X. EGO SUM OSTIUM
Yo soy la puerta
Pierre Charles S.J.
Si los profesores de estilo hubieran tenido que revisar tus discursos Señor, yo creo que los hubieran corregido y que habrías perdido muchos puntos en el concurso. Habrían estimado que tus palabras eran demasiado prosaicas. Que, por ejemplo, para definir la función del redentor todopoderoso era necesario escoger otra comparación y no la de una puerta. ¡Una puerta! Los turcos mismos realzan este nombre vulgar disimulándolo detrás de un epíteto solemne, y es la Sublime Puerta la que disputa con la Santa Sede. Pero Tú no has empleado ni siquiera estos pequeños artificios de lenguaje. Tú dijiste la puerta, sin más: añadiendo, lo que es peor, la puerta del corral: la más miserable de todas; una puerta que no es un portal, que no posee aleros ni escalinata; que se empuja con el pie y que se cierra con una aldabilla. Ego sum ostium. ¿Por qué escogiste esta humilde comparación para hacernos comprender lo que eres? Le falta empaque. No es excesivamente majestuosa.
A
menos que sea yo quien se engañe y quien deba todavía aprender la lección
esencial, la de la humildad divina. Nada tan accesible como Dios. Yo dejaré
delirar doctamente a los filósofos del paganismo; dejaré a Plotino sutilizar
sobre “el uno”; uno de tal manera que nada tiene de común con ninguna cosa;
hasta dejaré a la antigua sinagoga con su miedo de escribir o de pronunciar el
nombre del Dios Terrible y los animales que hay que apedrear porque se
acercaron demasiado al Sinaí –et si bestia tetigerit montem, lapidabitur.
Se bien que nada es más simple que Dios, y que la verdadera naturaleza del
Padre nos la reveló cuando, acabada la comida familiar con sus discípulos, dijo
a Felipe: “Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre”. Nos imaginamos tal vez que
esta humildad divina, este borrarse, esta facilidad en conversar con los
hombres, que todo esto era una concesión hecha por Dios a nuestra debilidad.
Creíamos que al renunciar a lo que llamamos las pompas de corte celeste y a todo
el aparato de la majestad, como si se saliera de su elemento, por un momento
debió faltarle algo y que se sintió incómodo, solo y sin escolta, en medio de las turbas plebeyas. Y
lo contrario es justamente lo verdadero. Todo el aparato suntuoso de la
grandeza, la demostración del Poder, son los procedimientos divinos de
adaptación a los hombres, y como unas concesiones hechas por Dios a nuestros
gustos y a nuestras debilidades. La verdad no es más ella misma porque se la
escriba con letras mayúsculas: y Dios es verdad. Ni más fuerte el amor porque
se anuncie al son de trompetas: y Dios es amor. Cuando un padre se viste un
gran uniforme recargado de condecoraciones y se hace escoltar por un montero,
no resulta más paternal. La luz no necesita otra cosa que a sí misma para
brillar; y está en su casa en el fondo de los ojos más humildes. El nivel en el
que hay que buscar a Dios es el del pensamiento de los niños, de corazón
sencillo: quoniam ipsi Deum videbunt. No subáis para encontrar a Dios;
bajad más bien. Está a nivel del camino llano. ¿A qué altura creéis poderle
alcanzar? Sería tan insensato como volar por encima de las palabras para
encontrar el sentido de la frase.
Entonces,
Señor, esta puerta del redil que no tiene ni cerradura ni herraje; esta puerta
que nadie quisiera para ningún desván; esta puerta al aire libre, sin atalaya
ni matacanes, sin alabarderos ni cuerpos de guardia; hiciste bien al decirnos
que nos basta mirarla para comprenderte. Tan discreto guardián eres. Los que
quieren dejarte no necesitan conspirar con astucia largo tiempo ni escaparse
por encima del vallado. Un empujón en la puerta, y ya están fuera, libres para
sus planes. Bien puede la Santa Inquisición lanzarse en su busca; Tú les has
dejado partir, no queriendo que se te sirva de mala gana con corazón traicionero. Así salió, de manera
tan ordinaria Judas. Exiit a coenaculo, sin otra formalidad. Hasta un
punto tan inquietante respetas la libertad que de Ti hemos recibido y que es
nuestra dignidad. No quieres sujetarnos detrás de puertas cerradas. Y sin
ningún ceremonial complicado entramos en tu casa. No hay que discutir con
chambelanes y ni siquiera con conserjes. Se llega, se empuja la puerta, se
franquea el umbral, y ya está. Nadie te ha buscado que no te haya encontrado, aunque
fuera sin él saberlo; porque nadie ha podido buscarte sin haber ya sido
encontrado por Ti. Tú, que eres el término final, que aceptas ser también el
camino que a él conduce; Tú, que eres el fin, quieres ser además la senda de
acceso. Por Ti entramos en tu casa, y estando en tu casa tus ovejas empiezan a
sentirse en la suya.
He
pasado por innumerables puertas; las he
abierto y cerrado a decenas de millares. San Juan nos ha descrito las puertas
de la Jerusalén celeste. Hasta las ha contado, justamente hasta doce, abiertas
en la muralla; y nos dice que cada una es una perla. Ciertamente, es muy
hermoso cómo estas doce piedras preciosas, del jaspe a la amatista, componen
los fundamentos de esta extraña ciudad apocalíptica. Pero yo prefiero a estos
topacios, a estos berilos, a estos zafiros que me dejan, a pesar de todo, muy
frío, la humilde puertecita campestre de tu aprisco. No tiene nada de ruidosa y
presta su servicio. Tampoco es áspera. Garantiza mi seguridad sin encarcelarme.
Yo quisiera que todas estas puertas modestas me hablaran de Ti: la del establo,
la del jardinillo, la del huerto, la del gallinero, la de la cuadra o la de la
granja; la de mi cuarto lo mismo que la de las iglesias; y la de una buhardilla
cualquiera como la puerta solemne tapiada bajo el peristilo de San Pedro de
Roma y que se abre en los grandes jubileos.
Hay
todo un misterio en una simple puerta, y nos lo figuramos un poco cuando
llamamos con este nombre raro a la misma María en las letanías; ianua coeli. Repetimos que las puertas
del infierno no prevalecerán contra la Iglesia; y a pesar de las explicaciones
más sabias, esta expresión queda aún bien enigmática. Nos dices que eres la
puerta, y adivinamos que nos será bien difícil expresar el sentido de esta
fórmula sorprendente. Está bien que por todas partes nuestra sabiduría se
sienta desbordada por tu simplicidad. Hiciste bien, Señor, en no querer luchar
con nosotros en nuestro mismo terreno; en no haber multiplicado las manifestaciones
de grandeza divina. Te hubiéramos respondido con estos formidables cortejos y
estas charangas ruidosas que nos parecen maravillas. Nuestro teatro te hubiera
hecho una competencia desleal. Pero en presencia de tu simplicidad, sólo nos
toca abandonar nuestros oropeles, arrojar nuestras armas de cartón y llegar a
ser otra vez nosotros mismos, en la verdad de nuestra indigencia.
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