1 de abril de 2020

La Iniciativa de Defensa Estratégica contra los coronavirus del futuro


Estamos ahora en plena vorágine de la guerra contra el coronavirus. Caben muy pocas dudas de que la vamos a ganar. Su coste será grande, imposible saber cuan grande, pero se ganará. Tampoco cabe dudar mucho de que en breve se encontrarán terapias y vacunas contra el coronavirus. Es cierto que el coronavirus muta y que la vacuna de un año no servirá para el siguiente. Pero eso ya pasa con la gripe común y cada año hay una nueva vacuna que las personas en riesgo se tendrán que poner año tras año. Porque, aunque el virus de la gripe mute, no cambia drásticamente de un año a otro y la vacuna para la cepa del año pasado protege razonablemente bien contra la del año siguiente. Cada año se renueva y santas pascuas. Lo mismo habrá que hacer con el coronavirus. Bien, no es tan grave. Pero, ¿no es posible que vuelvan a aparecer nuevos virus, completamente diferentes? Parece que éste ha venido porque alguien o millones de personas en China han comido murciélagos. Pero no es el único caso en el que un virus que infecta a animales salvajes se instala en humanos de forma asintomática, hasta que muta y tiene capacidad de infectar a los seres humanos. El SARS también vino de China y se traspaso de algún animal salvaje al ser humano. La gripe aviar, de origen en las aves, como su nombre indica, se originó también en alguna región del sudeste asiático. El ébola nació en África también de los murciélagos. Zika es también de origen africano y nos vino de los monos, como lo hizo el VIH del SIDA. La lista conocida de las enfermedades que vienen por el contacto con animales salvajes es larga. Se remonta, por lo menos, a la peste del siglo XIV que mató a un tercio de la población de Europa y provenía de las ratas.

Generalmente, una enfermedad producida por un virus de un animal tarda muchos años en extenderse por amplias regiones. Primero se hospeda en poblaciones humanas que tienen alguna relación con el animal salvaje del que son originarias, sin infectar a los humanos en los que se hospeda, pero extendiéndose benévolamente por la población. Un día, tal vez tras decenas de años de convivencia en miles de organismos humanos, muta y adquiere la capacidad de infectarlos. La infección puede permanecer también bastantes años circunscrita a la población en la que se produjo dica mutación. Pero tarde o temprano, según el grado de interconexión que haya con esa población, se extiende. Y en un mundo hiperconectado como el que vivimos, es relativamente fácil que se convierta en una pandemia. Hasta ahora hemos sabido controlar todas estas enfermedades sin que causen un daño apocalíptico. Incluso, el coronavirus que nos asola ahora, será vencido dejando, en el más terrorífico y altamente improbable de los escenarios, algunos millones de muertos en un mundo con 7.500 millones de habitantes y unas pérdidas muy cuantiosas, difíciles de calcular, pero que también superaremos. Pero no es descartable que un día aparezca un virus que combine un altísimo grado de contagio con letalidades del 20 o 30%. La letalidad del coronavirus es mucho más baja que los órdenes del 10% que se están registrando en España o Italia. Esas cifras tan altas son porque el cálculo se hace sobre los que están infectados y diagnosticados, que en estos países son una fracción muy pequeña de los realmente contagiados. En Corea del Sur, dónde se han hecho una altísima cantidad de test aleatorios a todo tipo de gente, la mortalidad es del 1,6%. Esa podría ser la cifra real o tal vez, incluso más baja. Imaginemos qué pasaría si la mortalidad fuese realmente del 20 o del 30%. Pero, sin duda, un día puede pasar –es más, es cuestión de tiempo que pase–. Entonces sí sería realmente apocalíptico. Y ese día sí que puede ser, si no el fin de la humanidad como especie, sí el de cualquier vestigio de sociedad avanzada. Ante esto, ¿hay algo que se pueda hacer o debemos conformarnos con cruzar los dedos para que ocurra lo más tarde posible? ¿Rezar? Sin duda, rezar es importante. Pero Dios nos ha dado la inteligencia para que la usemos para resolver los problemas y su método suele consistir en actuar a través de las causas segundas, es decir, nosotros y nuestra inteligencia. A Dios rogando y con el mazo dando, dice el refrán. Ora et labora, dice la regla de san Benito. Así que recemos pero, al  mismo tiempo, intentemos responder al reto usando nuestra inteligencia y capacidades humanas. Antes de contestar a la pregunta anterior –anticipo que de forma tranquilizadora, si tenemos una sombra de sentido común–, me voy a permitir una digresión.

Los que éramos jóvenes adultos en la época en la que Ronald Reagan fue presidente de los EEUU en los años 80 del siglo pasado, nos acordamos perfectamente de la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), bautizada torticeramente por el periodismo español de la época como “Guerra de las Galaxias”. Se trataba de hacer una red de satélites con potentes rayos láser que protegiese como un escudo a los EEUU de los misiles atómicos estratégicos de la URSS. Nunca llegó a instalarse ni a lanzarse un satélite para ese fin (que yo sepa), pero el esfuerzo económico que tuvo que hacer la URSS para pensar siquiera en poder burlarlo, fue suficiente para iniciar el hundimiento de esa dictadura. Pero, de una manera más terrestre, sí hay misiles antimisil –los conocidos misiles Patriot– que evitan que los misiles locales convencionales enemigos lleguen a sus blancos. Hay incluso vídeos en los que se ve el éxito fulgurante de estos misiles para frustrar los ataques de Hamas sobre territorio Israelí.

¿Podría haber algo equivalente al IDE para el tipo de enfermedades víricas como las descritas anteriormente? La respuesta es que no sólo podría haberlo, sino que ese IDE ya existe, aunque en estado embrionario. En esta pandemia de coronavirus se ha hecho viral –y perdón por el juego de palabras– un vídeo del año 2015 en el que Bill Gates nos prevenía sobre esto. No es de extrañar. Bill Gates, a través de la fundación Bill y Melinda Gates, fundada por él con una dotación de varias decenas de miles de millones de dólares, participa en proyectos de salud en todo el mundo (hay otros Amancios Ortegas por el mundo). Sabía de lo que hablaba. Pero Bill Gates no inventaba la pólvora, ésta estaba ya inventada. Llevo desde 1983 suscrito a la revista Investigación y Ciencia. Y, además de estar suscrito, la leo cada mes. Desde el principio de esta pandemia tenía yo en la cabeza el vago recuerdo de un artículo de hace tiempo en el que se hablaba de la posibilidad de brotes periódicos de pandemias y, lo que es más importante, de la posibilidad de preverlos. Pero me daba pereza ponerme a escarbar entre números antiguos en búsqueda de una aguja en un pajar. Pero el otro día me sacudí la pereza y me puse a buscarlo. Tras una ardua búsqueda, vencida la pereza pero con la duda de si ese recuerdo no sería una imaginación mía, ¡Eureka!, lo encontré. Efectivamente, en el número de Junio de 2009 de la revista Investigación y Ciencia, aparece un artículo firmado por Nathan Wolfe[1], con el título: “Prevención de pandemias: Una red internacional de vigilancia de flujos víricos de animales a humanos, facilitaría la prevención de epidemias a escala mundial”. Quien esté interesado, en este link puede comprar el artículo por 6,9€


Tirando del hilo, pregunté a san Google que sabía de Nathan Wolfe y san Google me recompensó con una TED Talk que pronunció en ese mismo año el mismo Nathan Wolfe. Ahí está el link. Merece la pena verlo:


Ahí está el embrión de la IDE antivirus. El autor habla de la fundación, antes del 2009, de una asociación, la “Global Viral Forecasting Initiative” (GVFI), en colaboración con Google.org (otra razón para la canonización de Google) y la Fundación Skoll. En 2009 la formaban –y a partir de aquí, casi me voy a limitar a copiar textualmente algunos párrafos del artículo– “unos 100 expertos que supervisaban animales y grupos humanos que sirven de ‘centinelas’ en Camerún, China, República Democrática del Congo, Laos, Madagascar o Malasia. […] El hallazgo en un cazador de un nuevo microorganismo constituye sólo el primer paso del rastreo de una posible nueva patología. Es preciso determinar si ese organismo es patógeno, si es transmisible entre personas y si ha penetrado en centros urbanos, donde la densidad de población propiciaría su difusión. Su presencia en un centro urbano y distante de la fuente original constituiría un signo preocupante de su potencial pandémico. […] Por nuestra parte, quisiéramos extender nuestra red de supervisión a más países de diversas partes del mundo, entre ellos, Brasil e Indonesia, que, por contar con una gran densidad animal, pudieran transmitir patógenos a humanos”. ¿No se parece esto a una IDE para pandemias? Si no se parece, que baje Dios y lo vea. Y, ¿cuál sería el coste de una red así? Oigamos:

“Un desarrollo más completo del GVFI será costoso: La construcción de nuestra red y su dotación con recursos humanos y laboratorios adecuados, con capacidad para examinar cada seis meses las poblaciones y los animales con los que éstas entran en contacto costaría unos 25 millones de Euros; su mantenimiento, otros 8 o 10 millones más al año”. ¿Costoso? ¡Por Dios, son peanuts! Supongamos que entre los errores de cálculo que haya podido cometer el autor, más el hecho de hacer la red de centinelas y animales tenga que ser mucho más extensa y tupida, esa cifra se multiplicase por 1.000 es decir, llegásemos a los 25.000 millones de Euros para su puesta en marcha y 8.000 millones más al año para su mantenimiento. Seguirían siendo peanuts para un proyecto financiado a escala mundial por todos los países del mundo y las grandes corporaciones. ¡Sólo en España, en esta crisis del coronavirus, el estado español va a poner en juego 200.000 millones de Euros y nadie puede saber cuál será su coste en pérdidas vidas, de riqueza y de puestos de trabajo! ¿Y cuál sería el coste de una pandemia como la que he expresado más arriba como posible con una mortandad real del 20% y una facilidad de contagio mayor que la actual? El coste sería, como he dicho antes, el colapso de cualquier civilización sobre el planeta durante decenas o cientos de años. Me da casi ternura pensar que en 2009 esto le parecía costoso a este investigador que, a buen seguro, ha dedicado su vida a este proyecto. Termina su artículo diciendo:

“Los humanos se esfuerzan en prever muy diversas y complejas amenazas naturales –y artificiales, como guerras o acciones terroristas–. Rara vez se pone en duda la conveniencia de pronosticar huracanes, tsunamis, terremotos o erupciones volcánicas –o la posibilidad de que un asteroide suficientemente grande como para acabar con la vida en la Tierra choque contra ella–. No existe ninguna razón de peso para creer que la predicción de pandemias sea intrínsecamente más difícil que la predicción de tsunamis. En vista de las enormes sumas de dinero necesarias para detener las pandemias una vez que han arraigado, resulta absolutamente razonable invertir parte de los fondos dedicados a la sanidad pública –o a la defensa– para evitar que lleguen a producirse. Nunca ha venido más a cuento el principio de que más vale un gramo de prevención que un kilo de curación”.

No creo que hagan falta más palabras. Si no empezamos ahora a construir la IDE anti pandemias, ¿para cuándo lo dejaremos? Hasta antes de esta pandemia del coronavirus, podía tener perdón de Dios no dedicar suficientes recursos a prevenirlas –a pesar de los avisos dados por el VIH, el SARS y otras enfermedades provenientes de animales–. Pero ahora, tras este serio aviso, no hacerlo no tendría perdón de Dios. Podemos y debemos hacerlo. Y estoy seguro de que lo haremos. Y de que lo conseguiremos. Porque creo que Dios no nos prueba por encima de las posibilidades de los dones que nos ha hecho.


[1] En 2009 Nathan Wolfe era profesor visitante Lorry I. Lokey de biología humana en la Universidad de Stanford y director de la “Global Viral Forecasting Initiative” (GVFI). Doctor en inmunología y enfermedades infecciosas por la Universidad de Harvard en 1998.

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