Estamos
ahora en plena vorágine de la guerra contra el coronavirus. Caben muy pocas
dudas de que la vamos a ganar. Su coste será grande, imposible saber cuan
grande, pero se ganará. Tampoco cabe dudar mucho de que en breve se encontrarán
terapias y vacunas contra el coronavirus. Es cierto que el coronavirus muta y
que la vacuna de un año no servirá para el siguiente. Pero eso ya pasa con la
gripe común y cada año hay una nueva vacuna que las personas en riesgo se
tendrán que poner año tras año. Porque, aunque el virus de la gripe mute, no
cambia drásticamente de un año a otro y la vacuna para la cepa del año pasado
protege razonablemente bien contra la del año siguiente. Cada año se renueva y
santas pascuas. Lo mismo habrá que hacer con el coronavirus. Bien, no es tan
grave. Pero, ¿no es posible que vuelvan a aparecer nuevos virus, completamente
diferentes? Parece que éste ha venido porque alguien o millones de personas en
China han comido murciélagos. Pero no es el único caso en el que un virus que
infecta a animales salvajes se instala en humanos de forma asintomática, hasta
que muta y tiene capacidad de infectar a los seres humanos. El SARS también
vino de China y se traspaso de algún animal salvaje al ser humano. La gripe
aviar, de origen en las aves, como su nombre indica, se originó también en
alguna región del sudeste asiático. El ébola nació en África también de los
murciélagos. Zika es también de origen africano y nos vino de los monos, como
lo hizo el VIH del SIDA. La lista conocida de las enfermedades que vienen por
el contacto con animales salvajes es larga. Se remonta, por lo menos, a la
peste del siglo XIV que mató a un tercio de la población de Europa y provenía
de las ratas.
Generalmente,
una enfermedad producida por un virus de un animal tarda muchos años en
extenderse por amplias regiones. Primero se hospeda en poblaciones humanas que
tienen alguna relación con el animal salvaje del que son originarias, sin
infectar a los humanos en los que se hospeda, pero extendiéndose benévolamente
por la población. Un día, tal vez tras decenas de años de convivencia en miles
de organismos humanos, muta y adquiere la capacidad de infectarlos. La
infección puede permanecer también bastantes años circunscrita a la población
en la que se produjo dica mutación. Pero tarde o temprano, según el grado de
interconexión que haya con esa población, se extiende. Y en un mundo hiperconectado
como el que vivimos, es relativamente fácil que se convierta en una pandemia.
Hasta ahora hemos sabido controlar todas estas enfermedades sin que causen un
daño apocalíptico. Incluso, el coronavirus que nos asola ahora, será vencido
dejando, en el más terrorífico y altamente improbable de los escenarios,
algunos millones de muertos en un mundo con 7.500 millones de habitantes y unas
pérdidas muy cuantiosas, difíciles de calcular, pero que también superaremos.
Pero no es descartable que un día aparezca un virus que combine un altísimo
grado de contagio con letalidades del 20 o 30%. La letalidad del coronavirus es
mucho más baja que los órdenes del 10% que se están registrando en España o
Italia. Esas cifras tan altas son porque el cálculo se hace sobre los que están
infectados y diagnosticados, que en estos países son una fracción muy pequeña
de los realmente contagiados. En Corea del Sur, dónde se han hecho una altísima
cantidad de test aleatorios a todo tipo de gente, la mortalidad es del 1,6%. Esa
podría ser la cifra real o tal vez, incluso más baja. Imaginemos qué pasaría si
la mortalidad fuese realmente del 20 o del 30%. Pero, sin duda, un día puede
pasar –es más, es cuestión de tiempo que pase–. Entonces sí sería realmente
apocalíptico. Y ese día sí que puede ser, si no el fin de la humanidad como
especie, sí el de cualquier vestigio de sociedad avanzada. Ante esto, ¿hay algo
que se pueda hacer o debemos conformarnos con cruzar los dedos para que ocurra
lo más tarde posible? ¿Rezar? Sin duda, rezar es importante. Pero Dios nos ha
dado la inteligencia para que la usemos para resolver los problemas y su método
suele consistir en actuar a través de las causas segundas, es decir, nosotros y
nuestra inteligencia. A Dios rogando y con el mazo dando, dice el refrán. Ora
et labora, dice la regla de san Benito. Así que recemos pero, al mismo tiempo, intentemos responder al reto usando
nuestra inteligencia y capacidades humanas. Antes de contestar a la pregunta
anterior –anticipo que de forma tranquilizadora, si tenemos una sombra de
sentido común–, me voy a permitir una digresión.
Los
que éramos jóvenes adultos en la época en la que Ronald Reagan fue presidente
de los EEUU en los años 80 del siglo pasado, nos acordamos perfectamente de la
Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), bautizada torticeramente por el
periodismo español de la época como “Guerra de las Galaxias”. Se trataba de
hacer una red de satélites con potentes rayos láser que protegiese como un
escudo a los EEUU de los misiles atómicos estratégicos de la URSS. Nunca llegó
a instalarse ni a lanzarse un satélite para ese fin (que yo sepa), pero el
esfuerzo económico que tuvo que hacer la URSS para pensar siquiera en poder
burlarlo, fue suficiente para iniciar el hundimiento de esa dictadura. Pero, de
una manera más terrestre, sí hay misiles antimisil –los conocidos misiles
Patriot– que evitan que los misiles locales convencionales enemigos lleguen a
sus blancos. Hay incluso vídeos en los que se ve el éxito fulgurante de estos
misiles para frustrar los ataques de Hamas sobre territorio Israelí.
¿Podría
haber algo equivalente al IDE para el tipo de enfermedades víricas como las
descritas anteriormente? La respuesta es que no sólo podría haberlo, sino que
ese IDE ya existe, aunque en estado embrionario. En esta pandemia de coronavirus
se ha hecho viral –y perdón por el juego de palabras– un vídeo del año 2015 en
el que Bill Gates nos prevenía sobre esto. No es de extrañar. Bill Gates, a
través de la fundación Bill y Melinda Gates, fundada por él con una dotación de
varias decenas de miles de millones de dólares, participa en proyectos de salud
en todo el mundo (hay otros Amancios Ortegas por el mundo). Sabía de lo que
hablaba. Pero Bill Gates no inventaba la pólvora, ésta estaba ya inventada. Llevo
desde 1983 suscrito a la revista Investigación y Ciencia. Y, además de estar
suscrito, la leo cada mes. Desde el principio de esta pandemia tenía yo en la
cabeza el vago recuerdo de un artículo de hace tiempo en el que se hablaba de
la posibilidad de brotes periódicos de pandemias y, lo que es más importante,
de la posibilidad de preverlos. Pero me daba pereza ponerme a escarbar entre
números antiguos en búsqueda de una aguja en un pajar. Pero el otro día me
sacudí la pereza y me puse a buscarlo. Tras una ardua búsqueda, vencida la pereza
pero con la duda de si ese recuerdo no sería una imaginación mía, ¡Eureka!, lo
encontré. Efectivamente, en el número de Junio de 2009 de la revista
Investigación y Ciencia, aparece un artículo firmado por Nathan Wolfe[1], con el título: “Prevención
de pandemias: Una red internacional de vigilancia de flujos víricos de animales
a humanos, facilitaría la prevención de epidemias a escala mundial”. Quien
esté interesado, en este link puede comprar el artículo por 6,9€
Tirando
del hilo, pregunté a san Google que sabía de Nathan Wolfe y san Google me
recompensó con una TED Talk que pronunció en ese mismo año el mismo Nathan
Wolfe. Ahí está el link. Merece la pena verlo:
Ahí
está el embrión de la IDE antivirus. El autor habla de la fundación, antes del
2009, de una asociación, la “Global Viral Forecasting Initiative” (GVFI), en colaboración
con Google.org (otra razón para la canonización de Google) y la Fundación Skoll.
En 2009 la formaban –y a partir de aquí, casi me voy a limitar a copiar
textualmente algunos párrafos del artículo– “unos 100 expertos que
supervisaban animales y grupos humanos que sirven de ‘centinelas’ en Camerún,
China, República Democrática del Congo, Laos, Madagascar o Malasia. […] El
hallazgo en un cazador de un nuevo microorganismo constituye sólo el primer
paso del rastreo de una posible nueva patología. Es preciso determinar si ese
organismo es patógeno, si es transmisible entre personas y si ha penetrado en
centros urbanos, donde la densidad de población propiciaría su difusión. Su
presencia en un centro urbano y distante de la fuente original constituiría un
signo preocupante de su potencial pandémico. […] Por nuestra parte, quisiéramos
extender nuestra red de supervisión a más países de diversas partes del mundo,
entre ellos, Brasil e Indonesia, que, por contar con una gran densidad animal,
pudieran transmitir patógenos a humanos”. ¿No se parece esto a una IDE para
pandemias? Si no se parece, que baje Dios y lo vea. Y, ¿cuál sería el coste de
una red así? Oigamos:
“Un
desarrollo más completo del GVFI será costoso: La construcción de nuestra red y
su dotación con recursos humanos y laboratorios adecuados, con capacidad para
examinar cada seis meses las poblaciones y los animales con los que éstas
entran en contacto costaría unos 25 millones de Euros; su mantenimiento, otros
8 o 10 millones más al año”. ¿Costoso? ¡Por Dios, son
peanuts! Supongamos que entre los errores de cálculo que haya podido cometer el
autor, más el hecho de hacer la red de centinelas y animales tenga que ser mucho
más extensa y tupida, esa cifra se multiplicase por 1.000 es decir, llegásemos
a los 25.000 millones de Euros para su puesta en marcha y 8.000 millones más al
año para su mantenimiento. Seguirían siendo peanuts para un proyecto financiado
a escala mundial por todos los países del mundo y las grandes corporaciones. ¡Sólo
en España, en esta crisis del coronavirus, el estado español va a poner en
juego 200.000 millones de Euros y nadie puede saber cuál será su coste en
pérdidas vidas, de riqueza y de puestos de trabajo! ¿Y cuál sería el coste de
una pandemia como la que he expresado más arriba como posible con una mortandad
real del 20% y una facilidad de contagio mayor que la actual? El coste sería,
como he dicho antes, el colapso de cualquier civilización sobre el planeta
durante decenas o cientos de años. Me da casi ternura pensar que en 2009 esto
le parecía costoso a este investigador que, a buen seguro, ha dedicado su vida
a este proyecto. Termina su artículo diciendo:
“Los
humanos se esfuerzan en prever muy diversas y complejas amenazas naturales –y
artificiales, como guerras o acciones terroristas–. Rara vez se pone en duda
la conveniencia de pronosticar huracanes, tsunamis, terremotos o erupciones
volcánicas –o la posibilidad de que un asteroide suficientemente grande
como para acabar con la vida en la Tierra choque contra ella–. No existe
ninguna razón de peso para creer que la predicción de pandemias sea
intrínsecamente más difícil que la predicción de tsunamis. En vista de las
enormes sumas de dinero necesarias para detener las pandemias una vez que han
arraigado, resulta absolutamente razonable invertir parte de los fondos
dedicados a la sanidad pública –o a la defensa– para evitar que lleguen
a producirse. Nunca ha venido más a cuento el principio de que más vale un
gramo de prevención que un kilo de curación”.
No
creo que hagan falta más palabras. Si no empezamos ahora a construir la IDE
anti pandemias, ¿para cuándo lo dejaremos? Hasta antes de esta pandemia del
coronavirus, podía tener perdón de Dios no dedicar suficientes recursos a
prevenirlas –a pesar de los avisos dados por el VIH, el SARS y otras
enfermedades provenientes de animales–. Pero ahora, tras este serio aviso, no
hacerlo no tendría perdón de Dios. Podemos y debemos hacerlo. Y estoy seguro de
que lo haremos. Y de que lo conseguiremos. Porque creo que Dios no nos prueba
por encima de las posibilidades de los dones que nos ha hecho.
[1] En 2009 Nathan Wolfe era profesor
visitante Lorry I. Lokey de biología humana en la Universidad de Stanford y
director de la “Global Viral Forecasting Initiative” (GVFI). Doctor en
inmunología y enfermedades infecciosas por la Universidad de Harvard en 1998.
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