Hoy quiero escribir sobre uno de los libros más interesantes que he leído en años. Su título es: “Elogio de la riqueza” y lleva como subtítulo: “Tenemos la obligación de ser ricos; es una exigencia de la justicia social. Capitalismo y solidaridad son una misma cosa”. Yo no me hubiera atrevido jamás a poner ese título y subtítulo a un libro, aunque estoy plenamente convencido de lo que dice el título y, con algunas reservas, de las tesis que defiende.
Pero antes de entrar en el comentario del libro, quiero hacer un in memoriam por su autor. Porque éste, Javier Hernández Pacheco, ha muerto hace escasamente unos meses, a los 67 años de edad, de coronavirus. El autor era Dr. en Filosofía por la Universidad Complutense, con una tesis sobre Santo Tomás de Aquino y por la Universidad de Viena, con tesis sobre Martin Heidegger, catedrático de filosofía en la Universidad de Sevilla y fundador, en esta misma Universidad, del Instituto de Filosofía de la Economía. El autor confiesa a menudo a lo largo del libro que no sabe mucho de economía. Pero la lectura desmiente esta confesión. Aunque hay algunos fallos en el conocimiento de los mecanismos de la economía, es evidente con su lectura que el autor sabe mucho de esta disciplina. El libro fue publicado en 1991, pero es totalmente actual en sus planteamientos. En algunas cosas, como el abuso de las autoridades monetarias en la creación de dinero e inflación, a lo que califica sin ambages como robo –que es lo que es– es profético, porque en 1991 era impensable lo que está pasando ahora en este asunto. La lectura del libro no deja lugar a dudas sobre las profundas creencias católicas del autor que, sin embargo, huye de todo lo que él mismo llama moralinas, para ir al sustrato filosófico que subyace en la economía, en el capitalismo y en su ética intrínseca.
Ya he dicho que es uno de los libros más interesantes que he leído en años, pero me va a ser muy difícil comentarlo, precisamente por su densidad filosófica. A veces, esta densidad le lleva, a mi pobre entender, a perderse en razonamientos demasiado abstrusos para mí. Además, su empeño en plantear con total honestidad y, a mi modo de ver, excesiva prolijidad, algunas de las tesis contrarias a la suya, a las que quiere desmontar, hace que se pierda un poco el sentido de si lo que está explicando es su tesis o las contrarias a la suya, lo que a veces despista bastante. Además, como siempre que hago un comentario de un libro, soy incapaz, aunque lo intento, de separar con nitidez los argumentos del libro y los míos cuando ambos van en la misma dirección y lo que me sale es una síntesis de argumentos. En fin, con estas salvedades preliminares, ¡ahí voy! El conjunto puede asimilarse más a una yuxtaposición de temas que a un esquema orgánico. ¡Qué le voy a hacer, no soy capaz de hacerlo mejor!
Una de las cosas más admirablemente bien explicadas del libro es el papel del intercambio, de la división del trabajo y del dinero. Sostiene que el intercambio está en la naturaleza del hombre, único ser vivo que tiene la capacidad de ver qué tiene el otro que él mismo no tenga y qué tiene él que al otro le haga falta y de hacer intercambios ganar-ganar que aumentan la riqueza, que tiene un carácter subjetivo, de ambos. Este intercambio libre inmediatamente demostró ser más beneficioso que la guerra de apropiación y lleva –la relación causa efecto va en esta dirección– a la división del trabajo. Aunque en otros temas sigue puntillosamente ciertas tesis de Adam Smith que creo equivocadas, como más adelante veremos, en este caso critica el pésimo ejemplo que Smith pone sobre una forma de división del trabajo que lleva a la alienación del mismo. Se refiere al lamentable ejemplo de la fábrica de alfileres, que es, en verdad, nefasto. Más adelante volveré sobre este tema. El autor entiende la especialización del trabajo como algo opuesto a la alienación. La división del trabajo de la que habla es, al contrario, libre y liberadora. Gracias a la capacidad de intercambio cada ser humano puede dedicarse a hacer aquello que le gusta más y que, generalmente, por gustarle más, hace mejor. Esta forma de división del trabajo es, por tanto, un proceso enriquecedor, liberador, no alienante. Mientras no existía otra cosa que el trueque, esa generación de valor para ambas partes era inmediata en el momento del intercambio. Pero, desgraciadamente, tan imposible como inmediata, ya que encontrar en cada momento a la persona que le sobrase exactamente la mercancía que al otro le faltaba sería misión imposible que, además, consumía un tiempo de búsqueda inaceptable. Y aquí aparece el dinero, también como algo liberador. Al principio era una mercancía que tenía en sí misma un valor reconocido por todos y que podía darse en intercambio por cualquier otra mercancía que uno necesitase, sin recurrir al trueque. Ese papel fue asumido en la historia por el oro y, en menor medida, la plata. Pero, poco a poco, la inteligencia simbólica, característica del ser humano, fue despojando a esta mercancía de su carácter físico para convertirla en algo simbólico, un acto de fe casi, según la tesis del libro, espiritual. Veamos. Cuando una primera persona, especializada en hacer aquello en lo que es mejor, da eso que hace a otra segunda persona, no recibe a cambio otra mercancía. Recibe dinero simbólico. Y ese dinero es, según el brillante símil que hace el autor, una deuda que la sociedad tiene con él. Es decir, el valor de lo que él ha hecho y entregado a otro a cambio de dinero simbólico, le ha convertido en acreedor de la sociedad. El dinero no es otra cosa que el reconocimiento que la sociedad hace de la deuda que tiene con ese individuo que ha creado algo que tiene valor para ella. Y ese individuo, acreedor de la sociedad, confía en que ésta saldará la deuda que ésta tiene con él cuando, con ese dinero, compre, en cualquier momento del futuro, una mercancía que necesita y transfiera esa deuda de la sociedad al que le ha dado esta mercancía. Lo que me parece extraordinario de esta visión es que pone las cosas en su debido orden. Primero alguien entrega a la sociedad, representada por miles o millones de seres humanos que tienen necesidad de la mercancía que él hace, eso que necesitan. Es decir, el haber hecho algo útil para la sociedad –ya que su mercancía puede ser adquirida al precio justo por cualquier miembro de la misma que lo necesite– le hace merecedor de que alguien haga algo por él en el momento en que quiera cambiar esa deuda que la sociedad tiene con él, por cualquier mercancía que necesite. ¡Magnífica manera de verlo que tiene, como veremos, una gran fuerza explicativa de muchas cosas!
Pero, ¡ay! a la hora de hablar del precio justo, el autor cae en la mismísima confusión en la que cayó siglos antes Adam Smith que, como se verá, es casi más padre del marxismo que del capitalismo. Sí, como suena: ¡Adam Smith es casi más padre del marxismo que del capitalismo! La Escuela de Salamanca, y otros economistas posteriores, ya habían llegado a la conclusión de que el valor de algo era el que psicológicamente le diesen las partes que libremente llegasen a un acuerdo sobre él. Es decir, si tú tienes una mercancía, lápices, por ejemplo, que para ti no tienen ningún valor, porque fabricas millones de ellos que no necesitas, y yo necesito algunos lápices para dibujar, el precio justo será el que pactemos libremente. Pactar no quiere decir, desde luego, regatear. Tú fijas un precio para tus lápices y si a mí me parece adecuado y hay otra mucha gente a la que le sobran lápices, yo los compraré al precio que pague el que menos paga. Y esto es muy importante. Todo el que compre lápices, aunque para él tengan más valor psicológico que para mí, los comprará al precio más bajo. Esto genera una riqueza adicional para el que estaría dispuesto a pagar más por ellos pero los puede comprar al precio más bajo al que necesitan ponerlos los fabricantes de lápices para vender hasta el último que le sobra. Esta es la visión de la Escuela de Salamanca, para la que el precio así formado es el precio justo y es, además, el auténtico valor de los lápices. Así, esta escuela escolástica (perdón por la redundancia) termina con la falsa dicotomía entre valor y precio. Y esta escuela es seguida, durante siglos, por la mayoría de los economistas.
Más, hete aquí que Adam Smith, vuelve a enturbiar aguas que habían sido clarificadas. Y vuelve a decir que, aunque el precio de una mercancía viene determinado de esa forma, su auténtico valor es en del trabajo acumulado que tiene dentro de sí y que, a largo plazo, el precio debe tender al valor. Es difícil encontrar estupidez mayor. Si eso fuese cierto, yo tendría que comprar un coche malo, feo y caro, que se haya fabricado ineficientemente más caro que otro bueno y bonito fabricado con eficiencia. Es decir, el mundo debería sustituir las tres B’s de Bueno, Bonito y Barato por MFC (Malo, Feo y Caro). ¿Se puede sostener semejante majadería? Pues esa es la tesis de Adam Smith y esa tesis sigue, también con ambigüedades –porque quien mantiene estupideces tajantemente es reducido inmediatamente al ridículo– el autor del libro que comento. Antes dije algo que posiblemente haya sorprendido a muchos: Que Adam Smith es casi más el padre del marxismo que del capitalismo. Y así es. Porque, aunque Adam Smith admitía que la diferencia entre el precio y el valor, es decir, la plusvalía era algo lícito para retribuir al capital empleado en la producción de un bien, Marx denunció esa plusvalía, noventa años más tarde de la publicación de “La riqueza de las naciones”, como un robo. Y todavía estamos pagando ese error, propiciado por Adam Smith con su desprecio a la teoría del precio justo y el valor de un bien como el de libre cambio. Además, el infortunado ejemplo de los alfileres para describir la división del trabajo, también le dio a Marx el argumento de la alienación del mismo. Porque esa idea de la división del trabajo, que decía que, para ser eficiente, cada persona tenía que centrarse, con miopía, en una pequeña parte del proceso de fabricación de alfileres es, efectivamente, alienante, pero nada tiene que ver con el auténtico concepto de división del trabajo que defiende el autor. Más adelante volveré, con el autor, sobre la falacia del capitalismo eficiencista y taylorista. Ciertamente, a Smith se le atribuye la paternidad de la economía de libre mercado y del “laissez faire” por su famosa mano invisible. Pero esa expresión, aunque es difícil rastrear su origen, no es ni mucho menos original de Adam Smith, como no lo es la expresión “laissez faire”, ni, mucho menos, la idea de la economía de libre mercado, formulada por el economista francés Jacques Turgot, posible autor también de las expresiones de la mano invisible y el “laissez faire”. Sin embargo, el inmerecido éxito de Smith sí que sirvió para borrar del mapa económico la ya elaborada teoría correcta de los precios por oferta y demanda, iniciada por los escolásticos de la Escuela de Salamanca. Como he dicho, el libro que comento aunque, por supuesto, no niega la formación de precios por el libre mercado, sí lo enturbia con las ambigüedades sobre el valor como acumulación de trabajo.
Vayamos con el mito del capitalismo eficientista y taylorista del que hablé más arriba. Debo a Hernández Pacheco mi conocimiento de la llamada escuela de Frankfurt, de la que sólo vagamente había oído hablar antes. Está compuesta por ideólogos hegelistas-marxistas como Max Horkheimer, Theodor Adorno o Herbert Marcuse que, como hizo su maestro Karl Marx, predicen la caída del capitalismo debido a sus “contradicciones internas”, sean éstas lo que sean, pero que desde que Marx lo predijera, no han acabado –ni empezado–a destruir el capitalismo. Éste es uno de esos temas de los que he hablado antes en los que a uno le cuesta ver si el autor está apoyando una teoría o es que la está exponiendo con prolijidad para refutarla. Pero el hecho es que le dedica no pocas páginas en las que uno se encuentra confuso antes de darse cuenta que la está refutando, al menos en una de sus vertientes. Pero, cuando la refuta, lo hace de forma magistral. La tesis de esta escuela es que la búsqueda de la eficiencia como fin en sí mismo del capitalismo, acabará por crear empresas tan super eficientes que lo sean a base de apisonar la naturaleza humana, haciendo del ser humano un mero engranaje de “la máquina” y la naturaleza, en general, destruyéndola ecológicamente. En primer lugar, asombra la desfachatez de que a un hegelista-marxista, para el que la idea antropológica del ser humano no pasa de ser exactamente eso, una pieza sometida a la idea de traer la dictadura del proletariado como fase preliminar al “paraíso” de la sociedad sin clases, le escandalice que la super eficiencia aniquile al ser humano. Pero es que, además, a esta gente habría que aplicarle el refrán de que “cree el ladrón que todos son de su condición”. Porque ese maquinismo estatalista es, precisamente, la ideología marxista-comunista y, gratuita y erróneamente, lo extrapolan a la empresa capitalista. Y aquí, el autor, tras las incertidumbres de su propósito, desenmascara a la escuela de Frankfurt. Y lo hace en base a un libro, de moda todavía en 1991, aunque ya muy superado por el capitalismo, publicado en 1982 que es “En busca de la excelencia” de dos socios de la consultora estrategica Mckinsey, Thomas Peters y Robert Waterman. Los autores lo escribieron tras analizar, según su experiencia, los factores comunes de las empresas con más éxito. Y claro, lo que encontraron es que las empresas excelentes distaban mucho de ser esas máquinas de triturar individuos en nombre de la eficiencia. Al revés, potenciaban la creatividad, la autonomía, las decisiones en pequeños grupos bastante libres en sus decisiones. Los jefes de esas empresas no eran como el capitán de un superpetrolero que es el único que mandaba y todos obedecen ciegamente. Más bien era alguien que tiene que marcar un objetivo final a miles de pequeñas embarcaciones casi autónomas que deben llegar a ese objetivo con un alto grado de libertad para encontrar el camino. Y él es el que, desde una de ellas, quizá la más grande, y situada en el centro, recordaba continuamente a todos sus objetivos. Y estos objetivos no son ganar dinero. Por supuesto, que la empresa tiene que ganarlo, como nosotros tenemos que respirar para vivir, pero nuestro objetivo en la vida no es respirar. Se trata, cada vez más, de incentivar una cultura con unos valores, orientados a servir al cliente y, así, como se ha visto antes, a la sociedad, que creasen en las personas que trabajaban en la empresa un sentido de pertenencia. Esto había empezado bastantes años antes, hacia los años 60 del siglo XX con los llamados círculos de calidad fabriles y ha seguido evolucionando hasta nuestros días con sistemas como el de organización agile, basado en la creación flexible de scumps (grupos de trabajo ad hoc para un objetivo) o con lo que hoy se conoce como empresas orientadas a un propósito. Y es que los marxistas de la escuela de Frankfurt, no estaban –y siguen sin estarlo– capacitados, por su ceguera ideológica, para darse cuenta de que el sistema capitalista de libre empresa, no es realmente un sistema, un experimento social, como lo es el comunismo, sino un sistema de evolución simbiótica de la necesidad de crear riqueza con la naturaleza humana. Sencillamente porque contra la naturaleza humana, las cosas no funcionan, como ha evidenciado el sistema comunista. El talento humano, la principal fuente de riqueza, no se atrae con máquinas de picar personas, sino potenciándolas. Pero pretender que un marxista se de cuenta de esto es, realmente, pedirle peras al olmo. Por supuesto que no todas las empresas son así. Siguen existiendo los super petroleros, pero están condenados al fracaso. No porque ningún Comité Central las condene, sino porque lo hace el mercado y el talento humano, que huye como de la peste de las que pretenden ser superpetroleros.
No me ha parecido ver, en cambio, entre las tesis del libro la descalificación de la vertiente ecológica de la escuela de Frankfurt. Al revés, creo que en el libro pone en el debe del capitalismo el problema ecológico. Lo que, a mi modo de ver, es abiertamente injusto. En un mundo cada vez con más habitantes en el que todos viven mejor cada decenio que pasa, no puede por menos que haber un problema ecológico y de recursos. Pero, ¿es por culpa del capitalismo? Desde luego, el capitalismo ha aumentado la prosperidad de todos los habitantes del planeta. Pero, ¿es esto malo? ¿Debería dejar de hacerlo? ¿Debieron dejar de hacerlo en le generación de nuestros tatarabuelos? No creo que nadie piense que estaríamos mejor en un mundo como el de nuestros tatarabuelos. Y si lo hace es que no ha vivido en él. Por supuesto, hay quien dice que el aumento de la prosperidad debe pararse, pero me parece una postura miope e irresponsable. La solución al problema ecológico no vendrá de un “que paren el mundo que me apeo”, sino que vendrá de la mano de la tecnología. No es este el lugar para explicar esto, pero tengo un escrito en el que de muestra como el desarrollo tecnológico puede hacer que la ecología mejore y los recursos sean casi ilimitados. Quien lo quiera, no tiene más que pedírmelo. Y esas tecnologías que podrán restaurar la ecología e instaurar la sostenibilidad mientras aumenta la prosperidad mundial sólo las puede desarrollar el capitalismo. De hecho, ya las está desarrollando. Ningún otro sistema lo ha hecho nunca, ni puede hacerlo. Así pues, el capitalismo es parte de la solución, no del problema.
Hay un tema en el libro cuyo tratamiento me alegra especialmente. Se trata de la política monetaria. Ya he dicho antes que el autor plantea, ya en 1991, sin haber visto el monstruoso disparate que se está llevando a cabo con la política monetaria de los grandes bancos centrales del mundo, califica este proceso de robo, sin paliativos. Y estoy plenamente de acuerdo con él en esto. Y lo que, afortunadamente, no hace, es caer en el disparate de añorar el patrón oro ni despotricar contra la reserva fraccionaria del sistema financiero. Más bien aboga por que la cantidad de dinero debe mantener una relación, no lineal y, desde luego compleja, pero una relación a fin de cuentas, con el PIB. Los partidarios del patrón oro, entre los que están muchos liberales[1], si consiguiesen que se implantase, darían al mundo una cantidad de dinero casi fija con independencia de la evolución del PIB. Y esto generaría una gran deflación. No comparto el miedo cerval que muchos economistas tienen a la deflación moderada. Creo que una deflación moderada es, de lejos, preferible a una inflación moderada. Pero el patrón oro crearía una deflación que, a mi modo de ver, sería insostenible. Es cierto que dejar en manos de los burócratas de los bancos centrales la generación de dinero para controlar la economía, es como meter la zorra en el gallinero para controlar a las gallinas. Pero la máxima de “muerto el perro se acabó la rabia” no me parece la solución. Es un reto para la humanidad ver cómo resolver este problema que, este sí, puede dar al traste con el sistema capitalista (y con cualquiera) y sumir al mundo en el caos. Pero la solución no está en la vuelta al patrón oro[2]. La solución es posible, sólo posible, que venga de la inteligencia artificial. Por el lado del sistema financiero y la reserva fraccionaria, es evidente que la reserva fraccionaria multiplica la cantidad de dinero. Pero es totalmente necesaria para que exista el crédito y si se realiza bien la regulación de la base monetaria sobre la que se produce el efecto multiplicador, no tiene por qué representar un problema. El problema está en la regulación de esa base monetaria. Todo esto está magníficamente captado en el libro.
Un tema en el que el hay una gran ambigüedad en el libro es el que gira alrededor del ahorro, la inversión, el consumismo, el sistema bancario y las sociedades cotizadas. Intentaré desenredar esta madeja, que va apareciendo y liándose en lugares lejanos dentro del texto. No podré hacerlo, debido a esta ubicuidad, siguiendo el orden de las páginas, sino intentando darle una estructura conceptual. En determinados momentos el libro presenta una reflexión muy acertada sobre el equilibrio que debe haber entre ahorro y consumo. El ahorro es absolutamente necesario. Sin él no hay inversión posible y es la inversión la que permite que se puedan producir más bienes con menos recursos, posibilitando así la creación de prosperidad. Evidente. También es muy claro acerca de cómo, el sistema bancario, y con él la reserva fraccionaria de la que se ha hablado más arriba, es imprescindible para canalizar el ahorro personal hacia la inversión. Muy cierto. Gracias al sistema bancario y a su reserva fraccionaria, el ahorro acaba siendo prestado, en parte al sistema productivo, en parte a particulares, para inversión o consumo. En pro de este equilibrio el libro habla de los peligros del excesivo y, sobre todo, inadecuado ahorro, así como los de su opuesto, el consumismo. Empecemos por el ahorro excesivo e inadecuado. Evidentemente, un ahorro que se deje improductivo es un ahorro sacado del circuito de generación de prosperidad. Es por lo tanto inadecuado y, por ese principio, este ahorro es siempre excesivo. Desde el primer Euro. Pero éste es un fenómeno prácticamente inexistente. ¿Quién guarda su dinero en el colchón? Por otro lado, el autor parece estar en contra, aunque no estoy del todo seguro de que lo esté, también aquí se vuelve confuso, de las sociedades cotizadas cuyas acciones están en su gran mayoría en manos de pequeños ahorradores. Sin embargo, esta es otra forma, además del sistema bancario, de canalizar el ahorro hacia la inversión. Además, esa canalización no se hace en forma de deuda, como es el caso de los préstamos bancarios, sino en forma de fondos propios, lo que da una mayor estabilidad a las empresas. Además, el hecho de que cualquier persona, por poco dinero que tenga, (y hablo de pocos miles de €) pueda estar bien asesorada (a través de fondos de inversión, por ejemplo), para invertir así sus ahorros de forma adecuada al riesgo que está dispuesta a admitir, es una auténtica democratización del capitalismo. Dicho en palabras sencillas: ser capitalista está al alcance de todos. Por tanto, estas empresas con capital distribuido a través de la bolsa deberían ser consideradas como algo extraordinariamente positivo. Y hay momentos en el libro en el que parece que así lo ve el autor. Pero en otros afirma que esto hace que el capitalismo se haga anónimo y que se pierda el rostro del empresario. No cabe duda de que esta anonimización existe. Así aparece el papel del directivo, que no es dueño del negocio que dirige. Y esto da lugar a un problema, el llamado problema de agencia, que consiste en que estos directivos, en vez de actuar, como es su obligación, a favor de los intereses de sus accionistas, lo hagan en el suyo propio. Afortunadamente, sin necesidad de recurrir a regulaciones estatales, el capitalismo ha desarrollado los mecanismos para que esto no suceda, o suceda en la menor medida posible. La mayor parte de las inversiones de los pequeños inversores están canalizadas, como he dicho antes, a través de fondos de inversión que ya se ocupan, por su propio interés, en minimizar el problema de agencia. Con todo, si hubiese una fiebre del ahorro, aunque fuese un ahorro sano, el consumo disminuiría, las empresas no tendrían una demanda que atender y, ¿para qué querrían invertir? ¿De que serviría tanto ahorro? Pero sigamos con el popurrí que estoy intentando deshilvanar. El consumismo. Por supuesto que existen consumidores compulsivos que se arruinan por exceso del mismo. Pero yo, en mis setenta años de vida no he conocido más que a uno o dos. La práctica totalidad de la gente que conozco intenta llegar a fin de mes al tiempo que ahorrar para un imprevisto y guardar un poco de dinero para su jubilación. Y para esto hace falta un equilibrio incompatible con el consumismo desaforado. Éste es uno de tantos mitos que se han convertido en moneda corriente. El consumismo desaforado es una cosa tan poco corriente como el ahorro acaparativo. Por supuesto, un consumo excesivo, disminuiría el ahorro y no habría inversión para poder producir los bienes demandados. Pero lo que el libro obvia es que el capitalismo tiene en sí mismo, a través de los precios del libre mercado, los mecanismos para autocorregir estas dos desviaciones –exceso de ahorro o de consumo–a través del propio mecanismo de precios de los mercados, con la única condición de que se les deje actuar sin interferencias. En efecto, un exceso de ahorro haría que la retribución a ese ahorro fuese tan baja que muchos ahorradores dejasen de ahorrar, al tiempo que el exceso de bienes producidos sobre el bajo consumo, haría que sus precios bajasen, restableciendo el consumo con lo que la gente dejase de ahorrar en exceso. Y exactamente lo contrario ocurriría si se produjese un exceso de consumo. Los precios de los productos subirían, al tiempo que la retribución al escaso ahorro, restableciéndose así otra vez el equilibrio. Lástima que un libro tan bien escrito no haya reparado en estos mecanismos. No sé si con este largo párrafo habré conseguido desenredar la madeja a la que me refería al principio del mismo o la habré enmarañado todavía más. Espero que lo primero.
Podría
seguir desglosando aspectos del libro. Pero como dije al principio, me iba a
resultar muy difícil ir más allá y a vosotros tolerármelo. Y podéis creerme si
os digo que el esfuerzo de llegar hasta aquí me ha dejado un tanto agotado,
aunque habría muchas más cosas que comentar de este profundo libro. Pero
supongo que vosotros también estáis agotados de la lectura de lo que llevo
escrito, así que mejor lo dejamos aquí. No obstante, recomiendo encarecidamente
su lectura. Yo lo encontré sin esfuerzo en Amazon tras de que me lo recomendase
un amigo mío virtual cuya amistad empezó por un comentario suyo en mi blog. Y
no me arrepiento de haberlo comprado y leído.
[1] Me produce un poco de desazón
estar en desacuerdo sobre este tema con muchos liberales. Me considero un
liberal convencido en lo económico y no entiendo su postura en este tema.
[2] Cuanto mayor sea la capacidad de
aumentar la velocidad de circulación del dinero (la relación entre el PIB y la
cantidad de dinero), lo que puede conseguirse con la próxima generación de
monedas virtuales y tecnologías como el block chain, menos importante será que
la cantidad de dinero esté relacionada con el PIB. Pero esto es algo sobre lo
que habría que escribir largo y tendido, y no es éste el lugar adecuado.
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