrollado unas pócimas de hierbas, unas para beber, otras para aplicar como ungüentos, que en muchos casos podían hacer remitir la enfermedad. La terapia incluía pasar determinadas horas al día delante de tu terriblemente torturado Jesús. San Sebastián acribillado de flechas, a un lado del Cristo y san Antonio, atacado por un súcubo al otro, contemplan al crucificado con una serena y confiada mirada. Creo que al pintarlos tenías en mente la plegaria de Isaías sobre el siervo de Yavé: “Fue traspasado por nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades; el precio de nuestra paz cayó sobre él y en sus llagas hemos sido curados”. Esto debía infundir paz de espíritu a los atormentados enfermos. Los días de la Anunciación, Navidad y Resurrección, se abrían los primeros batientes del retablo para que los enfermos pudiesen ver la gloria que esperaba detrás del sufrimiento, y esto infundía esperanza en sus corazones. El día de san Antonio se abrían los segundos batientes. El santo aparecía mordido, agarrado por los pelos, apaleado y pisoteado por unos repugnantes demonios. No me extrañaría que el director de la película “El señor de los anillos”, se hubiese inspirado en estos demonios tuyos para dar forma a los monstruos imaginados por Tolkien. A los pies del santo, a la derecha del cuadro, un papel dice: “¿Dónde estabas, buen Jesús, dónde estabas que no venías a curar mis heridas?”. Pero en el cielo, a lo lejos, en el otro extremo de la diagonal, sobre un trono y envuelto en una luz esplendorosa, llega Cristo tonante a espantar a la chusma de los demonios y rescatar al santo de su tortura. Los enfermos sabían que Jesús les rescataría pronto también a ellos, con la salud o con la piadosa muerte seguida de la gloriosa resurrección. En la esquina inferior izquierda aparece una patética criatura semihumana llena de repugnantes pústulas supurantes. Es a un hombre lo que el Gollum de “El señor de los Anillos” es a un hobbit. Los demonios la ignoran completamente, ya han terminado su trabajo con ella. Si uno se fija bien en el cuadro, al otro lado de esta diagonal, aparece esa misma criatura acuchillando a un demonio, mientras otro está a punto de asestarle un terrible golpe. Dos diagonales, dos actitudes. Una, la súplica a Jesús y su llegada al rescate. Otra, el hombre luchando con sus solas fuerzas y el fatal desenlace. Y, en medio, el santo. ¿Querías representar en ellas tu compasión por la pobre y doliente humanidad necesitada de la ayuda de Dios pero negándose a pedirla? Creo que sí. Hoy en día, querido Mathis, muchos postmodernos se reirán de esta idea, pero el mundo sería mejor si, después de ensayar todos los recursos humanos contra nuestras dolencias, aplicásemos también los remedios de la Fe, la Esperanza y la Caridad.
Alguien que ha recreado como tú lo has hecho la Anunciación, el nacimiento de Cristo, su crucifixión y resurrección y la coronación de María, alguien que a través de san Antonio ha pedido ayuda al buen Jesús, alguien que ha tenido la misericordia por el género humano que se desprende de tu retablo, está, con toda seguridad, gozando de la contemplación de Cristo resucitado. Para mí, como para los enfermos de Issenheim y para tantos visitantes de tu retablo, también tu obra ha supuesto una oración, una vivificante terapia espiritual. Espero que algún día me cuentes toda tu trayectoria vital y espiritual. No estaremos entonces sujetos a la pobreza de las palabras. Y mientras conversamos sin palabras, miraremos juntos el auténtico rostro de Cristo resucitado, del que tu retablo es un pálido reflejo.
Un abrazo.
Tomás
20 de marzo de 2008
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