Este es el 21º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.
Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo” y “La explosión del arbusto de la vida”.
Quienes se apoyan en la evolución para convencernos de que el hombre es una rama más, como otra cualquiera del arbusto de la vida, se oponen a la idea de que ese arbusto sea más bien como un abeto, que tiene una cúspide en la que estaría el hombre. Y tienen razón... en parte. El arbusto de la vida es bastante desorganizado e irregular. Posiblemente se parezca más bien a un caótico arbusto que a un organizado abeto. En el siglo XIX, antes de que se pusiese de manifiesto la evolución de la vida y de que Darwin descubriese sus leyes, algunos naturalistas pretendían que a través de la organización de la vida, se podía entender la mente del Creador. El caso más paradigmático de esto es el Rev. William Paley, que escribió a principios de ese siglo un libro, “Teología natural” en el que describía este supuesto paralelismo. Hacia 1930 alguien preguntó a J. B. S. Haldane, reputado naturalista británico, qué podía decir de Dios, a la vista de la organización de la vida. Con mucha sorna, Haldane replicó que esa organización le hacía pensar que Dios tenía una inmoderada afición por los escarabajos. Efectivamente, parece que hay más de ocho millones de especies distintas de escarabajos frente a seis mil especies de aves y unas cuatro mil de mamíferos. Algunos sacaron acerada punta a este comentario para decir que Dios parecía haber dedicado más esfuerzo al diseño del escarabajo perfecto que al del cuerpo humano. No voy a discutir la forma del arbusto. Voy a admitir que es eso, un caótico arbusto. Pero sí voy a mostrar cómo muchos indicios parecen indicar que de ese caótico arbusto surge una larga y fina rama que se extiende hasta muy lejos de él. Es la rama que acaba en la especie humana. Si uno ve de lejos un arbusto del que sale una rama así, puede estar seguro de que esa rama se sujeta en una guía que alguien ha puesto ahí. Más aún cuando en su extremo rama aparece el único racimo de frutos del arbusto, la inteligencia simbólica. Esa guía es la huella de Dios. A partir de ahora, copiando la terminología de la frase de Haldane, ya no llamaré a Dios el Diseñador. Imagino, pues, a Dios sonriendo entre benévolo y divertido al ver que las reglas de la evolución diseñadas por él producen millones de especies de escarabajos y la más maravillosa y caótica variedad de especies vivas. Mientras tanto, como un hábil pintor que con cuatro trazos hace un retrato, va manipulando aquí y allá una mutación de cada millón y va apareciendo su verdadera inmoderada afición, su obra maestra, anatómicamente muy imperfecta, pero con un órgano muy peculiar. Seguro que tenemos una columna vertebral muy mal diseñada para andar de pie, pero también tenemos un cerebro desarrollado más allá de lo que la naturaleza podría soportar, que será la base de ese fruto; la inteligencia simbólica. Mostraré que sólo una especie en la naturaleza tiene inteligencia simbólica. Mostraré como el cerebro humano es un órgano que no parece haber surgido de las simples reglas de la evolución. Mostraré que algunas de nuestras deficiencias anatómicas son necesarias para ese cerebro. Mostraré que ese cerebro es condición sine que non para que surja esa inteligencia pero que ésta no es la consecuencia automática de aquél. Mostraré que la inteligencia simbólica es un lujo muy superior a lo que necesitamos para sobrevivir en este mundo. Mostraré que otros órganos y facultades humanas, necesarias para expresar esa inteligencia y para sacarle partido, tampoco parecen haber surgido de forma natural de la evolución. Mostraré que es inmensamente más razonable esto que pensar que esa rama salió del ciego azar, pero, como en el resto de artículos, no demostraré nada. Cada uno de los lectores seguirá siendo libre de no aceptar mi razonamiento, a pesar de que sea inmensamente más razonable aceptarlo. Pero aquél que, al final, esté de acuerdo con mis conclusiones no tendrá que esforzarse mucho para aceptar que la inteligencia, el fruto del arbusto, es un don que Dios ha querido colocar al final de la rama que se apoya en la guía que él puso para que ésta pudiera crecer. Será un recorrido arduo. No será ni fácil ni corto, pero espero que merezca la pena.
30 de junio de 2008
27 de junio de 2008
Respuesta a un comentario sobre La libertad, la creación, Dios, el mal y el demonio
Tomás Alfaro Drake
Un lector anónimo deja un comentario a mi post ¿Excusas? pero que creo se refiera a la entrada acerca de la libertad humana y la omnisciencia de Dios. Me dice:
Muchas gracias, Tomás. Aprovecho para comentar públicamente una duda, que quizá tenga más gente.Quiero pensar que Dios no juega con nosotros (intuyo que no es así), para lo cual me viene bien saber la justificación de la existencia del demonio.De siempre me han contado que estar en presencia de Dios, en el Paraíso, es suficiente para que vivamos toda la eternidad felices. Obviamente esto debe ser con el demonio lejos, en su infierno, porque en un momento dado el demonio se "coló" en el Paraíso, y tentó a Adán y Eva, alejándoles de Dios, aunque ellos estuvieran en su presencia. Asimismo, uno de sus ángeles se alejó de Él, haciendo uso de su libertad. ¿Cómo pudo alejarse de Él, que es bondad y luz infinitas? Parece entonces que el mal no tiene que ver con el demonio, sino que es ausencia de Dios, ya que el mal, personalizado en el demonio, debe ser simultáneo a su aparición. ¿Cómo puede "haber" ausencia de Dios estando delante de Él? Según esto, aunque estemos en el Paraíso, seguimos teniendo libertad, y en cualquier momento podemos renunciar a Dios. Siendo tan poca cosa como somos, dudo de que podamos sustraernos a la belleza infinita de Dios en algún momento. Pero el demonio debía ser tremendamente fuerte y grande, para poder ser capaz de alejarse de Él. Pero, ¿cómo Dios lo pudo permitir?Por otra parte, Dios no ha podido evitar crearnos, puesto que al ser Amor, necesita darlo. ¿Tanta necesidad tiene, que nos crea, a pesar de lo que nos vamos a encontrar en la tierra, e incluso la posibilidad de condenarnos?La verdad es que siento que son unas preguntas tremendamente simplonas, y que en cierto modo me alejan de la aceptación tácita y sin contemplaciones del verdadero Amor, que está en nosotros, y que seguro que es así. Pero me suelen asaltar ciertas dudas, y creo que es conveniente pensar más sobre Dios.Un fuerte abrazo
Le contesto:
Querido amigo, de preguntas simplonas nada. Son aguas profundas y dudo que pueda darte una respuesta convincente. Sí puedo hacer unas reflexiones sobre un tema acerca del que he pensado mucho, aunque sin llegar nunca a una repuesta total porque nos adentramos en el misterio. El misterio no es oscuridad, sino exceso de luz, es más luz de la que nuestro intelecto puede percibir sin cegarse. Sin embargo, el misterio no es el absurdo, por lo que nuestra razón, aunque limitada, puede acercarse a su borde y, si no resolverlo, porque los misterios no se resuelven, sí contemplarlo. Y la contemplación humilde del misterio es contemplar la belleza, que en sí misma es misteriosa. Así, con estas limitaciones, me lanzo a las profundidades que planteas.
Primero, el mal y el demonio. El mal, filosóficamente hablando, no existe. Cada vez que digo esto, me tengo que disculpar porque me parece esquivar de muy mala manera el problema del dolor. Y cuando se habla del dolor, hay que descalzarse, porque podemos faltar miserablemente al respeto a quien lo padece en sus carnes. El mal es la privación de un bien que nos es debido. Si yo robo a alguien o le quito la vida, le quito un bien al que tiene derecho. No hay ningún mal que pueda entenderse sin referencia a un bien. Es lo mismo que curre físicamente con el frío. El frío no existe, es sólo la ausencia de calor. Pero hay neveras que bajan enormemente la temperatura, echando el calor fuera. De la misma manera, existen neveras del bien, que lo expulsan lejos de ellas, haciendo aparecer la maldad y el dolor. El demonio es una poderosísima nevera de desalojo del bien. Cada uno de nosotros podemos también serlo, en mayor o menor medida. También podemos hacer el bien, por supuesto.
Pero esto nos lleva a otra cuestión importantísima. ¿Cómo llegan a aparecer esas neveras? ¿Cómo alguien puede optar por expulsar el bien? Es decir nos encontramos ante el problema de la libertad. ¿Qué es la libertad? Libertad de los ángeles, libertad de los hombres antes de la caída, libertad de los hombres actuales y libertad del hombre salvado y, ¿por qué no?, libertad de Dios. Empiezo por los hombres actuales, que es lo único de lo que puedo tener experiencia directa. Pero antes de analizar que pueda ser la libertad y de ver qué forma toma para cada uno de estos seres, me gustaría reflexionar sobre la razón de ser de la libertad. ¿Por qué la libertad? Creo que sin ella no puede haber felicidad. Dios nos hizo libres porque era una condición sine qua non para la felicidad en su contemplación. Pero la libertad tiene el riesgo terrible, como bien sabemos, de ser mal usada. Sin embargo, creo importante aclarar que la esencia de la libertad no es poder elegir el mal, sino poder hacer el bien. Usaré un símil. La ventaja de tener manos prensiles es que podemos agarrar las cosas. Por supuesto que podemos agarrar una brasa, pero esa no es la esencia de la prensibildad. Es una estupidez que podemos hacer por tener manos prensiles, pero si nuestra inteligencia nos dice que no hagamos semejante idiotez y nunca lo hacemos, nuestras manos no son por ello ni un poco menos prensiles. De la misma manera, la libertad nos posibilita para hacer el bien, aunque ambién podamos con ella optar por el mal. Pero si tuviésemos claro el bien lo haríamos siempre, sin que por eso fuésemos ni un ápice menos libres. Detrás de esta afirmación hay una hipótesis implícita: no somos libres para elegir el mal. Si lo elegimos es porque, equivocadamente, lo tomamos por bien. Y este mal juicio puede ser por error de la inteligencia, por falta de capacidad, por falta de información o por estar obnubilada por las pasiones. Pero si, equivocándonos, podemos elegir el mal, no por eso somos más libres, sino menos.
Dije antes que iba a empezar a hablar de la libertad de los hombres actuales. Pero según escribía me he dado cuenta de que debo empezar por la libertad de Dios. Dios es total y absolutamente libre, porque es puro bien, inteligencia absoluta y ausencia de pasiones. Por lo tanto, Dios es absolutamente libre, aunque no puede hacer el mal, porque su esencia es el Bien. Por tanto, Dios nos creó con absoluta libertad. Si no nos hubiese creado, no nos hubiese quitado un bien debido, puesto que no nos debía nada. Ni tampoco nos necesitaba, puesto que ya tenía Amor en la Trinidad de Personas. Si nos creo fue porque ese Amor, que no necesitaba nada, quiso, en uso de esa perfecta libertad, dar a algunas de sus criaturas el bien de existir y ser capaces de amar. Nosotros no somos libres para elegir el mal porque tenemos una aspiración hacia nuestro Creador, que es el Bien. Nos hizo a imagen y semajanza suya. Ahora bien, nosotros, los hombres actuales podemos elegir el mal por cualquiera de las razones dichas anteriormente. Sólo la misericordia de Dios sabe en que grado somos responsables de ese error de elección. Por eso los hombres no podemos juzgar a nuestros semejantes. Nos ha sido dicho: “No juzguéis y no seréis juzgados”. Podemos juzgar las acciones, pero no a las personas que las hacen. Cuando estemos salvados, tendremos la visión total de Dios, es decir, del Bien y, siendo plenamente libres, no podremos optar por el mal. Por algún motivo, el hombre, antes de la caída, no tenía toda la información o toda la capacidad intelectiva necesaria para no caer en el error de elegir el mal. ¿Cuál pudo ser ese motivo? Amor con amor se paga, dice el refrán. Teníamos la promesa de Dios de que Él y sólo Él era nuestra felicidad. Teníamos que confiar en Él por amor. Pero cabía una duda intelectual. Por esa rendija y por falta de confianza, entró el demonio en el mundo. Aunque habrá que hablar de la libertad de los ángeles para explicar la existencia del demonio, creo que es conveniente hacer alguna reflexión sobre el pecado original.
En el párrafo anterior me he expresado en primera persona del plural para hablar. “Teníamos que confiar en Él por amor”, decía, como si yo estuviese allí. Pero es que creo qué, de alguna forma misteriosa, estaba. Estábamos todos. ¿Cómo, si no habíamos sido creados todavía? Pero, ¿qué es el tiempo? ¿Acaso no es una limitación de este universo en el que existimos? Cuando queremos pensar en categorías que superan el tiempo, nuestra mente se queda pequeña. Hay exceso de luz para ella. Hablamos del misterio. Pero, acerquémonos con nuestra limitada inteligencia lo más que podamos al borde del misterio para poder contemplarlo mejor. Creo que allí estábamos todos desconfiando. Y creo que ese pecado original de todos nosotros, no fue sólo un pequeño acto humano como los que podemos hacer los seres humanos de ahora. Éramos los guardianes de un poderoso equilibrio cósmico que se desmoronó. Otro símil. Supongamos al mejor arquitecto del mundo que ha diseñado una cúpula cien veces mayor que la de san Pedro. Está terminada a falta de la piedra de clave. Está tan bien diseñada que se puede mantener intacta sujetándola con un solo dedo. El arquitecto pone a su ayudante con un dedo a sujetarla un rato hasta que vuelva con la piedra de clave. En el intervalo aparece un extraño que le empieza a decir: “¿Tú eres tonto? ¿De verdad crees que el arquitecto va a volver? Te ha dejado aquí como un idiota y se ha ido a buscar el premio mundial de arquitectura, mientras tú estás aquí como un imbécil. La cúpula no se va a caer. ¿Crees que si fuese así podrías sujetarla con un dedo? ¿Por qué no te adelantas y te llevas tú el premio de arquitectura?”. Y el estúpido ayudante deja de sujetar la cúpula y se va. Soberbia, negación de la humildad. Es fácil explicar el mal y el dolor del mundo causado por el mal uso de la libertad. Pero, ¿y el mal ciego causado por la ciega naturaleza? Esto es algo que siempre me ha causado escándalo. ¿No es Dios el responsable? No. El causante de ese mal es ese desequilibrio cósmico. Pero, ¿quién es el culpable, el arquitecto o el ayudante? Cuando el arquitecto vuelve con la piedra de clave y se encuentra con los escombros, ¿deja al ayudante abandonado? De ninguna manera, le da los planos de reconstrucción de la cúpula. Además de dirigir la obra, se convierte en un trabajador más, que suda y padece como todos, inicia la reconstrucción y hasta muere en ella. Y cuando la cúpula esté acabada, él mismo la sujetará. No es difícil deducir que el arquitecto es Dios y el trabajador y la piedra de clave, Cristo. Y también esto lo hace por puro amor en uso de su perfecta libertad. Y nosotros, en medio de tanto mal y dolor, causado por el hombre o por la ciega naturaleza, tenemos que seguir confiando en nuestro Creador, trabajador, salvador y piedra angular. Nos ha dado buenas razones para ello si queremos ver. Esta caída le ha dado la oportunidad a Dios de demostrar aún más su amor por el hombre. Si no hubiese habido caída, Cristo no hubiese pasado por una vida de duros trabajos culminada por la pasión, muerte y resurrección. Tal vez se hubiese encarnado, pero plácidamente. Pero a causa de ella y libremente, Dios nos ha querido hacer ver en Cristo, hasta que punto está involucrado en el dolor del hombre y comprometido en su salvación. La liturgia del domingo de Resurrección nos dice: “O feliz culpa, que hizo posible semejante redención”. Y nos ha prometido, como dijo san Pablo, que, en los que aman a Dios todo –dolor, sufrimiento, penalidades y alegrías– absolutamente todo, coopera para el bien. Lo veremos cuando le veamos a Él cara a cara. Al ver todo lo que nos ha acontecido en nuestra vida diremos: “¡Ah! ¡Mira! ¡Tenía que ser así! Todo tiene un sentido más allá de lo que yo podía entender, en el misterio”. Pero mientras tanto tenemos que confiar en Él por amor, aún sin comprender.
¿Y el demonio? Para hablar del demonio, hay que hablar de ángeles. Pero ¿qué es eso de los ángeles? Me ofrezco una respuesta ingenua y que no pretende ir más allá de una elucubración razonable sobre un misterio. Vivimos en un mundo de tres dimensiones más el tiempo[1]. A buen seguro Dios habita en infinitas dimensiones. ¿Qué tienen de mágico tres dimensiones? ¿Qué hay en la dimensión 2742? ¿Tienen que estar vacías? ¿Qué razón habría para ello? ¿No sería razonable esperar que hubiera otros seres? ¿Podrían ser ángeles? Pues bien, esos ángeles, en principio mucho más grandiosos que nosotros, con un conocimiento más perfecto, libres también, pudieron tener también su momento de decisión en la incompletitud de su capacidad de conocer. Sin embargo, su conocimiento previo debió ser tan casi perfecto, que su caída estaba más allá de la posibilidad de redención. El resto de la historia ya la sabemos. Otra vez la soberbia, la falta de humildad, el “non serviam” –no serviré. Algunos teólogos, elucubrando todavía más que yo –no tenemos que creer lo que dicen, no es ningún dogma– afirman que fue la envidia de que Dios se encarnase en Cristo –hubiese sido la piedra angular incluso sin caída– y encumbrase de esta manera a la más baja de las criaturas espirituales, la que hizo rebelarse a la más perfecta. Los últimos serán los primeros no sólo entre los hombres, sino a nivel cósmico.
Acabo como empecé. He hablado del misterio y lo que digo no me parece que vaya contra la razón, aunque sí contra parte de nuestra limitada experiencia cotidiana. Pero, ¿es que vamos a ser tan soberbios como para creer que en nuestra experiencia cotidiana se encierra la raón de ser del cosmos? He hablado del misterio y, por tanto, de algo que ignoro. Witgestein decía que de lo que no se puede hablar, hay que callar. Pero Guitton afirmaba que no debemos guardar silencio sobre lo esencial. Y estas cosas, anónimo que me has lanzado a ellas, son las esenciales. Las que nos pueden ayudar a contestar a las auténticas preguntas. ¿Qué somos? ¿Para qué estamos aquí? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué va a ser de nosotros? Si por hablar de lo esencial y misterioso, he dicho tonterías, estoy dispuesto a desdecirme ante quien sepa más que yo o pueda interpretar mejor la Revelación de nuestro Creador. Te agradezco, anónimo, que me hayas puesto en el disparadero. Pero no te creas mis repuestas. Busca con humildad las tuyas en el misterio y, si te acercas a él por tu camino, extásiate en la contemplación de su Belleza.
Serviam –serviré. Fiat –hágase tu voluntad.
Un abrazo.
Tomás.
[1] La ciencia de hoy en día cree que nuestro universo es de 11 dimensiones no temporales, pero que 8 de ellas están “enrolladas” sobre si mismas en rollos tan finos que son imperceptibles para cualquier aparato d medida. Noablaré de estas dimensiones extras.
Un lector anónimo deja un comentario a mi post ¿Excusas? pero que creo se refiera a la entrada acerca de la libertad humana y la omnisciencia de Dios. Me dice:
Muchas gracias, Tomás. Aprovecho para comentar públicamente una duda, que quizá tenga más gente.Quiero pensar que Dios no juega con nosotros (intuyo que no es así), para lo cual me viene bien saber la justificación de la existencia del demonio.De siempre me han contado que estar en presencia de Dios, en el Paraíso, es suficiente para que vivamos toda la eternidad felices. Obviamente esto debe ser con el demonio lejos, en su infierno, porque en un momento dado el demonio se "coló" en el Paraíso, y tentó a Adán y Eva, alejándoles de Dios, aunque ellos estuvieran en su presencia. Asimismo, uno de sus ángeles se alejó de Él, haciendo uso de su libertad. ¿Cómo pudo alejarse de Él, que es bondad y luz infinitas? Parece entonces que el mal no tiene que ver con el demonio, sino que es ausencia de Dios, ya que el mal, personalizado en el demonio, debe ser simultáneo a su aparición. ¿Cómo puede "haber" ausencia de Dios estando delante de Él? Según esto, aunque estemos en el Paraíso, seguimos teniendo libertad, y en cualquier momento podemos renunciar a Dios. Siendo tan poca cosa como somos, dudo de que podamos sustraernos a la belleza infinita de Dios en algún momento. Pero el demonio debía ser tremendamente fuerte y grande, para poder ser capaz de alejarse de Él. Pero, ¿cómo Dios lo pudo permitir?Por otra parte, Dios no ha podido evitar crearnos, puesto que al ser Amor, necesita darlo. ¿Tanta necesidad tiene, que nos crea, a pesar de lo que nos vamos a encontrar en la tierra, e incluso la posibilidad de condenarnos?La verdad es que siento que son unas preguntas tremendamente simplonas, y que en cierto modo me alejan de la aceptación tácita y sin contemplaciones del verdadero Amor, que está en nosotros, y que seguro que es así. Pero me suelen asaltar ciertas dudas, y creo que es conveniente pensar más sobre Dios.Un fuerte abrazo
Le contesto:
Querido amigo, de preguntas simplonas nada. Son aguas profundas y dudo que pueda darte una respuesta convincente. Sí puedo hacer unas reflexiones sobre un tema acerca del que he pensado mucho, aunque sin llegar nunca a una repuesta total porque nos adentramos en el misterio. El misterio no es oscuridad, sino exceso de luz, es más luz de la que nuestro intelecto puede percibir sin cegarse. Sin embargo, el misterio no es el absurdo, por lo que nuestra razón, aunque limitada, puede acercarse a su borde y, si no resolverlo, porque los misterios no se resuelven, sí contemplarlo. Y la contemplación humilde del misterio es contemplar la belleza, que en sí misma es misteriosa. Así, con estas limitaciones, me lanzo a las profundidades que planteas.
Primero, el mal y el demonio. El mal, filosóficamente hablando, no existe. Cada vez que digo esto, me tengo que disculpar porque me parece esquivar de muy mala manera el problema del dolor. Y cuando se habla del dolor, hay que descalzarse, porque podemos faltar miserablemente al respeto a quien lo padece en sus carnes. El mal es la privación de un bien que nos es debido. Si yo robo a alguien o le quito la vida, le quito un bien al que tiene derecho. No hay ningún mal que pueda entenderse sin referencia a un bien. Es lo mismo que curre físicamente con el frío. El frío no existe, es sólo la ausencia de calor. Pero hay neveras que bajan enormemente la temperatura, echando el calor fuera. De la misma manera, existen neveras del bien, que lo expulsan lejos de ellas, haciendo aparecer la maldad y el dolor. El demonio es una poderosísima nevera de desalojo del bien. Cada uno de nosotros podemos también serlo, en mayor o menor medida. También podemos hacer el bien, por supuesto.
Pero esto nos lleva a otra cuestión importantísima. ¿Cómo llegan a aparecer esas neveras? ¿Cómo alguien puede optar por expulsar el bien? Es decir nos encontramos ante el problema de la libertad. ¿Qué es la libertad? Libertad de los ángeles, libertad de los hombres antes de la caída, libertad de los hombres actuales y libertad del hombre salvado y, ¿por qué no?, libertad de Dios. Empiezo por los hombres actuales, que es lo único de lo que puedo tener experiencia directa. Pero antes de analizar que pueda ser la libertad y de ver qué forma toma para cada uno de estos seres, me gustaría reflexionar sobre la razón de ser de la libertad. ¿Por qué la libertad? Creo que sin ella no puede haber felicidad. Dios nos hizo libres porque era una condición sine qua non para la felicidad en su contemplación. Pero la libertad tiene el riesgo terrible, como bien sabemos, de ser mal usada. Sin embargo, creo importante aclarar que la esencia de la libertad no es poder elegir el mal, sino poder hacer el bien. Usaré un símil. La ventaja de tener manos prensiles es que podemos agarrar las cosas. Por supuesto que podemos agarrar una brasa, pero esa no es la esencia de la prensibildad. Es una estupidez que podemos hacer por tener manos prensiles, pero si nuestra inteligencia nos dice que no hagamos semejante idiotez y nunca lo hacemos, nuestras manos no son por ello ni un poco menos prensiles. De la misma manera, la libertad nos posibilita para hacer el bien, aunque ambién podamos con ella optar por el mal. Pero si tuviésemos claro el bien lo haríamos siempre, sin que por eso fuésemos ni un ápice menos libres. Detrás de esta afirmación hay una hipótesis implícita: no somos libres para elegir el mal. Si lo elegimos es porque, equivocadamente, lo tomamos por bien. Y este mal juicio puede ser por error de la inteligencia, por falta de capacidad, por falta de información o por estar obnubilada por las pasiones. Pero si, equivocándonos, podemos elegir el mal, no por eso somos más libres, sino menos.
Dije antes que iba a empezar a hablar de la libertad de los hombres actuales. Pero según escribía me he dado cuenta de que debo empezar por la libertad de Dios. Dios es total y absolutamente libre, porque es puro bien, inteligencia absoluta y ausencia de pasiones. Por lo tanto, Dios es absolutamente libre, aunque no puede hacer el mal, porque su esencia es el Bien. Por tanto, Dios nos creó con absoluta libertad. Si no nos hubiese creado, no nos hubiese quitado un bien debido, puesto que no nos debía nada. Ni tampoco nos necesitaba, puesto que ya tenía Amor en la Trinidad de Personas. Si nos creo fue porque ese Amor, que no necesitaba nada, quiso, en uso de esa perfecta libertad, dar a algunas de sus criaturas el bien de existir y ser capaces de amar. Nosotros no somos libres para elegir el mal porque tenemos una aspiración hacia nuestro Creador, que es el Bien. Nos hizo a imagen y semajanza suya. Ahora bien, nosotros, los hombres actuales podemos elegir el mal por cualquiera de las razones dichas anteriormente. Sólo la misericordia de Dios sabe en que grado somos responsables de ese error de elección. Por eso los hombres no podemos juzgar a nuestros semejantes. Nos ha sido dicho: “No juzguéis y no seréis juzgados”. Podemos juzgar las acciones, pero no a las personas que las hacen. Cuando estemos salvados, tendremos la visión total de Dios, es decir, del Bien y, siendo plenamente libres, no podremos optar por el mal. Por algún motivo, el hombre, antes de la caída, no tenía toda la información o toda la capacidad intelectiva necesaria para no caer en el error de elegir el mal. ¿Cuál pudo ser ese motivo? Amor con amor se paga, dice el refrán. Teníamos la promesa de Dios de que Él y sólo Él era nuestra felicidad. Teníamos que confiar en Él por amor. Pero cabía una duda intelectual. Por esa rendija y por falta de confianza, entró el demonio en el mundo. Aunque habrá que hablar de la libertad de los ángeles para explicar la existencia del demonio, creo que es conveniente hacer alguna reflexión sobre el pecado original.
En el párrafo anterior me he expresado en primera persona del plural para hablar. “Teníamos que confiar en Él por amor”, decía, como si yo estuviese allí. Pero es que creo qué, de alguna forma misteriosa, estaba. Estábamos todos. ¿Cómo, si no habíamos sido creados todavía? Pero, ¿qué es el tiempo? ¿Acaso no es una limitación de este universo en el que existimos? Cuando queremos pensar en categorías que superan el tiempo, nuestra mente se queda pequeña. Hay exceso de luz para ella. Hablamos del misterio. Pero, acerquémonos con nuestra limitada inteligencia lo más que podamos al borde del misterio para poder contemplarlo mejor. Creo que allí estábamos todos desconfiando. Y creo que ese pecado original de todos nosotros, no fue sólo un pequeño acto humano como los que podemos hacer los seres humanos de ahora. Éramos los guardianes de un poderoso equilibrio cósmico que se desmoronó. Otro símil. Supongamos al mejor arquitecto del mundo que ha diseñado una cúpula cien veces mayor que la de san Pedro. Está terminada a falta de la piedra de clave. Está tan bien diseñada que se puede mantener intacta sujetándola con un solo dedo. El arquitecto pone a su ayudante con un dedo a sujetarla un rato hasta que vuelva con la piedra de clave. En el intervalo aparece un extraño que le empieza a decir: “¿Tú eres tonto? ¿De verdad crees que el arquitecto va a volver? Te ha dejado aquí como un idiota y se ha ido a buscar el premio mundial de arquitectura, mientras tú estás aquí como un imbécil. La cúpula no se va a caer. ¿Crees que si fuese así podrías sujetarla con un dedo? ¿Por qué no te adelantas y te llevas tú el premio de arquitectura?”. Y el estúpido ayudante deja de sujetar la cúpula y se va. Soberbia, negación de la humildad. Es fácil explicar el mal y el dolor del mundo causado por el mal uso de la libertad. Pero, ¿y el mal ciego causado por la ciega naturaleza? Esto es algo que siempre me ha causado escándalo. ¿No es Dios el responsable? No. El causante de ese mal es ese desequilibrio cósmico. Pero, ¿quién es el culpable, el arquitecto o el ayudante? Cuando el arquitecto vuelve con la piedra de clave y se encuentra con los escombros, ¿deja al ayudante abandonado? De ninguna manera, le da los planos de reconstrucción de la cúpula. Además de dirigir la obra, se convierte en un trabajador más, que suda y padece como todos, inicia la reconstrucción y hasta muere en ella. Y cuando la cúpula esté acabada, él mismo la sujetará. No es difícil deducir que el arquitecto es Dios y el trabajador y la piedra de clave, Cristo. Y también esto lo hace por puro amor en uso de su perfecta libertad. Y nosotros, en medio de tanto mal y dolor, causado por el hombre o por la ciega naturaleza, tenemos que seguir confiando en nuestro Creador, trabajador, salvador y piedra angular. Nos ha dado buenas razones para ello si queremos ver. Esta caída le ha dado la oportunidad a Dios de demostrar aún más su amor por el hombre. Si no hubiese habido caída, Cristo no hubiese pasado por una vida de duros trabajos culminada por la pasión, muerte y resurrección. Tal vez se hubiese encarnado, pero plácidamente. Pero a causa de ella y libremente, Dios nos ha querido hacer ver en Cristo, hasta que punto está involucrado en el dolor del hombre y comprometido en su salvación. La liturgia del domingo de Resurrección nos dice: “O feliz culpa, que hizo posible semejante redención”. Y nos ha prometido, como dijo san Pablo, que, en los que aman a Dios todo –dolor, sufrimiento, penalidades y alegrías– absolutamente todo, coopera para el bien. Lo veremos cuando le veamos a Él cara a cara. Al ver todo lo que nos ha acontecido en nuestra vida diremos: “¡Ah! ¡Mira! ¡Tenía que ser así! Todo tiene un sentido más allá de lo que yo podía entender, en el misterio”. Pero mientras tanto tenemos que confiar en Él por amor, aún sin comprender.
¿Y el demonio? Para hablar del demonio, hay que hablar de ángeles. Pero ¿qué es eso de los ángeles? Me ofrezco una respuesta ingenua y que no pretende ir más allá de una elucubración razonable sobre un misterio. Vivimos en un mundo de tres dimensiones más el tiempo[1]. A buen seguro Dios habita en infinitas dimensiones. ¿Qué tienen de mágico tres dimensiones? ¿Qué hay en la dimensión 2742? ¿Tienen que estar vacías? ¿Qué razón habría para ello? ¿No sería razonable esperar que hubiera otros seres? ¿Podrían ser ángeles? Pues bien, esos ángeles, en principio mucho más grandiosos que nosotros, con un conocimiento más perfecto, libres también, pudieron tener también su momento de decisión en la incompletitud de su capacidad de conocer. Sin embargo, su conocimiento previo debió ser tan casi perfecto, que su caída estaba más allá de la posibilidad de redención. El resto de la historia ya la sabemos. Otra vez la soberbia, la falta de humildad, el “non serviam” –no serviré. Algunos teólogos, elucubrando todavía más que yo –no tenemos que creer lo que dicen, no es ningún dogma– afirman que fue la envidia de que Dios se encarnase en Cristo –hubiese sido la piedra angular incluso sin caída– y encumbrase de esta manera a la más baja de las criaturas espirituales, la que hizo rebelarse a la más perfecta. Los últimos serán los primeros no sólo entre los hombres, sino a nivel cósmico.
Acabo como empecé. He hablado del misterio y lo que digo no me parece que vaya contra la razón, aunque sí contra parte de nuestra limitada experiencia cotidiana. Pero, ¿es que vamos a ser tan soberbios como para creer que en nuestra experiencia cotidiana se encierra la raón de ser del cosmos? He hablado del misterio y, por tanto, de algo que ignoro. Witgestein decía que de lo que no se puede hablar, hay que callar. Pero Guitton afirmaba que no debemos guardar silencio sobre lo esencial. Y estas cosas, anónimo que me has lanzado a ellas, son las esenciales. Las que nos pueden ayudar a contestar a las auténticas preguntas. ¿Qué somos? ¿Para qué estamos aquí? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué va a ser de nosotros? Si por hablar de lo esencial y misterioso, he dicho tonterías, estoy dispuesto a desdecirme ante quien sepa más que yo o pueda interpretar mejor la Revelación de nuestro Creador. Te agradezco, anónimo, que me hayas puesto en el disparadero. Pero no te creas mis repuestas. Busca con humildad las tuyas en el misterio y, si te acercas a él por tu camino, extásiate en la contemplación de su Belleza.
Serviam –serviré. Fiat –hágase tu voluntad.
Un abrazo.
Tomás.
[1] La ciencia de hoy en día cree que nuestro universo es de 11 dimensiones no temporales, pero que 8 de ellas están “enrolladas” sobre si mismas en rollos tan finos que son imperceptibles para cualquier aparato d medida. Noablaré de estas dimensiones extras.
22 de junio de 2008
El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento 11
Tomás Alfaro Drake
Introducción
El 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.
Más sobre la filosofía del encuentro: Ámbito y entreveramiento.
Entro ahora en el meollo de la filosofía del encuentro[1]. Trataré de abordar su aspecto más fundamental; el análisis de esa forma suprarracional de conocer la realidad, de esa forma de trepar hacia el “arriba”. El ser humano puede conocer la realidad como un conjunto de objetos separados de él mismo, que es el sujeto. La realidad se puede conocer desde una relación sujeto-objeto, en la que el sujeto está como fuera de ella y la analiza y disecciona desde una atalaya privilegiada, como viendo los toros desde la barrera. Este proceso de conocimiento por objetivación es extremadamente eficaz para dominar la realidad, para utilizarla, para construir artefactos, para crear tecnología, pero no para alcanzar sus capas más profundas. Con esta forma de conocimiento nos quedamos siempre en la superficie de las cosas. Es muy pobre desde el punto de vista de la intuición de las esencias. Y si lo aplicamos a las personas es un método sencillamente miserable.
Todo ser tiene una parte que no es reductible a objeto. Esa parte es tan real como la objetivable[2] y mucho más rica. Es lo que podemos llamar su parte ambital, de ámbito[3]. Los ámbitos son, hablando en imágenes, esponjosos. La parte ambital no se puede conocer con la relación sujeto-objeto. Para conocer algo de forma ambital, nuestro propio ámbito tiene que entreverarse[4] con la parte ambital del otro ser. Este entreverado de partes ambitales de distintos seres es algo que los engrandece mutuamente. El entreverado de realidades ambitales no es un juego suma cero, es un juego creativo en el que el ámbito de la realidad resultante es mayor que la suma de los ámbitos entreverados, elevándolos hacia la dimensión “arriba”. Sin que pierdan su individualidad, sin mezclarse en confusión, manteniéndose a una distancia de perspectiva, se produce una unión íntima. Pero para conocer de esta manera se tiene que renunciar al “privilegio” de ser sujeto y ponerse en igualdad de categoría ambital con lo que antes era sólo objeto. No todas las realidades ambitales tienen el mismo valor, aunque pertenezcan a la misma categoría de ámbito. Un vaso de agua tiene una realidad ambital menor que el mar. Un piano tiene una realidad ambital mayor que un sofá. Además, la realidad ambital del piano, se enriquece al entreverarse con una persona en un encuentro piano-pianista. Hay infinidad de maneras de entreverado de dos ámbitos y la búsqueda de la mayor riqueza de entreverado es la creatividad. El piano tiene un menor valor ambital como simple mueble en la decoración de una casa que como instrumento musical tocado por un pianista o usado para componer por un compositor. Tampoco el ámbito resultante del entreverado piano-pianista es el mismo si el pianista es un virtuoso que si es un principiante tocando “no me mates con tomate”. A esto se refería Luigi Pereyson en una cita de un artículo anterior al hablar de la antítesis sujeto-objeto, subjetividad-objetividad. Recuerdo esa cita.
“Con el concepto de entreveramiento el subjetivismo queda definitivamente superado; es más, se puede decir que el concepto de entreveramiento nace precisamente para eliminar el subjetivismo y para desembarazar para siempre el camino de la antítesis entre subjetivismo y objetivismo”. [...]. “Conocer y poseer la verdad no es posible sin comprometerse, sin tomar partido, sin exponerse personalmente; y esto no sucede sólo en la filosofía entendida como formulación de la verdad, sino en cualquier entreveramiento que sea digno de este nombre por mínimo e insignificante que sea ya que, en cada proceso de conocimiento siempre se encuentra comprometida la verdad y el entreveramiento más exiguo posee por sí mismo un valor ontológico” [5].
Una persona siempre tendrá una mayor riqueza ambital que una cosa. Más aún, el ser humano es el único ser material que tiene capacidad de crear entreveramientos con otros ámbitos. Es el único ámbito activo, o si se prefiere, el único ámbito creativo. Es, en definitiva, persona. Un piano puede pasarse mil años con una partitura encima y nunca dejarán de ser un objeto grande de madera y metal y un conjunto de papeles manchados. Sólo el ser humano puede entreverarse con ambos creando música. La renuncia a la disparidad de categorías sujeto-objeto para igualarse en la categoría de ámbito es una operación enriquecedora para las dos partes, pero no exenta de riesgos, porque al entreverar mi ámbito con otro ámbito, de alguna manera, me entrego a él, le pertenezco, pierdo mi independencia. De esta forma de conocimiento nacen el amor y la contemplación de la belleza. En este sentido, el ser humano puede amar a las cosas, pero las cosas no pueden amar al ser humano ni amarse entre sí.
Consecuencias del conocimiento por entreveramiento de ámbitos.
El conocimiento por entreveramiento de ámbitos es menos eficaz, desde una óptica utilitarista que el conocimiento sujeto-objeto. Pero el éxito absoluto en el conocimiento sujeto-objeto, con exclusión del entreveramiento de ámbitos, lleva ineludiblemente al encierro en la torre de hierro del único-sujeto-del-mundo. A la pérdida del paraíso jubiloso de la belleza y del amor. Louis Pawels, expresa esto de forma magnífica en su libro “Las últimas cadenas”[6]. Dice:
“La reflexión moderna tiene poco que ver con la emoción estética. Es más imprecadora que jubilosa. Y sin embargo, las obras maestras son siempre, en definitiva, himnos de agradecimiento. ¿Tiene la belleza un sentido? No podemos prescindir de ella, pero ese sentido sobrepasa nuestro entendimiento.
....................................................................
Hemos erigido lo útil en valor supremo. Pero, la utilidad suprema, esa que toca el alma, ¿no es precisamente la belleza?”
A esa torre de hierro que construimos cuando reducimos el mundo a puro objeto y nos constituimos nosotros en único sujeto, le llama Ferdinand Ebner la “Muralla China”. En el momento que la construimos, hemos perdido el paraíso.
Ya se ha dicho que la persona es el único ámbito activo. Y lo es, porque tiene la capacidad única de entreverarse con los ámbitos de otros seres, produciendo el fenómeno del encuentro. Entreverar mi ámbito con el de otro ser implica renunciar libremente a mi condición de sujeto y negarme, con la misma libertad, a objetivar al otro ser. Es ponerme en igualdad de categoría de ámbito. Esto implica riesgo y esfuerzo. Si alguien decide dedicar su vida a ser violinista, el violín ha dejado de ser un simple objeto para él. Tiene que aprender a obtener de él el mejor sonido que pueda darle. Pero para eso, tiene que entregarle su vida. Sin embargo, la libertad, que es condición sine qua non del entreveramiento, no quiere decir ausencia de normas. El futuro violinista estará ineludiblemente abocado al fracaso total si decide que él tocará en violín como le dé la gana. El violín debe afinarse de una determinada manera, el arco tiene que tener una cierta tensión, hay una técnica de interpretación. Existen, en fin una inmensa cantidad de normas que se deben respetar. Pero esas normas, no quitan libertad. Al contrario, dan libertad. La libertad de poder llegar a expresar música. Si pretendemos jugar al ajedrez moviendo las fichas como nos dé la gana, no hay libertad, simplemente hemos matado el juego.
Ya he dicho antes que no todos los ámbitos tienen el mismo valor. El violinista tiene un ámbito más valioso que el violín, pero no puede tratar al violín como un mero objeto. No puede definir unas ecuaciones que expresen la forma de obtener del violín el mejor sonido y luego enseñárselas a un alumno. No, el violinista tiene que entreverarse con su violín. Y si quiere transmitir su entreveramiento con el violín a un alumno, tiene que convertirlo en discípulo. Tiene que entreverarse con él. Aparece entonces un nuevo fenómeno, que es la creatividad. Hay millones de formas de entreveramiento. Buscar libremente la más enriquecedora es la creatividad. Además, el proceso de entreveramiento, no acaba nunca. Nunca se puede decir, ya está, ya lo sé todo. Y, desde luego, cabe la posibilidad de que nunca consiga ser un violinista a la altura de mi Stradivarius. Pero en la medida que la creatividad del violinista le lleve a un entreveramiento profundo y rico, las dos realidades salen ganando. No es un juego suma cero. En este entreveramiento, ya empieza a aparecer un fenómeno nuevo: el amor. Entre sujeto y objeto puede haber control, dominio, utilización, pero no amor. El entreveramiento del violinista con su violín y con las partituras que interpreta con él, hace nacer el amor a la música. El entreveramiento maestro-discípulo es, sin duda, muy similar al amor padre-hijo. El entreveramiento es, ya en este estadio, un misterio.
Cuando los ámbitos que se entreveran son personas, la libertad, el riesgo, la profundidad, la creatividad y el misterio del entreveramiento son de una calidad cualitativamente superior al entreveramiento entre persona y cosa. Entonces, no sólo me entrevero yo con la otra persona, sino que soy entreverado por ella con sus propias formas de entreveramiento. Aparece entonces el amor con nuevas dimensiones. La dimensión interpersonal, con sus vertientes, paterno-filial, de amistad y conyugal, y la dimensión comunitaria. Los ámbitos humanos son, desde el principio, ámbitos sexuados. Es importante la distinción que hace Julián Marías entre los adjetivos sexual y sexuado.
“Desde hace muchos años vengo utilizando una distinción lingüística del español que me parece preciosa: los dos adjetivos ‘sexual’ y ‘sexuado’. La actividad sexual es una reducida provincia de nuestra vida, muy importante, pero limitada, que no empieza con nuestro nacimiento y suele terminar antes de nuestra muerte, (pero que está) fundada en la condición sexuada de la vida humana en general, que afecta a la integridad de ella, en todo tiempo y en todas sus dimensiones” [7].
La naturaleza humana es sexuada –hombre y mujer– y una de las formas de amor interpersonal, la conyugal, tiende a la unión de estas dos formas de la naturaleza humana. Isabel Allende, en su novela “El plan infinito” tiene una frase que me parece fundamental: “el amor es la música y el sexo es el instrumento”. Dos cosas importantes se desprenden de las citas anteriores: Primera, el amor conyugal tiene que ser entre hombre y mujer y, segunda, que el sexo está al servicio del amor. ¿Se puede imaginar que alguien en su sano juicio utilice un violín para jugar al tenis? A buen seguro que perdería el partido y rompería el violín. El entreveramiento entre realidades ambitales, más aún si los dos ámbitos son personales, no es una labor de un rato, ni de una temporada, ni de una época de la vida. Es una aventura de entrega creativa que dura toda la vida. Así, la amistad, el amor entre padres, hijos y hermanos o el amor conyugal, son algo para toda la vida. Puede haber hijos que no quieran a sus padres, se puede romper o enfriar una amistad o se puede estropear el amor conyugal, pero eso no deja de ser un fracaso que, lejos de hacer falsa la necesidad de que el amor sea vitalicio, la reafirma.
Sin embargo, el entreveramiento entre realidades ambitales, más aún si ambas son personas, no es una mezcla inorgánica, no es una fusión. Las dos realidades siguen manteniendo su identidad en el proceso. Es un juntos, entreverados, pero no revueltos. Se mantiene lo que los filósofos del encuentro llaman una distancia de perspectiva desde la que el yo y el tú se miran íntimamente entreverados, pero sin confundirse, contemplándose. El proceso de entreveramiento no exige, como la relación sujeto-objeto, que la realidad con la que se entrevera sea precisa y perfecta como una máquina. Un reloj que no da bien la hora no sirve para nada. Sin embargo, en la relación entre ámbitos las peculiaridades y hasta los defectos de las partes pueden dar lugar a juegos creativos de entreveramiento que sean enriquecedores. Se pueden llegar a amar los defectos. Este amor de entreveramiento es radicalmente distinto de esa relación de utilización y dominio sujeto-objeto, de usar cuando me es útil y tirar después, que ha llegado a recibir también, equívocamente, el mismo nombre de amor.
Naturalmente, uno puede entreverarse consigo mismo. Nace así un sano amor por uno mismo. Hay un amor por uno mismo que es tan falso como el utilitario amor interpersonal sujeto-objeto. Uno puede utilizarse a sí mismo como objeto, para satisfacción de uno mismo como sujeto. Si se hace esto, se establece una relación paranoide con uno mismo que acaba en odio. Acabamos odiándonos a nosotros mismos. El yo objeto empieza a odiar al yo sujeto, que a su vez le desprecia. O el yo sujeto hace un objeto de culto del yo objeto, quedando esclavizado por el inútil intento de la eliminación de cualquier imperfección en el mismo. Esto acabará en odio del sujeto al objeto y, probablemente en autodestrucción. Pero si uno entrevera consigo mismo distintas partes de su realidad ambital, aparece un amor maduro a uno mismo. Nos amamos a nosotros mismos como somos. Nos aceptamos, nos desarrollamos. Nos amamos a nosotros mismos como amamos al prójimo. Y el amor de entreveramiento con nosotros mismos hace que, sin dejar de ser nosotros mismos, aparezcan múltiples distancias de perspectiva que nos enriquecen. En el ser humano el proceso suele ser el siguiente: Primero descubro al tú desde la desvalidez y lo utilizo sin consciencia de ello. Poco a poco va apareciendo la consciencia del yo que, casi automáticamente, se hace sujeto, transformando al resto del mundo, personas y parte del yo incluidos, en objeto. Ahí, en este estadio, nos podemos quedar toda la vida. Viviremos en un falso amor al mundo, al prójimo y a nosotros mismos que jamás nos hará felices. Pero, lo mismo que el burgués gentilhombre de Molière hablaba en prosa sin saberlo, también nosotros, de una manera inconsciente, sin tener ni idea de la filosofía del encuentro, podemos empezar a descubrir el entreveramiento entre el yo y el tú. Podemos empezar a descubrir el amor maduro, auténtico, al mundo, al prójimo y a nosotros mismos. Y este amor da plenitud.
[1] Lo que digo a continuación se basa en cosas leídas en diferentes libros de Alfonso López Quintás y en algunas conferencias suyas a las que he asistido. Creo que refleja una línea evolutiva cuyo escalón anterior es Romano Guardini, pero no podría seguir más atrás la génesis de estos pensamientos de forma detallada. Aparece aquí el término entreveramiento del que ya dije algo en un artículo anterior
[2] “Objetivar”, en la terminología usada aquí, no es convertir en objetivo algo subjetivo, sino reducir un ser a su calidad de objeto.
[3] Tampoco el término “ámbito” tiene el significado corrientemente aceptado. Se refiere a una parte del ser que, siendo real, no se puede reducir a objeto.
[4] Entreveramiento es otro término propio de este pensamiento filosófico. Es bastante intuitivo, apela a una mezcla íntima entre la parte ambital de dos seres, pero no sujeta a una pauta fija, geométrica o matemática, sino flexible y creativa. Recuérdese, que ya ha aparecido este termino en una frase anterior de Luigi Pereyson.
[5] Luigi Pereyson. La primera parte de la cita es de “Filososfía y verdad”. La segunda de “Verdad y entreveramiento”
[6] Louis Pawels, “Les dernières chaînes”. Éditions du Rocher, 1997. Ignoro si hay traducción al español.
[7] Julián Marías, Antropología metafísica. El paréntesis es mío, el cambio de letra de “sexual” y “sexuada” está en el original.
Introducción
El 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.
Más sobre la filosofía del encuentro: Ámbito y entreveramiento.
Entro ahora en el meollo de la filosofía del encuentro[1]. Trataré de abordar su aspecto más fundamental; el análisis de esa forma suprarracional de conocer la realidad, de esa forma de trepar hacia el “arriba”. El ser humano puede conocer la realidad como un conjunto de objetos separados de él mismo, que es el sujeto. La realidad se puede conocer desde una relación sujeto-objeto, en la que el sujeto está como fuera de ella y la analiza y disecciona desde una atalaya privilegiada, como viendo los toros desde la barrera. Este proceso de conocimiento por objetivación es extremadamente eficaz para dominar la realidad, para utilizarla, para construir artefactos, para crear tecnología, pero no para alcanzar sus capas más profundas. Con esta forma de conocimiento nos quedamos siempre en la superficie de las cosas. Es muy pobre desde el punto de vista de la intuición de las esencias. Y si lo aplicamos a las personas es un método sencillamente miserable.
Todo ser tiene una parte que no es reductible a objeto. Esa parte es tan real como la objetivable[2] y mucho más rica. Es lo que podemos llamar su parte ambital, de ámbito[3]. Los ámbitos son, hablando en imágenes, esponjosos. La parte ambital no se puede conocer con la relación sujeto-objeto. Para conocer algo de forma ambital, nuestro propio ámbito tiene que entreverarse[4] con la parte ambital del otro ser. Este entreverado de partes ambitales de distintos seres es algo que los engrandece mutuamente. El entreverado de realidades ambitales no es un juego suma cero, es un juego creativo en el que el ámbito de la realidad resultante es mayor que la suma de los ámbitos entreverados, elevándolos hacia la dimensión “arriba”. Sin que pierdan su individualidad, sin mezclarse en confusión, manteniéndose a una distancia de perspectiva, se produce una unión íntima. Pero para conocer de esta manera se tiene que renunciar al “privilegio” de ser sujeto y ponerse en igualdad de categoría ambital con lo que antes era sólo objeto. No todas las realidades ambitales tienen el mismo valor, aunque pertenezcan a la misma categoría de ámbito. Un vaso de agua tiene una realidad ambital menor que el mar. Un piano tiene una realidad ambital mayor que un sofá. Además, la realidad ambital del piano, se enriquece al entreverarse con una persona en un encuentro piano-pianista. Hay infinidad de maneras de entreverado de dos ámbitos y la búsqueda de la mayor riqueza de entreverado es la creatividad. El piano tiene un menor valor ambital como simple mueble en la decoración de una casa que como instrumento musical tocado por un pianista o usado para componer por un compositor. Tampoco el ámbito resultante del entreverado piano-pianista es el mismo si el pianista es un virtuoso que si es un principiante tocando “no me mates con tomate”. A esto se refería Luigi Pereyson en una cita de un artículo anterior al hablar de la antítesis sujeto-objeto, subjetividad-objetividad. Recuerdo esa cita.
“Con el concepto de entreveramiento el subjetivismo queda definitivamente superado; es más, se puede decir que el concepto de entreveramiento nace precisamente para eliminar el subjetivismo y para desembarazar para siempre el camino de la antítesis entre subjetivismo y objetivismo”. [...]. “Conocer y poseer la verdad no es posible sin comprometerse, sin tomar partido, sin exponerse personalmente; y esto no sucede sólo en la filosofía entendida como formulación de la verdad, sino en cualquier entreveramiento que sea digno de este nombre por mínimo e insignificante que sea ya que, en cada proceso de conocimiento siempre se encuentra comprometida la verdad y el entreveramiento más exiguo posee por sí mismo un valor ontológico” [5].
Una persona siempre tendrá una mayor riqueza ambital que una cosa. Más aún, el ser humano es el único ser material que tiene capacidad de crear entreveramientos con otros ámbitos. Es el único ámbito activo, o si se prefiere, el único ámbito creativo. Es, en definitiva, persona. Un piano puede pasarse mil años con una partitura encima y nunca dejarán de ser un objeto grande de madera y metal y un conjunto de papeles manchados. Sólo el ser humano puede entreverarse con ambos creando música. La renuncia a la disparidad de categorías sujeto-objeto para igualarse en la categoría de ámbito es una operación enriquecedora para las dos partes, pero no exenta de riesgos, porque al entreverar mi ámbito con otro ámbito, de alguna manera, me entrego a él, le pertenezco, pierdo mi independencia. De esta forma de conocimiento nacen el amor y la contemplación de la belleza. En este sentido, el ser humano puede amar a las cosas, pero las cosas no pueden amar al ser humano ni amarse entre sí.
Consecuencias del conocimiento por entreveramiento de ámbitos.
El conocimiento por entreveramiento de ámbitos es menos eficaz, desde una óptica utilitarista que el conocimiento sujeto-objeto. Pero el éxito absoluto en el conocimiento sujeto-objeto, con exclusión del entreveramiento de ámbitos, lleva ineludiblemente al encierro en la torre de hierro del único-sujeto-del-mundo. A la pérdida del paraíso jubiloso de la belleza y del amor. Louis Pawels, expresa esto de forma magnífica en su libro “Las últimas cadenas”[6]. Dice:
“La reflexión moderna tiene poco que ver con la emoción estética. Es más imprecadora que jubilosa. Y sin embargo, las obras maestras son siempre, en definitiva, himnos de agradecimiento. ¿Tiene la belleza un sentido? No podemos prescindir de ella, pero ese sentido sobrepasa nuestro entendimiento.
....................................................................
Hemos erigido lo útil en valor supremo. Pero, la utilidad suprema, esa que toca el alma, ¿no es precisamente la belleza?”
A esa torre de hierro que construimos cuando reducimos el mundo a puro objeto y nos constituimos nosotros en único sujeto, le llama Ferdinand Ebner la “Muralla China”. En el momento que la construimos, hemos perdido el paraíso.
Ya se ha dicho que la persona es el único ámbito activo. Y lo es, porque tiene la capacidad única de entreverarse con los ámbitos de otros seres, produciendo el fenómeno del encuentro. Entreverar mi ámbito con el de otro ser implica renunciar libremente a mi condición de sujeto y negarme, con la misma libertad, a objetivar al otro ser. Es ponerme en igualdad de categoría de ámbito. Esto implica riesgo y esfuerzo. Si alguien decide dedicar su vida a ser violinista, el violín ha dejado de ser un simple objeto para él. Tiene que aprender a obtener de él el mejor sonido que pueda darle. Pero para eso, tiene que entregarle su vida. Sin embargo, la libertad, que es condición sine qua non del entreveramiento, no quiere decir ausencia de normas. El futuro violinista estará ineludiblemente abocado al fracaso total si decide que él tocará en violín como le dé la gana. El violín debe afinarse de una determinada manera, el arco tiene que tener una cierta tensión, hay una técnica de interpretación. Existen, en fin una inmensa cantidad de normas que se deben respetar. Pero esas normas, no quitan libertad. Al contrario, dan libertad. La libertad de poder llegar a expresar música. Si pretendemos jugar al ajedrez moviendo las fichas como nos dé la gana, no hay libertad, simplemente hemos matado el juego.
Ya he dicho antes que no todos los ámbitos tienen el mismo valor. El violinista tiene un ámbito más valioso que el violín, pero no puede tratar al violín como un mero objeto. No puede definir unas ecuaciones que expresen la forma de obtener del violín el mejor sonido y luego enseñárselas a un alumno. No, el violinista tiene que entreverarse con su violín. Y si quiere transmitir su entreveramiento con el violín a un alumno, tiene que convertirlo en discípulo. Tiene que entreverarse con él. Aparece entonces un nuevo fenómeno, que es la creatividad. Hay millones de formas de entreveramiento. Buscar libremente la más enriquecedora es la creatividad. Además, el proceso de entreveramiento, no acaba nunca. Nunca se puede decir, ya está, ya lo sé todo. Y, desde luego, cabe la posibilidad de que nunca consiga ser un violinista a la altura de mi Stradivarius. Pero en la medida que la creatividad del violinista le lleve a un entreveramiento profundo y rico, las dos realidades salen ganando. No es un juego suma cero. En este entreveramiento, ya empieza a aparecer un fenómeno nuevo: el amor. Entre sujeto y objeto puede haber control, dominio, utilización, pero no amor. El entreveramiento del violinista con su violín y con las partituras que interpreta con él, hace nacer el amor a la música. El entreveramiento maestro-discípulo es, sin duda, muy similar al amor padre-hijo. El entreveramiento es, ya en este estadio, un misterio.
Cuando los ámbitos que se entreveran son personas, la libertad, el riesgo, la profundidad, la creatividad y el misterio del entreveramiento son de una calidad cualitativamente superior al entreveramiento entre persona y cosa. Entonces, no sólo me entrevero yo con la otra persona, sino que soy entreverado por ella con sus propias formas de entreveramiento. Aparece entonces el amor con nuevas dimensiones. La dimensión interpersonal, con sus vertientes, paterno-filial, de amistad y conyugal, y la dimensión comunitaria. Los ámbitos humanos son, desde el principio, ámbitos sexuados. Es importante la distinción que hace Julián Marías entre los adjetivos sexual y sexuado.
“Desde hace muchos años vengo utilizando una distinción lingüística del español que me parece preciosa: los dos adjetivos ‘sexual’ y ‘sexuado’. La actividad sexual es una reducida provincia de nuestra vida, muy importante, pero limitada, que no empieza con nuestro nacimiento y suele terminar antes de nuestra muerte, (pero que está) fundada en la condición sexuada de la vida humana en general, que afecta a la integridad de ella, en todo tiempo y en todas sus dimensiones” [7].
La naturaleza humana es sexuada –hombre y mujer– y una de las formas de amor interpersonal, la conyugal, tiende a la unión de estas dos formas de la naturaleza humana. Isabel Allende, en su novela “El plan infinito” tiene una frase que me parece fundamental: “el amor es la música y el sexo es el instrumento”. Dos cosas importantes se desprenden de las citas anteriores: Primera, el amor conyugal tiene que ser entre hombre y mujer y, segunda, que el sexo está al servicio del amor. ¿Se puede imaginar que alguien en su sano juicio utilice un violín para jugar al tenis? A buen seguro que perdería el partido y rompería el violín. El entreveramiento entre realidades ambitales, más aún si los dos ámbitos son personales, no es una labor de un rato, ni de una temporada, ni de una época de la vida. Es una aventura de entrega creativa que dura toda la vida. Así, la amistad, el amor entre padres, hijos y hermanos o el amor conyugal, son algo para toda la vida. Puede haber hijos que no quieran a sus padres, se puede romper o enfriar una amistad o se puede estropear el amor conyugal, pero eso no deja de ser un fracaso que, lejos de hacer falsa la necesidad de que el amor sea vitalicio, la reafirma.
Sin embargo, el entreveramiento entre realidades ambitales, más aún si ambas son personas, no es una mezcla inorgánica, no es una fusión. Las dos realidades siguen manteniendo su identidad en el proceso. Es un juntos, entreverados, pero no revueltos. Se mantiene lo que los filósofos del encuentro llaman una distancia de perspectiva desde la que el yo y el tú se miran íntimamente entreverados, pero sin confundirse, contemplándose. El proceso de entreveramiento no exige, como la relación sujeto-objeto, que la realidad con la que se entrevera sea precisa y perfecta como una máquina. Un reloj que no da bien la hora no sirve para nada. Sin embargo, en la relación entre ámbitos las peculiaridades y hasta los defectos de las partes pueden dar lugar a juegos creativos de entreveramiento que sean enriquecedores. Se pueden llegar a amar los defectos. Este amor de entreveramiento es radicalmente distinto de esa relación de utilización y dominio sujeto-objeto, de usar cuando me es útil y tirar después, que ha llegado a recibir también, equívocamente, el mismo nombre de amor.
Naturalmente, uno puede entreverarse consigo mismo. Nace así un sano amor por uno mismo. Hay un amor por uno mismo que es tan falso como el utilitario amor interpersonal sujeto-objeto. Uno puede utilizarse a sí mismo como objeto, para satisfacción de uno mismo como sujeto. Si se hace esto, se establece una relación paranoide con uno mismo que acaba en odio. Acabamos odiándonos a nosotros mismos. El yo objeto empieza a odiar al yo sujeto, que a su vez le desprecia. O el yo sujeto hace un objeto de culto del yo objeto, quedando esclavizado por el inútil intento de la eliminación de cualquier imperfección en el mismo. Esto acabará en odio del sujeto al objeto y, probablemente en autodestrucción. Pero si uno entrevera consigo mismo distintas partes de su realidad ambital, aparece un amor maduro a uno mismo. Nos amamos a nosotros mismos como somos. Nos aceptamos, nos desarrollamos. Nos amamos a nosotros mismos como amamos al prójimo. Y el amor de entreveramiento con nosotros mismos hace que, sin dejar de ser nosotros mismos, aparezcan múltiples distancias de perspectiva que nos enriquecen. En el ser humano el proceso suele ser el siguiente: Primero descubro al tú desde la desvalidez y lo utilizo sin consciencia de ello. Poco a poco va apareciendo la consciencia del yo que, casi automáticamente, se hace sujeto, transformando al resto del mundo, personas y parte del yo incluidos, en objeto. Ahí, en este estadio, nos podemos quedar toda la vida. Viviremos en un falso amor al mundo, al prójimo y a nosotros mismos que jamás nos hará felices. Pero, lo mismo que el burgués gentilhombre de Molière hablaba en prosa sin saberlo, también nosotros, de una manera inconsciente, sin tener ni idea de la filosofía del encuentro, podemos empezar a descubrir el entreveramiento entre el yo y el tú. Podemos empezar a descubrir el amor maduro, auténtico, al mundo, al prójimo y a nosotros mismos. Y este amor da plenitud.
[1] Lo que digo a continuación se basa en cosas leídas en diferentes libros de Alfonso López Quintás y en algunas conferencias suyas a las que he asistido. Creo que refleja una línea evolutiva cuyo escalón anterior es Romano Guardini, pero no podría seguir más atrás la génesis de estos pensamientos de forma detallada. Aparece aquí el término entreveramiento del que ya dije algo en un artículo anterior
[2] “Objetivar”, en la terminología usada aquí, no es convertir en objetivo algo subjetivo, sino reducir un ser a su calidad de objeto.
[3] Tampoco el término “ámbito” tiene el significado corrientemente aceptado. Se refiere a una parte del ser que, siendo real, no se puede reducir a objeto.
[4] Entreveramiento es otro término propio de este pensamiento filosófico. Es bastante intuitivo, apela a una mezcla íntima entre la parte ambital de dos seres, pero no sujeta a una pauta fija, geométrica o matemática, sino flexible y creativa. Recuérdese, que ya ha aparecido este termino en una frase anterior de Luigi Pereyson.
[5] Luigi Pereyson. La primera parte de la cita es de “Filososfía y verdad”. La segunda de “Verdad y entreveramiento”
[6] Louis Pawels, “Les dernières chaînes”. Éditions du Rocher, 1997. Ignoro si hay traducción al español.
[7] Julián Marías, Antropología metafísica. El paréntesis es mío, el cambio de letra de “sexual” y “sexuada” está en el original.
18 de junio de 2008
Respuesta a una entrada de Cristina
Tomás Alfaro Drake
Tengo varias entradas en mi blog. Las iré contestando a ritmo de una por semana. Empiezo por una de Cristina. Me ha dejado un comentario a una entrada mía del 19 de Septiembre del 2007 “Una amarga confesión de Picasso”. Me dice:Me ha gustado mucho esta entrada, se puede encontrar poco en Internet donde se hable de arte con profundidad. Remito a tu web desde la mia para competar mi propio texto: http://www.pinturayartistas.com/la-incapacidad-de-pablo-picasso/Muchas gracias!
Copio su texto de www.pinturayartistas.com, blog que recomiendo
Escrito por Cristina Publicado en Artistas
Picasso era hijo de un pintor que le enseñó desde pequeño a dibujar y pintar. Como niño precoz ganó una gran confianza en si mismo. Esta seguridad, su fuerte salud y un carácter pasional, le impulsaban a trabajar incansablemente y fomentaban su capacidad creativa.
París y el triunfo
Al trasladarse a París y conocer toda la vanguardia, las absorbió rápidamente y continuó el camino empezado.Intelectualmente, Picasso era un Genio. Comprendió que el futuro del arte estaba en fusionarlo a conceptos abstractos – racionales como el espacio y el tiempo, los símbolos. Y Picasso era un gran cerebro lleno de conceptos racionales.
Al ser Picasso un creativo – racional, su arte deriva hacia la ciencia, la experimentación y también los juegos con la pintura.El método científico era la forma que eligió Picasso para comprender la realidad. Este método, como ocurre con anatomistas, aprende de la desfragmentación, separación y destrucción de las formas. Y una vez destruido había que reconstruirlo y entonces creaba la pintura. En esto se basa toda su creatividad, en reconstruir con su imaginación lo antes destrozado.Sin embargo, creo que no se puede comprender plenamente algo que se ha destruido, pues su existencia ha sido eliminada.Sí se puede, por el contrario (como hacían Chagall y Matisse) persistir en el conocimiento de aquello que sigue existiendo y con tiempo llegar a su esencia.
Consciente de este fracaso, Picasso rechazaba su propio racionalismo de científico, dejándose llevar por la espontaneidad y los cambios de idea. Esto impedía que apareciese en su obra justo lo que él buscaba: la expresión de la emoción y los sentimientos, que requieren una gran concentración para ser expresados con arte. Es muy difícil juntar en una obra dos polos opuestos: sentir y pensar.
Una incapacidad frente a un gran talento
Creo que Picasso no amaba. Predominaba en él una visión negativa. Tenía que expresar lo horrible, lo diabólico y lo muerto. Por ello, no le importaba destruir la realidad, no necesitaba modelos y cambiaba de obra continuamente. En sus obras cuesta encontrar la inocencia de un Matisse, o el profundo cariño vital de un Chagall. Todo lo bueno y bello de la vida que otros artistas si sabían expresar.
Pero si encontramos, por el contrario, en las obras de Picasso, la alegría del juego pictórico, la imaginación pura y los descubrimientos de la ciencia. Corazón roto pero genial.
Le contesto:
Muchas gracias Cristina por tu entrada. A mí también me ha gustado tu texto sobre Picasso con el que estoy de acuerdo al 100%. ¡Qué diferencia con Marc Chagall!
Inserto aquí una carta de mi libro “Al sueño de la muerte hablo despierto” que le dirijo a Chagall. Confío en que si el editor (Biblioteca de Autores Cristianos) ve estos textos del libro que estoy pegando en mi blog, lo tome como una acción de marketing, no como una violación de los derechos de autor.
11-III-2002
Carta para entregar a Marc Chagall. Siglo XX. Pintor judío de la poesía.
"Tuve acceso al gran libro universal, la Biblia. Desde mi infancia me ha llamado con visiones sobre el destino del mundo y ha sido para mí una fuente de inspiración en mi trabajo. En los momentos de duda, su elevada grandiosidad poética y su sabiduría me han confortado como una madre".
Marc Chagall
"No he visto la Biblia, la he soñado".
Marc Chagall
"Desde mi primera juventud quedé cautivado por la Biblia. Siempre me pareció, y sigue pareciéndome, la mayor fuente de poesía de todos los tiempos. Desde entonces, he buscado ese reflejo en la vida y en el arte. La Biblia es como una resonancia de la naturaleza y yo he tratado de transmitir ese secreto".
Marc Chagall
Lo confieso Marc. Te confieso mi ignorancia. Hasta ayer no eras para mí más que uno de tantos pintores. Uno que había pintado la ópera de París. Grandioso, sí, pero uno más. Ayer, sin embargo, caí por Segovia y fui a ver tu exposición monográfica sobre el mensaje de la Biblia. Son obras que pintaste entre 1931 y 1983, desde los 44 años hasta los 96, dos antes de tu muerte. Cincuenta y dos años, una vida asomada a la muerte. ¡Qué canto del Rey David, con la resplandeciente Jerusalén celestial descendiendo del cielo ataviada como una novia! ¡¡¡Y lo pintaste con 96 años!!! ¿De dónde sacabas la fuerza?
No daba crédito a mis ojos. Me paseaba por las salas del museo un poco al borde del éxtasis. Ahí estaba toda la Biblia soñada por ti. Transformada en poesía plástica. En explosión de colores, de metáforas, de asociaciones de ideas. Era para mí como oír un canto de esperanza. Dices que desde tu infancia la Biblia te ha llamado con visiones sobre el destino del mundo y ese destino, esperanzado en medio del dolor, es el que has plasmado. Sólo tengo que imaginar tus angustias de judío acosado en los terribles años de ascenso del nazismo para entender tus momentos de duda sobre la humanidad. Pero la elevada grandiosidad poética y la sabiduría del Libro – dices - te han confortado como una madre. No sólo te han confortado a ti, sino, a través de ti, han confortado, confortan y confortarán a miles, tal vez millones de personas. Yo entre ellas. Sabes ver, y haces ver a los demás, la esperanza en el desaliento, la aceptación en el sufrimiento, lo poético en lo prosaico.
Una cosa me ha llamado poderosísimamente la atención. Te creía yo un judío militante del judaísmo, casi sionista. Por eso me he quedado sorprendido al ver la figura de Cristo por todas partes en tus obras. Leo algo de tu vida y todos los que escriben sobre ella me dicen que en Cristo representas únicamente al hombre que sufre y que resume el sufrimiento de otros hombres, como el Crucificado que preside tu cuadro del pequeño pueblo ruso bajo el frío del duro invierno, pero nada más. Deben tener razón los que esto escriben porque saben de ti infinitamente más de lo que yo, que te conocí ayer, pueda saber. Pero algo en mi interior no se queda tranquilo. A través de alguno de tus cuadros creo que me estás queriendo decir otra cosa. Me parece que late en tus obras otra percepción de Cristo que los que escriben sobre ti no han captado o, tal vez, no han querido captar. No sé que pensar.
Podría basar este parecer mío en la ternura de tus piedades, con Jesús muerto y lacerado en brazos de María. O en la cruz que aparece en la creación del hombre o la caída de Satán. Pero, efectivamente, eso admitiría la lectura puramente humana de un hombre, tú, que siente lástima del sufrimiento humano representado en el hombre que más ha sufrido, Jesús. Podría decirse que ese sufrimiento humano estaba, en tu opinión, predestinado desde la caída del ángel o desde la creación del hombre. Pero, ¿qué decir del consuelo de amor que recibe tu Cristo del puente por una figura maternal, encaramada en la cruz, que puede ser la representación bíblica de Dios como Madre? Tú que conoces la Biblia de forma inigualable seguro que conocías el pasaje de la profecía de Isaías en el que pone en boca de Yavé: “¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara, yo no me olvidaría de ti.” No es descabellado pensar que tú, que dices que la Biblia te ha consolado como una madre, representes así a Dios. Y si, efectivamente, la figura femenina del cuadro representa a Dios como Madre, ¿podría un judío ortodoxo asumir que Dios consuela a Cristo en la cruz? Tú sabías que el libro de la Sabiduría dice que Dios cuidaría de su Enviado, de su Mesías, de su Hijo. El Sanedrín, al pie de la cruz, se refería a este pasaje de la Sabiduría cuando decía indignado a los que presenciaban la crucifixión: “Si es rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que le libre ahora si es que le quiere, ya que decía: <>”. A esta interpelación es a la que contesta Jesús con su terrible “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” que expresa, indudablemente, tristeza y abandono. Pero esta frase es también el principio del salmo 22 que se trasmuta en un canto de victoria. ¿Iba un judío ortodoxo a aceptar que en esa discusión de apuntes de citas bíblicas tuviese razón Jesús? Nunca. Bien es verdad, lo concedo, que la figura femenina que consuela al Cristo del puente pudiera ser “sólo” la madre del sufriente, físicamente al pie de la cruz, pero espiritualmente elevada con él, acariciando a su hijo, como lo estará cuando le bajen del madero. Bien pudiera ser así, lo admito. Pero me gustaría que me lo aclarases tú.
Pero, ahora inequívocamente, ¿por qué un judío ortodoxo iba a representar – como tú haces – a Isaías y sus profecías tomando como modelo del Sievo Sufriente de Yavé, precisamente a Cristo? Curiosa coincidencia que de seguro tú conocías: El mismo capítulo en el que Isaías presenta uno de los poemas del Siervo Sufriente de Yavé, es el que nos habla de Dios como la Madre consoladora a la que nos referíamos antes. O, ¿cómo es posible que al otro lado del mar Rojo – en tu cerámica sobre este tema – esté el Crucificado esperando al pueblo judío, como si fuera esa tu visión del destino del mundo? ¿O que Moisés al recibir las tablas de la Ley en tu tapiz, lo haga en presencia de Jesús en la cruz? Todas esas cosas sólo pueden querer decir – para alguien que como tú ha tenido acceso al Libro universal desde la infancia, que lo ha soñado – que Cristo es el cumplimiento de promesas milenarias. No era otro el argumento que san Pablo aducía para intentar atraer al pueblo judío a la fe en Jesús. No fue distinta la conversación que encendió el corazón de los discípulos de Emaús caminando junto al Resucitado. Por eso ayer se incendió el mío.
¿Algún guiño más que he creído ver? Tu último cuadro, el pintado a los 96 años. Jerusalén bajando del cielo, resplandeciente, con una novia en el tálamo nupcial pintada debajo. Esta imagen de Jerusalén, novia y joya a la vez, sólo aparece, creo, en un pasaje de Isaías y en el Apocalipsis. El gran profeta del mesianismo universal y el último libro del Nuevo Testamento, indisolublemente unidos. ¿Era esa tu visión o soy yo el que me estoy creando un argumento ficticio?
Pero todavía me queda un detalle, tal vez insignificante. En tu pintura de la sinagoga de Safad, hay un crucificado escondido. Al menos yo lo he visto. O, ¿tal vez lo he soñado? La puerta de la sinagoga, con su jamba central y su dintel, dibuja un crucifijo perfecto. Con la cabeza de Jesús, sus brazos y el cartel de INRI incluidos. ¿Un Cristo en una sinagoga? Imposible. Naturalmente, admito que pueden ser imaginaciones mías, pero no lo creo. Al menos hasta que tú me digas que soy un iluso, ahí está.
Por favor, no pienses que es mi intención polemizar sobre lo que querías decir al pintar así la Biblia. Eso sólo lo sabes tú. Por eso deseo ardientemente hablar contigo. Pero yo sé lo que tu arte me ha hecho sentir, pensar, soñar. Y creo saber de dónde sacabas la fuerza para pintar con la ilusión de un adolescente a los 96 años. El Siervo de Yavé, al que a ti te gustaba representar en Cristo, dice en su segundo poema: “Yo soy valioso para el Señor, y en Dios se halla mi fuerza”. Esa era tu fuente. Esa es tu fuente. Ahora sólo puedo agradecerte tu luz, la de tu pintura y la espiritual. Ayer te descubrí como mi hermano mayor en la fe. No sé en qué creías realmente, ni creo que importe. Creyeses en Cristo sólo como una figura humana sufriente e inspiradora de ternura, o lo reconocieses como el Mesías anunciado por las milenarias profecías de Israel, has rezado a Cristo y has hecho rezar a muchos. Para la misericordia de Dios eso es mucho más que suficiente. Espero que pronto, en un paisaje con tus colores de poesía, podamos hablar con calma y me instruyas más sobre ese Jesús al que, indudablemente, pintaste con amor apasionado. Tal vez entonces ya no tengas que instruirme porque, si esa conversación se produce, yo tendré también la visión directa del Dios-Hombre. Pero me has instruido ayer y es posible que por eso podamos hablar entre nosotros y con muchas personas más sobre la belleza de tu pintura poética, reflejo de la Belleza que estaremos contemplando.
Que así sea.
Tu amigo
A diferencia de Picasso, Chagall sí amaba. No me acuerdo ahora que escritor dijo que escribir era un acto de amor, si no era sólo caligrafía. Lo suscribo y lo hago extensivo a todo tipo de arte. ¿Qué es el arte sin amor?
Tengo varias entradas en mi blog. Las iré contestando a ritmo de una por semana. Empiezo por una de Cristina. Me ha dejado un comentario a una entrada mía del 19 de Septiembre del 2007 “Una amarga confesión de Picasso”. Me dice:Me ha gustado mucho esta entrada, se puede encontrar poco en Internet donde se hable de arte con profundidad. Remito a tu web desde la mia para competar mi propio texto: http://www.pinturayartistas.com/la-incapacidad-de-pablo-picasso/Muchas gracias!
Copio su texto de www.pinturayartistas.com, blog que recomiendo
Escrito por Cristina Publicado en Artistas
Picasso era hijo de un pintor que le enseñó desde pequeño a dibujar y pintar. Como niño precoz ganó una gran confianza en si mismo. Esta seguridad, su fuerte salud y un carácter pasional, le impulsaban a trabajar incansablemente y fomentaban su capacidad creativa.
París y el triunfo
Al trasladarse a París y conocer toda la vanguardia, las absorbió rápidamente y continuó el camino empezado.Intelectualmente, Picasso era un Genio. Comprendió que el futuro del arte estaba en fusionarlo a conceptos abstractos – racionales como el espacio y el tiempo, los símbolos. Y Picasso era un gran cerebro lleno de conceptos racionales.
Al ser Picasso un creativo – racional, su arte deriva hacia la ciencia, la experimentación y también los juegos con la pintura.El método científico era la forma que eligió Picasso para comprender la realidad. Este método, como ocurre con anatomistas, aprende de la desfragmentación, separación y destrucción de las formas. Y una vez destruido había que reconstruirlo y entonces creaba la pintura. En esto se basa toda su creatividad, en reconstruir con su imaginación lo antes destrozado.Sin embargo, creo que no se puede comprender plenamente algo que se ha destruido, pues su existencia ha sido eliminada.Sí se puede, por el contrario (como hacían Chagall y Matisse) persistir en el conocimiento de aquello que sigue existiendo y con tiempo llegar a su esencia.
Consciente de este fracaso, Picasso rechazaba su propio racionalismo de científico, dejándose llevar por la espontaneidad y los cambios de idea. Esto impedía que apareciese en su obra justo lo que él buscaba: la expresión de la emoción y los sentimientos, que requieren una gran concentración para ser expresados con arte. Es muy difícil juntar en una obra dos polos opuestos: sentir y pensar.
Una incapacidad frente a un gran talento
Creo que Picasso no amaba. Predominaba en él una visión negativa. Tenía que expresar lo horrible, lo diabólico y lo muerto. Por ello, no le importaba destruir la realidad, no necesitaba modelos y cambiaba de obra continuamente. En sus obras cuesta encontrar la inocencia de un Matisse, o el profundo cariño vital de un Chagall. Todo lo bueno y bello de la vida que otros artistas si sabían expresar.
Pero si encontramos, por el contrario, en las obras de Picasso, la alegría del juego pictórico, la imaginación pura y los descubrimientos de la ciencia. Corazón roto pero genial.
Le contesto:
Muchas gracias Cristina por tu entrada. A mí también me ha gustado tu texto sobre Picasso con el que estoy de acuerdo al 100%. ¡Qué diferencia con Marc Chagall!
Inserto aquí una carta de mi libro “Al sueño de la muerte hablo despierto” que le dirijo a Chagall. Confío en que si el editor (Biblioteca de Autores Cristianos) ve estos textos del libro que estoy pegando en mi blog, lo tome como una acción de marketing, no como una violación de los derechos de autor.
11-III-2002
Carta para entregar a Marc Chagall. Siglo XX. Pintor judío de la poesía.
"Tuve acceso al gran libro universal, la Biblia. Desde mi infancia me ha llamado con visiones sobre el destino del mundo y ha sido para mí una fuente de inspiración en mi trabajo. En los momentos de duda, su elevada grandiosidad poética y su sabiduría me han confortado como una madre".
Marc Chagall
"No he visto la Biblia, la he soñado".
Marc Chagall
"Desde mi primera juventud quedé cautivado por la Biblia. Siempre me pareció, y sigue pareciéndome, la mayor fuente de poesía de todos los tiempos. Desde entonces, he buscado ese reflejo en la vida y en el arte. La Biblia es como una resonancia de la naturaleza y yo he tratado de transmitir ese secreto".
Marc Chagall
Lo confieso Marc. Te confieso mi ignorancia. Hasta ayer no eras para mí más que uno de tantos pintores. Uno que había pintado la ópera de París. Grandioso, sí, pero uno más. Ayer, sin embargo, caí por Segovia y fui a ver tu exposición monográfica sobre el mensaje de la Biblia. Son obras que pintaste entre 1931 y 1983, desde los 44 años hasta los 96, dos antes de tu muerte. Cincuenta y dos años, una vida asomada a la muerte. ¡Qué canto del Rey David, con la resplandeciente Jerusalén celestial descendiendo del cielo ataviada como una novia! ¡¡¡Y lo pintaste con 96 años!!! ¿De dónde sacabas la fuerza?
No daba crédito a mis ojos. Me paseaba por las salas del museo un poco al borde del éxtasis. Ahí estaba toda la Biblia soñada por ti. Transformada en poesía plástica. En explosión de colores, de metáforas, de asociaciones de ideas. Era para mí como oír un canto de esperanza. Dices que desde tu infancia la Biblia te ha llamado con visiones sobre el destino del mundo y ese destino, esperanzado en medio del dolor, es el que has plasmado. Sólo tengo que imaginar tus angustias de judío acosado en los terribles años de ascenso del nazismo para entender tus momentos de duda sobre la humanidad. Pero la elevada grandiosidad poética y la sabiduría del Libro – dices - te han confortado como una madre. No sólo te han confortado a ti, sino, a través de ti, han confortado, confortan y confortarán a miles, tal vez millones de personas. Yo entre ellas. Sabes ver, y haces ver a los demás, la esperanza en el desaliento, la aceptación en el sufrimiento, lo poético en lo prosaico.
Una cosa me ha llamado poderosísimamente la atención. Te creía yo un judío militante del judaísmo, casi sionista. Por eso me he quedado sorprendido al ver la figura de Cristo por todas partes en tus obras. Leo algo de tu vida y todos los que escriben sobre ella me dicen que en Cristo representas únicamente al hombre que sufre y que resume el sufrimiento de otros hombres, como el Crucificado que preside tu cuadro del pequeño pueblo ruso bajo el frío del duro invierno, pero nada más. Deben tener razón los que esto escriben porque saben de ti infinitamente más de lo que yo, que te conocí ayer, pueda saber. Pero algo en mi interior no se queda tranquilo. A través de alguno de tus cuadros creo que me estás queriendo decir otra cosa. Me parece que late en tus obras otra percepción de Cristo que los que escriben sobre ti no han captado o, tal vez, no han querido captar. No sé que pensar.
Podría basar este parecer mío en la ternura de tus piedades, con Jesús muerto y lacerado en brazos de María. O en la cruz que aparece en la creación del hombre o la caída de Satán. Pero, efectivamente, eso admitiría la lectura puramente humana de un hombre, tú, que siente lástima del sufrimiento humano representado en el hombre que más ha sufrido, Jesús. Podría decirse que ese sufrimiento humano estaba, en tu opinión, predestinado desde la caída del ángel o desde la creación del hombre. Pero, ¿qué decir del consuelo de amor que recibe tu Cristo del puente por una figura maternal, encaramada en la cruz, que puede ser la representación bíblica de Dios como Madre? Tú que conoces la Biblia de forma inigualable seguro que conocías el pasaje de la profecía de Isaías en el que pone en boca de Yavé: “¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara, yo no me olvidaría de ti.” No es descabellado pensar que tú, que dices que la Biblia te ha consolado como una madre, representes así a Dios. Y si, efectivamente, la figura femenina del cuadro representa a Dios como Madre, ¿podría un judío ortodoxo asumir que Dios consuela a Cristo en la cruz? Tú sabías que el libro de la Sabiduría dice que Dios cuidaría de su Enviado, de su Mesías, de su Hijo. El Sanedrín, al pie de la cruz, se refería a este pasaje de la Sabiduría cuando decía indignado a los que presenciaban la crucifixión: “Si es rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que le libre ahora si es que le quiere, ya que decía: <
Pero, ahora inequívocamente, ¿por qué un judío ortodoxo iba a representar – como tú haces – a Isaías y sus profecías tomando como modelo del Sievo Sufriente de Yavé, precisamente a Cristo? Curiosa coincidencia que de seguro tú conocías: El mismo capítulo en el que Isaías presenta uno de los poemas del Siervo Sufriente de Yavé, es el que nos habla de Dios como la Madre consoladora a la que nos referíamos antes. O, ¿cómo es posible que al otro lado del mar Rojo – en tu cerámica sobre este tema – esté el Crucificado esperando al pueblo judío, como si fuera esa tu visión del destino del mundo? ¿O que Moisés al recibir las tablas de la Ley en tu tapiz, lo haga en presencia de Jesús en la cruz? Todas esas cosas sólo pueden querer decir – para alguien que como tú ha tenido acceso al Libro universal desde la infancia, que lo ha soñado – que Cristo es el cumplimiento de promesas milenarias. No era otro el argumento que san Pablo aducía para intentar atraer al pueblo judío a la fe en Jesús. No fue distinta la conversación que encendió el corazón de los discípulos de Emaús caminando junto al Resucitado. Por eso ayer se incendió el mío.
¿Algún guiño más que he creído ver? Tu último cuadro, el pintado a los 96 años. Jerusalén bajando del cielo, resplandeciente, con una novia en el tálamo nupcial pintada debajo. Esta imagen de Jerusalén, novia y joya a la vez, sólo aparece, creo, en un pasaje de Isaías y en el Apocalipsis. El gran profeta del mesianismo universal y el último libro del Nuevo Testamento, indisolublemente unidos. ¿Era esa tu visión o soy yo el que me estoy creando un argumento ficticio?
Pero todavía me queda un detalle, tal vez insignificante. En tu pintura de la sinagoga de Safad, hay un crucificado escondido. Al menos yo lo he visto. O, ¿tal vez lo he soñado? La puerta de la sinagoga, con su jamba central y su dintel, dibuja un crucifijo perfecto. Con la cabeza de Jesús, sus brazos y el cartel de INRI incluidos. ¿Un Cristo en una sinagoga? Imposible. Naturalmente, admito que pueden ser imaginaciones mías, pero no lo creo. Al menos hasta que tú me digas que soy un iluso, ahí está.
Por favor, no pienses que es mi intención polemizar sobre lo que querías decir al pintar así la Biblia. Eso sólo lo sabes tú. Por eso deseo ardientemente hablar contigo. Pero yo sé lo que tu arte me ha hecho sentir, pensar, soñar. Y creo saber de dónde sacabas la fuerza para pintar con la ilusión de un adolescente a los 96 años. El Siervo de Yavé, al que a ti te gustaba representar en Cristo, dice en su segundo poema: “Yo soy valioso para el Señor, y en Dios se halla mi fuerza”. Esa era tu fuente. Esa es tu fuente. Ahora sólo puedo agradecerte tu luz, la de tu pintura y la espiritual. Ayer te descubrí como mi hermano mayor en la fe. No sé en qué creías realmente, ni creo que importe. Creyeses en Cristo sólo como una figura humana sufriente e inspiradora de ternura, o lo reconocieses como el Mesías anunciado por las milenarias profecías de Israel, has rezado a Cristo y has hecho rezar a muchos. Para la misericordia de Dios eso es mucho más que suficiente. Espero que pronto, en un paisaje con tus colores de poesía, podamos hablar con calma y me instruyas más sobre ese Jesús al que, indudablemente, pintaste con amor apasionado. Tal vez entonces ya no tengas que instruirme porque, si esa conversación se produce, yo tendré también la visión directa del Dios-Hombre. Pero me has instruido ayer y es posible que por eso podamos hablar entre nosotros y con muchas personas más sobre la belleza de tu pintura poética, reflejo de la Belleza que estaremos contemplando.
Que así sea.
Tu amigo
A diferencia de Picasso, Chagall sí amaba. No me acuerdo ahora que escritor dijo que escribir era un acto de amor, si no era sólo caligrafía. Lo suscribo y lo hago extensivo a todo tipo de arte. ¿Qué es el arte sin amor?
15 de junio de 2008
La explosión del arbusto de la vida
Tomás Alfaro Drake
Este es el 20º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.
Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida” y “La división del trabajo”.
A partir de la aparición de los organismos pluricelulares, el arbusto de la vida explotó en una gran profusión de ramas, brotes, tallos y hojas. Incluso antes de que apareciesen los organismos, la vida se había escindido ya en dos grandes reinos, el vegetal y el animal. Los primeros aprendieron a bastarse a sí mismos para producir sus propias sustancias orgánicas a partir de la energía solar. Los segundos seguimos necesitando alimentarnos de otros seres vivos para generar las sustancias que necesitamos para nuestra supervivencia. En última instancia todos dependemos de las plantas y, a través de ellas, del sol. En el artículo anterior veíamos cómo a través de la lucha por la supervivencia se iban seleccionando los organismos más aptos para adaptarse al medio. Esto nos explica por qué una determinada especie va evolucionando para estar cada vez mejor adaptada. Es decir, por qué una rama puede llegar a ser muy robusta. Pero, ¿cómo aparecen nuevas especies?, ¿por qué el arbusto se ramifica?
Imaginemos que una especie de aves viviese en dos islas próximas que, por los lentos movimientos geológicos, se fuesen separando poco a poco. Mientras la distancia entre las islas fuese menor de la que un ave de esa especie puede atravesar volando, los genes que confieren mayor eficacia a las aves de la especie se extenderían a toda la población a través de entrecruzamientos entre ellas. Al contrario, los que las hiciesen más ineficaces desaparecerían al dejar menos descendencia los individuos que los tienen. De esta forma, la especie entera evolucionaría como un todo, sin dejar de ser una sola especie. Pero cuando las islas llegasen a separarse una distancia mayor que la capacidad de vuelo de las aves, la especie se dividiría en dos poblaciones aisladas reproductivamente. Es decir las aves de una isla no podrían cruzarse con las de la otra. Aunque las condiciones del entorno de ambas islas fuesen similares, las mutaciones serían distintas en una y otra población y, paulatinamente, se produciría una lenta deriva que iría haciendo a las dos poblaciones cada vez más diferentes. Si las islas volviesen a unirse antes de un determinado momento, las dos poblaciones mezclarían sus peculiaridades genéticas, se seleccionarían las más adecuadas y seguirían siendo una sola especie. Pero a partir de un momento, las diferencias genéticas serían lo suficientemente grandes como para que no pudiese producirse la fecundación de un óvulo procedente de una hembra de una población por un espermatozoide procedente de un macho de la otra. A partir de ese momento, ya no habría una especie, sino dos y, aunque las islas volviesen a unirse, ambas especies evolucionarían por separado. El resultado de este proceso fue el que vieron Darwin en las Galápagos y Wallace en el archipiélago malayo. Y aunque su razonamiento parece plausible, jamás se ha visto cómo se producía. Ni siquiera en especies domesticadas, sometidas a una exigente selección artificial, se ha visto una cosa así. El hombre ha podido crear razas de perros tan diferentes como el chihuahua o el san bernardo. Indudablemente hay un aislamiento reproductivo entre ambas razas. No se me ocurre cómo podría desarrollarse un embarazo de una chihuahua por un san bernardo, pero la fecundación es totalmente posible. Por tanto, aunque el proceso de especiación suena como totalmente plausible y, seguramente, las cosas ocurrieran así, no es empíricamente demostrable y no es, por lo tanto, científico. Hay, por supuesto otros mecanismos de aislamiento reproductivo además del ejemplo de las islas. Éste se puede producir incluso sin la separación física de las dos poblaciones. De esta forma, mediante bifurcaciones de especies, el arbusto de la vida fue tomando la exuberante y maravillosa forma que hoy conocemos. En próximos artículos analizaremos con detalle una rama muy especial de ese arbusto; la del ser humano.
Una aclaración pertinente
Excediendo los límites de una página que me he impuesto para cada uno de los artículos de esta serie, creo imprescindible hacer una aclaración importante. En estos artículos pretendo mostrar cómo la lógica y la tijera de Occam parecen exigir la necesidad de un Diseñador que explique el magnífico orden que se percibe en todo el cosmos, desde las estrellas al átomo pasando por la vida y la inteligencia.
Por otro lado, hoy en día se habla mucho de la teoría del diseño inteligente que, naturalmente, implica un Diseñador inteligente. Esta teoría del diseño inteligente es una teoría creacionista que, de una manera más o menos explícita presenta el mundo como creado directamente en su estado actual y postula un diseñador para ese mundo así creado. A este respecto, se leen réplicas, muy sensatas, que dicen que ese diseño no es tan inteligente. Se suele poner como ejemplo la columna vertebral de los hombres, que no parece muy bien diseñada para su función de columna del cuerpo, con sus forma de ese que es fuente de innumerables disfunciones. Cuando en estos artículos hablo del Diseñador, no me refiero a ese tipo de Diseñador. Me refiero, como se ve claramente en mis artículos a uno que diseña un cosmos no terminado, sino que se va haciendo de acuerdo con la acción de unas leyes diseñadas por Él para que las cosas lleguen a ser como son. No digo que un día la columna vertebral del hombre llegue a ser perfecta. Probablemente siempre tendremos que pagar tributo a la herencia de una columna vertebral que antes tenía una posición horizontal en nuestros “antepasados”. El diseño que propugno es inteligente en el diseño de unas leyes y en su uso. El objetivo perfecto de esas leyes no es una columna vertebral perfecta, sino un hombre que busque la perfección moral, aunque sea incapaz de obtenerla en sí mismo. Pero que puede encontrarla en Otro al que busca. Las leyes de este Diseñador están pensadas para que haya cosas que ellas solas no puedan conseguir –o sea altísimamente improbable que lo consigan– y requieran, en ciertos momentos la acción directa y más o menos esporádica del Diseñador. Estos momentos son, de los vistos hasta ahora, la propia aparición del cosmos con esas leyes y la aparición de la vida. Más adelante veremos la aparición de la inteligencia y, por último la casi continua necesidad de intervención del Diseñador en el manejo del fruto de la inteligencia, la Historia, manteniendo un delicadísimo equilibrio entre la orientación correcta de esa Historia y el escrupuloso respeto a la libertad que va aparejada con la inteligencia. Creo que esta aclaración era pertinente, aunque haya consumido una página. Pretendo con ella evitar que mi visión del Diseñador se etiquete con el rótulo generalmente aceptado de teoría (cracionista) del diseño inteligente.
Este es el 20º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.
Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida” y “La división del trabajo”.
A partir de la aparición de los organismos pluricelulares, el arbusto de la vida explotó en una gran profusión de ramas, brotes, tallos y hojas. Incluso antes de que apareciesen los organismos, la vida se había escindido ya en dos grandes reinos, el vegetal y el animal. Los primeros aprendieron a bastarse a sí mismos para producir sus propias sustancias orgánicas a partir de la energía solar. Los segundos seguimos necesitando alimentarnos de otros seres vivos para generar las sustancias que necesitamos para nuestra supervivencia. En última instancia todos dependemos de las plantas y, a través de ellas, del sol. En el artículo anterior veíamos cómo a través de la lucha por la supervivencia se iban seleccionando los organismos más aptos para adaptarse al medio. Esto nos explica por qué una determinada especie va evolucionando para estar cada vez mejor adaptada. Es decir, por qué una rama puede llegar a ser muy robusta. Pero, ¿cómo aparecen nuevas especies?, ¿por qué el arbusto se ramifica?
Imaginemos que una especie de aves viviese en dos islas próximas que, por los lentos movimientos geológicos, se fuesen separando poco a poco. Mientras la distancia entre las islas fuese menor de la que un ave de esa especie puede atravesar volando, los genes que confieren mayor eficacia a las aves de la especie se extenderían a toda la población a través de entrecruzamientos entre ellas. Al contrario, los que las hiciesen más ineficaces desaparecerían al dejar menos descendencia los individuos que los tienen. De esta forma, la especie entera evolucionaría como un todo, sin dejar de ser una sola especie. Pero cuando las islas llegasen a separarse una distancia mayor que la capacidad de vuelo de las aves, la especie se dividiría en dos poblaciones aisladas reproductivamente. Es decir las aves de una isla no podrían cruzarse con las de la otra. Aunque las condiciones del entorno de ambas islas fuesen similares, las mutaciones serían distintas en una y otra población y, paulatinamente, se produciría una lenta deriva que iría haciendo a las dos poblaciones cada vez más diferentes. Si las islas volviesen a unirse antes de un determinado momento, las dos poblaciones mezclarían sus peculiaridades genéticas, se seleccionarían las más adecuadas y seguirían siendo una sola especie. Pero a partir de un momento, las diferencias genéticas serían lo suficientemente grandes como para que no pudiese producirse la fecundación de un óvulo procedente de una hembra de una población por un espermatozoide procedente de un macho de la otra. A partir de ese momento, ya no habría una especie, sino dos y, aunque las islas volviesen a unirse, ambas especies evolucionarían por separado. El resultado de este proceso fue el que vieron Darwin en las Galápagos y Wallace en el archipiélago malayo. Y aunque su razonamiento parece plausible, jamás se ha visto cómo se producía. Ni siquiera en especies domesticadas, sometidas a una exigente selección artificial, se ha visto una cosa así. El hombre ha podido crear razas de perros tan diferentes como el chihuahua o el san bernardo. Indudablemente hay un aislamiento reproductivo entre ambas razas. No se me ocurre cómo podría desarrollarse un embarazo de una chihuahua por un san bernardo, pero la fecundación es totalmente posible. Por tanto, aunque el proceso de especiación suena como totalmente plausible y, seguramente, las cosas ocurrieran así, no es empíricamente demostrable y no es, por lo tanto, científico. Hay, por supuesto otros mecanismos de aislamiento reproductivo además del ejemplo de las islas. Éste se puede producir incluso sin la separación física de las dos poblaciones. De esta forma, mediante bifurcaciones de especies, el arbusto de la vida fue tomando la exuberante y maravillosa forma que hoy conocemos. En próximos artículos analizaremos con detalle una rama muy especial de ese arbusto; la del ser humano.
Una aclaración pertinente
Excediendo los límites de una página que me he impuesto para cada uno de los artículos de esta serie, creo imprescindible hacer una aclaración importante. En estos artículos pretendo mostrar cómo la lógica y la tijera de Occam parecen exigir la necesidad de un Diseñador que explique el magnífico orden que se percibe en todo el cosmos, desde las estrellas al átomo pasando por la vida y la inteligencia.
Por otro lado, hoy en día se habla mucho de la teoría del diseño inteligente que, naturalmente, implica un Diseñador inteligente. Esta teoría del diseño inteligente es una teoría creacionista que, de una manera más o menos explícita presenta el mundo como creado directamente en su estado actual y postula un diseñador para ese mundo así creado. A este respecto, se leen réplicas, muy sensatas, que dicen que ese diseño no es tan inteligente. Se suele poner como ejemplo la columna vertebral de los hombres, que no parece muy bien diseñada para su función de columna del cuerpo, con sus forma de ese que es fuente de innumerables disfunciones. Cuando en estos artículos hablo del Diseñador, no me refiero a ese tipo de Diseñador. Me refiero, como se ve claramente en mis artículos a uno que diseña un cosmos no terminado, sino que se va haciendo de acuerdo con la acción de unas leyes diseñadas por Él para que las cosas lleguen a ser como son. No digo que un día la columna vertebral del hombre llegue a ser perfecta. Probablemente siempre tendremos que pagar tributo a la herencia de una columna vertebral que antes tenía una posición horizontal en nuestros “antepasados”. El diseño que propugno es inteligente en el diseño de unas leyes y en su uso. El objetivo perfecto de esas leyes no es una columna vertebral perfecta, sino un hombre que busque la perfección moral, aunque sea incapaz de obtenerla en sí mismo. Pero que puede encontrarla en Otro al que busca. Las leyes de este Diseñador están pensadas para que haya cosas que ellas solas no puedan conseguir –o sea altísimamente improbable que lo consigan– y requieran, en ciertos momentos la acción directa y más o menos esporádica del Diseñador. Estos momentos son, de los vistos hasta ahora, la propia aparición del cosmos con esas leyes y la aparición de la vida. Más adelante veremos la aparición de la inteligencia y, por último la casi continua necesidad de intervención del Diseñador en el manejo del fruto de la inteligencia, la Historia, manteniendo un delicadísimo equilibrio entre la orientación correcta de esa Historia y el escrupuloso respeto a la libertad que va aparejada con la inteligencia. Creo que esta aclaración era pertinente, aunque haya consumido una página. Pretendo con ella evitar que mi visión del Diseñador se etiquete con el rótulo generalmente aceptado de teoría (cracionista) del diseño inteligente.
11 de junio de 2008
¿Excusas?
Cómo esto de los blogs es todavía un misterio para mí, hoy me he dado cuenta de que varias entradas que había realizado desde finales de Mayo no se habían publicado en su momento. Las he publicado ahora juntas, lo que supone un "atracón" para un supuesto lector del blog. ¿Debo pedirle disculpas? Lo hago.
Un saludo.
Tomás Alfaro Drake.
Un saludo.
Tomás Alfaro Drake.
La libertad humana y la omnisciencia de Dios
Tomás Alfaro Drake
Hace tres semanas edité un artículo en defensa de Einstein. Esto me llevó a unos comentarios sobre la libertad, el determinismo y la física cuéntica que edité la semana pasada. Hoy, según dije entonces, me meto en un tema muy difícil que es la compatibilidad entre la libertad humana y la omnisciencia de Dios. Reconozco que un tema filosófico-teológico tan arduo como ese me viene grande, pero no puedo dejar de preguntarme por las cosas que no entiendo e intentar buscarle respuesta. Si hay algún disparate en lo que digo, ruego a quien sepa más que me corrija. Aceptaré la corrección.
Lo que viene a continuación es un collage de cosas escritas en distintos momentos, según había nuevas cosas que me iluminaban (o me oscurecían) El texto básico está escrito el 11 de Octubre del 2004. Hay luego varios postscriptum de fechas 7 de Febrero del 2006, 5 de Mayo del 2007 y 15 de Junio del 2007. Desde entonces no he vuelto a pensar sobre el tema. Ahí va todo.
11-X-2004
Premisas:
1.- Dios ha creado al hombre libre, y lo ha creado libre por amor, porque esa es la única manera por la que el hombre puede ser feliz en la contemplación de su Creador. Eso es lo que quiere decir, entre otras cosas, que lo ha creado a su imagen y semejanza.
2.- Dios, al estar más allá de nuestras limitaciones espacio-temporales sabe el pasado, el presente y el futuro.
3.- Lo que Dios sabe, ES. Cuando yo sé una cosa, ese yo “sé” hay que ponerlo entre comillas. Yo creo saber lo que tú vas a hacer mañana por una serie de inferencias, más o menos acertadas, pero siempre sujetas a error. Yo no sé lo que tú vas a hacer mañana. Tu eres libre de mi pensamiento. Pero lo que Dios sabe ES.
Problemas:
1.- Si Dios, en su omnipotencia, pudiera obligarme a aceptarle, yo no sería libre, sería una marioneta. Por lo tanto Dios, por pura Voluntad suya, tiene que haber supeditado su omnipotencia a mi libertad, lo cual, lejos de ser una imperfección de Dios es una muestra de su infinito amor por el hombre.
2.- Si Dios, en su omnisciencia, supiese mi futuro, supiese si mañana le voy a rechazar o aceptar, mi futuro sería. Por lo tanto, yo no podría sino recorrer el camino que ya es y mi libertad, por tanto, sería tan sólo ignorancia debida a mi limitación[1].[2]
Corolario de todo lo anterior: Si Dios supiese que me voy a condenar y me crease, me crearía para la condenación, lo que haría de él un ser malvado. Esto sí que va contra la esencia de Dios.
Creo, por tanto que Dios, por amor al hombre, al crearlo libre, pudo haber renunciado voluntariamente, junto con una parte de su omnipotencia, a una parte de su omnisciencia, únicamente la que atañe a nuestra libertad. Lo cual, una vez más, lejos de ser una imperfección es otra muestra de su infinito amor al hombre que me hace asombrarme aún más y sentirme aún más amado por Él.
Esto no es más escandaloso de lo que es, para un judío ortodoxo, el decir que Dios se ha anonadado hasta el punto de encarnarse. Sin embargo, todos los cristianos sabemos que lo hizo por amor. ¿Hay mayor limitación para el Creador que hacerse criatura?
Post scriptum 7-II-2006
Leo en la encíclica Dios es amor, de Benedicto XVI:
“Un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor”.
¿Podría sustituirse en esta frase “su amor contra su justicia” por; su amor contra su omnisciencia? ¿“Reconcilia la justicia y el amor” por; reconcilia la omnisciencia y el amor?
Quedaría:
Un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su omnisciencia. Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la omnisciencia y el amor.
Me parece muy sugerente. Cristo, como hombre no es omnisciente, pero es Dios y hombre al mismo tiempo y estaba previsto desde toda la eternidad. ¿Es posible pensar que desde toda la eternidad Dios renuncia en Cristo a esa parte de su omnisciencia que iría contra nuestra libertad, es decir contra nuestra capacidad de amarle libremente, es decir, contra su amor? Benedicto XVI cita en esta encíclica a san Agustín: “Si lo comprendes, no es Dios”.
No obstante, si la autolimitación de la omnisciencia de Dios crea problemas teológicos, propongo una variante. Dios no desconoce mi futuro. Conoce todos mis futuros potenciales. Lo que desconoce –porque quiere, por amor– es, en cada encrucijada de mi camino qué camino voy a tomar yo. Él sabe a dónde conduce cada uno de los caminos abiertos ante mí y me da toda su Gracia para instarme, con llamadas inenarrables, a que elija el que lleva a mi salvación. Si tomo el que lleva a mi perdición, me ofrece continuamente nuevas encrucijadas que, por otros caminos, me llevan a la salvación y me vuelve a dar su Gracia para que yo siga esos nuevos caminos alternativos y yo, nuevamente, puedo seguirlos o no. Con mi libertad, yo voy convirtiendo en acto –usando terminología aristotélica– lo que antes era sólo potencia. Esto no supone que Dios tenga zonas ciegas, no saber el futuro, sino que sabe todos los futuros. Es decir, no es oscuridad para Dios, es, por decirlo con el limitado lenguaje humano, exceso de Luz. El Misterio de Dios para el hombre es eso, exceso de Luz. Su realidad es más grande de lo que mi razón puede abarcar, su Luz es más fuerte de lo que mi retina mental puede captar. Estoy ante el Misterio de exceso de Luz. ¿Puede ser que yo sea para Dios, porque Él así lo ha querido, un misterio de exceso de luz? ¿Puede ser que Dios haya hecho de mí, miserable criatura humana creada por Él, un misterio para su Omnisciencia? El Misterio de que yo, por la Divina Voluntad, sea un misterio para Dios, me hace ponerme de rodillas y adorarle aún con mayor fervor y amor que antes.
Sin embargo, Cristo nos ha dicho que “las puertas del Infierno, no prevalecerán contra ella”, contra la Iglesia, nave de salvación de la humanidad. Si no sabe si yo me voy a salvar o condenar, ¿cómo sabe que la humanidad, a través de la Iglesia, se va a salvar? El sabe que el barco de la Iglesia va a llegar a buen puerto con la gente necesaria para manejarlo y con una gran cantidad de pasaje, lo que no sabe es quién irá en él. Por poner un burdo ejemplo. Al acabar un partido de fútbol en el Bernabeu, un sociólogo puede saber con exactitud qué porcentaje de personas van a salir del estadio desde diez minutos antes de que el árbitro pite el final hasta una hora después. Lo que no puede saber es cuándo va a salir Juan y cuándo Pedro. La Iglesia salvará a la Humanidad, pero ¿estaré yo en la Humanidad o me habré autoexcluido de ella? Eso no lo sabe Dios, lo dirá mi libertad.
Si debiera renunciar a esto que razono, lo haría inmediatamente, pensando, como san Agustín, que estoy intentando meter la inmensidad del mar, valiéndome de un pequeño cubo de juguete, en un hoyo cavado en la arena de la playa.
Post scriptum 15-V-2007
Hace unos meses leí en un libro[3], que según santo Tomás, hay en Dios tres tipos de ciencia: de simple inteligencia, de aprobación y de visión[4]. Se refieren, respectivamente a lo que puede hacer, lo que quiere hacer y lo que realmente hace.
“Por ejemplo, lo que quiere por la llamada por los teólogos voluntad de beneplácito, el querer que todos los hombres hagan el bien o se salven. Voluntad, que no se cumplirá por la voluntad de las criaturas.
La ciencia de inteligencia la tiene de lo que puede hacer. La ciencia de aprobación, de lo que quiere hacer, aunque no se haga. La ciencia de visión es lo que Dios realmente hace”[5]. Aparece entonces el concepto de <>.
“Se denominan «futuribles» los futuros condicionados o incoados. Son objetos buenos queridos por la voluntad divida, pero de la llamada voluntad antecedente de Dios, que es condicionada o frustrable, porque puede cambiar por la misma voluntad de Dios que es libre, e incluso algunos son frustrados por la libertad que Dios ha dado a la criatura racional. Los futuros condicionados que nunca existirán, los que permanecerán siempre como futuribles, y nunca pasarán a futuros perfectos o absolutos, son los que reciben generalmente la denominación de futuribles.
Mientras la decisión o decreto o decisión de la voluntad divina no esté cerrado o terminado, no esté todavía presente su efecto en el tiempo, pasado, presente o futuro, no se encuentra, por tanto, coexistiendo en la eternidad. Dios encuentra, por tanto, coexistiendo en la eternidad. Dios puede todavía decretar que el efecto no tenga un ser determinado, que no exista en el tiempo. La voluntad de Dios es libre y puede todo lo que no envuelve contradicción. ”[6].
Indudablemente, esto permite que nuestra oración cambie el curso de la historia sin contradicción por parte de la voluntad de Dios. Pero sigamos con el problema de la libertad humana y la omnisciencia de Dios.
“Estas distinciones pueden compararse a las que se pueden dar ante una puerta abierta. Un hombre puede darle un empujón para cerrarla, pero después del mismo puede también impedir o no que se cierre. Es posible, por tanto distinguir, en esta situación, tres momentos. El primero es antes que la puerta reciba el impulso, que la puede cerrar. El hombre no puede saber infaliblemente si se cerrará o no, porque es todavía libre de darle o no el empuje. Algo parecido ocurre en el conocimiento divino. En este momento no se da un conocimiento infalible ni de los futuros condicionados ni los futuros absolutos. Únicamente es infalible la posibilidad de las acciones o decretos, que Dios puede poner. En el ejemplo el brazo del hombre representará tanto el empujón como el cierre como posibles, pero no en cuanto existentes.
En cambio, en un segundo momento, se sabe infaliblemente que el empujón está dado y también de modo infalible que la puerta se cerrará, si no lo impide antes. Sin embargo, como el hombre es libre de impedido, todavía no sabe infaliblemente si lo impedirá o no. Tampoco, por tanto, si la puerta se cerrará o no. Las ideas divinas, en este momento, representan los decretos existentes y, por ello, el orden actual a sus efectos, que serán si no se impiden. Todavía, sin embargo, no representan los efectos mismos como existentes.
Finalmente, en el tercero de los tres momentos, como la puerta ya está cerrada, ni la libertad ni el poder del hombre, por muy grandes que se supongan, no puede hacer que esté abierta, naturalmente como efecto de aquel empujón. Se ve infalible y completamente que la puerta esta cerrada. Las ideas divinas representan ya los efectos mismos en cuanto futuros absolutos o presentes en el tiempo, que es nuestra medida, o en la eternidad, que es la de Dios”[7].
Varias páginas más parecen confirmar mi tesis del no conocimiento de Dios de lo que yo voy a hacer y, por lo tanto, de la salvaguarda de mi libertad por Dios. Pero otro párrafo vuelve a hacerme dudar de si habré entendido mal, en mi ignorancia, el pensamiento de santo Tomás desarrollado por el Prof. Forment.
“No obstante, Dios tiene ciencia, aunque no necesaria, de lo futurible. Dios conoce todos los futuros contingentes. Por un lado, los que permanecerán en su futurición condicionada o como futuribles y los que serán futuros absolutos o existentes, implicando contingencia. Por otro, conoce también los futuros consumados, los que existen en alguna de las dimensiones, pasado, presente y futuro, de la duración sucesiva, o permanencia en la existencia de manera sucesiva, en que consiste el tiempo, y que para Dios es presente, porque el tiempo está en la eternidad, en la duración infinita y simultánea del ser divino. Conoce, por tanto, la contingencia de manera necesaria porque está en su eternidad. En cambio, el hombre sólo conoce necesariamente lo necesario, porque lo contingente, incluso en sí mismo lo conoce contingentemente”[8].
Las frases en negrita son las que me hacen dudar. Hablado el tema con personas mucho más doctas que yo, no he sido capaz de saber si mi tesis estaba o no avalada por santo Tomás, aunque creo que no. Me considero, por otra parte incapaz de ir directamente a las fuentes, a santo Tomás, porque reconozco mi incapacidad para entenderle directamente.
Por otro lado, también san Agustín me hace dudar cuando, respondiendo a Cicerón concluye[9]: “Por eso, quien conoce de antemano todas las causas de los acontecimientos, no puede ignorar, en esas mismas causas, nuestras voluntades, conocidas también por Él como causas de nuestros actos”. Pero, con el debido respeto hacia san Agustín, el argumento me parece endeble, puesto que nuestras voluntades, conocidas infaliblemente por Dios como causas de nuestros actos, serían unas causas ya establecidas y condicionadas por ese conocimiento de Dios y, por lo tanto, no libres.
Pos escriptum 15-VI-2007
Tanta confusión para intentar buscar la solución a un problema planteado, me parece a mí, en términos tan sencillos, me hizo pensar que la solución, que sin duda existe, a esta aparente contradicción debía encontrarse más allá de la capacidad de razonar del ser humano, pobre criatura limitada en su percepción de la realidad por su estructura tridimensional. Creí que era más humilde decir que como hombres, no podíamos llegar a entender del todo. Pero una persona que me quiere, con un sólido bagaje filosófico y teológico a la espalda, no me dejaba esa huída. Más bien decía ser soberbia el creer que, porque yo no podía entender una respuesta –se me hacen los sesos agua intentando siquiera seguir tan abstrusos argumentos–, dijese que no la había. Parecía razonable. Además, también me “acusaba” de fideísmo. También parecía razonable. En esa duda estaba cuando leí el libro de Joseph Ratzinger: “Introducción al cristianismo”. En él leo lo siguiente.
“El jansenista Saint-Cyran dijo una vez que la fe es una serie de contrarios unidos por la gracia, una afirmación realmente profunda. Con ello formuló en teología lo que hoy en física se llama la ley del pensamiento científico-natural[10]. El físico moderno está cada vez más convencido de que no podemos expresar las realidades dadas, por ejemplo, la estructura de la luz o de la materia, en una experiencia o en un enunciado, pues cada enunciado nuestro sólo revela un único aspecto entre muchos que no podemos relacionar con los demás. Sin poder encontrar un concepto que los abarque, ambas cosas –por ejemplo, la estructura de los corpúsculos y las ondas– debemos considerarlas como anticipación del todo, un todo a cuya unidad no tenemos acceso por la limitación de nuestro horizonte visual. Lo que pasa en física a causa de nuestros límites vale con mucha más razón para las realidades espirituales y para Dios. También en este caso podemos considerar la cosa desde un punto de vista y comprender un aspecto de la misma que parece contradecir a otros, pero que junto con los otros remite a ese todo que no podemos comprender ni expresar. Sólo a base de rodeos, viendo y expresando diversos aspectos aparentemente contradictorios, podemos encaminamos hacia la verdad, que nunca se nos muestra en toda su grandeza.
La física de hoy sabe muy bien que sólo podemos hablar de la estructura de la materia desde enfoques distintos y que el resultado de la investigación de la naturaleza depende del lugar que ocupe el observador. ¿Qué nos impide entonces afirmar que en el problema de Dios no debemos proceder al estilo aristotélico, es decir, buscando un concepto último que comprenda el todo, sino que debemos entenderlo a través de una multitud de aspectos que dependen de dónde esté el observador y que nunca hemos de unirlos, sino sólo yuxtaponerlos, sin pronunciamos jamás definitivamente sobre ellos? Aquí se produce la influencia mutua y oculta entre la fe y el pensamiento moderno. Así piensa la física, superando el sistema de la lógica aristotélica, pero este planteamiento se debe también al nuevo horizonte que ha abierto la teología cristiana y a la necesidad que siente de pensar en complementariedades”[11].
Desde luego, el cardenal Ratzinger no está hablando del problema que nos ocupa, pero creo que la cita viene como anillo al dedo[12]. Así que fideísta o no, humilde o soberbio, me apunto al pensamiento en complementariedades. En la aparente contradicción entre omnisciencia de Dios y libertad humana sólo a base de rodeos, viendo y expresando diversos aspectos aparentemente contradictorios, podemos encaminamos hacia la verdad, que nunca se nos muestra en toda su grandeza.
¿Cómo se aúnan estas aparentes contradicciones, estas complementariedades? El cardenal Ratzinger nos lo dice en palabras de Urs von Baltasar:
“<> [13].
"Dios no es prisionero de su eternidad, pues en Jesús tiene tiempo para nosotros”[14].
Creo, que esta cita tendría un sentido más claro si sustituimos la palabra tiempo por temporalidad. En Cristo, Dios ignora lo que tiene que ignorar para que podamos ser libres y para que nuestra oración pueda cambiar el mundo. En Cristo, Dios se libera de su eternidad omnisciente en lo que atañe a la conducta y la oración del hombre. Traigo aquí otra vez una frase que escribí más arriba de la encíclica “Dios es amor” de Benedicto XVI y que cobra nuevo sentido a esta luz:
“Un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor”, el tiempo y la eternidad, la libertad humana y su omnisciencia, su misericordia y su justicia, juntos en el amor.
Pero si alguien cree que con esta idea hemos salido del misterio, que me lo explique. Lo que sí hemos hecho, creo, es encontrarnos con su belleza radical. “La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio. [...]En esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia [...] Esa experiencia engendró también la religión [...] percibir que tras lo que podemos experimentar se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que sólo son accesibles de modo indirecto – ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad”, dijo Einstein. Y en esto estoy de acuerdo con él
Dejadme pues con la belleza de este misterio, que no es distinto del de Dios hecho hombre en Cristo, sin llamarme fideísta ni soberbio, porque “hay siempre un peligro latente que nos acecha cuando nos ponemos a reflexionar: el de considerar el misterio como un problema [...] Porque el misterio es más que un problema: es un hechizo. Un problema sólo necesita una solución. Después de lo cual todo se ha acabado y podemos pasar a otro ejercicio. Pero una realidad no ha dicho nunca su última palabra; y un misterio es estrictamente inagotable; una fuente de perpetua inspiración. Y para que el misterio no degenere en simple problema, es necesario que la inmensidad del misterio no sea nunca enteramente prisionera de nuestras fórmulas indigentes”[15].
Pero, como dije anteriormente: Si debiera renunciar a esto que razono, lo haría inmediatamente, pensando, como san Agustín, que estoy intentando meter la inmensidad del mar, valiéndome de un pequeño cubo de juguete, en un hoyo cavado por mí, pequeño hombre limitado, en la arena de la playa.
[1] San Agustín, el La ciudad de Dios, nos expone este argumento en boca de Cicerón. “Si los hechos futuros son todos infaliblemente (la cursiva es mía) conocidos, han de suceder según el orden de ese previo conocimiento. Si han de suceder según ese orden, ya está infaliblemente determinado tal orden para Dios, que lo conoce de antemano. Ahora bien, un orden determinado de hechos exige un orden determinado de causas, ya que no puede darse hecho alguno sin una causa eficiente anterior. Y si el orden de las causas, por las que sucede todo lo que sucede, ya está fijado, todo sucede bajo el signo de la fatalidad. San Agustín, La ciudad de Dios. BAC Madrid, 2000 p. 311-312
[2] Exactamente el mismo problema se plantea para la oración. Si Dios conoce infaliblemente el futuro que va a ser, ya ES y, por tanto, mi oración no podría cambiar los designios de Dios.
[3] Santo Tomás de Aquino; El orden del ser; Antología filosófica. Edición, introducción y notas de Eudaldo Forment. Tecnos 2003.
[4] Cfr. Opcit, pgs168-183
[5] Opcit, pag. 169
[6] Opcit, pag.169-170
[7] Op cit. Pag.172-173
[8] Op cit. Pag. 177.
[9] Ver nota al pie nº 1. Op cit, pag. 314.
[10] H. Dombois observa como Niels Bhor, Que introdujo en física el concepto de complementariedad, alude a la teología, a la complemetariedad de la justicia y la misericordia de Dios (Esta nota al pie es de la obra citada de Joseph Ratzinger).
[11] Joseph Ratzinger: Introducción al cristianismo. Ediciones Sígueme, Salamanca 1969. Pag. 148-149
[12] Sin embargo, unas páginas más adelante, en la obra citada, el cardenal Ratzinger dice, refiriéndose exactamente al tema que nos ocupa: Tampoco podemos estudiar detenidamente este tema, pues requeriría analizar profunda y críticamente los conceptos de tiempo y eternidad. Tendríamos que investigar su contenido en la antigüedad y su unión con la fe bíblica, cuya realización constituye la raíz de nuestro problema. Tendríamos que volver a plantearnos la relación entre el pensamiento técnico-naturalista y el pensamiento de la fe. Si este pensamiento técnico naturalista es equivalente al científico-natural al que alude en la cita anterior, entonces parece que Ratzinger no descarta la complemetariedad para abordar precisamente este tema. Op. cit. Pag. 262.
[13] Hans Urs von Baltasar, Teología de la historia. Guadarrama. Madrid 1959, p. 48.
[14] Card. J. Ratzinger, Op. Cit. P.264.
[15] Pierre Charles S. J. La oración de todas las cosas. Super mensam meam. (A mi mesa)
Hace tres semanas edité un artículo en defensa de Einstein. Esto me llevó a unos comentarios sobre la libertad, el determinismo y la física cuéntica que edité la semana pasada. Hoy, según dije entonces, me meto en un tema muy difícil que es la compatibilidad entre la libertad humana y la omnisciencia de Dios. Reconozco que un tema filosófico-teológico tan arduo como ese me viene grande, pero no puedo dejar de preguntarme por las cosas que no entiendo e intentar buscarle respuesta. Si hay algún disparate en lo que digo, ruego a quien sepa más que me corrija. Aceptaré la corrección.
Lo que viene a continuación es un collage de cosas escritas en distintos momentos, según había nuevas cosas que me iluminaban (o me oscurecían) El texto básico está escrito el 11 de Octubre del 2004. Hay luego varios postscriptum de fechas 7 de Febrero del 2006, 5 de Mayo del 2007 y 15 de Junio del 2007. Desde entonces no he vuelto a pensar sobre el tema. Ahí va todo.
11-X-2004
Premisas:
1.- Dios ha creado al hombre libre, y lo ha creado libre por amor, porque esa es la única manera por la que el hombre puede ser feliz en la contemplación de su Creador. Eso es lo que quiere decir, entre otras cosas, que lo ha creado a su imagen y semejanza.
2.- Dios, al estar más allá de nuestras limitaciones espacio-temporales sabe el pasado, el presente y el futuro.
3.- Lo que Dios sabe, ES. Cuando yo sé una cosa, ese yo “sé” hay que ponerlo entre comillas. Yo creo saber lo que tú vas a hacer mañana por una serie de inferencias, más o menos acertadas, pero siempre sujetas a error. Yo no sé lo que tú vas a hacer mañana. Tu eres libre de mi pensamiento. Pero lo que Dios sabe ES.
Problemas:
1.- Si Dios, en su omnipotencia, pudiera obligarme a aceptarle, yo no sería libre, sería una marioneta. Por lo tanto Dios, por pura Voluntad suya, tiene que haber supeditado su omnipotencia a mi libertad, lo cual, lejos de ser una imperfección de Dios es una muestra de su infinito amor por el hombre.
2.- Si Dios, en su omnisciencia, supiese mi futuro, supiese si mañana le voy a rechazar o aceptar, mi futuro sería. Por lo tanto, yo no podría sino recorrer el camino que ya es y mi libertad, por tanto, sería tan sólo ignorancia debida a mi limitación[1].[2]
Corolario de todo lo anterior: Si Dios supiese que me voy a condenar y me crease, me crearía para la condenación, lo que haría de él un ser malvado. Esto sí que va contra la esencia de Dios.
Creo, por tanto que Dios, por amor al hombre, al crearlo libre, pudo haber renunciado voluntariamente, junto con una parte de su omnipotencia, a una parte de su omnisciencia, únicamente la que atañe a nuestra libertad. Lo cual, una vez más, lejos de ser una imperfección es otra muestra de su infinito amor al hombre que me hace asombrarme aún más y sentirme aún más amado por Él.
Esto no es más escandaloso de lo que es, para un judío ortodoxo, el decir que Dios se ha anonadado hasta el punto de encarnarse. Sin embargo, todos los cristianos sabemos que lo hizo por amor. ¿Hay mayor limitación para el Creador que hacerse criatura?
Post scriptum 7-II-2006
Leo en la encíclica Dios es amor, de Benedicto XVI:
“Un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor”.
¿Podría sustituirse en esta frase “su amor contra su justicia” por; su amor contra su omnisciencia? ¿“Reconcilia la justicia y el amor” por; reconcilia la omnisciencia y el amor?
Quedaría:
Un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su omnisciencia. Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la omnisciencia y el amor.
Me parece muy sugerente. Cristo, como hombre no es omnisciente, pero es Dios y hombre al mismo tiempo y estaba previsto desde toda la eternidad. ¿Es posible pensar que desde toda la eternidad Dios renuncia en Cristo a esa parte de su omnisciencia que iría contra nuestra libertad, es decir contra nuestra capacidad de amarle libremente, es decir, contra su amor? Benedicto XVI cita en esta encíclica a san Agustín: “Si lo comprendes, no es Dios”.
No obstante, si la autolimitación de la omnisciencia de Dios crea problemas teológicos, propongo una variante. Dios no desconoce mi futuro. Conoce todos mis futuros potenciales. Lo que desconoce –porque quiere, por amor– es, en cada encrucijada de mi camino qué camino voy a tomar yo. Él sabe a dónde conduce cada uno de los caminos abiertos ante mí y me da toda su Gracia para instarme, con llamadas inenarrables, a que elija el que lleva a mi salvación. Si tomo el que lleva a mi perdición, me ofrece continuamente nuevas encrucijadas que, por otros caminos, me llevan a la salvación y me vuelve a dar su Gracia para que yo siga esos nuevos caminos alternativos y yo, nuevamente, puedo seguirlos o no. Con mi libertad, yo voy convirtiendo en acto –usando terminología aristotélica– lo que antes era sólo potencia. Esto no supone que Dios tenga zonas ciegas, no saber el futuro, sino que sabe todos los futuros. Es decir, no es oscuridad para Dios, es, por decirlo con el limitado lenguaje humano, exceso de Luz. El Misterio de Dios para el hombre es eso, exceso de Luz. Su realidad es más grande de lo que mi razón puede abarcar, su Luz es más fuerte de lo que mi retina mental puede captar. Estoy ante el Misterio de exceso de Luz. ¿Puede ser que yo sea para Dios, porque Él así lo ha querido, un misterio de exceso de luz? ¿Puede ser que Dios haya hecho de mí, miserable criatura humana creada por Él, un misterio para su Omnisciencia? El Misterio de que yo, por la Divina Voluntad, sea un misterio para Dios, me hace ponerme de rodillas y adorarle aún con mayor fervor y amor que antes.
Sin embargo, Cristo nos ha dicho que “las puertas del Infierno, no prevalecerán contra ella”, contra la Iglesia, nave de salvación de la humanidad. Si no sabe si yo me voy a salvar o condenar, ¿cómo sabe que la humanidad, a través de la Iglesia, se va a salvar? El sabe que el barco de la Iglesia va a llegar a buen puerto con la gente necesaria para manejarlo y con una gran cantidad de pasaje, lo que no sabe es quién irá en él. Por poner un burdo ejemplo. Al acabar un partido de fútbol en el Bernabeu, un sociólogo puede saber con exactitud qué porcentaje de personas van a salir del estadio desde diez minutos antes de que el árbitro pite el final hasta una hora después. Lo que no puede saber es cuándo va a salir Juan y cuándo Pedro. La Iglesia salvará a la Humanidad, pero ¿estaré yo en la Humanidad o me habré autoexcluido de ella? Eso no lo sabe Dios, lo dirá mi libertad.
Si debiera renunciar a esto que razono, lo haría inmediatamente, pensando, como san Agustín, que estoy intentando meter la inmensidad del mar, valiéndome de un pequeño cubo de juguete, en un hoyo cavado en la arena de la playa.
Post scriptum 15-V-2007
Hace unos meses leí en un libro[3], que según santo Tomás, hay en Dios tres tipos de ciencia: de simple inteligencia, de aprobación y de visión[4]. Se refieren, respectivamente a lo que puede hacer, lo que quiere hacer y lo que realmente hace.
“Por ejemplo, lo que quiere por la llamada por los teólogos voluntad de beneplácito, el querer que todos los hombres hagan el bien o se salven. Voluntad, que no se cumplirá por la voluntad de las criaturas.
La ciencia de inteligencia la tiene de lo que puede hacer. La ciencia de aprobación, de lo que quiere hacer, aunque no se haga. La ciencia de visión es lo que Dios realmente hace”[5]. Aparece entonces el concepto de <
“Se denominan «futuribles» los futuros condicionados o incoados. Son objetos buenos queridos por la voluntad divida, pero de la llamada voluntad antecedente de Dios, que es condicionada o frustrable, porque puede cambiar por la misma voluntad de Dios que es libre, e incluso algunos son frustrados por la libertad que Dios ha dado a la criatura racional. Los futuros condicionados que nunca existirán, los que permanecerán siempre como futuribles, y nunca pasarán a futuros perfectos o absolutos, son los que reciben generalmente la denominación de futuribles.
Mientras la decisión o decreto o decisión de la voluntad divina no esté cerrado o terminado, no esté todavía presente su efecto en el tiempo, pasado, presente o futuro, no se encuentra, por tanto, coexistiendo en la eternidad. Dios encuentra, por tanto, coexistiendo en la eternidad. Dios puede todavía decretar que el efecto no tenga un ser determinado, que no exista en el tiempo. La voluntad de Dios es libre y puede todo lo que no envuelve contradicción. ”[6].
Indudablemente, esto permite que nuestra oración cambie el curso de la historia sin contradicción por parte de la voluntad de Dios. Pero sigamos con el problema de la libertad humana y la omnisciencia de Dios.
“Estas distinciones pueden compararse a las que se pueden dar ante una puerta abierta. Un hombre puede darle un empujón para cerrarla, pero después del mismo puede también impedir o no que se cierre. Es posible, por tanto distinguir, en esta situación, tres momentos. El primero es antes que la puerta reciba el impulso, que la puede cerrar. El hombre no puede saber infaliblemente si se cerrará o no, porque es todavía libre de darle o no el empuje. Algo parecido ocurre en el conocimiento divino. En este momento no se da un conocimiento infalible ni de los futuros condicionados ni los futuros absolutos. Únicamente es infalible la posibilidad de las acciones o decretos, que Dios puede poner. En el ejemplo el brazo del hombre representará tanto el empujón como el cierre como posibles, pero no en cuanto existentes.
En cambio, en un segundo momento, se sabe infaliblemente que el empujón está dado y también de modo infalible que la puerta se cerrará, si no lo impide antes. Sin embargo, como el hombre es libre de impedido, todavía no sabe infaliblemente si lo impedirá o no. Tampoco, por tanto, si la puerta se cerrará o no. Las ideas divinas, en este momento, representan los decretos existentes y, por ello, el orden actual a sus efectos, que serán si no se impiden. Todavía, sin embargo, no representan los efectos mismos como existentes.
Finalmente, en el tercero de los tres momentos, como la puerta ya está cerrada, ni la libertad ni el poder del hombre, por muy grandes que se supongan, no puede hacer que esté abierta, naturalmente como efecto de aquel empujón. Se ve infalible y completamente que la puerta esta cerrada. Las ideas divinas representan ya los efectos mismos en cuanto futuros absolutos o presentes en el tiempo, que es nuestra medida, o en la eternidad, que es la de Dios”[7].
Varias páginas más parecen confirmar mi tesis del no conocimiento de Dios de lo que yo voy a hacer y, por lo tanto, de la salvaguarda de mi libertad por Dios. Pero otro párrafo vuelve a hacerme dudar de si habré entendido mal, en mi ignorancia, el pensamiento de santo Tomás desarrollado por el Prof. Forment.
“No obstante, Dios tiene ciencia, aunque no necesaria, de lo futurible. Dios conoce todos los futuros contingentes. Por un lado, los que permanecerán en su futurición condicionada o como futuribles y los que serán futuros absolutos o existentes, implicando contingencia. Por otro, conoce también los futuros consumados, los que existen en alguna de las dimensiones, pasado, presente y futuro, de la duración sucesiva, o permanencia en la existencia de manera sucesiva, en que consiste el tiempo, y que para Dios es presente, porque el tiempo está en la eternidad, en la duración infinita y simultánea del ser divino. Conoce, por tanto, la contingencia de manera necesaria porque está en su eternidad. En cambio, el hombre sólo conoce necesariamente lo necesario, porque lo contingente, incluso en sí mismo lo conoce contingentemente”[8].
Las frases en negrita son las que me hacen dudar. Hablado el tema con personas mucho más doctas que yo, no he sido capaz de saber si mi tesis estaba o no avalada por santo Tomás, aunque creo que no. Me considero, por otra parte incapaz de ir directamente a las fuentes, a santo Tomás, porque reconozco mi incapacidad para entenderle directamente.
Por otro lado, también san Agustín me hace dudar cuando, respondiendo a Cicerón concluye[9]: “Por eso, quien conoce de antemano todas las causas de los acontecimientos, no puede ignorar, en esas mismas causas, nuestras voluntades, conocidas también por Él como causas de nuestros actos”. Pero, con el debido respeto hacia san Agustín, el argumento me parece endeble, puesto que nuestras voluntades, conocidas infaliblemente por Dios como causas de nuestros actos, serían unas causas ya establecidas y condicionadas por ese conocimiento de Dios y, por lo tanto, no libres.
Pos escriptum 15-VI-2007
Tanta confusión para intentar buscar la solución a un problema planteado, me parece a mí, en términos tan sencillos, me hizo pensar que la solución, que sin duda existe, a esta aparente contradicción debía encontrarse más allá de la capacidad de razonar del ser humano, pobre criatura limitada en su percepción de la realidad por su estructura tridimensional. Creí que era más humilde decir que como hombres, no podíamos llegar a entender del todo. Pero una persona que me quiere, con un sólido bagaje filosófico y teológico a la espalda, no me dejaba esa huída. Más bien decía ser soberbia el creer que, porque yo no podía entender una respuesta –se me hacen los sesos agua intentando siquiera seguir tan abstrusos argumentos–, dijese que no la había. Parecía razonable. Además, también me “acusaba” de fideísmo. También parecía razonable. En esa duda estaba cuando leí el libro de Joseph Ratzinger: “Introducción al cristianismo”. En él leo lo siguiente.
“El jansenista Saint-Cyran dijo una vez que la fe es una serie de contrarios unidos por la gracia, una afirmación realmente profunda. Con ello formuló en teología lo que hoy en física se llama la ley del pensamiento científico-natural[10]. El físico moderno está cada vez más convencido de que no podemos expresar las realidades dadas, por ejemplo, la estructura de la luz o de la materia, en una experiencia o en un enunciado, pues cada enunciado nuestro sólo revela un único aspecto entre muchos que no podemos relacionar con los demás. Sin poder encontrar un concepto que los abarque, ambas cosas –por ejemplo, la estructura de los corpúsculos y las ondas– debemos considerarlas como anticipación del todo, un todo a cuya unidad no tenemos acceso por la limitación de nuestro horizonte visual. Lo que pasa en física a causa de nuestros límites vale con mucha más razón para las realidades espirituales y para Dios. También en este caso podemos considerar la cosa desde un punto de vista y comprender un aspecto de la misma que parece contradecir a otros, pero que junto con los otros remite a ese todo que no podemos comprender ni expresar. Sólo a base de rodeos, viendo y expresando diversos aspectos aparentemente contradictorios, podemos encaminamos hacia la verdad, que nunca se nos muestra en toda su grandeza.
La física de hoy sabe muy bien que sólo podemos hablar de la estructura de la materia desde enfoques distintos y que el resultado de la investigación de la naturaleza depende del lugar que ocupe el observador. ¿Qué nos impide entonces afirmar que en el problema de Dios no debemos proceder al estilo aristotélico, es decir, buscando un concepto último que comprenda el todo, sino que debemos entenderlo a través de una multitud de aspectos que dependen de dónde esté el observador y que nunca hemos de unirlos, sino sólo yuxtaponerlos, sin pronunciamos jamás definitivamente sobre ellos? Aquí se produce la influencia mutua y oculta entre la fe y el pensamiento moderno. Así piensa la física, superando el sistema de la lógica aristotélica, pero este planteamiento se debe también al nuevo horizonte que ha abierto la teología cristiana y a la necesidad que siente de pensar en complementariedades”[11].
Desde luego, el cardenal Ratzinger no está hablando del problema que nos ocupa, pero creo que la cita viene como anillo al dedo[12]. Así que fideísta o no, humilde o soberbio, me apunto al pensamiento en complementariedades. En la aparente contradicción entre omnisciencia de Dios y libertad humana sólo a base de rodeos, viendo y expresando diversos aspectos aparentemente contradictorios, podemos encaminamos hacia la verdad, que nunca se nos muestra en toda su grandeza.
¿Cómo se aúnan estas aparentes contradicciones, estas complementariedades? El cardenal Ratzinger nos lo dice en palabras de Urs von Baltasar:
“<
"Dios no es prisionero de su eternidad, pues en Jesús tiene tiempo para nosotros”[14].
Creo, que esta cita tendría un sentido más claro si sustituimos la palabra tiempo por temporalidad. En Cristo, Dios ignora lo que tiene que ignorar para que podamos ser libres y para que nuestra oración pueda cambiar el mundo. En Cristo, Dios se libera de su eternidad omnisciente en lo que atañe a la conducta y la oración del hombre. Traigo aquí otra vez una frase que escribí más arriba de la encíclica “Dios es amor” de Benedicto XVI y que cobra nuevo sentido a esta luz:
“Un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor”, el tiempo y la eternidad, la libertad humana y su omnisciencia, su misericordia y su justicia, juntos en el amor.
Pero si alguien cree que con esta idea hemos salido del misterio, que me lo explique. Lo que sí hemos hecho, creo, es encontrarnos con su belleza radical. “La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio. [...]En esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia [...] Esa experiencia engendró también la religión [...] percibir que tras lo que podemos experimentar se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que sólo son accesibles de modo indirecto – ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad”, dijo Einstein. Y en esto estoy de acuerdo con él
Dejadme pues con la belleza de este misterio, que no es distinto del de Dios hecho hombre en Cristo, sin llamarme fideísta ni soberbio, porque “hay siempre un peligro latente que nos acecha cuando nos ponemos a reflexionar: el de considerar el misterio como un problema [...] Porque el misterio es más que un problema: es un hechizo. Un problema sólo necesita una solución. Después de lo cual todo se ha acabado y podemos pasar a otro ejercicio. Pero una realidad no ha dicho nunca su última palabra; y un misterio es estrictamente inagotable; una fuente de perpetua inspiración. Y para que el misterio no degenere en simple problema, es necesario que la inmensidad del misterio no sea nunca enteramente prisionera de nuestras fórmulas indigentes”[15].
Pero, como dije anteriormente: Si debiera renunciar a esto que razono, lo haría inmediatamente, pensando, como san Agustín, que estoy intentando meter la inmensidad del mar, valiéndome de un pequeño cubo de juguete, en un hoyo cavado por mí, pequeño hombre limitado, en la arena de la playa.
[1] San Agustín, el La ciudad de Dios, nos expone este argumento en boca de Cicerón. “Si los hechos futuros son todos infaliblemente (la cursiva es mía) conocidos, han de suceder según el orden de ese previo conocimiento. Si han de suceder según ese orden, ya está infaliblemente determinado tal orden para Dios, que lo conoce de antemano. Ahora bien, un orden determinado de hechos exige un orden determinado de causas, ya que no puede darse hecho alguno sin una causa eficiente anterior. Y si el orden de las causas, por las que sucede todo lo que sucede, ya está fijado, todo sucede bajo el signo de la fatalidad. San Agustín, La ciudad de Dios. BAC Madrid, 2000 p. 311-312
[2] Exactamente el mismo problema se plantea para la oración. Si Dios conoce infaliblemente el futuro que va a ser, ya ES y, por tanto, mi oración no podría cambiar los designios de Dios.
[3] Santo Tomás de Aquino; El orden del ser; Antología filosófica. Edición, introducción y notas de Eudaldo Forment. Tecnos 2003.
[4] Cfr. Opcit, pgs168-183
[5] Opcit, pag. 169
[6] Opcit, pag.169-170
[7] Op cit. Pag.172-173
[8] Op cit. Pag. 177.
[9] Ver nota al pie nº 1. Op cit, pag. 314.
[10] H. Dombois observa como Niels Bhor, Que introdujo en física el concepto de complementariedad, alude a la teología, a la complemetariedad de la justicia y la misericordia de Dios (Esta nota al pie es de la obra citada de Joseph Ratzinger).
[11] Joseph Ratzinger: Introducción al cristianismo. Ediciones Sígueme, Salamanca 1969. Pag. 148-149
[12] Sin embargo, unas páginas más adelante, en la obra citada, el cardenal Ratzinger dice, refiriéndose exactamente al tema que nos ocupa: Tampoco podemos estudiar detenidamente este tema, pues requeriría analizar profunda y críticamente los conceptos de tiempo y eternidad. Tendríamos que investigar su contenido en la antigüedad y su unión con la fe bíblica, cuya realización constituye la raíz de nuestro problema. Tendríamos que volver a plantearnos la relación entre el pensamiento técnico-naturalista y el pensamiento de la fe. Si este pensamiento técnico naturalista es equivalente al científico-natural al que alude en la cita anterior, entonces parece que Ratzinger no descarta la complemetariedad para abordar precisamente este tema. Op. cit. Pag. 262.
[13] Hans Urs von Baltasar, Teología de la historia. Guadarrama. Madrid 1959, p. 48.
[14] Card. J. Ratzinger, Op. Cit. P.264.
[15] Pierre Charles S. J. La oración de todas las cosas. Super mensam meam. (A mi mesa)
8 de junio de 2008
El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento 10
Tomás Alfaro Drake
Introducción
El 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.
Un tímido intento de sistematización de la filosofía del encuentro.
En primer lugar, la filosofía del encuentro, parte de la vuelta a la realidad. Hay una realidad ahí fuera que nuestra mente necesita explicar, pero que no depende de nosotros. Pero esa realidad es tan rica, tan inmensa, tan multiforme, que desborda a todas nuestras facultades, y en particular a la razón. Por eso tenemos que buscar nuevas herramientas para buscar explicaciones. En realidad, nada hay de nuevo en estas herramientas. Sólo llevan siglos olvidadas en el desván del conocimiento. Estas herramientas no pueden aportar demostraciones apodípticas definitivas que acaben con la frase “quod erat demostrandum”. Pero despreciar por ello a las nuevas herramientas sería un gravísimo error que nos obligaría a seguir respirando el aire viciado del racionalismo. Sería tan ridículo como si alguien, en una habitación cerrada, a 40º y cargada de humos, protestase porque se abriese una ventana a un ambiente exterior de aire puro a 20º. Sin embargo, esto nos hace tener que replantearnos el problema de la certeza.
La primera forma de certeza, la certeza lógica del razonamiento silogístico es, sencillamente, pobre e incompleta. Y esto no es una afirmación mía ni de ningún filósofo del encuentro. En el año 1931, el lógico-matemático austriaco-americano Kurt Gödel (1906-1978) escribió un artículo que debió ser la muerte del racionalismo, pero que parece que muchos no han querido conocer. Llevaba el largo título de “Sobre las proposiciones matemáticas formalmente indecidibles en los Principia Mathematica y sistemas afines”. En él se demostraba, con una lógica formal irrefutable, de las que acaban con el famoso “quod erat demostrandum”, que en todo sistema lógico formal hay proposiciones imposibles de demostrar como verdaderas o falsas con la lógica del sistema. Estas proposiciones se llaman indecidibles. Conviene aclarar que un sistema lógico formal está basado en dos cosas y que ambas están fuera del sistema. La primera es un conjunto de axiomas indemostrables desde dentro del sistema y la segunda un conjunto de reglas de inferencia, también dadas anteriormente al sistema. Pues un sistema así definido, siempre tiene lagunas, proposiciones indecidibles. Desde luego, podemos ampliar el conjunto de axiomas, no demostrados, e introducir nuevas reglas de inferencia. Muchas proposiciones indecidibles con el antiguo sistema serán demostradas como verdaderas o falsas con el nuevo. Pero seguiría habiendo proposiciones indecidibles. Gödel demostró que por muchos axiomas y reglas de inferencia que introdujésemos, siempre habría proposiciones indecidibles. Esto no quiere decir que esas proposiciones no fuesen verdaderas o falsas, sino que no se podía decir si lo eran o no, desde dentro del sistema. Sólo desde fuera del sistema, no con un sistema lógico formal, podían ser consideradas verdaderas o falsas. Así pues, la incontestable demostración de Gödel nos pone ante la disyuntiva de elegir entre renunciar a saber ciertas cosas o intentar saberlas desde fuera del sistema lógico formal. Pero precisamente las preguntas que importan al hombre son las indecidibles desde dentro del sistema. ¿Quién soy yo? ¿Tengo algún sentido? ¿Qué va a ser de mí? ¿Puedo esperar la felicidad?
La conclusión de Gödel no es una puerta abierta de vuelta al escepticismo. Gödel no dice que no se pueda conocer la verdad, lo que sería escepticismo, sino que a través de un sistema lógico formal no puede conocerse toda la verdad, es decir, que hay verdades fuera del alcance de la razón deductiva. Es decir, que el racionalismo es falso.
La segunda forma de certeza, la certeza empírica, la certeza científica, también tiene su talón de Aquiles. Ya he citado en un artículo anterior algunas ideas al respecto de grandes científicos del siglo XX. Pero desde un punto de vista filosófico, fue Karl Popper (1902-1994), filósofo austriaco-británico, nada afín a las corrientes filosóficas que ahora nos ocupan, el que dio el golpe de gracia la certeza científica. En sus obras “La lógica del descubrimiento científico” y “Conjeturas y refutaciones”, nos habla de que todo conocimiento científico es siempre provisional, sujeto a refutación cuando aparecen datos empíricos que lo falsean. La historia de la ciencia está cuajada de conocimientos “irrefutables” que se han derrumbado como un castillo de naipes de la noche a la mañana.
Descartada así la segunda forma de certeza, como pobre y provisional, ¿qué nos queda? ¿La resignación? No. La certeza existencial. Las cosas que sabemos porque algo, en el terreno de nuestra experiencia, nos dice que son así. Algo en lo que no somos locos aislados, sino que compartimos con miles de seres humanos. Algo que nos hace entendernos mejor a nosotros mismos, a los demás y al mundo. Algo que nos acerca a la respuesta de las preguntas importantes, las que se ha preguntado el hombre desde que es hombre y que he formulado hace unas líneas: ¿Quién soy yo? ¿Tengo algún sentido? ¿Qué va a ser de mí? ¿Puedo esperar la felicidad?
Permítaseme contar una historia tonta pero ilustrativa. A un borracho, de vuelta a su casa por la noche, se le cayeron las llaves en la oscuridad. Vio a lo lejos un farol y se acercó a él. Con gran atención miraba por todo el círculo de luz del farol, paseándose por él. Otra persona que pasaba por allí se brindó a ayudarle a buscar las llaves. Tras media hora de mirar por toda la zona iluminada, le preguntó si las llaves se le habían caído allí. “No –contestó el borracho–, se me han caído allí lejos, en la oscuridad, pero he venido a buscarlas aquí porque allí no hay luz”. El otro hombre le contestó que le ayudaría a buscar las llaves allí donde se le habían caído, a tientas. Allí se fueron los dos hombres a buscarlo. La historia no aclara si las encontraron o no mientras duró la noche, paro estoy seguro que las encontraron cuando se hizo de día. Y me gustaría pensar que ese fue el principio de una buena amistad.
La filosofía del encuentro hace énfasis precisamente en eso, en la búsqueda del tú. Sabe que los dos estamos en la misma búsqueda. Yo y tú, son conceptos misteriosos. Los encuadramos bajo el nombre de personas, pero aunque yo soy yo y tú eres tú, tanto tú como yo somos más grandes que nosotros mismos. Somos un misterio para nosotros mismos y para los demás. No estamos enteramente delante de nosotros mismos, si se recuerda la frase de Gabriel Marcel. Sin embargo, no debemos renunciar a profundizar en ese misterio. Pero, la mejor manera de profundizar no es a través del yo y el tú, sino a través del nosotros, sin dejar de ser yo y tú. A través del encuentro. Conozco pocas frases más estúpidas y egoístas que la de “mi libertad acaba donde empieza la de los demás”. Denota una pobrísima concepción de juego suma cero en la vida y lleva a una insípida tolerancia, basada en la indiferencia y el equilibrio inestable del “Homo hominis lupus”. Es como si viviésemos limitados a un plano en el que si yo ocupo más espacio es a costa de que tú ocupes menos. Existe, sin embargo, la dimensión “arriba”, fuera del sistema, trascendente, pero no por ello menos real. Y para trepar hacia esa dimensión, “arriba”, sólo lo podemos hacer apoyándonos los unos en los otros. Nos tenemos que ocupar yo de ti y tú de mí, desde el respeto, para, desde el nosotros, trepar hacia esa realidad trascendente.
Introducción
El 6 de Enero, en una entrada de este blog dedicada a Simone de Beauvoir, me comprometí a hacer un análisis de cómo el pensamiento occidental ha derivado hacia la posmodernidad. Luego, pensé que no me bastaba con ese análisis. Necesitaba ver qué reacción estaba habiendo en este pensamiento contra esa decadencia. No me gusta la palabra reacción ni contra. Lo que se está produciendo no es una reacción contra nada, sino un reavivamiento del pensamiento sano que hizo posible Occidente y de cuyas rentas ha venido viviendo nuestra cultura dilapidando una preciosa herencia. Por eso he llamado a esta “reacción” “nuevo renacimiento”. No sé exactamente a dónde me llevará este intento, pero se dice que el que no se arriesga, no cruza el mar. Así que empiezo hoy una serie de escritos que espero sirvan para algo y que no sean demasiado densos ni demasiado largos. Pero no sé cómo me saldrá el intento. Este párrafo iniciará cada una de las “entregas”, para recordar para qué los escribo. No recomiendo empezar la lectura de esta serie por cualquier sitio. Si alguien está interesado en ella, creo que es mejor remontarse al primero, publicado el 20 de Enero del 2008.
Un tímido intento de sistematización de la filosofía del encuentro.
En primer lugar, la filosofía del encuentro, parte de la vuelta a la realidad. Hay una realidad ahí fuera que nuestra mente necesita explicar, pero que no depende de nosotros. Pero esa realidad es tan rica, tan inmensa, tan multiforme, que desborda a todas nuestras facultades, y en particular a la razón. Por eso tenemos que buscar nuevas herramientas para buscar explicaciones. En realidad, nada hay de nuevo en estas herramientas. Sólo llevan siglos olvidadas en el desván del conocimiento. Estas herramientas no pueden aportar demostraciones apodípticas definitivas que acaben con la frase “quod erat demostrandum”. Pero despreciar por ello a las nuevas herramientas sería un gravísimo error que nos obligaría a seguir respirando el aire viciado del racionalismo. Sería tan ridículo como si alguien, en una habitación cerrada, a 40º y cargada de humos, protestase porque se abriese una ventana a un ambiente exterior de aire puro a 20º. Sin embargo, esto nos hace tener que replantearnos el problema de la certeza.
La primera forma de certeza, la certeza lógica del razonamiento silogístico es, sencillamente, pobre e incompleta. Y esto no es una afirmación mía ni de ningún filósofo del encuentro. En el año 1931, el lógico-matemático austriaco-americano Kurt Gödel (1906-1978) escribió un artículo que debió ser la muerte del racionalismo, pero que parece que muchos no han querido conocer. Llevaba el largo título de “Sobre las proposiciones matemáticas formalmente indecidibles en los Principia Mathematica y sistemas afines”. En él se demostraba, con una lógica formal irrefutable, de las que acaban con el famoso “quod erat demostrandum”, que en todo sistema lógico formal hay proposiciones imposibles de demostrar como verdaderas o falsas con la lógica del sistema. Estas proposiciones se llaman indecidibles. Conviene aclarar que un sistema lógico formal está basado en dos cosas y que ambas están fuera del sistema. La primera es un conjunto de axiomas indemostrables desde dentro del sistema y la segunda un conjunto de reglas de inferencia, también dadas anteriormente al sistema. Pues un sistema así definido, siempre tiene lagunas, proposiciones indecidibles. Desde luego, podemos ampliar el conjunto de axiomas, no demostrados, e introducir nuevas reglas de inferencia. Muchas proposiciones indecidibles con el antiguo sistema serán demostradas como verdaderas o falsas con el nuevo. Pero seguiría habiendo proposiciones indecidibles. Gödel demostró que por muchos axiomas y reglas de inferencia que introdujésemos, siempre habría proposiciones indecidibles. Esto no quiere decir que esas proposiciones no fuesen verdaderas o falsas, sino que no se podía decir si lo eran o no, desde dentro del sistema. Sólo desde fuera del sistema, no con un sistema lógico formal, podían ser consideradas verdaderas o falsas. Así pues, la incontestable demostración de Gödel nos pone ante la disyuntiva de elegir entre renunciar a saber ciertas cosas o intentar saberlas desde fuera del sistema lógico formal. Pero precisamente las preguntas que importan al hombre son las indecidibles desde dentro del sistema. ¿Quién soy yo? ¿Tengo algún sentido? ¿Qué va a ser de mí? ¿Puedo esperar la felicidad?
La conclusión de Gödel no es una puerta abierta de vuelta al escepticismo. Gödel no dice que no se pueda conocer la verdad, lo que sería escepticismo, sino que a través de un sistema lógico formal no puede conocerse toda la verdad, es decir, que hay verdades fuera del alcance de la razón deductiva. Es decir, que el racionalismo es falso.
La segunda forma de certeza, la certeza empírica, la certeza científica, también tiene su talón de Aquiles. Ya he citado en un artículo anterior algunas ideas al respecto de grandes científicos del siglo XX. Pero desde un punto de vista filosófico, fue Karl Popper (1902-1994), filósofo austriaco-británico, nada afín a las corrientes filosóficas que ahora nos ocupan, el que dio el golpe de gracia la certeza científica. En sus obras “La lógica del descubrimiento científico” y “Conjeturas y refutaciones”, nos habla de que todo conocimiento científico es siempre provisional, sujeto a refutación cuando aparecen datos empíricos que lo falsean. La historia de la ciencia está cuajada de conocimientos “irrefutables” que se han derrumbado como un castillo de naipes de la noche a la mañana.
Descartada así la segunda forma de certeza, como pobre y provisional, ¿qué nos queda? ¿La resignación? No. La certeza existencial. Las cosas que sabemos porque algo, en el terreno de nuestra experiencia, nos dice que son así. Algo en lo que no somos locos aislados, sino que compartimos con miles de seres humanos. Algo que nos hace entendernos mejor a nosotros mismos, a los demás y al mundo. Algo que nos acerca a la respuesta de las preguntas importantes, las que se ha preguntado el hombre desde que es hombre y que he formulado hace unas líneas: ¿Quién soy yo? ¿Tengo algún sentido? ¿Qué va a ser de mí? ¿Puedo esperar la felicidad?
Permítaseme contar una historia tonta pero ilustrativa. A un borracho, de vuelta a su casa por la noche, se le cayeron las llaves en la oscuridad. Vio a lo lejos un farol y se acercó a él. Con gran atención miraba por todo el círculo de luz del farol, paseándose por él. Otra persona que pasaba por allí se brindó a ayudarle a buscar las llaves. Tras media hora de mirar por toda la zona iluminada, le preguntó si las llaves se le habían caído allí. “No –contestó el borracho–, se me han caído allí lejos, en la oscuridad, pero he venido a buscarlas aquí porque allí no hay luz”. El otro hombre le contestó que le ayudaría a buscar las llaves allí donde se le habían caído, a tientas. Allí se fueron los dos hombres a buscarlo. La historia no aclara si las encontraron o no mientras duró la noche, paro estoy seguro que las encontraron cuando se hizo de día. Y me gustaría pensar que ese fue el principio de una buena amistad.
La filosofía del encuentro hace énfasis precisamente en eso, en la búsqueda del tú. Sabe que los dos estamos en la misma búsqueda. Yo y tú, son conceptos misteriosos. Los encuadramos bajo el nombre de personas, pero aunque yo soy yo y tú eres tú, tanto tú como yo somos más grandes que nosotros mismos. Somos un misterio para nosotros mismos y para los demás. No estamos enteramente delante de nosotros mismos, si se recuerda la frase de Gabriel Marcel. Sin embargo, no debemos renunciar a profundizar en ese misterio. Pero, la mejor manera de profundizar no es a través del yo y el tú, sino a través del nosotros, sin dejar de ser yo y tú. A través del encuentro. Conozco pocas frases más estúpidas y egoístas que la de “mi libertad acaba donde empieza la de los demás”. Denota una pobrísima concepción de juego suma cero en la vida y lleva a una insípida tolerancia, basada en la indiferencia y el equilibrio inestable del “Homo hominis lupus”. Es como si viviésemos limitados a un plano en el que si yo ocupo más espacio es a costa de que tú ocupes menos. Existe, sin embargo, la dimensión “arriba”, fuera del sistema, trascendente, pero no por ello menos real. Y para trepar hacia esa dimensión, “arriba”, sólo lo podemos hacer apoyándonos los unos en los otros. Nos tenemos que ocupar yo de ti y tú de mí, desde el respeto, para, desde el nosotros, trepar hacia esa realidad trascendente.
4 de junio de 2008
Determinismo, libertad y física cuántica
Tomás Alfaro Drake
Hace dos semanas, en mi entrada “reivindicando a Einstein”, hablé de la física cuántica, del determinismo y del libre albedrío. Dije que en una próxima entrada hablaría sobre este tema. Pues aquí está.
Si las leyes de la física fuesen deterministas, como se creía hasta principios del siglo XX, la libertad humana sería muy difícil de explicar. Aun teniendo un alma espiritual, no sometida, por tanto, a las leyes de la materia y libre, no cabría explicar cómo ese alma podría interferir con el mundo material del que forma parte nuestro cuerpo para desviar el curso de nuestras acciones de su devenir determinista. Tendríamos que dar la razón a Laplace cuando, en el siglo XIX, afirmaba que “hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento dado conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente vasta como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el pasado como el presente estarían presentes ante sus ojos”. Efectivamente, en un mundo así no cabría la libertad. En un mundo así o la libertad es una ficción sustentada en el cimiento de la complejidad de nuestro “mecanismo”, o cada acto libre de cada hombre, incluso el más perverso, tendría que ser un milagro de Dios que contraviniese las leyes de la física que Él mismo ha creado. En un mundo así, Dios tendría que vulnerar sus propias leyes o estar prisionero de ellas. Esto es algo que ya preocupó a santo Tomás al elaborar su teología natural y que, más tarde, de Descartes en adelante, ha sido fuente de discusiones interminables y de aventuradas hipótesis. No es que Dios no pueda actuar haciendo un milagro en cada acto humano para permitir cada una de sus acciones, buena o mala. Claro que podría, si quisiera, pero estaría haciéndose trampa a sí mismo. Tampoco el hecho de que permitiese a los hombres hacer cualquier acción mala, usando mal nuestra libertad, haría a Dios malo. Simplemente, creo que no es ese su estilo y forma de actuar. Dios es más elegante. Prefiere actuar a través de sus causas segundas y, en este caso, las leyes de la física creadas por Él y el ser humano, dotado por Él de libertad serían, creo, esas causas segundas. Pero esto era incomprensible hasta que la inteligencia humana, también un regalo de Dios, descubrió la física cuántica como una ley básica de la naturaleza.
Efectivamente, la física cuántica da al traste con el determinismo del mundo físico. A principios del siglo XX se creía que un electrón, por hablar de una partícula elemental, era una especie de bola muy pequeña de la que se podía saber, si se disponía de un aparato lo suficientemente preciso, su posición y su velocidad exactas. De aquí partía el razonamiento de Laplace citado más arriba. Pero la física cuántica nos ha venido a decir que el mundo físico no es así. Un electrón no es como una bolita. Más bien es como una nube de vapor que, si se la deja “suelta”, se va extendiendo. ¿Dónde está la nube en un momento dado? No en un punto, como la bolita, sino en una zona del espacio que se va ampliando a medida que pasa más tiempo “suelta”. Se puede saber de manera absolutamente determinista y matemática qué forma tendrá la nube mientras no se intente medir su posición con un aparato (o mientras no “interfiera” con otra nube). Cuando se produce una interferencia, la nube se encoge y se concentra en un punto, como si fuese una bolita, para luego volver a expandirse en una nueva nube. Ahora bien, este colapso de la nube en un punto es imposible de determinar a priori. Nadie puede saber dónde se va a producir la concentración. En la física cuántica, la nube recibe el nombre de función de onda. La densidad de la nube en cada punto nos da, matemáticamente, la probabilidad de que el colapso se produzca en ese punto. Es decir la concentración de la nube en un punto, cuando se interfiere con ella, se produce completamente al azar, pero tiene distinta probabilidad de hacerlo en cada punto de ella. Ahora bien, el que el colapso del electrón se produzca de hecho en un sitio u otro, puede cambiar el curso de la historia. Erwin Schrödinger, uno de los padres de la física cuántica y el descubridor de la ecuación que rige la evolución de la forma de la nube, diseño un experimento mental que describe esto y que cuento brevemente. La desintegración de un átomo radiactivo es una manifestación de la aleatoriedad del colapso de la función de onda. Se sabe con precisión la probabilidad de que un determinado átomo radiactivo se desintegre en la próxima hora, pero es imposible saber si lo hará o no. Supongamos que tenemos un gato (es el famoso gato de Schrödinger) en una cámara cerrada donde hay un átomo de una sustancia radiactiva que tiene un 50% de probabilidades de desintegrarse en las próximas 24 horas. Si se desintegra, se dispara un detector que rompe un frasco en el que hay un gas venenoso y el gato muere. Si no, el gato salva la vida. La historia de la humanidad seguramente no cambiaría mucho con un gato vivo o un gato muerto, pero si en vez del gato, el que está en esa cámara es Hitler la víspera de la invasión de Polonia en 1939, la cosa es más crítica. Todos hemos oído alguna vez aquello de “por un clavo se perdió una herradura, por una herradura se perdió un caballo, por un caballo se perdió un general, por un general se perdió una batalla, por una batalla se perdió una guerra, por una guerra se perdió un reino, etc...”. Raramente, en el mundo que conocemos, se dan estas circunstancias, porque la ley de los grandes números hace que las cosas pasen de una manera que parece determinista. Pero la verdad científica subyacente es que absolutamente todas las leyes de la física son aleatorias. Es perfectamente posible, aunque altísimamente improbable, que yo me tire por la ventana de un quinto piso y me quede flotando en el aire, porque la ley de la gravedad es también aleatoria. Las probabilidades de que eso ocurra son, sin embargo, tan infinitesimalmente bajas que no es una experiencia recomendable. Pero no es físicamente imposible que ocurra.
Bueno, se dirá, la física cuántica destruye el determinismo del mundo físico tan sólo para sustituirlo por un azar ponderado, si bien en el mundo macroscópico parece que este azar esta prácticamente determinado. Cierto, a menos que Dios sea el Señor del azar. Dios puede dejar que el universo se rija de la manera estándar la inmensa mayoría del tiempo, dando la impresión del rígido determinismo que se le atribuía hasta el siglo XX. Pero en un momento dado, sin contravenir sus leyes de la física, puede hacer que millones de funciones de onda colapsen en el sitio que Él elija. Einstein, que nunca pudo aceptar la física cuántica, le decía a Niels Bohr; “Dios no juega a los dados”, a lo que le respondía Bohr; “no nos toca a nosotros, simples físicos, decirle a Dios cómo debe regir el mundo”. Yo creo que Dios, cuando quiere intervenir en el mundo, fuerza a los dados a que presenten el número que Él quiere. Por ejemplo, en una persona invadida por un cáncer que haya producido metástasis, en cada segundo están muriendo unas células cancerosas y reproduciéndose otras. La probabilidad de que en una hora se reproduzca una célula es mucho mayor de la de que muera. Por eso el cáncer se multiplica sin freno. Estadísticamente, la probabilidad de que en un instante se mueran todas las células cancerosas a la vez es despreciable, pero no imposible. Dios puede hacerlo sin vulnerar las leyes creadas por Él, usando su prerrogativa especial de Señor del azar, que es parte de sus leyes.
Por esta causa, la frase de Laplace citada más arriba, que era tenida por cierta hasta el descubrimiento de la física cuántica, se da hoy por falsa. Pero hay un motivo adicional, que también viene de la física cuántica, que hace falsa esa frase. No hay manera de saber con exactitud, al mismo tiempo, la posición y la velocidad de una partícula. Y esto no por un problema de la exactitud del aparato de medida que se use. Es una característica intrínseca de la naturaleza. Cuanta más precisión tengamos en saber la posición de una partícula, menor será la que tengamos al conocer su velocidad, lo que hace imposible la premisa mayor de la frase de Laplace. Este fenómeno se conoce con el nombre de Principio de Indeterminación de Heisenberg.
Sin embargo esto sólo explica la libertad de actuación de Dios, pero, nosotros, los hombres, ¿somos realmente libres? ¿Puedo yo con un acto de mi libertad decidir levantar el brazo derecho o es un acto determinado por la posición de mis átomos a menos que Dios intervenga directamente? ¿o es un acto fruto del azar? Tenemos la firme convicción existencial de que somos libres, pero, ¿cómo puede ser realidad esa libertad, a través de qué leyes? ¿O es tal vez un engaño sustentado, como se ha dicho antes, por la complejidad de nuestro “mecanismo”, que lo hace opaco para nuestra mente? Sólo hay una posible explicación: Dios ha delegado en nosotros un poco de su prerrogativa de controlar el azar. Sólo un poco. Desde luego, no puedo controlar la aleatoriedad con la que la tierra emite gravitones y, por tanto, si salgo a darme un paseo por la ventana del quinto piso de un edificio, no soy libre para evitar despanzurrarme contra el suelo. Pero tal vez sí pueda controlar el azar del lugar de colapso de la función de onda de determinadas partículas de mi cerebro. Y un pequeño ajuste en este colapso puede conducir a que altere el devenir de las cosas de forma que levante mi brazo derecho, simplemente porque me da la gana. O porque mi mente me dice que debo votar afirmativamente a una propuesta del presidente de mi empresa. Por un regalo de Dios, soy el señorito del azar de los electrones de mi cerebro.
Pero, un momento, si no sé nada de física cuántica y no sé resolver la ecuación de Schrödinger, ¿cómo voy a poder controlar dónde quiero que colapse la función de onda de una partícula de mi cerebro? Y, ¿cuál es la partícula y dónde tiene que colapsar para que se levante mi brazo derecho? Respondo: De la misma manera que no sé nada de química y todos los días fabrico la cantidad justa de ácido clorhídrico para hacer la digestión o de adrenalina para huir ante un peligro. En eso somos como cualquier mamífero, pero la delegación del control del azar en mi cerebro sí es un regalo exclusivo de Dios al ser humano. El resto de los mamíferos no son libres, huyen cuando su complejísimo mecanismo determinista dictamina que tienen que huir y atacan cuando les dice que tienen que atacar. Bendito sea Dios que nos ha regalado la inteligencia para distinguir el bien del mal, la voluntad para seguir lo que creemos que es el bien y la libertad para poder hacerlo.
Y ya que hablamos de libertad, en una próxima entrada trataré un tema más teológico que científico, pero importante. Trataré de abordar un problema que me parece intrincado: La posibilidad de coexistencia de la libertad humana con la omnisciencia de Dios. Dado que no soy teólogo, ni cosa que se le parezca, no pretendo que sea nada más que unas reflexiones mías que someteré a opiniones más doctas que la mía.
Hace dos semanas, en mi entrada “reivindicando a Einstein”, hablé de la física cuántica, del determinismo y del libre albedrío. Dije que en una próxima entrada hablaría sobre este tema. Pues aquí está.
Si las leyes de la física fuesen deterministas, como se creía hasta principios del siglo XX, la libertad humana sería muy difícil de explicar. Aun teniendo un alma espiritual, no sometida, por tanto, a las leyes de la materia y libre, no cabría explicar cómo ese alma podría interferir con el mundo material del que forma parte nuestro cuerpo para desviar el curso de nuestras acciones de su devenir determinista. Tendríamos que dar la razón a Laplace cuando, en el siglo XIX, afirmaba que “hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento dado conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente vasta como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el pasado como el presente estarían presentes ante sus ojos”. Efectivamente, en un mundo así no cabría la libertad. En un mundo así o la libertad es una ficción sustentada en el cimiento de la complejidad de nuestro “mecanismo”, o cada acto libre de cada hombre, incluso el más perverso, tendría que ser un milagro de Dios que contraviniese las leyes de la física que Él mismo ha creado. En un mundo así, Dios tendría que vulnerar sus propias leyes o estar prisionero de ellas. Esto es algo que ya preocupó a santo Tomás al elaborar su teología natural y que, más tarde, de Descartes en adelante, ha sido fuente de discusiones interminables y de aventuradas hipótesis. No es que Dios no pueda actuar haciendo un milagro en cada acto humano para permitir cada una de sus acciones, buena o mala. Claro que podría, si quisiera, pero estaría haciéndose trampa a sí mismo. Tampoco el hecho de que permitiese a los hombres hacer cualquier acción mala, usando mal nuestra libertad, haría a Dios malo. Simplemente, creo que no es ese su estilo y forma de actuar. Dios es más elegante. Prefiere actuar a través de sus causas segundas y, en este caso, las leyes de la física creadas por Él y el ser humano, dotado por Él de libertad serían, creo, esas causas segundas. Pero esto era incomprensible hasta que la inteligencia humana, también un regalo de Dios, descubrió la física cuántica como una ley básica de la naturaleza.
Efectivamente, la física cuántica da al traste con el determinismo del mundo físico. A principios del siglo XX se creía que un electrón, por hablar de una partícula elemental, era una especie de bola muy pequeña de la que se podía saber, si se disponía de un aparato lo suficientemente preciso, su posición y su velocidad exactas. De aquí partía el razonamiento de Laplace citado más arriba. Pero la física cuántica nos ha venido a decir que el mundo físico no es así. Un electrón no es como una bolita. Más bien es como una nube de vapor que, si se la deja “suelta”, se va extendiendo. ¿Dónde está la nube en un momento dado? No en un punto, como la bolita, sino en una zona del espacio que se va ampliando a medida que pasa más tiempo “suelta”. Se puede saber de manera absolutamente determinista y matemática qué forma tendrá la nube mientras no se intente medir su posición con un aparato (o mientras no “interfiera” con otra nube). Cuando se produce una interferencia, la nube se encoge y se concentra en un punto, como si fuese una bolita, para luego volver a expandirse en una nueva nube. Ahora bien, este colapso de la nube en un punto es imposible de determinar a priori. Nadie puede saber dónde se va a producir la concentración. En la física cuántica, la nube recibe el nombre de función de onda. La densidad de la nube en cada punto nos da, matemáticamente, la probabilidad de que el colapso se produzca en ese punto. Es decir la concentración de la nube en un punto, cuando se interfiere con ella, se produce completamente al azar, pero tiene distinta probabilidad de hacerlo en cada punto de ella. Ahora bien, el que el colapso del electrón se produzca de hecho en un sitio u otro, puede cambiar el curso de la historia. Erwin Schrödinger, uno de los padres de la física cuántica y el descubridor de la ecuación que rige la evolución de la forma de la nube, diseño un experimento mental que describe esto y que cuento brevemente. La desintegración de un átomo radiactivo es una manifestación de la aleatoriedad del colapso de la función de onda. Se sabe con precisión la probabilidad de que un determinado átomo radiactivo se desintegre en la próxima hora, pero es imposible saber si lo hará o no. Supongamos que tenemos un gato (es el famoso gato de Schrödinger) en una cámara cerrada donde hay un átomo de una sustancia radiactiva que tiene un 50% de probabilidades de desintegrarse en las próximas 24 horas. Si se desintegra, se dispara un detector que rompe un frasco en el que hay un gas venenoso y el gato muere. Si no, el gato salva la vida. La historia de la humanidad seguramente no cambiaría mucho con un gato vivo o un gato muerto, pero si en vez del gato, el que está en esa cámara es Hitler la víspera de la invasión de Polonia en 1939, la cosa es más crítica. Todos hemos oído alguna vez aquello de “por un clavo se perdió una herradura, por una herradura se perdió un caballo, por un caballo se perdió un general, por un general se perdió una batalla, por una batalla se perdió una guerra, por una guerra se perdió un reino, etc...”. Raramente, en el mundo que conocemos, se dan estas circunstancias, porque la ley de los grandes números hace que las cosas pasen de una manera que parece determinista. Pero la verdad científica subyacente es que absolutamente todas las leyes de la física son aleatorias. Es perfectamente posible, aunque altísimamente improbable, que yo me tire por la ventana de un quinto piso y me quede flotando en el aire, porque la ley de la gravedad es también aleatoria. Las probabilidades de que eso ocurra son, sin embargo, tan infinitesimalmente bajas que no es una experiencia recomendable. Pero no es físicamente imposible que ocurra.
Bueno, se dirá, la física cuántica destruye el determinismo del mundo físico tan sólo para sustituirlo por un azar ponderado, si bien en el mundo macroscópico parece que este azar esta prácticamente determinado. Cierto, a menos que Dios sea el Señor del azar. Dios puede dejar que el universo se rija de la manera estándar la inmensa mayoría del tiempo, dando la impresión del rígido determinismo que se le atribuía hasta el siglo XX. Pero en un momento dado, sin contravenir sus leyes de la física, puede hacer que millones de funciones de onda colapsen en el sitio que Él elija. Einstein, que nunca pudo aceptar la física cuántica, le decía a Niels Bohr; “Dios no juega a los dados”, a lo que le respondía Bohr; “no nos toca a nosotros, simples físicos, decirle a Dios cómo debe regir el mundo”. Yo creo que Dios, cuando quiere intervenir en el mundo, fuerza a los dados a que presenten el número que Él quiere. Por ejemplo, en una persona invadida por un cáncer que haya producido metástasis, en cada segundo están muriendo unas células cancerosas y reproduciéndose otras. La probabilidad de que en una hora se reproduzca una célula es mucho mayor de la de que muera. Por eso el cáncer se multiplica sin freno. Estadísticamente, la probabilidad de que en un instante se mueran todas las células cancerosas a la vez es despreciable, pero no imposible. Dios puede hacerlo sin vulnerar las leyes creadas por Él, usando su prerrogativa especial de Señor del azar, que es parte de sus leyes.
Por esta causa, la frase de Laplace citada más arriba, que era tenida por cierta hasta el descubrimiento de la física cuántica, se da hoy por falsa. Pero hay un motivo adicional, que también viene de la física cuántica, que hace falsa esa frase. No hay manera de saber con exactitud, al mismo tiempo, la posición y la velocidad de una partícula. Y esto no por un problema de la exactitud del aparato de medida que se use. Es una característica intrínseca de la naturaleza. Cuanta más precisión tengamos en saber la posición de una partícula, menor será la que tengamos al conocer su velocidad, lo que hace imposible la premisa mayor de la frase de Laplace. Este fenómeno se conoce con el nombre de Principio de Indeterminación de Heisenberg.
Sin embargo esto sólo explica la libertad de actuación de Dios, pero, nosotros, los hombres, ¿somos realmente libres? ¿Puedo yo con un acto de mi libertad decidir levantar el brazo derecho o es un acto determinado por la posición de mis átomos a menos que Dios intervenga directamente? ¿o es un acto fruto del azar? Tenemos la firme convicción existencial de que somos libres, pero, ¿cómo puede ser realidad esa libertad, a través de qué leyes? ¿O es tal vez un engaño sustentado, como se ha dicho antes, por la complejidad de nuestro “mecanismo”, que lo hace opaco para nuestra mente? Sólo hay una posible explicación: Dios ha delegado en nosotros un poco de su prerrogativa de controlar el azar. Sólo un poco. Desde luego, no puedo controlar la aleatoriedad con la que la tierra emite gravitones y, por tanto, si salgo a darme un paseo por la ventana del quinto piso de un edificio, no soy libre para evitar despanzurrarme contra el suelo. Pero tal vez sí pueda controlar el azar del lugar de colapso de la función de onda de determinadas partículas de mi cerebro. Y un pequeño ajuste en este colapso puede conducir a que altere el devenir de las cosas de forma que levante mi brazo derecho, simplemente porque me da la gana. O porque mi mente me dice que debo votar afirmativamente a una propuesta del presidente de mi empresa. Por un regalo de Dios, soy el señorito del azar de los electrones de mi cerebro.
Pero, un momento, si no sé nada de física cuántica y no sé resolver la ecuación de Schrödinger, ¿cómo voy a poder controlar dónde quiero que colapse la función de onda de una partícula de mi cerebro? Y, ¿cuál es la partícula y dónde tiene que colapsar para que se levante mi brazo derecho? Respondo: De la misma manera que no sé nada de química y todos los días fabrico la cantidad justa de ácido clorhídrico para hacer la digestión o de adrenalina para huir ante un peligro. En eso somos como cualquier mamífero, pero la delegación del control del azar en mi cerebro sí es un regalo exclusivo de Dios al ser humano. El resto de los mamíferos no son libres, huyen cuando su complejísimo mecanismo determinista dictamina que tienen que huir y atacan cuando les dice que tienen que atacar. Bendito sea Dios que nos ha regalado la inteligencia para distinguir el bien del mal, la voluntad para seguir lo que creemos que es el bien y la libertad para poder hacerlo.
Y ya que hablamos de libertad, en una próxima entrada trataré un tema más teológico que científico, pero importante. Trataré de abordar un problema que me parece intrincado: La posibilidad de coexistencia de la libertad humana con la omnisciencia de Dios. Dado que no soy teólogo, ni cosa que se le parezca, no pretendo que sea nada más que unas reflexiones mías que someteré a opiniones más doctas que la mía.
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