El Domingo pasado terminó la
reunión de los presidentes de Conferencias Episcopales de todo el mundo,
convocados por el Papa Francisco para tratar sobre el terrible tema de los
abusos de menores por sacerdotes y obispos. Tras la celebración de la Eucaristía
el Papa pronunció un discurso. No lo oí este Domingo, pero sí vi en televisión
las declaraciones de un joven que había sufrido abusos hacía años. Su rabia me
produjo un enorme respeto. Al borde del llanto, pero conteniendo la furia,
expresó su inmensa decepción por las palabras del Papa. Lamentó que buena parte
del discurso de Francisco se dedicase a hablar de los abusos a menores llevados
a cabo por otros estamentos sociales diferentes de la Iglesia católica y que no
hubiese ninguna propuesta seria de medidas para evitar estas cosas en el
futuro. A lo largo de la semana no pude leer ese discurso, pero ayer lo hice.
Es cierto que el Papa dedicó una buena parte del discurso, que por otra parte
fue breve, a comentar otras situaciones de abusos fuera de la Iglesia. Pero no me
da la impresión de que lo haga con un intento exculpatorio. En su discurso hay,
como no podría ser de otra manera, expresiones durísimas contra los abusos
perpetrados por sacerdotes. Más abajo puede verse un link al discurso para los
que quieran leerlo entero, pero me voy a permitir extraer alguno de esos
párrafos autoacusatorios.
La inhumanidad
del fenómeno a escala mundial es todavía más grave y más escandalosa en la
Iglesia, porque contrasta con su autoridad moral y su credibilidad ética. El
consagrado, elegido por Dios para guiar las almas a la salvación, se deja
subyugar por su fragilidad humana, o por su enfermedad, convirtiéndose en
instrumento de satanás. En los abusos, nosotros vemos la mano del mal que no
perdona ni siquiera la inocencia de los niños. No hay explicaciones suficientes
para estos abusos en contra de los niños. Humildemente y con valor debemos
reconocer que estamos delante del misterio del mal, que se ensaña contra los
más débiles porque son imagen de Jesús. Por eso ha crecido actualmente en la
Iglesia la conciencia de que se debe no solo intentar limitar los gravísimos
abusos con medidas disciplinares y procesos civiles y canónicos, sino también
afrontar con decisión el fenómeno tanto dentro como fuera de la Iglesia. La
Iglesia se siente llamada a combatir este mal que toca el núcleo de su misión:
anunciar el Evangelio a los pequeños y protegerlos de los lobos voraces.
Quisiera
reafirmar con claridad: si en la Iglesia se descubre incluso un solo caso de
abuso —que representa ya en sí mismo una monstruosidad—, ese caso será
afrontado con la mayor seriedad. Hermanos y hermanas, en la justificada rabia
de la gente, la Iglesia ve el reflejo de la ira de Dios, traicionado y
abofeteado por estos consagrados deshonestos. El eco de este grito silencioso
de los pequeños, que en vez de encontrar en ellos paternidad y guías
espirituales han encontrado a sus verdugos, hará temblar los corazones
anestesiados por la hipocresía y por el poder. Nosotros tenemos el deber de escuchar
atentamente este sofocado grito silencioso.
Pero, además, el Papa afirma que:
Por lo tanto, ha
llegado la hora de colaborar juntos para erradicar dicha brutalidad del cuerpo
de nuestra humanidad, adoptando todas las medidas necesarias ya en vigor a
nivel internacional y a nivel eclesial. Ha llegado la hora de encontrar el
justo equilibrio entre todos los valores en juego y de dar directrices
uniformes para la Iglesia, evitando los dos extremos de un justicialismo,
provocado por el sentido de culpa por los errores pasados y de la presión del
mundo mediático, y de una autodefensa que no afronta las
causas y las consecuencias de estos graves delitos.
En este contexto,
deseo mencionar las “Best Practices” formuladas, bajo la dirección de la
Organización Mundial de la Salud, por un grupo de diez agencias internacionales
que ha desarrollado y aprobado un paquete de medidas llamado INSPIRE,
es decir, siete estrategias para erradicar la violencia contra los
menores.
Sirviéndose de
estas directrices, la Iglesia, en su itinerario legislativo, gracias también al
trabajo desarrollado en los últimos años por la Comisión Pontificia para la
Protección de los Menores y a la aportación de este encuentro, se centrará en
las siguientes dimensiones:
Y cita a continuación ocho líneas de acción. En algunas de
ellas hay también frases durísimas de autoinculpación sin atisbo de
autoindulgencia:
Por lo tanto, es
necesario cambiar la mentalidad para combatir la actitud defensiva-reaccionaria
de salvaguardar la Institución, en beneficio de una búsqueda sincera y decisiva
del bien de la comunidad, dando prioridad a las víctimas de los abusos en todos
los sentidos. Ante nuestros ojos siempre deben estar presentes los rostros
inocentes de los pequeños, recordando las palabras del Maestro: «Al que
escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le
colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar. ¡Ay
del mundo por los escándalos! Es inevitable que sucedan escándalos, ¡pero ay
del hombre por el que viene el escándalo!» (Mt 18,6-7).
[…] deseo
reiterar ahora que «la Iglesia no se cansará de hacer todo lo necesario para
llevar ante la justicia a cualquiera que haya cometido tales
crímenes. La Iglesia nunca intentará encubrir o subestimar ningún caso» (Discurso a la Curia Romana, 21 diciembre 2018). Tiene la
convicción de que «los pecados y crímenes de las personas consagradas adquieren
un tinte todavía más oscuro de infidelidad, de vergüenza, y deforman el rostro
de la Iglesia socavando su credibilidad. En efecto, también la Iglesia, junto
con sus hijos fieles, es víctima de estas infidelidades y de estos verdaderos y
propios delitos de malversación» (ibíd.).
[…]
[…] la exigencia
de la selección y de la formación de los candidatos al sacerdocio con criterios
no solo negativos, preocupados principalmente por excluir a las personas
problemáticas, sino también positivos para ofrecer un camino de formación
equilibrado a los candidatos idóneos, orientado a la santidad y en el que se
contemple la virtud de la castidad. […] Se reitera entonces «su firme voluntad
de continuar, con toda su fuerza, en el camino de la purificación. La Iglesia
se cuestionará […] cómo proteger a los niños; cómo evitar tales desventuras,
cómo tratar y reintegrar a las víctimas; cómo fortalecer la formación en los
seminarios. Se buscará transformar los errores cometidos en oportunidades para
erradicar este flagelo no solo del cuerpo de la Iglesia sino también de la
sociedad» (ibíd.). El santo temor de Dios nos lleva a
acusarnos a nosotros mismos —como personas y como institución— y a reparar
nuestras faltas. Acusarnos a nosotros mismos: es un inicio sapiencial, unido al
santo temor de Dios. Aprender a acusarse a sí mismo, como personas, como
instituciones, como sociedad. En realidad, no debemos caer en la trampa de
acusar a los otros, que es un paso hacia la excusa que nos separa de la
realidad.
[…]
Normas, no solo
orientaciones. Ningún abuso debe ser jamás encubierto ni infravalorado (como ha
sido costumbre en el pasado), porque el encubrimiento de los abusos favorece
que se extienda el mal y añade un nivel adicional de escándalo. De modo
particular, desarrollar un nuevo y eficaz planteamiento para la prevención en
todas las instituciones y ambientes de actividad eclesial.
[…]
Se necesita aquí
animar a los países y a las autoridades a aplicar todas las medidas necesarias
para limitar los sitios de internet que amenazan la dignidad del hombre, de la
mujer y de manera particular a los menores. Hermanos y hermanas: el delito no
goza del derecho a la libertad. Es necesario oponernos absolutamente, con la mayor
decisión, a estas abominaciones, vigilar y luchar para que el crecimiento de
los pequeños no se turbe o se altere por su acceso incontrolado a la
pornografía, que dejará profundos signos negativos en su mente y en su alma. Es
necesario comprometernos para que los chicos y las chicas, de modo particular
los seminaristas y el clero, no sean esclavos de dependencias basadas en la
explotación y el abuso criminal de los inocentes y de sus imágenes, y en el
desprecio de la dignidad de la mujer y de la persona humana. Se evidencian aquí
las nuevas normas “sobre los delitos más graves” aprobadas por el papa
Benedicto XVI en el año 2010, donde fueron añadidos como nuevos casos de
delitos «la adquisición, la retención o divulgación» realizada por un clérigo
«en cualquier forma y con cualquier tipo de medio, de imágenes pornográficas de
menores». Entonces se hablaba de «menores de edad inferior a 14 años», ahora
pensamos elevar este límite de edad para extender la protección de los menores
e insistir en la gravedad de estos hechos.
Pero tampoco olvida agradecer a
tantos y tantos sacerdotes que son magníficos pastores, rectos, honestos,
puros, que viven su sacerdocio como una entrega a Jesucristo y a la parte del
pueblo de Dios que les ha sido encomendada. Dice:
Permitidme ahora
un agradecimiento de corazón a todos los sacerdotes y a los consagrados que
sirven al Señor con fidelidad y totalmente, y que se sienten deshonrados y
desacreditados por la conducta vergonzosa de algunos de sus hermanos. Todos
—Iglesia, consagrados, Pueblo de Dios y hasta Dios mismo— sufrimos las
consecuencias de su infidelidad. Agradezco, en nombre de toda la Iglesia, a la
gran mayoría de sacerdotes que no solo son fieles a su celibato, sino que se
gastan en un ministerio que es hoy más difícil por los escándalos de unos pocos
—pero siempre demasiados— hermanos suyos. Y gracias también a los laicos que
conocen bien a sus buenos pastores y siguen rezando por ellos y sosteniéndolos.
No puedo por menos, aquí, que
añadir una carta abierta que mi hijo Rodrigo, sacerdote con diez años de
ministerio maravilloso, ha escrito a sus amigos y conocidos. Dice así:
Queridos amigos,
Seguramente habréis recibido la noticia,
difundida ampliamente en los grandes medios de comunicación, acerca de la
aparición mundial, simultánea en 20 países, del libro “Sodoma” y de su
traducción en 8 lenguas, sobre la homosexualidad en el Vaticano y en la
Iglesia.
He leído un largo extracto publicado en el
National Catholic Reporter y he escuchado una entrevista concedida por el autor
en la cadena francesa Arte, pues muchos medios le están concediendo
entrevistas. Tomaré el tiempo necesario para leer el libro y hacerme una idea
del valor del mismo, en lo que toca (a) a los datos, (b) a sus interpretaciones
y (c) a las tesis que el autor busca sostener con esos datos y sus
interpretaciones. Por el momento me parece muy importante deciros que existe
realmente una categoría de sacerdotes (dentro de la cual me sitúo y conmigo a
sacerdotes que conozco bien) con las siguientes características, que nada
tienen de excepcionales, sino que son lo normal para un sacerdote: (1) de modo
natural nos habríamos casado con una mujer y hubiéramos tenido una familia, (2)
en un momento de nuestra vida experimentamos una llamada interior de la gracia
de Dios a darle nuestra vida y la seguimos libremente, (3) vivimos nuestro
celibato no como una carga, sino como una expresión concreta y real del don
total de nuestro ser a Dios y a su Pueblo, la Iglesia, unidos a Cristo y a la
Virgen María, y sostenidos por la gracia de Dios y por relaciones sanas de
amistad y de familia con hombres y mujeres, (4) si predicamos la moral de la
Iglesia -no más la sexual que otros de sus aspectos- lo hacemos convencidos de
que es un camino de plena realización humana, y tratando de aunar los mensajes
de verdad, misericordia y confianza en la gracia y (5) queremos trabajar por
una Iglesia dónde no se den este tipo de cosas (abusos, dobles vidas, etc.). Os
puedo asegurar que ese tipo de sacerdote existe, aunque, eso sí, con tantos
otros defectos que os hacen ejercitar vuestra paciencia. Os agradezco la
confianza que tenéis en nosotros. Gracias por vuestra oración, contad con la
mía, en especial celebrando la Santa Misa.
Vuestro hermano y sacerdote de Jesucristo,
Rodrigo Alfaro
No debería extrañarnos que el
Papa, además de las causas y los remedios naturales para esta terrible lacra
hable también de los espirituales. Así, dice:
Hermanos y
hermanas, hoy estamos delante de una manifestación del mal, descarada, agresiva
y destructiva. Detrás y dentro de esto está el espíritu del mal que en su
orgullo y en su soberbia se siente el señor del mundo y piensa que ha
vencido. Esto quisiera decíroslo con la autoridad de hermano y de padre, ciertamente
pequeño y pecador, pero que es el pastor de la Iglesia que preside en la
caridad: en estos casos dolorosos veo la mano del mal que no perdona ni
siquiera la inocencia de los pequeños. Y esto me lleva a pensar en el ejemplo
de Herodes que, empujado por el miedo a perder su poder, ordenó masacrar a
todos los niños de Belén. Detrás de esto está satanás.
Y de la misma
manera que debemos tomar todas las medidas prácticas que nos ofrece el sentido
común, las ciencias y la sociedad, no debemos perder de vista esta realidad y
tomar las medidas espirituales que el mismo Señor nos enseña: humillación, acto
de contrición, oración, penitencia. Esta es la única manera para vencer el
espíritu del mal. Así lo venció Jesús.
Los dos párrafos anteriores
encajan muy bien con un artículo que apareció en el diario italiano “La
Repubblica” en abril de 2010, inspirado en una alocución que, sobre este mismo
tema dio Benedicto XVI:
Heridos, volvamos a Cristo
La Repubblica, 4 de abril
de 2010
Nunca habíamos sentido tanto desconcierto como el
que nos provoca a todos el dolorosísimo caso de la pedofilia. Desconcierto por
nuestra incapacidad para responder a la exigencia de justicia que aflora desde
lo hondo del corazón. Exigir responsabilidades, pedir que se reconozca el mal
cometido, recriminar el modo en el que se ha llevado adelante el asunto, todo
parece insuficiente frente a este mar de mal. Parece que nada basta. Por ello,
se entienden las reacciones irritadas que hemos visto estos días.
Todo ello ha servido para presentar ante nuestros
ojos cuál es la naturaleza de nuestra exigencia de justicia. No tiene
fronteras. No tiene fondo. Es tan profunda como la herida.
Tan infinita que no puede ser colmada. Por eso es
comprensible, aun después de haber reconocido los errores, el sufrimiento
impaciente de las víctimas, e incluso la desilusión: nada basta para satisfacer
su sed de justicia. Es como si estuviéramos tocando un drama sin fondo.
Desde este punto de vista, paradójicamente los
autores de los abusos se encuentran ante un reto semejante al de las víctimas:
nada es suficiente para reparar el mal cometido. Esto no quiere decir que se
les exima de sus responsabilidades, y menos aún de la condena que la justicia
pueda imponerles.
Si esta es la situación, la cuestión más candente –que nadie puede evitar– es tan simple como inexorable: “¿Quid animo satis?”. ¿Qué puede saciar nuestra sed de justicia? En este punto llegamos a experimentar de forma muy concreta nuestra incapacidad, genialmente expresada en el Brand de Ibsen: «Dios mío, respóndeme en esta hora en que la muerte me engulle: ¿no basta entonces toda la voluntad de un hombre para conseguir una mínima parte de la salvación?». O dicho de otro modo: ¿Acaso puede toda la voluntad del hombre realizar la justicia que tanto deseamos?
Por esto, incluso los más exigentes, los más
ávidos de justicia, no serán leales hasta el fondo de sí mismos con esta
exigencia de justicia, si no miran de frente su propia incapacidad, que es la
de todos. Si esto no sucediese sucumbiríamos a una injusticia aún más grave, a
un verdadero “asesinato” de lo humano, pues para poder seguir pidiendo a gritos
justicia, según nuestra medida, deberíamos hacer callar la voz de nuestro
corazón. Olvidando a las víctimas y abandonándolas a su drama.
El Papa, con su audacia que desarma, paradójicamente, no ha sucumbido a esta reducción de la justicia que la identifica con cualquier medida. Por una parte, ha reconocido sin vacilaciones el mal cometido por sacerdotes y religiosos, les ha exhortado a que asuman sus responsabilidades, ha condenado el modo erróneo de gestionar el caso por el miedo que algunos obispos han tenido al escándalo, ha expresado todo el desconcierto que sentía por los hechos y ha tomado las medidas necesarias para evitar que se repitan.
Pero, por otra parte, Benedicto XVI es bien
consciente de que esto no es suficiente para responder a las exigencias de
justicia por el daño inflingido: «sé que nada puede borrar el mal que habéis
sufrido. Vuestra confianza ha sido traicionada y violada vuestra dignidad». Así
como tampoco el hecho de cumplir las condenas, o el arrepentimiento y la
penitencia de los autores de los abusos nunca serán suficientes para reparar el
daño causado a las víctimas y a ellos mismos.
El único modo de salvar –para considerarla y tomársela en serio– toda esta exigencia de justicia es reconocer la verdadera naturaleza de nuestra necesidad, de nuestro drama. «La exigencia de justicia es una petición que se identifica con el hombre, con la persona. Sin la perspectiva de un más allá, de una respuesta que está más allá de las modalidades existenciales experimentables, la justicia es imposible… Si fuera eliminada la hipótesis de un más allá, esa exigencia sería innaturalmente sofocada» (Luigi Giussani). ¿Y cómo la ha salvado el Papa? Acudiendo al único que la puede salvar. A Alguien que hace presente el más allá en el más acá: Cristo, el Misterio hecho carne. «Él mismo víctima de la injusticia y el pecado. Como vosotros, Él lleva aún las heridas de su sufrimiento injusto. Él comprende la profundidad de vuestro dolor y la persistencia de su efecto en vuestras vidas y vuestras relaciones con los demás, incluyendo vuestra relación con la Iglesia».
Acudir a Cristo, por tanto, no es buscar un
subterfugio para escapar de las exigencias de la justicia, sino el único modo
para realizarla. El Papa acude a Cristo, evitando un escollo verdaderamente
insidioso: el de separar a Cristo de la Iglesia porque ésta tendría demasiada
porquería para poder comunicarlo. La tentación protestante siempre está al
acecho. Hubiera sido muy fácil, pero a un precio demasiado alto: perder a
Cristo. Porque, recuerda el Papa, «en la comunión de la Iglesia nos encontramos
con la persona de Jesucristo». Por eso, consciente de la dificultad de las
víctimas y de los culpables para «perdonar o reconciliarse con la Iglesia», se
atreve a rezar para que, acercándose a Cristo y participando en la vida de la
Iglesia, puedan «llegar a redescubrir el infinito amor de Cristo por cada uno
de vosotros», el único capaz de sanar sus heridas y de reconstruir su vida.
Todos, incapaces de encontrar una respuesta para nuestros pecados y los pecados de los otros, estamos ante este desafío: aceptar nuestra participación en la Pascua que celebramos en estos días, el único camino para que vuelva a florecer la esperanza.
Mi profunda comprensión y
respeto por la ira del joven que hablaba de la insuficiencia y la decepción que
le había producido el discurso del Papa, está magníficamente expresado en un
par de párrafos del artículo que acabo de citar:
Todo ello ha servido para presentar ante nuestros
ojos cuál es la naturaleza de nuestra exigencia de justicia. No tiene
fronteras. No tiene fondo. Es tan profunda como la herida.
Tan infinita que no puede ser colmada. Por eso es
comprensible, aun después de haber reconocido los errores, el sufrimiento
impaciente de las víctimas, e incluso la desilusión: nada basta para satisfacer
su sed de justicia. Es como si estuviéramos tocando un drama sin fondo.
Pero, desde ese respeto, también
creo que es de justicia que tengamos confianza en la sinceridad de los
propósitos de la Iglesia y en su búsqueda de la eficacia para erradicar esta
plaga. Seguramente nunca será del todo erradicada. Como dice el Papa, el Mal,
con mayúscula, está en su raíz y, desgraciadamente, ese Mal, posee parte de
nuestra naturaleza humana. La historia de la humanidad no es otra cosa que la
lucha, sin esperanza de victoria, si no fuese por la mayor fuerza de la Gracia
de Dios, contra ese Mal. Y creo que la Iglesia, tras y entre tantos pecados de
sus miembros, busca con sinceridad aportar algo de su esfuerzo y mucho de la
Gracia de Jesucristo a esa lucha. Es comprensible que muchas personas,
horriblemente heridas, no lo entiendan. También lo es que otras, carentes de
fe, desprecien los aspectos espirituales de la lucha. Pero esa lucha es
innegable. No sé realmente cuando empezó. Seguramente lo hizo antes de la fecha
que voy a señalar como un hito. Creo que un punto de arranque fue la condena
que Benedicto XVI realizó en 2006 a Marcial Maciel, sedicente fundador de la
Legión de Cristo, a una vida apartada de penitencia y oración. Y creo que el
Papa Francisco está continuando esta lucha con denuedo. Por todo esto, la
palabra que se me viene a la cabeza es ESPERANZA. Rezo con toda mi alma para
que esta ESPERANZA no se vea defraudada y para que esta lacra pueda ser
extirpada del seno de la Iglesia.
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