10 de abril de 2020

Sábado Santo


El jueves os dije que hoy (o ayer, según se mire) viernes iba a ayunar de escribir, y lo he hecho, permitiéndome sólo una frugal colación. Ésta ha consistido en hacer un corta-pega de textos que he escrito a lo largo de los años o que otros han escrito a lo largo de los siglos. Espero que el atracón que os mando hoy sábado (a partir de las 12h ya es sábado) no se os haga demasiado pesado. No obstante, cada uno puede comer hasta donde quiera.

Empiezo por el principio. Ayer –por el jueves– seguí los oficios de la Parroquia de Santa María de Caná. Al final, D. Jesús, saltándose un poco la liturgia clásica, al final, dejó un rato abierto el sagrario para que pudiésemos ver el copón con las formas consagradas cubierto por la capilla. Mientras lo contemplaba, recordé algo que escribí y qu os transcribo a continuación:

Jorge Luis Borges escribió un inquietante relato que lleva por título “El Aleph”. Aleph es la primera letra del alfabeto hebreo. Pero en ese relato de Borges, esa palabra significa otra cosa. Borges llama Aleph a un “lugar donde están sin confundirse, todos los lugares del orbe vistos desde todos los ángulos”. Todo el universo, todo lo que ha sido y lo que es. Y el propio Borges lo encuentra en el escalón diecinueve de una escalera de un sótano de una casa de la calle Garay en Buenos Aires. Así nos lo describe:


“Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparán el mismo punto, sin superposición ni transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que tanscribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había enviado a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph  y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

Sentí infinita veneración, infinita lástima.

Pues bien, yo conozco algo mucho mayor que un Aleph. Si el gran escritor Jorge Luis Borges dice, al empezar a describir su Aleph: empieza, aquí, mi desesperación de escritor, imagínese la mía de mal escritor ante algo tan grande. Lo que yo conozco no es algo para iniciados, como el Aleph de Borges, que sólo algunos elegidos pueden contemplar. Esta magnificencia de la que voy a hablar la puede ver quien quiera, casi en cualquier momento. Estaba, unos momentos antes de escribir estas líneas, delante de mí, expuesto a la contemplación de decenas de personas. Generalmente está oculto en un cofre pero a veces se expone para nuestra contemplación. Yo, hace unos momentos, lo he visto expuesto, pero es, si cabe, más impresionante cuando está oculto a las miradas, en su cofre. Me estoy refiriendo al Santísimo Sacramento, expuesto o en el sagrario. Porque en cada sagrario del mundo está Jesucristo. Y en Él se recapitulan todas las cosas. La antigua creación y la nueva creación. Los viejos cielos y los nuevos. La tierra vieja y la nueva. Es a Él al que miraba el ángel de Ezequiel con sus cuatro caras simultáneamente orientadas a Oriente, Occidente, Norte y Sur. Si se abre un sagrario cerrado se ve sólo un copón lleno de formas consagradas. Si se expone, los ojos de la carne ven sólo un círculo de pan blanco. Pero cuando el sagrario está cerrado, dentro, mientras nadie lo mira, hay algo más que un Aleph. Está Cristo, el Alfa y el Omega, el Aleph y el Tav, el Señor de la Historia, el Principio y el Fin. Hay mucho más que un Aleph. Porque un Aleph es algo y Cristo es alguien. En Él está todo lo visible y lo invisible, todas las cosas que hay entre el cielo y la tierra que ni nuestra filosofía ni nuestra ciencia pueden siquiera soñar. Un Aleph resume tres dimensiones y el tiempo hacia el pasado y Cristo recapitula el cosmos infinito con todas sus infinitas dimensiones y jerarquías de tiempos dentro de tiempos, presentes, pasados, futuros. Y todo eso, en cada instante, Cristo se lo está presentando, redimido de todas sus culpas, al Padre. En Él hay futuribles y pasados que pueden reescribirse por el arrepentimiento. En Él vemos la victoria final de nuestro Dios. En Él todas las culpas han sido perdonadas y todos los perdones renovados. Un Aleph muestra, pero no tiene ningún poder para actuar, mientras que Él actúa, hace. Es el Hacedor, el único Hacedor. El Hacedor de todo lo que pueda haber en un Aleph. El Hacedor de Alephs y el Aleph Hacedor. Un Aleph es sordo a las súplicas de los hombres mientras el Hacedor de Alephs escucha. No obedece, porque no está a nuestro servicio. Escucha nuestros anhelos –los escruta, pues ve hasta el fondo de nuestras almas– y, si le dejamos, nos concede lo que necesitamos, no lo que deseamos. Ambos anhelos rara vez coinciden. Un Aleph sólo se observa. El Aleph Hacedor nos transforma.

No hay nada extraño, para la ciencia del siglo XX, el siglo de la física cuántica, en el hecho de que al abrir un sagrario no se vea al Hacedor de Alephs, sino sólo algo que parece un trozo de pan. Bien saben los científicos, que conocen la física cuántica, que cuando un suceso que contiene en sí distintas posibilidades es expuesto a la observación, sólo una de ellas subsiste a la apreciación de los sentidos y los aparatos de medida. Por eso no es de extrañar que al abrir el sagrario sólo se vea algo que parece pan. Pero Jesucristo, el Aleph Hacedor, donde los espacios, las dimensiones y los tiempos se conjugan, se tejen y entretejen en madejas sólo por Él descifrables, actúa sobre nosotros y nos transforma, lo mismo cuando le vemos como pan que cuando está desplegado, fuera de nuestra vista, en sus infinitas y magníficas dimensiones.

Los poetas llegan siempre antes que los científicos donde los místicos ya han llegado. Que Dios puede borrar el pasado y reescribirlo en una nueva creación, es algo que los cristianos sabemos por la Revelación y que algunos místicos han sentido en lo más profundo de su ser. Después, un día, un poeta que tras una vida turbulenta encontró el arrepentimiento, Oscar Wilde, dijo:

“Claro está que el pecador debe de arrepentirse. Pero, ¿por qué? Sencillamente porque de otra forma no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que uno altera su pasado. Los griegos lo tuvieron por imposible. A menudo dicen en sus aforismos gnómicos: ‘Ni los dioses pueden alterar el pasado’. Cristo mostró que hasta el pecador más vulgar puede hacerlo”.

Sólo la ciencia faltaba a la cita. Pero parece que ha llegado. De la mano también, como no, de la física cuántica. Recientes experimentos de óptica cuántica demuestran, hasta donde la ciencia puede demostrar algo, que en determinadas condiciones, la causa puede ser posterior al efecto. Si esto es así, y parece que lo es, la Revelación, los místicos y los poetas tendrían razón a un nivel mucho más literal que lo que se podría imaginar.

El inconcebible y secreto universo conjetural del que habla Borges, todo él, entero, y sus infinitas alternativas no realizadas, pueden ser un enorme entramado de ecuaciones cuánticas que desborda cualquier imaginación. El Gran Matemático y Señor de la Historia se ha valido de estas ecuaciones para hacer posible la Redención en Cristo, para reescribir el mejor pasado, latente entre millones en cada retazo de pasado, cuando ya no haya futuro. Él, quedándose con nosotros hasta el fin de los tiempos, se ha desdoblado en una red de Alephs Hacedores que abraza todo el mundo y que, con ayuda de la libertad de los hombres, recreará una Historia, donde todo empiece y acabe mejor que si no hubiese habido Pecado Original. También esto lo anticipa la Liturgia de Pascua de Resurrección cuando dice algo así como:

¡Oh feliz culpa, que mereciste tal Salvador!

¿Un sueño? ¿Una visión? ¿Realidad? Lo sabremos cuando nuestros ojos puedan contemplar cara a cara el Rostro en el que todas las ecuaciones están resueltas y en el que todas las preguntas y todos los porqués están respondidos. Mientras tanto tenemos que vivir con una mente y un corazón abiertos a las sorpresas de un Dios respetuoso con nuestra razón pero inmensamente más grande que ella. Asomados, colmados de maravilla, sobre los abismos de luz del Misterio en los que nuestra razón no puede penetrar sino sólo mojarse hasta donde da pie el océano que se extiende delante de ella. Abiertos a la contemplación de la belleza del Misterio, para poder sumergirnos en Él cuando todo sea eterno presente.

Hasta aquí mi desesperado intento de balbucear una miserable descripción de una maravilla que, escondida o expuesta, puedo contemplar a diario.


Hoy, en los oficios de Viernes Santo, se ha leído el texto del 4º poema del siervo sufriente del segundo Isaías (el libro de Isaías está escrito por tres autores distintos que se engloban bajo el mismo nombre. Pero la crítica bíblica católica distingue claramente tres, a los que llama primer, segundo y tercer Isaías. El segundo Isaías escribió hacia el año 540 antes de Cristo. Es escalofriante cómo describe, casi textualmente, la pasión de Cristo. Este texto iba leyendo el ministro etíope del que nos hablan los Hechos de los Apóstoles. El diácono Felipe le pregunta: “¿Entiendes lo que estás leyendo? El respondió: ¿Cómo voy a entenderlo si nadie me lo explica? Y rogó a Felipe que subiera y se sentara con él. El pasaje que leía era: (los Hechos citan aquí un pequeño párrafo del 4º poema del siervo sufriente de Isaías, que podéis leer entero más abajo). El etíope preguntó a Felipe: Te ruego me digas de quién dice esto el profeta, ¿lo dice de sí mismo o de algún otro? Felipe tomó la palabra y partiendo de ese pasaje de la Escritura, le anunció la buena noticia de Jesús. Siguieron su camino y llegaron a un sitio donde había agua. Entonces el etíope le dijo: Aquí hay agua. ¿Hay algún impedimento para que me bautices? Acto seguido, el etíope mandó detener el carro, ambos bajaron al agua y Felipe lo bautizó.

4º Poema del Siervo Sufriente de Yavé. (Quien quiera leer los tres primeros, los encontrará en Isaías 42, 1-7 el 1º, Isaías 49, 1-7 el 2º e Isaías 50, 4-9 el 3º)


Se llama poema porque el original hebreo está escrito en verso. Los profetas eran, además, poetas.

Isaías 52, 13-15/53 entero

Mi siervo va a prosperar, crecerá y llegará muy alto. Lo mismo que muchos se horrorizaban al verlo, porque estaba tan desfigurado que no parecía hombre ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos. Los reyes se quedarán sin palabras al ver algo que no les habían contado y comprender algo que no habían oído.

¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Sobre quién se ha manifestado el brazo de Yavé?

Subirá cual renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca; no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, pero sin ningún atractivo para que le deseemos.

Despreciado, rechazado por los hombres, abrumado de dolores y familiarizado con el sufrimiento; como alguien a quien no se quiere mirar, lo despreciamos y tuvimos en nada.

Sin embargo, el llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos.

Aunque nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados.

Andábamos todos errantes, como ovejas sin pastor, cada cual por su camino, y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas.

Cuando era maltratado, se sometía y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

Sin defensa ni justicia se lo llevaron y nadie se preocupó de su suerte. Lo arrancaron de la tierra de los vivos, lo hirieron por los pecados de mi pueblo; lo enterraron con los malhechores, lo sepultaron con los malvados. Aunque no cometió crimen alguno, ni hubo engaño en su boca, el Señor lo quebrantó con sufrimientos.

Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá decendencia, prolongará sus días, y por medio de él tendrán éxito los planes del Señor.

Después de una vida de aflicción comprenderá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas. Por haberse entregado a la muerte y haber compartido la suerte de los pecadores, le daré un puesto de honor, un lugar entre los elegidos. Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores.


Esto me llevó a recordar la conversación, críptica para quien no conozca las Escrituras, que tuvieron Jesús desde la cruz, ya casi muerto, y el Sumo Sacerdote. Puede verse a continuación:

Los evangelios nos cuentan en el relato de la crucifixión una conversación que tuvieron Jesús y el Sumo Sacerdote. Por supuesto, fue sólo un cruce de unas pocas palabras. Jesús no tenía fuerzas para polemizar. Pero ambos, Jesús y el Sumo Sacerdote, se sabían de memoria las Escrituras y con sólo iniciar una cita de las mismas, ya sabían a qué se estaban refiriendo. Así, cuando el Sumo Sacerdote se acerca al pie de la cruz y le dice a Jesús:


“Tú, que destruías el Templo y lo reedificabas en tres días, sálvate a ti mismo; si eres hijo de Dios, baja de la cruz”.

Y poco después:

“A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Si es rey de Israel que baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que lo libre ahora, si es que le quiere, ya que decía: ‘Soy Hijo de Dios’”.

… todo el sanedrín sabía que estaba refiriéndose al libro de la Sabiduría[1], 2, 17-20 que dice:

“Veamos si es verdad lo que dice, comprobemos cómo le va al final. Porque si el justo es hijo de Dios, él lo asistirá y lo librará de las manos de sus adversarios. Probémoslo con ultrajes y tortura: así veremos hasta dónde llega su paciencia y comprobaremos su resistencia. Condenémoslo a muerte ignominiosa, pues según dice, Dios lo librará”.

Por supuesto, Jesús entiende esta referencia, pero no tiene fuerza para polemizar. Responde con el principio del Salmo 22. Los Salmos están escritos en hebreo, una lenga ya desaparecida en tiempos de Jesús. Sin embargo, Jesús lo dice en hebreo: “Elohí Elohí, ¿lemá sabaktani?”, y así aparece en los Evangelios de Mateo y Marcos que, dejan bien claro que los que lo oían sin conocer las escrituras no lo entendían, ya que creían que estaba llamando a Elías. Lo que evidencia que, realmente, estaba citando el Salmo 22. Y, además, los dos Evangelios que lo citan señalan que esto lo gritó con voz potente, ya en los esténtores de la muerte, para que se entraran bien el Sumo Sacerdote y el sanedrín. Este Salmo, que comienza con un grito de abandono, acaba de forma confiada en el triunfo final. Sólo entresacaré algunos versos –porque, como la profecía de Isaías, los Salmos están escritos en verso–, pero el que quiera leerlo entero lo puede hacer en cualquier Biblia.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de mi grito de angustia?
Dios mío, clamo de día, y no respondes;
de noche, y no hay para mí reposo.

[…]

Todos los que me ven me insultan;
tuercen la boca, menean la cabeza, diciendo:
se encomendó a Jehová; que Él le libre;
que le salve, puesto que a él se encomendaba.

[…]

… traspasaron mis manos y mis pies,
puedo contar todos mis huesos.
Entre tanto, ellos me miran y me observan.
Se reparten mis vestidos entre ellos,
y echan a suertes sobre mi ropa.
Mas tú, Jehová, no te alejes;
fortaleza mía, apresúrate a socorrerme.

[…]

Porque no menospreció ni abominó la aflicción del afligido,
ni escondió su rostro de él;
sino que cuando clamó a él, le oyó.

[…]

Mis descendientes adorarán al Señor
y hablarán de él toda la vida;
a los que nazcan después, les hablarán
de su justicia y de sus obras”
.

Por supuesto, esto no significa que Jesús no sintiese el silencio de Dios, como tantos seres humanos que sufren lo sienten, pero sí quiere decir que, por encima de su sentimiento de abandono, estaba el de la profunda confianza en su Padre. No es una mala lección para quienes sufren y se sienten abandonados por Dios.


[1] El libro de la Sabiduría no forma parte del canon de libros sagrados judíos. Sin embargo, aparece en la versión definitiva de la Septuaginta, la primera traducción hecha del hebreo al griego por sabios judíos. Esta traducción se realizado entre los años 280 y 100 a. de C. Sin ser considerado por los judíos un libro canónico, si que era muy venerado en tiempos de Jesús. 


Por último, ayer (u hoy) Viernes Santo, se me vino también a la cabeza el soneto anónimo, atribuido por algunos a Santa Teresa sobre el amor a Cristo crucificado.

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.



Muévesme tú, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu Amor en tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero, te quisiera.


Os deseo que este Sábado Santo, esperéis con confianza la Resurrección

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