22 de mayo de 2008

Reivindicando a Einstein

Tomás Alfaro Drake

Hace unas semanas, en una entrada de Juan Luis, en respuesta a otra mía de “El canino hacia la posmodernidad..., aparecía una referencia a Einstein, citada en un libro de Jiseph Pearce, si bien no era del propio Pearce, en la que se ponía a Einstein entre los filósofos de la sospecha, a saber; Freud, Marx y Nietszche. La razón: Una identificación errónea de teoría de la relatividad en física con el relativismo ético. Debo decir que Juan Luis se extrañaba de la inclusión de Einstein en ese trío. Quiero hoy reivindicar la figura de Einstein. Y lo hago con una carta que le escribí, junto a otros científicos del siglo XX, en mi libro “Al suelo de la muerte hablo despierto”: Ahí va:

Comillas, 9 de Agosto del 2003

Carta abierta para entregar a Albert Einstein y a todos los científicos que hicieron posible, en el siglo XX, la física cuántica. (Max Plank, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Erwin Schrödinger, Wolfgang Pauli y otros).

Queridos Albert y todos los demás:

Doy gracias a Dios por haber podido vivir en el mundo después de que vosotros hayáis pasado por él. Sin vosotros, el universo sería para mí mucho menos comprensible, su inmensa belleza mucho más escondida y, por lo tanto, podría amarlo menos. Y amando menos al universo, amaría también menos a su Creador. Por eso, vosotros me habéis acercado al Amor de Dios tanto como cualquier otro ser humano pueda haberlo hecho. No sé si en esta carta, que preveo larga y ardua, seré capaz de explicaros, con mi lenguaje de hombre de la calle, el por qué de este inmenso agradecimiento. Espero, si no soy capaz, que vuestra benevolencia haga que admitáis con una sonrisa mi pobre intento. En la introducción de este epistolario comentaba cómo Maquiavello sentaba a su mesa a personajes como, Aristóteles, Platón, santo Tomás y Guillermo de Occam o a Julio César Marco Aurelio, Catón y Adriano. A mi me gustaría hacer lo mismo y pasarme horas escuchando, callado, vuestras discusiones. Unas discusiones que serían prolongación de las que tuvisteis aquí en la tierra, pero alumbradas con una nueva Luz que las haría mucho más ricas. Confío en que un día me admitáis, de piedra y dando tabaco, en un rinconcito de vuestra tertulia. Sirva esta carta, espero, como pasaporte para esa invitación.

Te pongo a ti, Albert, aparte y en primer lugar, porque tú solo descubriste la teoría de la relatividad y abriste la puerta para que los demás, en un proceso de interacción mutua, desarrollasen la física cuántica. Aunque este desarrollo de la física te resultó inaceptable hasta el día de tu muerte, estoy seguro de que si vivieses hoy lo habrías aceptado. Me gustaría comentar contigo, en esta carta, las consecuencias de esta aceptación. Pero quizá me estoy adelantando a lo que quiero deciros, de forma que vayamos por partes.

No me voy a adentrar, sería ridículo, en comentar lo que he podido llegar a entender de tu teoría de la relatividad, pero gracias a ella podemos comprender hoy que el universo se expande, que tuvo un principio y que, de una forma u otra, tendrá un fin. No fue fácil para ti, anclado en la idea de un universo eterno, aceptar ese hecho experimental que tu teoría podía explicar. Sin embargo, como hombre inteligente y abierto, lo llegaste a admitir de buen grado y hasta con entusiasmo. Pero, lo más importante, lo que me hace escribirte, es el sentimiento de reverencia que te produjo tu visión profunda del universo. Por muchos caminos te dabas cuenta de que el orden del cosmos tenía que responder a una mente superior. En una tertulia en el Berlín de 1927, cuando alguien se extrañó de oír que eras profundamente religioso, aclaraste:

“Sí, lo soy. Al intentar llegar con nuestros medios limitados a los secretos de la naturaleza, encontramos que tras las relaciones causales discernibles queda algo sutil, intangible, inexplicable. Mi religión es venerar esa fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender. En ese sentido soy de hecho religioso”.

Y en una carta de 1936 decías:

“Las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres... frente al cual debemos sentirnos humildes”.

Cuando alguien, usando tu nombre, hacía apología del ateísmo, le contestaste con una dura expresión: “Esos ateos fanáticos cuya intolerancia es análoga a la de los fanáticos religiosos”. No querría caer yo, por abusar de tus palabras y de tu autoridad, entre los que considerabas fanáticos religiosos. Por eso debo añadir que siempre negaste creer en un Dios personal. Creías en una fuerza, en un espíritu abstracto y genérico, en el Dios deísta de los filósofos, algo así como una versión turbo-inyección del motor inmóvil de Aristóteles. En 1929, el rabino de Nueva York te envió un telegrama que decía. “¿Cree usted en Dios? Stop Respuesta prepagada de cincuenta palabras”. Le ahorraste algunos dólares al rabino contestándole en algunas menos. “Creo en el Dios de Spinoza –decías– que se revela en la armonía del mundo, no en un Dios que se ocupa del destino y de los actos de los seres humanos”. No obstante, escribiste una carta a alguien que atacaba la religión, en la que decías: “Los seguidores de Spinoza vemos a Dios en el orden maravilloso de lo que existe. Pero criticar la fe en un Dios personal es otra cosa. Así lo hace Freud en su última publicación. Yo nunca lo haría, pues tal creencia me parece preferible a la falta de toda visión trascendente de la vida”.

Esa armonía del mundo, que revelaba al Dios en el que creías, era para ti profunda y misteriosa, portadora, precisamente por ese misterio, de Belleza y Poesía. Belleza y Poesía inseparables de la Verdad. “La búsqueda de la verdad y de la belleza son las únicas cosas en la que podemos seguir siendo niños toda la vida”, decías. Para ti éramos “como un niño que entra en una biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es, en mi opinión, la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”. Por todo esto, te escribo como poeta más que como científico, y no puedo dejar de citar ese sentido poético que me hace escribirte:

“La función más importante del arte y la ciencia es despertar el sentido de religiosidad cósmica en quienes lo buscan”.
“La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...]En esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia [...] Esa experiencia engendró también la religión [...] percibir que tras lo que podemos experimentar se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que sólo son accesibles de modo indirecto –ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad. En ese sentido, y sólo en ese, soy un hombre religioso. Pero no puedo concebir un Dios que premia y castiga a sus criaturas”
.

No es de extrañar que no pudieses concebir un Dios que premiase y castigase a los hombres ya que no creías en la libertad humana. Pensabas que vivíamos en un mundo totalmente determinista donde todo lo que iba a pasar, hasta el más mínimo de nuestros actos, estaba ya ineludiblemente inscrito en la situación del cosmos en cada momento. Eras, en esto, un hombre que todavía estabas en el siglo XIX, reflejando las ideas de Laplace cuando decía, allá por 1814:

“... hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento dado conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente vasta como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el pasado como el presente estarían presentes ante sus ojos”.

Tu conclusión ante este mecanicismo extremo no era otra que la negación del libre albedrío y, por lo tanto, de todo tipo de responsabilidad del hombre frente a sus acciones. En el espacio-tiempo que tu teoría de la relatividad construyó, el futuro ya estaba hecho. Por eso, fiel a tus creencias, cuando murió tu amigo del alma, Michele Besso, escribiste con triste resignación:

“Mi amigo Michele se me ha adelantado en dejar este extraño mundo. Poco importa. Para nosotros, físicos convencidos, el tiempo no es más que una ilusión, por persistente que parezca”.

Por la misma razón, la máxima cristiana “Ama a tu enemigo” merecía para ti el siguiente comentario:

“No puedo odiarle, porque debe hacer necesariamente lo que hace. Estoy pues más cerca de Spinoza que de los profetas. Por eso no creo en el pecado”.

Efectivamente en el Dios panteísta de Spinoza no cabe el juicio moral porque en ese Dios identificado con la naturaleza, el bien y el mal son parte de él y sólo el resultado final, no las partes, es importante. Pero quiero llamar tu atención sobre la máxima cristiana. No dice “no odies a tu enemigo”, sino “ámale”. En la ausencia de juicio moral tal vez no quepa el odio, pero aún ahí, sí cabe el amor. Sin embargo, cuando te enteraste de los horrores del nazismo, de su extrema crueldad, de su salvaje genocidio, se te quedó raquítico el Dios de Spinoza y tu concepto de pecado y comentaste horrorizado que “los alemanes, todo ese pueblo entero, son responsables de esos crímenes en masa y deben ser castigados si hay justicia en el mundo”. Ignoro si la justicia de Nürenberg o la del Estado de Israel con Eichmann te parecieron suficientes pero, por la dureza de tu frase, creo que no. Esta frase parece el inicio de un camino que lleva de la falta de responsabilidad humana a una justicia necesaria en ese mundo imbuido de orden y misterio en el que creías.

Perdóname, Albert, por citarte demasiado, pero tu sentimiento religioso era complejo y yo necesito que me digas si he retorcido tus palabras o si he conseguido hacerme una idea cabal de tu visión cósmica de Dios, de la Verdad, de la Belleza, de la Bondad y del papel del hombre en este universo. Porque necesito tener esto claro antes de dirigirme en esta carta al resto de los físicos a los que va destinada.

Después de tu proeza con el descubrimiento de la relatividad, tu fértil mente, junto con la de Max Plank, abrió la puerta a una nueva física. La física cuántica. Fueron necesarias muchas mentes brillantes para alumbrar una teoría que tú jamás llegaste a aceptar. Os cito a Max Plank, Werner Heisenberg, Erwin Schrödinger, Wolfgang Pauli, Niels Bohr en el encabezamiento de esta carta, pero soy consciente que fuisteis muchos más los que aportasteis vuestra inteligencia a esa nueva manera de ver el mundo. Casi todos vosotros compartíais con Albert la visión del misterio, del orden subyacente en el cosmos y de la reverencia religiosa por esa armonía, sin creer tampoco en un Dios personal, salvo, tal vez tú, Werner (Heisenberg). Una vez, Pauli te preguntó si creías en un Dios personal; contastaste: “Preferiría formular tu pregunta así: ¿Podemos alcanzar la razón central de las cosas o de los sucesos, de cuya existencia no parece haber duda, de un modo tan directo como podemos alcanzar el alma de otro ser humano? [...]. Así planteada, mi respuesta sería sí”. Tú mismo, Wolfgang (Pauli), decías que debíamos vivir “reconociendo que cualquier intento de resolver cualquier cuestión depende de factores fuera de nuestra capacidad de control y para los que el lenguaje religioso ha reservado siempre el nombre de gracia”. Para ti, Max (Plank), “el progreso de la ciencia consiste en el descubrimiento de un nuevo misterio cada vez que se cree haber descubierto una verdad fundamental[...]. La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza”. A veces hablabas, en tus conferencias sobre ciencia y religión, de “una batalla común de la ciencia y la religión, una cruzada que nunca termina cuyo grito de llamada es y será siempre: ¡Hacia Dios!”. Hacia un Dios impersonal, todo hay que decirlo. Pero creo que la siguiente frase de Erwin (Schrödinger) resume mejor que ninguna otra vuestra manera de ver la posición de la ciencia frente a la religión:

“La imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”.

Sería estúpido por mi parte intentar contaros a vosotros los puntos básicos de esta nueva física que sólo superficialmente he llegado a comprender. Tú, Albert, no la pudiste admitir, porque hería de muerte, mejor dicho, mataba al determinismo, puesto que el futuro no estaba escrito en el pasado. Era, por lo tanto, con muchas salvedades que no vienen a cuento aquí, una puerta abierta al libre albedrío[1]. Durante casi treinta años, tú, Albrert y Niels (Bohr), mantuvisteis sobre este tema del azar, el determinismo y el libre albedrío una larga y fructífera discusión que ha pasado al acerbo cultural por una frase tuya y una respuesta suya. “Dios no juega a los dados” –decías, en clara alusión al papel que el azar juega en la física cuántica. A lo que respondía Niels “No somos nosotros, simples físicos, los que debemos decirle a Dios cómo debe regir el mundo”. Como Maquiavello con sus egregios, prolongasteis vuestra discusión por encima de la muerte. Me impresiona, Niels, que conservases hasta tu muerte en 1962, en la pizarra de tu despacho, los diagramas de una conversación que tuvisteis Albert y tú en 1927, habiendo muerto él en 1955. Sin embargo, ni tú ni ninguno de tus colegas pudisteis convencer a Albert del fin del determinismo. Después de tu muerte, Albert, la física cuántica ha cosechado tantos éxitos que no creo que si vivieses hoy pudieras ponerla en duda. Me pregunto si, ante tanta evidencia, hubieses llegado a admitir los principios cuánticos. Estoy completamente seguro de que sí. Como científico no hubieses podido dejar de hacerlo. Pero las preguntas importantes son otras: ¿Habrías cambiado tu opinión sobre la libertad humana y sobre la responsabilidad ética de esa libertad? ¿Habría evolucionado tu concepción de Dios, hacia un Dios personal, en el sentido que lo concebía Werner (Heisenberg)? Los auténticos buscadores de la verdad, y tú lo eras, suelen ser humildes. Tú mismo afirmabas serlo frente a la grandeza de ese Dios impersonal en el que creías. Por eso estoy convencido de que se hubiese producido un cambio drástico en tus creencias. De hecho, ante la barbarie nazi ya habías empezado a ver la inconsistencia de tus postulados éticos. Confío en que hubieses llegado a un Dios misericordioso con el que, a través del arrepentimiento, podemos reescribir el pasado y el futuro del espacio-tiempo que tú pensabas inmutable. En ese misterioso espacio-tiempo reescrito y remodelado por la misericordia de Dios –los nuevos cielos y la nueva tierra instaurados por Cristo– hasta un Hitler podría tener cabida, si hubiese conocido el arrepentimiento, o se autoexcluiría de él con la contumacia. Tal vez así sí hubieses podido concebir un Dios, no que premia y castiga a sus criaturas, sino que las espera a todas con los brazos abiertos. Más aún, que se ocupa de su destino y sus actos, se hace hombre para irlas a buscar y llora por las que se resisten a aceptar su abrazo. Que las ama a todas con el mismo amor con que nos pide que amemos a nuestros enemigos.

Nos ha sido dicho por quien tiene poder para decirlo, que si no nos hacemos como niños no entraremos en el Reino de los Cielos. Todos vosotros habéis sabido haceros niños embargados por el asombro ante un universo que vosotros descubristeis como insospechadamente más grande, complejo y misterioso que el del siglo XIX. Entre todos habéis contribuido a levantar una punta del velo que oculta el rostro de Dios, me habéis acercado un poco más su Belleza, me habéis hecho conocer y amar más su obra. Por eso, no me cabe la más mínima duda de que ahora estáis en ese Reino, contemplando con asombro eterno su Rostro. La Biblioteca del misterio es ahora clara para vosotros. Tal vez en algún momento podáis recordar y comentar, como quien recuerda con ternura e indulgencia los primeros balbuceos de su niñez, vuestra búsqueda a tientas en esa Biblioteca. Si tales momentos existen en la eternidad, a mí me gustaría estar con vosotros en ellos. Como os dije al principio de esta carta, como los mirones, en un rinconcito, de piedra y repartiendo tabaco.

Hasta entonces, un fuerte abrazo a todos.

Tomás

Naturalmente, no me importa que alguien, al leer esta carta quiera comprar el libro, del que ya he puesto otras muestras en este blog. Por si hay alguno de estos, ahí va la referencia:

“Al sueño de la muerte hablo despierto”
Tomás Alfaro Drake
B.A.C.
[1] En una próxima entrada expondré mis puntos de vista sobre la libertad, el determinismo físico y la física cuántica.

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