El
próximo 31 de Octubre se cumplen 500 años del día de 1517, en que Martín Lutero puso sus 95
tesis sobre las indulgencias en la puerta de la iglesia de la Universidad de
Wittemberg. Ese momento marcó el inicio de una controversia y de un proceso que
acabó en una división que partió Europa en dos. Para unos ese drástico cambio
supone un paso hacia la libertad y el progreso. Para otros un desastre que
provocó sangrientas guerras y rompió para siempre lo que podía haber sido una
Europa fuerte y unida. En estas líneas pretendo exponer mis razonados puntos de
vista al respecto.
Para
ello, conviene remontarse hacia atrás en el tiempo. Desde, al menos, la
estancia del papado en Aviñón (1309-1377), la Iglesia había entrado en una
época de corrupción y simonía que, seguramente, no tenía precedente en su
historia. Antes de Aviñón la Iglesia otorgaba los llamados oficios y
beneficios. Encargaba a una persona de un oficio –dirección de una tarea
encomendada, espiritual o no– en una determinada región. Por su parte, esta
persona recibía unas rentas –procedentes de las propias de la región en la que
ejercía su oficio– que le remuneraban de sus quehaceres. Otra parte de las
rentas iban a financiar al papado. Puede que el sistema no fuese ejemplar, pero
llevaba siglos funcionando sin abusos excesivos, ya que regía la norma de que
ninguna persona podía tener más de un oficio. Pero cuando el papado se instaló
en Aviñón, se dio una vuelta de tuerca a esta práctica. Las ganancias futuras
de varios años debían ser ingresadas en las sus arcas con antelación a la toma
de posesión del oficio y, por tanto, antes de recibir ningún beneficio. Esto
excluía de muchos oficios a las personas que no tuviesen riqueza o acceso al
préstamo de los banqueros de la época. Y dado que las personas que sí tenían
esa posibilidad eran muchísimas menos que los oficios disponibles, se empezó a
dar cada vez más oficios a una sola persona, llegándose, en casos extremos, a
acumular hasta varias decenas de oficios y beneficios en la misma persona. A su
vez, ésta, incapaz de atender a sus múltiples oficios, subarrendaba los
beneficios, siguiendo el mismo método. Ni que decir tiene que este sistema
generaba una enorme corrupción. Y, cuando el papado volvió otra vez de Aviñón a
Roma, las cosas no mejoraron, sino que con el paso del tiempo, se hacían cada
vez peores.
Por
otro lado, las luchas del papado con el Imperio por la disputa de la primacía
del poder espiritual sobre el temporal o viceversa, empezada en 1075 con la
llamada querella de las investiduras, crearon un sentimiento de hostilidad de
los príncipes alemanes contra Roma. Éstos se sentían agraviados porque
pensaban, con razón, que esa querella se llevaba con mayor virulencia contra
Alemania que contra cualquiera de los nacientes estados nacionales como
Francia, Inglaterra o los reinos de la península ibérica. Mediante el uso de excomuniones,
el papado salió reforzado en estas diputas, incrementándose también el sentimiento
de humillación de los príncipes alemanes. En 1303 el Papa intentó usar la
excomunión contra el rey de Francia, Felipe IV, llamado el Hermoso. Éste
respondió secuestrando al Papa y, unos años más tarde llevándose la sede del papado,
a la fuerza, a la ciudad de Aviñón. De esta forma influía tanto en el papado
que los siguientes siete Papas fueron franceses. Esto llevó al paroxismo el
sentimiento antipapal del pueblo y los príncipes alemanes. Por otra parte, en
el plano puramente político, existía una tensión creciente entre esos príncipes
y el Emperador, al que pretendían ceder la menor soberanía posible sobre sus
territorios, frente a las intenciones de éste de tener cada vez más poder sobre
los ellos. Esta tensión política, unida a la corrupción económica de la Iglesia
y al resentimiento alemán contra el papado estaban en pleno auge cuando Lutero
entró en la historia.
Martín
Lutero jamás se había planteado tener vocación religiosa. Su padre, pequeño
empresario de la minería, quería para él una carrera de jurista y él parecía
muy conforme con este designio paterno. Pero en 1505, con 22 años, yendo de la
Universidad de Erfurt a su casa para unas vacaciones, se encuentra en medio de
una terrible tormenta de rayos y uno de ellos, le tira al suelo. Entonces hace
una promesa a santa Ana: ayúdame y me meteré monje. Lutero salva la vida y, efectivamente,
contra la voluntad de su padre, entra en el convento agustino de Erfurt y en
1507, con sólo dos años de discernimiento, se ordena sacerdote. Es un brillante
estudiante de teología y empieza una carrera de éxitos. En 1508 figura en la
cédula de indulgencias concedida a los agustinos de Erfurt. En 1510 va a Roma.
No parece que el fasto de la Ciudad Eterna le escandalice. Realiza las
peregrinaciones a las basílicas para ganar las correspondientes indulgencias y
sube de rodillas las escaleras del Ara Coeli. En 1512 logra el título de Doctor
en Teología y es profesor de la Universidad de Wittemberg y en 1515 ya ha
llegado a ser vicario para 11 conventos agustinos.
En
el terreno filosófico Lutero está muy influido por las doctrinas de Guillermo de
Occam respecto a la incapacidad de la razón para comprender las leyes divinas.
Simplemente hay que aceptarlas con un voluntarismo ciego, sin intentar de
ninguna manera explicarse su razón de ser.
Pero
tiene terribles problemas de castidad. Para Lutero, perfeccionista en todo lo
que sea moral y cumplimiento, no se puede ser santo siendo pecador. Según él,
para ser santo hay que ser perfecto. No tenía una visión de un Dios de
misericordia que perdona setenta veces siete al pecador arrepentido y le concede
la gracia para que, a pesar de sus caídas, alcance la salvación y, con ella, la
santidad. Ciertamente no era esa la corriente predominante en la Iglesia en
esos momentos, pero tampoco era algo ajeno a la misma. El propio san Agustín,
en el que se inspiraba la Orden a la que pertenecía Lutero, creía que el hombre
es salvado por pura gracia. Medio siglo más tarde, pero bebiendo de las mismas
fuentes de las que podía haber bebido Lutero, aparecieron los grandes místicos
españoles. Pero Lutero veía sólo al Dios Juez de terrible majestad de los Dies
Irae de los Requiems. Y él quería estar convencido de su estado de gracia con
una enorme escrupulosidad. De nada sirven los consejos de su confesor Staupitz
en el sentido de tranquilizarle la conciencia con la confesión. La sola
tentación, aún sin consentimiento de la voluntad, ya era pecado para él. Esto unido
a su idea del Dios Juez Terrible le generaba enormes tensiones. Buscaba y
buscaba, en grandes tormentos, respuestas en la Escritura. Y un día, leyendo la
carta de san Pablo a los romanos, tuvo lo que él consideró una inspiración
divina. No se sabe a ciencia cierta cuando fue ese día, pero Lutero lo recuerda
y describe vívidamente en 1545, casi treinta años más tarde. Llama a ese
momento Turmerlebnis –la experiencia de la torre– porque tuvo lugar en la torre
de la Universidad de Wittemberg. Leyó el versículo 17 del capítulo 1 de esta
carta que dice: “Porque en él, [en el
evangelio] se manifiesta la justicia del Dios de fe, como está escrito: ‘el
justo vive por la fe’”. En su angustiado estado de ánimo esto le pareció
una auténtica liberación. Por supuesto que esta frase de las Escrituras es
importante. El problema está en el hecho de que se tome fuera del contexto
general de la Escritura y se la eleve a una categoría que haga que todo el resto
se interprete a la luz de ese versículo. A lo largo de los quince siglos de
vida de la Iglesia, había habido muchísimas corrientes y discusiones sobre la
relación entre la gracia por la fe y el valor de las obras. En el siglo V, en
tiempos de san Agustín, el monje Pelagio mantuvo una dura polémica con ese
santo por decir –Pelagio– que la gracia no era necesaria para la salvación, que
el hombre, con sus solas fuerzas, sin necesidad de la gracia, podía alcanzar la
santidad. Fue considerado anatema. A partir de ahí, distintas corrientes
adoptaban posiciones en las que el equilibrio del peso de gracia y obras se
inclinaba más o menos en una dirección o en otra, pero siempre considerándose
que en la salvación había un grado de cooperación entre ambas. Y todas esas
corrientes eran aceptadas por la Iglesia. Pero Lutero, enardecido por la
experiencia de la torre, adoptó el extremo opuesto a Pelagio. Las obras no
podían tener ningún valor. El hombre era un ser tan herido por el pecado
original que no era más que una piltrafa ante Dios y nada de lo que pudiera
hacer podía tener el más mínimo valor ante Él. Su razón estaba también
tan herida que tampoco podía comprender de ninguna manera las leyes de Dios. Sólo
cabía adoptarlas por puro voluntarismo. La razón únicamente podía extraviar al
hombre, hasta el punto de que para Lutero merecía el apelativo de “prostituta del diablo”. Y, como
consecuencia, la libertad de seguir a la razón era también algo perverso. Dios
sabía de antemano quién estaba destinado a la salvación y quién a la
condenación y, por tanto, nada podía hacer el hombre para estar en un sitio u
otro.
Aunque
no se conoce la fecha exacta de la experiencia de la torre, parece que fue poco
antes de la predicación de las indulgencias para conseguir dinero para la
construcción de la basílica de San Pedro en Roma. No se puede generalizar, pero
la predicación de esas indulgencias alcanzó en algunos lugares unos niveles de
simonía de auténtico escándalo. En 1513, el príncipe Alberto de Brandeburgo,
hermano del elector imperial, fue nombrado arzobispo de Magdeburgo y
administrador apostólico de la diócesis Halberstadt con tan solo 23 años. Al
año siguiente fue nombrado también arzobispo de Maguncia previo pago de 14.000
ducados. Para acumular estos tres oficios tuvo que pedir una dispensa a Roma
que le costó otros 10.000 ducados. Para pagar estas sumas se endeudó con los
banqueros Fugger, que le sugirieron una forma de pagar ese préstamo. La mitad
de la recaudación de las indulgencias en sus tres diócesis sería para él y
serviría para pagar la deuda con los Fugger. Es difícil ver un comportamiento
más escandaloso. No es posible que Lutero, pobre fraile, supiera nada de estos
enjuagues. El primer Domingo de Adviento de 1516 Alberto predico las
indulgencias en sus diócesis y nombró a dos comisarios para llevar a cabo la
campaña de las indulgencias. Y, como cabía esperar, la forma de predicar esas
indulgencias fue disparatada. De nada de esto se enteró Lutero porque
Wittemberg no pertenecía a esas diócesis y en Sajonia, donde se encuentra
Wittemberg, estaba prohibida la recaudación de dinero mediante indulgencias.
Pero algunos penitentes suyos que fueron a las predicaciones de indulgencias se
lo contaron escandalizados. No es de extrañar que esas prácticas indignasen a
Lutero.
Es
importante decir que en algunos países, ya se había llevado a cabo una reforma
de las costumbres y prácticas de la Iglesia. En España, el Cardenal Cisneros,
había erradicado la inmensa mayoría de esas prácticas. Lutero podía haber sido
el Cisneros de Alemania y hubiese prestado un inmenso servicio a la Iglesia.
Decidió redactar 95 tesis, escritas en latín, contra las indulgencias y
clavarlas en la puerta de la iglesia Universidad de Wittemberg. No tengo la
capacidad teológica para juzgar cada una de las tesis. Seguro que había muchas
perfectamente razonables y enormemente justas. De ninguna manera iban contra el
Papa. De hecho, algunas de ellas, decían que si las indulgencias se hubiesen predicado
de acuerdo con las instrucciones papales, el escándalo no se habría producido.
Pero, en general, se negaba la posibilidad de que de ninguna manera, ni el Papa
ni nadie podía lograr que se obtuviesen
indulgencias por las almas del purgatorio. Eso iba en contra de la relectura de
la Biblia que Lutero había realizado a la luz de la experiencia de la torre. No
se sabe a ciencia cierta si realmente Lutero clavó las tesis en las puertas de
la iglesia de la Universidad o si, simplemente, las mandó por carta al propio
príncipe Alberto, obispo de Maguncia. En cualquier caso, lo de clavar las cosas
en las puertas de madera era una práctica casi tan habitual como los paneles
informativos de una universidad actual. De ninguna manera revestía el carácter
simbólico de protesta que hoy nos parece tener. Lutero propuso tener una
discusión académica en la Universidad de Wittemberg sobre estas tesis, pero tal
discusión no tuvo lugar, probablemente porque los doctores de esa Universidad
pensaban que tenían cosas más importantes o urgentes que hacer. Como pasa hoy
en tantas universidades con tantos temas.
Sin
embargo, sin conocimiento de Lutero, se copiaron a mano, se tradujeron al
alemán y fueron ampliamente difundidas en toda Alemania, donde prendieron como
yesca por el ambiente antirromano del que he hablado anteriormente. El pueblo
vio en Lutero un líder que podía dirigir la lucha contra el fiscalismo papal.
En cambio, no despertaron excesivo interés entre el resto de los teólogos
alemanes del momento. Pero uno de los pocos escritos contra las tesis, el del
teólogo Johanes Eck, despertó las iras de Lutero porque al parecer decía que
había en sus tesis un cierto paralelo con las doctrinas de Johanes Hus, hereje
húngaro cuyas doctrinas fueron condenadas en el concilio de Basilea y que acabó
en la hoguera. El Papa León X consideró despectivamente todas estas cosas como
disputas de frailes. Sin embargo, encargó al general de los agustinos que en el
siguiente capítulo de la orden calmase al hermano Martín. Pero éste rechazó la
corrección y siguió predicando sus tesis, arrastrando con él a la gran mayoría
de los miembros de la provincia alemana de los agustinos.
Fue
en ese momento cuando Lutero ganó para su causa al príncipe elector Federico de
Sajonia y el problema pasó de la esfera de una discusión académica-teológica no
demasiado relevante, al plano político. El elector de Sajonia era contrario a
que el nieto del Emperador Maximiliano, Carlos I de España, fuese elegido como su
sucesor. En eso coincidía con el Papa, que, para no contrariar a Federico,
pospuso cualquier decisión sobre el tema de las indulgencias. En la Dieta
Imperial de Octubre de 1518, siendo todavía emperador Maximiliano I, Lutero fue
invitado a defender sus ideas frente al legado pontificio. Se le pidió que se
retractase, pero lo que hizo fue huir de la ciudad dejando una carta al Papa en
el que le expresaba su sumisión, pero no se retractaba de sus puntos sobre las
indulgencias, el valor de los sacramentos, las indulgencias, los méritos de Cristo
en las mismas, las obras y la gracia, salvo que se le refutasen desde su
especial lectura de las escrituras. Mientras tanto, las tesis de Lutero,
apoyadas por el sentimiento anti romano y antiimperial de los alemanes, seguían
imprimiéndose y circulando junto con las más insultantes, groseras y soeces
caricaturas contra el Papa y contra Roma. Caricaturas que cuando se ven hoy en
día hieren a la sensibilidad más correosa, se piense lo que se piense. Al
llegar a Wittemberg, apeló a un concilio ecuménico como solución. Parecía, sin
embargo, que no era necesario un concilio ecuménico para algo así. Por eso, y
por cuestiones políticas en las que estaba envuelto el papado, no se convocó.
En
Junio d 1519 se concertó una disputa teológica en Leipzig con Johanes Eck. Eck,
mucho más versado en teología que Lutero, le fue acorralando dialécticamente
haciendo que, para mantener sus posturas iniciales, Lutero tuviese que
adentrarse más y más en diferentes contradicciones con los acuerdos teológicos
de los concilios anteriores. Al final Lutero, para defender sus posturas
iniciales tuvo que acabar negando la validez de todos los concilios. Esto
tiraba por la borda quince siglos de teología en la que se habían definido
cosas como las dos naturalezas, humana y divina de Cristo, en su persona
divina, la presencia real de Cristo en la Eucaritía, etc. No es que Lutero
negase esos dogmas, pero negaba la base en la que se sostenían. Todos hemos
tenido discusiones en las que acabamos diciendo cosas que no creemos. Esto le
pasó a Lutero. Para mantenerse en sus trece, tuvo que llevar al límite su idea
de que sólo la escritura, interpretada a la luz del pasaje de la carta de san Pablo
a los romanos, sin ninguna interpretación posterior válida, era fuente de
certidumbre teológica. Lo que ocurre es que, privado todo de la Tradición, la
interpretación quedaba a merced de la subjetividad de cada uno lo que, como se
vio más tarde, llevó a una atomización inaudita de las interpretaciones
bíblicas. Además, el asunto, había dejado de ser una mera disputa académica
para convertirse en algo mucho más grave que despachaba, de un plumazo, y por
el empecinamiento de una persona, quince siglos de la Iglesia. Toda la exégesis
llevada a cabo durante esos siglos por la multitud de padres de la Iglesia
quedaba reducida a polvo. Parece que Lutero fue consciente de eso y sus
argumentos, a partir de entonces, dejan de tener cualquier aspecto teológico y
van adquiriendo un tinte cada vez más político, populista y demagógico,
excitando el sentimiento alemán anti romano y anti emperador –que ya era Carlos
V.
Lutero
es entonces, no antes, excomulgado y pasa a depender del favor del pueblo y del
capricho de los príncipes a los que tiene que ganarse como sea. El elector de
Sajonia exige que Lutero pueda expresarse en la Dieta imperial de Worms, en
1521, porque no se puede condenar a un alemán sin oírle antes. El emperador
Carlos le invita a la Dieta imperial de Worms. dándole su palabra personal de
que nada le ocurrirá. En las ciudades por las que pasa se le tributa un
recibimiento triunfal. En la dieta, tras ser oído y rebatido se le pidió que se
retractase. Tras pensarlo durante una noche se negó. Lo hizo porque en su
refutación se utilizaban argumentos de la tradición y de los concilios de la
Iglesia que él no aceptaba. Sólo aceptaba la escritura. Su manera de leer la
escritura. Lo demás, eran aguas de borrajas. Lutero salió de la Dieta a hombros
de varios nobles sajones y aclamado por la multitud que gritaba; “Buntschuh! Buntschuh!”, el grito habitual en los levantamientos
populares, que hacía referencia a la humilde sandalia usada por los campesinos,
en contraste con el zapato cerrado y con hebilla de las clases más elevadas. Carlos,
cumpliendo su palabra, le dejó marchar con un salvoconducto de veinte días.
Pero expresó su intención de detenerlo tan pronto como expirase el
salvoconducto. Entonces, el elector de Sajonia, protector de Lutero, finge un
rapto y le lleva a su castillo de Wartburg. Estará allí un año. En este tiempo
traduce al alemán el Nuevo Testamento entero y comienza la traducción del
Antiguo, que no terminará hasta doce años más tarde. Pero, cada vez más
radicalizado, escribe dos obras más. Una contra la Misa de la que se burla con
gran dureza y un folleto sobre los votos monásticos. Dado que él ha perdido, si
es que algún día la tuvo, la vocación religiosa, decide que todos los votos
monásticos son inválidos. Ciertamente, en una época de gran relajo espiritual,
había religiosos y religiosas que estaban en sus conventos como alma en pena.
Pero también los había con una sincera y profunda vocación. Sin embargo, los
primeros se unen en masa a las tesis de Lutero. Los segundos serán expulsados
de los conventos más tarde, cuando Lutero imponga su disciplina en los lugares
en los que su reforma triunfe.
Pero
en 1522, con Lutero en Wartburg, el movimiento iniciado por él en Wittemberg,
se va deslizando hacia el caos bajo la dirección del radical Andreas Karlstadt.
Esto obliga a Lutero a dejar su refugio de Wartburg y volver a Wittemberg, bajo
la protección de los príncipes que le apoyan. Una vez en Wittemberg, Lutero restablece
el orden, pero se da cuenta de que es necesaria una organización similar a la
de la odiada Iglesia de Roma. Así, promulga la llamada liturgia de Wittemberg,
que eliminaba de un plumazo la Misa, la confesión, el ayuno, el monacato y el
celibato. También establece un catecismo, basado en su lectura de la Biblia, en
dos versiones, una para la gente culta y otra para el gran público. Proclama
que los bienes de los conventos y de las diócesis podían ser confiscados para
el bien de los fieles bajo la tutela, claro, del príncipe. Este pequeño detalle
le atrae la simpatía a su causa de muchos príncipes alemanes. Él mismo abandona
los votos monásticos y en 1524 se casa con una monja cisterciense exclaustrada,
Catalina de Bora. Como es lógico, al poder cada uno interpretar las Escrituras
según le parezca, no tardan en aparecer nuevas corrientes como la de Zuinglio
en Suiza y, más tarde, la de Calvino en Ginebra, iniciándose la atomización,
que ha continuado hasta el día de hoy, de los ritos y creencias de las
confesiones distintas de la católica.
A
fines de 1524, los campesinos se inflamaron con la idea de que también ellos
podrían tener derecho, como los príncipes, a esos bienes incautados a la
Iglesia y se empeñaron en instaurar el Reino de los Cielos bajo la forma de una
comunidad de campesinos regida según las normas del Evangelio. En marzo de
1525, se proclamaron doce artículos que eran doce peticiones a los príncipes y
nobles. Leídos hoy en día parecen enormemente razonables, pero en aquella época
eran algo verdaderamente revolucionario. Por supuesto, los príncipes los
rechazaron y esto generó una violencia que acabó en una terrible revuelta que,
eventualmente llegó a ser una auténtica guerra. El ex sacerdote Thomas Münzer,
que se hacía llamar “la espada de Gedeón” se puso al frente de la revuelta. Al
principio Lutero tomó partido por los campesinos y escribió una “Exhortación a la paz sobre los doce
artículos de los campesinos”. Pero cuando la violencia fue in crescendo, se
pasó al lado de los príncipes, sus protectores, y escribió un durísimo apéndice
a la obra anterior, con el título de “También
contra las bandas asesinas y bandoleras de los campesinos”, en la que se
pueden leer frases del siguiente tenor: “Por
ello los debe arrojar, estrangular, degollar, secreta o públicamente, todo el
que pueda, y recordar que nada puede haber más venenoso, dañino y diabólico que
un hombre rebelde, lo mismo que cuando se tiene que matar a un perro rabioso.
Si tú no lo matas, él te matará a ti y a todo el país contigo. Acuchíllelos,
mátelos, estrangúlelos todo el que pueda. Y si en ello pierdes la vida, dichoso
tú; jamás podrás encontrar una muerte tan feliz. Pues mueres obedeciendo la
palabra de Dios y sirviendo a la caridad”. La represión fue terrible. Según
las fuentes se estiman que entre 100.000 y 130.000 campesinos murieron en la
guerra o en las represalias posteriores.
Para
ganarse el apoyo de los príncipes necesitó darles ciertos privilegios. Desde
hacía siglos, la Iglesia había mantenido una tirante relación de búsqueda del
equilibrio entre el poder espiritual y el temporal. Lutero rompió esta
dialéctica dando la supremacía en todos los campos al poder temporal, con una
fórmula que quedaría consagrada años más tarde: “Cuius regio, eius religio” que establecía que los súbditos debían
profesar la religión que estipulase el príncipe que era, además, quien nombraba
los cargos eclesiásticos y establecía la disciplina. Éstas eran, evidentemente,
unas tentaciones difíciles de resistir por los príncipes. Unirse a la reforma
de Lutero suponía para ellos dinero, un arma para enfrentar el poder imperial,
una victoria definitiva del poder secular sobre el incómodo poder espiritual y,
por si esto fuera poco, carnaza para satisfacer al pueblo en su sentimiento
antirromano. Y así se fueron desarrollando las cosas en los siguientes años.
Por supuesto, el Papa podría haber convocado un Concilio y el Emperador podía
haber actuado con contundencia contra las pretensiones de poder de los
príncipes. Si algo así se hubiese hecho en los primeros estadios del problema,
muy probablemente la reforma no hubiese tenido éxito.
Pero
hubo problemas que impidieron estas acciones. Por un lado, el papado, con
alguna excepción en algún momento, no veía con buenos ojos el excesivo poder
que acumulaba el Emperador, a la vez rey de España. Convocar un Concilio era
echarle una mano. Por otro lado, Francisco I de Francia, que había visto
fracasar su intento de ser nombrado él mismo emperador, alimentaba un
resentimiento personal hacia Carlos, además de un temor hacia su acumulación de
poder. Ese poder amenazaba sus aspiraciones en Italia. Todo esto hizo que Francisco
I empezase, desde el mismo momento en que Carlos fue elegido como Emperador,
una continua campaña de hostilidades hacia él. Estaba además el peligro turco.
En 1520 Solimán el magnífico accedió a ser el Sultán de la Sublime Puerta.
Inmediatamente empieza la conquista de Hungría y en 1529 pone sitio a Viena. En
su afán por oponerse a Carlos, Francisco I no duda en aliarse con los turcos y
con los príncipes alemanes protestantes. Incluso el Papa se alinea con esta
alianza para oponerse al Emperador. Carlos tiene que batallar en todos esos
frentes durante prácticamente todo su reinado y no puede ocuparse del problema
de Alemania, que ve cómo se agrava de año en año, además de extenderse a otros
países como Escocia, Suiza o Suecia.
No
es hasta 1546, veintinueve años después de iniciarse el problema, y ya muerto
Lutero, cuando puede dedicarse a restablecer su poder en el Imperio. En 1547 el
Emperador derrota a la liga de Esmalkalda en la batalla de Mühlberg. Se firma
la Capitulación de Wittemberg en la que los protestantes se comprometen a
reconocer el Concilio de Trento, que se había convocado, por fin, pero
demasiado tarde, en 1545. El Emperador convoca la Dieta de Augsburgo en la que,
para intentar volver a integrar a los príncipes protestantes, les hace
concesiones como la posibilidad de comunión bajo las dos especies para los laicos, la no imposición del
celibato sacerdotal y la aceptación de las apropiaciones de bienes
eclesiásticos que se habían hecho en beneficio de los príncipes protestantes,
en lo que se conoce como el Interim de Augsburgo. Pero pronto, los príncipes
alemanes volvieron a rebelarse contra el Emperador. Esta vez las cosas no
fueron tan bien para Carlos. Estuvo a punto de ser apresado en Innsbrück, de
donde tuvo que huir humillantemente, atravesando los Alpes con un pequeño
contingente, en medio de una tormenta de nieve. Así, en 1555, el Emperador se
vio obligado a pedir la paz de Augsburgo en la que se consagró oficialmente el
principio luterano del “cuius regio, eius
religio”. La reforma luterana había triunfado. Descorazonado por el
fracaso, Carlos decidió abdicar.
Hay quien piensa que gracias a esta reforma
Luterana, Europa fue capaz de iniciar la Ilustración un par de siglos más tarde.
Construir futuribles es algo que cae mucho más allá de las capacidades humanas.
Pero me atrevo a decir –que atrevida es la ignorancia– que no fue por eso por
lo que se inició la Ilustración. Ésta fue el fruto de principios de libertad
humana y de igualdad de dignidad entre todos los hombres que son muy, muy
anteriores al siglo XVI y que hunden sus raíces en la esencia del credo
judeo-cristiano. Por tanto, pienso que un proceso similar al de la Ilustración
hubiese tenido lugar igualmente si Lutero, en vez de romper la cristiandad,
hubiese sido un reformador desde dentro, como lo había sido antes que él el
cardenal Cisneros en España. He dicho antes “un proceso similar a la
Ilustración”. Y al decir similar quiero decir, mejor. Tal vez la reforma luterana haya acelerado la Ilustración. Pero creo
firmemente que la aceleró haciéndola entrar en una vía de descarrile. En
palabras de Arnold J. Toynbee, “La
tolerancia lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia basada, no en
las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades
mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo”. Porque lo que sí salió dañado de la reforma Luterana fue la
razón, “la prostituta del diablo”,
como la llamó Lutero. A pesar de su nombre de racionalismo, filosofía iniciada
en Francia por el católico Descartes en 1637 con su “Discurso del método…” y, a pesar de que el título se completa con
“… para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias”,
esta obra parte de una profunda desconfianza en la razón para alcanzar verdades
metafísicas. Es decir, parte de una razón contagiada de luteranismo. A ese
racionalismo se puede aplicar el título del grabado de Goya “El sueño de la
razón produce monstruos”. Porque el atajo de buscar la tolerancia con una
razón dormida, es decir, mutilada de su capacidad metafísica –que esa es la
razón racionalista– produce el monstruo de la posverdad que hoy nos asfixia. Es
esta mutilación metafísica de la razón la que, al andar de los siglos, ha llevado
a la situación actual de una sociedad donde la razón ha quedado totalmente
sometida a su fruto, el monstruo del sentimentalismo más blando y amorfo que
es, sin duda, uno de los cánceres de la civilización occidental. Además, la
reforma luterana rompió de forma irreversible una Europa que podría haber sido
un bloque mejor cohesionado, con menos nacionalismos y menos herida por la
historia. Por eso digo que ese proceso similar a la Ilustración que hubiese
tenido lugar sin la reforma protestante, hubiese sido mejor. Tendríamos ahora
una Europa igualmente respetuosa con las libertades, la dignidad e igualdad de
todos los hombres, pero sólida y capaz de defender con orgullo sus logros, en
vez de gelatinosa y aquejada de una espantosa enfermedad autoinmune. Y estoy convencido
de que el tiempo dedicado a buscar la tolerancia “en las virtudes de la fe, esperanza y caridad”, en vez de en “la desilusión, la aprensión y el cinismo”, hubiese dado un fruto muchísimo
más en sazón. Sobre esa base, todo hubiera sido distinto: la revolución
industrial hubiese sido, tal vez, diferente; tal vez el colonialismo habría
sido distinto y África y Asia serían diferentes; tal vez no hubiese aparecido
el comunismo; tal vez no hubiesen tenido lugar las dos terribles guerras
mundiales que ha sufrido la humanidad; tal vez… Ya he dicho que construir
futuribles está mucho más allá de las capacidades humanas. Pero se me antoja
que éste no es descabellado.
Así que no me uniré
a las celebraciones que van a tener lugar en este quinto centenario de las
tesis de Lutero en Wittemberg. En vez de eso, iré a Misa para pedirle en la
Eucaristía al Señor de la Historia, el que sí puede construir futuribles, una
Europa, un Occidente y, por qué no, un mundo, fundados en la tolerancia basada“en las virtudes de la fe, esperanza y caridad”, que se parezcan al futurible que
acabo de construir. Amén.
El 31 de
Diciembre de 1999 esta querella entre luteranos y católicos sobre la
cooperación de la fe y las obras quedó zanjada con una declaración conjunta de ambas confesiones que dice: “Sólo por la gracia, mediante la fe en
Cristo Jesús y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados
por Dios y recibimos el Espíritu Santo, que renueva nuestros corazones,
capacitándonos para las buenas obras y llamándonos a ellas”.