Madrid 14 de Enero del 2001
Del libro "Al sueño de la muerte hablo despierto" Tomás Alfaro Drake. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC)
Carta para entregar a Jacopo Robusti, pintor veneciano del siglo XVI, conocido por il Tintoretto por el oficio de su padre.
Jacopo, he tenido la suerte de poder estar en Venecia y no he dejado de pasar por la scuola di san Rocco para la que con tanta astucia conseguiste trabajar y en la que con tanta fuerza lo hiciste. Toda tu obra de la scuola me ha impresionado, pero la impresión ha llegado al sobrecogimiento ante tu grandiosa pintura de la crucifixión. Mi primera impresión ha sido puramente plástica. La grandiosidad, el movimiento y la fuerza expresiva del cuadro me sorprendieron al primer golpe de vista. Esa tensión de las cuerdas que están izando la cruz del buen ladrón a la derecha de la de Cristo, el esfuerzo del soldado romano que está tirando de ellas. Me parece estar oyendo crujir la madera de su cruz, a punto de romperse por la tensión. Después mis ojos recayeron sobre el otro ladrón que crucificaron con Cristo. Has pintado su cruz de forma que, cuando sea izada, quedará de espaldas a la salvación. El reo está retorciéndose mientras le están fijando al madero. Creo oír de su boca, que no se ve, imprecaciones contra el cielo y la tierra por un suplicio del que, aunque excesivamente terrible, es culpable. La cruz de Jesús está recién levantada. Tiene apoyada, en la parte de atrás, la escalera por la que alguien subirá para colgar la triple inscripción, hebrea, griega y latina: "Jesús Nazareno, Rey de los Judíos". Me llamó la atención cómo habías pintado la cabeza de Cristo. Parece forzadamente caída hacia abajo y hacia su derecha. Si su suplicio acababa de comenzar, no era lógico que su cabeza pendiese de esa manera. Pero, además, aunque la muerte le hubiese sobrevenido, la postura de la cabeza no sería la natural. Demasiado caída y demasiado torcido el cuello hacia su derecha. No era razonable que tú, que presumías de ser en el dibujo como Miguel Ángel y en el color como Tiziano, hubieses permitido esa imperfección en una obra maestra. Pero, ¡en fin!, pensé con un suspiro, hasta los grandes genios tienen fallos. No me hubiese atrevido, si vivieses, a escribir este comentario. Me habrías contestado con violencia que tu pintura no estaba hecha para ojos ciegos ni para mentes obtusas.
Luego mi vista se posó en el grupo de los que estaban al pie de la cruz del Salvador. Allí estaban las santas mujeres y, entre ellas, la única en pie, vestida de rigurosísimo luto, con la cabeza levantada hacia lo alto, para mirar a su hijo torturado, María. ¡Pero no! La cara de la Virgen no miraba a su hijo. Su cabeza, vista por detrás, estaba girada hacia su izquierda, la derecha de Jesús, hacia el otro ladrón, que estaba siendo izado. Es indudable que el levantamiento de una cruz con un ajusticiado en ella debía ser un espectáculo terrible para las miradas de los morbosos observadores que asistían por placer a unas crucifixiones. Pero no para María. María había ido allí para estar junto a su hijo en los últimos momentos de su suplicio, para darle y recibir consuelo de Él en los momentos de angustia y sufrimiento que ambos iban a vivir. ¿Por qué pues iba a distraerse del fin por el que había ido por el horrible espectáculo de gritos de esfuerzo y dolor y crujidos de una cruz levantándose con un ajusticiado en ella? ¿Otro fallo? Demasiados para ti, Tintoretto. Mis ojos ciegos y mi mente obtusa siguieron la línea que seguiría la mirada de María y llegaron justo a los labios de Dimas, que estaban entreabiertos. Pero esos labios no me daban la impresión de un rictus, una mueca de dolor o un grito blasfemo. Me parecía, más bien, que estaban entreabiertos, moviéndose en una plegaria.
Entonces, como en un relámpago, se hizo la luz en mi cerebro sobre el momento que habías pintado. Detrás de la cruz de Cristo, algunos miembros del Sanedrín decían: Si es el Hijo de Dios que baje de la cruz y se salve. Entre alaridos de dolor y bruscos movimientos espasmódicos, el ladrón que estaba siendo clavado en la cruz, insultaba al Salvador coreando las burlas de los del Sanedrín. Nada de esto hacía que María desviase un milímetro su vista del suplicio de su amado hijo, que hacía unos segundos había dicho: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Tal vez esa frase fue la que tocó el corazón de Dimas, que era la primera vez que se había encontrado con Jesús. De sus labios brotó un grito estentóreo que se oyó por encima de las burlas, de los insultos y de los resoplidos de esfuerzo de los que izaban su cruz. Iba dirigido a su compañero de suplicio, increpándole por su comportamiento ante el que, inocente, estaba sufriendo mientras perdonaba, el mismo horrible suplicio que ellos sufrían merecidamente en medio de la desesperación. Tampoco María desviaba su mirada por eso. No eran más que querellas de criminales ajusticiados. Pero entonces llegó la súplica. Dimas, el cruel salteador de caminos que a tantos hombres habría degollado para quitarles el escaso dinero que tal vez pudieran llevar, el que nunca había aceptado súplicas de sus víctimas, ni había hecho ninguna a sus jueces y verdugos, Dimas, en voz suave e implorante decía al Hijo de Dios, al que había reconocido por el perdón en ese desconocido: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey”. Eso era una oración. Ese hombre arrepentido, invocaba a su hijo. Ese hombre endurecido, ablandado por el perdón, amaba a su hijo. En ese momento, agradecida, María volvió los ojos, llenos de lágrimas, hacia el ladrón. Y Cristo, Jesús, el Salvador, el que había venido a salvar el mundo, no a juzgarlo, también la oyó, proviniendo de detrás de él, a su derecha. Entonces inclinó la cabeza hacia abajo, forzando la postura y la giró hacia la derecha, hasta que su mirada se cruzó un instante con la de Dimas. Hacía tan sólo unas horas, Pedro había experimentado esa misma mirada justo después de negar a su Maestro. Era la mirada de perdón más dulce que ningún hombre haya visto nunca. Llegaba a lo más profundo del alma, sin un reproche, sin una exigencia, casi implorante, ofreciendo el perdón y la paz a quien quisiera recibirlo. Pedro lo recibió, pero no pudo oír una palabra que acompañase a la mirada. El cruce de miradas entre Jesús y Dimas duró una fracción de segundo. Un tirón más de la cuerda dado por el soldado hizo que el buen ladrón desapareciese del campo de visión de Cristo. Tu sentido del movimiento ya había dado ese tirón. Pero ese segundo suspendido en el tiempo fue suficiente. En ese instantáneo cruce de miradas el Dios crucificado percibió claramente el arrepentimiento. Los ojos ya no podían mirarse, pero la voz de Cristo pudo oírse con claridad: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Y ese momento fue el que captó el flash de tu pincel. Los labios de Dimas repitiendo; “acuérdate de mí, acuérdate”, la cabeza de la Virgen vuelta hacia la voz suplicante, Jesús forzando su postura, haciendo que sus huesos y las heridas de los clavos le doliesen más, otorgando el perdón y la promesa de la salvación. Me hubiese gustado, Tintoretto, que la composición del cuadro te hubiese permitido pintar las miradas de Jesús y de su madre. Pero tal vez es mejor que me las imagine para despertar mi mente embotada.
No sé, querido Tintoretto, si eso fue realmente lo que pensabas cuando pintaste el cuadro, pero a través de más de cuatro siglos, has sabido despertar en mí más piedad de la que pudieran conseguir mil reflexiones, y te doy gracias por ello. Espero poder comentar pronto personalmente contigo esta y otras pinturas tuyas, ahora que la contemplación de Dios habrá suavizado tu terrible carácter.
Mientras tanto, recibe un abrazo de tu hermano en ese Cristo que pintaste,
Tomás.
18 de marzo de 2008
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